Publicado El Viejo
Topo nº 74 (abril de 1994) en este texto el gran novelista estadounidense
defiende el amor y el sexo, más allá de los tabúes que aún rondaban por la
sociedad en los años 90 del siglo pasado, años en los que el VIH causaba un
gran temor.
Hasta la Biblia es flexible con el sexo
El Viejo Topo
Hemeroteca 19 mayo, 2024
Al principio
lujuria significaba simplemente placer, y luego pasó a significar deseo y, más
concretamente, deseo sexual. ¿Cómo puede ser pecado el deseo sexual? ¿Acaso no
dijo Dios a Adán y Eva que crecieran y se multiplicaran? ¿No les dijo, tras
crear a Eva a partir de la costilla de Adán, que «por ella dejará el hombre a
su padre y a su madre, se unirá a ella y serán los dos una sola carne»? La
referencia a la unidad de la carne es una clara metáfora de la copulación.
El mundo
orgánico se halla impregnado de sexo; Lucrecio, en su épica Sobre la
Naturaleza de las cosas empieza saludando a Venus: «Sí, a través de
mares y montañas, violentos ríos y guaridas llenas de hojas de pájaros, y
llanuras verdes, haces nacer el amor en los corazones de todos y los
transformas en deseo ardiente para renovar los miembros de sus razas, cada cual
a su manera.»
Venus es el
«motor de la naturaleza de las cosas» —sin su ayuda nada «llega hasta las
brillantes costas de la luz, ni se hace alegre y hermoso»—. Dos milenios
después de que Lucrecio y sus coetáneos latinos cantaran las grandezas del amor
todopoderoso, Freud y sus seguidores volvieron a reafirmar la naturaleza
innegablemente sexual de la humanidad y proclamaron la nocividad —por no hablar
de la inutilidad— de la represión sexual. ¡Cuan extraña suena a nuestros oídos
modernos la idea de que el deseo —el deseo sexual que brota en nosotros tan
involuntariamente como la saliva— es perverso! Con qué nerviosa hilaridad
saludamos la famosa confesión de Jimmy Carter: «He mirado a muchas mujeres
deseándolas. He cometido muchas veces adulterio en mi corazón.» Cárter era
candidato a la presidencia en ese momento; su oponente, Gerald Ford, era un
hombre más típicamente post-freudiano. Cuando le preguntaron con qué frecuencia
hacía el amor, respondió: «Siempre que se me presenta la oportunidad».
La impotencia,
la frigidez, la falta de atractivo, ésos son los pecados de los que realmente
nos avergonzamos. Pero para los primeros moralistas cristianos, cuyos máximos
exponentes fueron San Pablo y San Agustín, el cuerpo era una bestia que había
que domar, no un señor al que servir. En el decadente y brutal mundo romano del
siglo I, a San Pablo el sexo quizá no le parecía muy importante: el mundo
estaba a punto de llegar a su Fin con la segunda venida de Cristo y la
procreación, tan importante para el Dios del Antiguo Testamento, no tenía casi
importancia. El séptimo capítulo de la primera carta de San Pablo a los
Corintios trata la lujuria de pasada: «Es bueno que un hombre no toque a una
mujer… Por tanto digo a los solteros y a las viudas que es bueno que vivan como
yo, pero si no pueden contenerse, les digo que se casen: porque es mejor
casarse que quemarse».
San Agustín
tuvo más experiencia del ardor que San Pablo. En Cartago, «hervidero de amores
disolutos —nos dice en sus Confesiones— se enamoró del amor.»
Algunos capítulos después, tras hablar de su vida de juventud y de su
concubina, confía a Dios: «Había rezado pidiéndote castidad diciendo: ‘Dame
castidad y continencia, pero no enseguida’. Porque tenía miedo de que
contestaras a mi plegaria inmediatamente y me curaras demasiado pronto de la
enfermedad de la lujuria, que quería satisfecha y no apaciguada.»
Su juventud
pasó, y con ella lo peor del ardor, y San Agustín elaboró, siendo obispo
africano acosado por donatistas y petagianos, una doctrina teológica pesimista
que virtualmente identificaba la sexualidad humana con el pecado original.
Aunque las ideas en las que San Agustín insistió con más ferocidad (la condena
de los niños y la predestinación) recordaban a otros cristianos el maniqueísmo
al cual se había convertido por un tiempo, su doctrina teológica se convirtió
en uno de los pilares sobre los que la Iglesia emprendió una guerra milenaria
contra la carne: para los santos, mortificación y para los laicos, regulación.
La lectura del
artículo de la Enciclopedia Católica sobre la lujuria pone a prueba la
paciencia de un protestante con su minuciosa e imperturbablemente burocrática
obstinación y disciplina. Una y otra vez hace referencia a un presunto orden,
presentado como natural y racional: «Un acto lujurioso es una utilización o
persecución desordenada del placer sexual, no sólo porque frustra el fin
biológico, social o moral de la actividad sexual, sino también porque, al
hacerlo, subordina lo espiritual del hombre a valores de tipo totalmente
material, actuando como una fuerza desintegradora de la personalidad humana.»
La lujuria
conduce a la «ceguera mental, a la precipitación, a la irreflexión, a la
inconstancia, al narcisismo y a un apego excesivo al mundo material». El
peligro del pecado venéreo reside en placeres «meramente sensibles» como el «deleite
de tocar un objeto suave», y por supuesto en el beso humano: «La Iglesia ha
condenado una propuesta de que un beso realizado para obtener placer carnal, y
que no implicara peligro de un consentimiento que fuera más allá del mismo,
fuera sólo pecado venial». Es decir, un beso es pecado mortal.
La actividad
sexual no tiene más que dos fines legítimos: «la procreación de hijos y el
fomento del amor mutuo de los cónyuges dentro del matrimonio». La estrechez de
miras y la pedantería son evidentes: se nos invita a pensar en dos pecadores
contra el orden social tales como «una prostituta que ejerce su oficio para
obtener un provecho económico sin experimentar ningún placer físico y… un
hombre casado disfrutando de una intimidad conyugal normal pero sin ningún fin
más que el del placer físico. La primera comete un pecado contra el orden
sexual.» Con placer, sin placer, todo parece condenado. ¿Qué hombre o mujer,
honestos seguidores de esta doctrina, no cambiarían rápidamente un campo minado
tan traicionero como éste por un monasterio o un convenio?
Pero, por
supuesto, ha triunfado el evangelio de Freud. Los conventos se están quedando
vacíos y los sacerdotes son llevados a los tribunales por sus numerosos delitos
contra la castidad. El sexo es el gran desordenador de la sociedad, los viejos
ascetas no se equivocaban en eso. Las prohibiciones embarazosamente detalladas,
que chocan a los liberales modernos por su atrocidad y ridiculez, contra la
masturbación, la contracepción, la homosexualidad y lo que llamaban sodomía,
fueron intentos de poner parches para contener los torrentes polimorfos y
perversos que en nuestro tiempo han ido minando conspicuamente a esas
instituciones limitadoras pero aun persistentes del matrimonio y la familia
patriarcal.
La pornografía y
su algo más recatada prima, la publicidad, presentan un mundo ideal y las
afirmaciones del ideal presionan y tensan la imperfecta realidad. Las
expectativas sexuales de los ciudadanos tienen su reflejo en la sociedad,
originando divorcios, embarazos fuera del matrimonio y un incremento de las
enfermedades venéreas mortales. Los amantes medievales, conscientes de que
durante los espasmos del acto sexual tenían que pensar en si sus sensaciones
concupiscentes eran acordes con la «recta razón» (rectam rationem), encuentran
su paralelo en los amantes de hoy en día que tienen que seguir preguntándose
qué fluidos vitales podrían infectar qué membranas sensibles con el VIH.
Los viejos
agoreros tenían razón al menos en esto: el sexo tiene consecuencias, no son
unas vacaciones del mundo. El pecado de la lujuria fue definido por Santo Tomás
como un salirse de los planes procreadores de Dios; otro sereno sistematizador,
Espinoza, escribió en su Etica: «La avaricia, la ambición, la
lujuria, etc. no son más que formas de locura.» Se supone que la locura es algo
a evitar, porque es una desviación de la norma aristotélica de la sana
moderación.
De los siete
pecados capitales, la gula y la pereza son pecados de exceso, de cantidad más
que de calidad, ya que el animal humano debe comer y descansar. Pero también
podríamos decir que tiene que cometer lujuria, o bien sublimar. Pero, ¿es la
lujuria tan simple, tan marginal a nuestro ser espiritual y mental como el
dormir o el comer? ¿No es, tal como Freud y San Agustín observan coincidentemente,
central a nuestra naturaleza humana prometeica? La lujuria, que se inicia
simplemente con una mirada, es una búsqueda y su consumación, paso a paso, un
conocimiento. No sólo el apetito sexual nos une a «las bestias del campo» y a
nuestra madre telúrica —»la madre de todo lo viviente», tal como escribió
Robert Graves, «el ancestral poder del temor y del deseo»— sino que también
pone en marcha nuestras capacidades más valiosas de autopresentación, de
relación social y de idealización interna. Nos sentimos atraídos no solo a los
cuerpos de otros sino también a sus psiques, a las etéreas entidades no
materiales que se solían denominar almas. El amor romántico, descrito
convincentemente por Denis de Rougemont como una peligrosa herejía, rarifica el
deseo para convertirlo en un endiosamiento angelical, un anhelo estéril sin el
cual nuestros entornos de ensueño energizantes de la canción, el cine y la
ficción se verían privados de su tema principal.
Esta
interminable celebración del amor y de sus frustraciones es una religión
popular, que da dignidad y significación a lo efímero.
El amor es
eterno, mientras que el deseo es un proceso físico que tiene un fin. En inglés
rima con «polvo», tal como han observado un gran número de poetas. Andrew
Marvell ruega a su «Recatada amante» que sucumba antes de que «vuestro
pintoresco honor se torne polvo / y en cenizas mi deseo.» Pero Shakespeare
escribió el tratado definitivo en su Soneto 129, que empieza diciendo. «El
deterioro del espíritu en un derroche de vergüenza / es la lujuria en
acción.» El deseo es, sigue, «un cebo mordido» y «Una felicidad en la prueba y
una vez probada, una verdadera aflicción; delante, una alegría propuesta
—detrás, un sueño.» «Pero nadie», concluye, «sabe bien/evitar el cielo que conduce
a los hombres a este infierno.»
La Biblia es,
en realidad, bastante tolerante con la lujuria. Su defensa de la mujer adúltera
y su aprecio por la compañía femenina, elevada y baja, da un matiz de
genialidad a su ministerio. El Antiguo Testamento contiene poesía erótica y
numerosos episodios eróticos. El deseo de Betsabé por parte de David, a la que
espió mientras se bañaba en su terraza, le llevó al adulterio y al asesinato
del marido de ésta (Unas el Hitita), pero no a una pérdida permanente del estatus
de David como elegido de Dios. «Lo que David ha hecho ha disgustado al Señor» y
el Señor mató al primer hijo de la pareja ilícita, pero después Betsabé dio a
luz a Salomón. De la lujuria nació sabiduría. Si Dios creó el mundo, creó el
sexo, y una forma de interpretar nuestro inagotable interés sexual es
considerarlo como una forma de alabanza a la creación. La Canción de Salomón
dice:
«Los huesos de
tus caderas son como joyas / modeladas
por un experto artesano.»
Al admirar a
otra persona, salimos de nuestra piel para encontrarnos en una especie de
olvido de nosotros mismos y entrar en una sensación de belleza. Sin lujuria en
el planeta, ¿qué se haría alegre y hermoso?
Es muy fácil
escribir obviedades sobre el placer —no, la evidente bondad del sexo— en nuestra
época. Pero lo que podemos perder en esta facilidad es el majestuoso poder que
sentían los negadores de la religión, el poder del sexo para atar las almas a
este mundo transitorio y traicionero. El sexo pierde algo cuando negamos su
reverso trágico, T.S. Eliot escribió de Baudelaire: «Fue al menos capaz de
entender que el acto sexual como mal es más digno, menos aburrido que el
aséptico automatismo ‘dador de vida’ del mundo moderno. Para Baudelaire, el
funcionamiento sexual al menos es algo no análogo a las Sales de Kruschen».
No obstante,
una sensación de prohibición —de aquello que Freud llamaba un «obstáculo…
necesario para inflamar la marea de la libido hasta su punto álgido»— da sabor
y atracción al deseo. Tal es la confusión en este mundo caído, en el que los
pecados se hallan entremezclados con las semillas del ser.
Traducción de Montse Teres
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