La inflación, ¿el impuesto de los pobres?
El Viejo Topo
31 octubre, 2021
Hacía tiempo
que la inflación estaba ausente de la economía europea. Nos habíamos
acostumbrado a este escenario. Por mucho que la política del BCE fuese
expansiva y este organismo introdujese dinero en el sistema, el índice de precios estaba lejos de llegar al 2%, porcentaje
que Frankfurt se había fijado como objetivo de referencia. Parece ser eso lo
que está cambiando en los momentos presentes. No obstante, hay quien dice,
incluso desde el mismo BCE, que la inflación que ahora amenaza a la economía es
coyuntural y transitoria, causada por el alto precio de la energía. Temporal o
no, viene acompañada de los mismos fantasmas y de idénticos tópicos, entre
ellos ese mantra de que la inflación es el impuesto de los pobres. Lo vocean
los tertulianos y los líderes de opinión, lo escriben los periodistas, lo
repiten los políticos y hasta algunos economistas prestan su aquiescencia. Pero
la verdad es que ni es un impuesto ni afecta únicamente a los pobres.
La afirmación
surgió en las sociedades de épocas muy lejanas y distintas a la nuestra, en las
que no había distinción entre el patrimonio del rey y el de la nación, y en las
que las monedas las acuñaba la Corona que, a veces, para acometer determinadas
empresas, normalmente de tipo bélico, en lugar de incrementar los impuestos, le
resultaba más cómodo emitir dinero. Ciertamente el rendimiento económico era
para el rey y en ese sentido era un impuesto, impuesto que pagaba toda la
sociedad porque los ciudadanos veían reducido su patrimonio y sus ingresos por
la pérdida de valor del dinero. Pero incluso la expresión de los pobres no le
cuadraba muy bien, porque entonces todos los impuestos eran de los pobres, ya
que los nobles y el clero estaban exentos de contribuir y, sin embargo,
paradójicamente, la inflación de una o de otra forma afectaba a todos los
ciudadanos.
Posteriormente,
las circunstancias han cambiado y los gobiernos no emiten el dinero, sino los
bancos centrales. Habrá quien diga que para el caso es lo mismo. Sin embargo,
hay diferencia porque en seguida estas instituciones se hicieron muy celosas de
su independencia y, además, se aceptó como un dogma inamovible que no podían
financiar a los gobiernos. Por otra parte, ellas solo emiten el dinero
primario, y son las entidades financieras las que ponen en circulación el resto
de la oferta monetaria, que además supone la porción más voluminosa.
En Europa, a
partir de la creación de la Unión Monetaria, el que emite el dinero es el BCE
y, al menos por ahora, su política expansiva no ha sido inflacionaria. Por más
que haya aplicado la flexibilización cuantitativa, es decir, por más que haya
regado con euros la economía, durante todo este tiempo no ha conseguido acercar
el índice de precios a ese 2% que se había fijado por objetivo.
Dicho todo
esto, resulta difícil calificar a la inflación de impuesto de los pobres. Pero
sí habrá que preguntarse entonces a quién beneficia y a quién perjudica la
subida de los precios; y como en casi todos los asuntos, en este la respuesta
tiene que ser ambigua, depende. En principio y sin afinar demasiado, podríamos
contestar que favorece a los deudores y castiga a los acreedores, lo que
resulta bastante fácil de entender. Una subida general de precios implica una
disminución del valor del dinero, y automáticamente de la cuantía de la deuda. Los
Estados, al poseer un buen montante de deuda, títulos soberanos, resultan
favorecidos al igual que el resto de los deudores, y en tanto o mayor medida
cuanto mayor sea el endeudamiento. Obsérvese que la mayoría de las veces los
deudores son los pobres y los acreedores los ricos.
Lo anterior
explica que países como Holanda o Alemania, con un stock de deuda pública
reducida, y cuyas sociedades tienen además posiciones acreedoras, tengan una
especial sensibilidad a todo lo que pueda significar subida de precios. Han
contemplado con suma prevención la política seguida por el BCE desde que Draghi
asumió la llamada “expansión cuantitativa”. Pero la crítica no era creíble, ni
tenía ningún sentido, mientras la inflación continuase en cifras tan bajas que
en algún momento llegaron a ser negativas.
La situación
puede cambiar en los instantes presentes en los que la inflación comienza a
enseñar las orejas, si bien es verdad que el BCE se ha apresurado a ponerse la
venda antes que la herida, y está manteniendo la tesis de que esta subida es
temporal y que por eso no tiene necesidad de cambiar de política. No obstante,
no es descabellado suponer que los países acreedores vuelvan a presionar al BCE
cuestionando que continúe comprando deuda soberana de los países miembros, lo
que puede resultar una gran amenaza para Estados como España, Grecia, Portugal,
Italia e incluso Francia, cuyo nivel de endeudamiento es muy alto, y que
difícilmente se mantendrían en los mercados financieros sin la intervención del
banco emisor.
La inflación
puede representar además una amenaza adicional. La subida de los precios no
tiene por qué ser igual en todos los países, y de hecho no lo es. En un mercado
único y con moneda única, el diferencial de inflación se traslada a la
competitividad, y puede causar notables desequilibrios económicos y
financieros. He ahí en gran medida el origen de la anterior crisis. Hay tres
parámetros que pueden situar a la economía española ante una difícil
encrucijada: un alto endeudamiento, una elevada tasa de desempleo y una baja
productividad.
Continuando con
la pregunta de quién sale perjudicado y quién beneficiado con la inflación, y
yendo más allá del binomio deudores-acreedores, debemos considerar que no hay
un solo precio, y el índice que mide la inflación es una media ponderada de
todos ellos; y, como es lógico, no todos experimentan la misma subida. Aquellos
sectores cuyos precios se incrementan más que la media salen favorecidos,
mientras que los que suban menos se verán damnificados. En este planteamiento, los
salarios son un precio más, el de la mano de obra. La inflación perjudicará a
los trabajadores solo si sus retribuciones no suben, al menos, en la misma
medida que los precios. En este caso el beneficio será para el empresario. Pero
tampoco los salarios subirán todos en la misma proporción. Habrá también
diferencias entre los trabajadores; aparecerán ganadores y perdedores.
En el extremo,
las empresas que se encuentren en aquellos sectores sometidos a la competencia
internacional y que debido a ello no pueden subir sus precios, o al menos en la
misma cuantía, que los otros precios o salarios, pasarán graves dificultades
económicas o incluso se verán obligados al cierre. A su vez, cuando el origen
de la inflación se encuentre exclusivamente en el exterior, por el incremento
del precio de determinadas materias estratégicas, como el petróleo o el gas, o
bien los salarios o bien el excedente empresarial tendrán que sufrir una
reducción. En el caso de que ni los trabajadores ni los empresarios estén
dispuestos a repartirse la pérdida, lo más probable es que se entre en una
espiral inflacionista que dañará la economía y contradecirá la suposición de
que la inflación es coyuntural. Este fue el origen de la estanflación de la
crisis del petróleo en los años setenta.
¿Qué ocurre con
los pensionistas y los empleados públicos? No se puede afirmar en principio que
la inflación les perjudique. Todo depende de que las retribuciones y las
prestaciones suban o no en la misma cuantía que los precios. Existe una
creencia errónea especialmente respecto a las pensiones. Se considera que su
actualización por el IPC daña al erario público en tiempos de inflación. Esta
opinión no tiene en cuenta los ingresos del Estado que crecen también con los
precios. El impacto, por tanto, sobre el presupuesto de la regularización de
las pensiones y del sueldo de los funcionarios por el IPC será casi el mismo
sea cual sea la subida de precios. Otra cosa es que el Estado no obtenga el
beneficio extraordinario que la inflación le proporcionaría (como contrapartida
a las pérdidas de los pensionistas y funcionarios) si las retribuciones y las
prestaciones no se actualizasen. Los que arremeten en contra de la
regularización de las pensiones y de las retribuciones de los empleados
públicos lo que proponen de verdad es financiar otros gastos y el déficit
público con la pérdida de poder adquisitivo de los jubilados y de los
funcionarios.
En esta línea
debería haber ido la contestación del ministro de Inclusión a los partidos de
la oposición en el Congreso de los Diputados. Bien es verdad que el ministro, a
pesar de su aparente seguridad, no termina de cortar el nudo gordiano de las
pensiones. Suele liar casi todo. Afirmó que la semana laboral de cuatro días es
aplicable únicamente a las sociedades de pleno empleo, pero se debió de
confundir porque son sus planes para la reforma de las pensiones -retrasar la
edad de jubilación- los que solo tienen sentido en las economías en las que
apenas existe el paro. En una economía como la española con altos niveles de desempleo
cifrar la financiación de las pensiones en alargar la vida laboral es arreglar
un problema a costa de aumentar otro, el paro.
A su vez, el
reparto de trabajo tiene mucha más justificación, como es lógico, en economías
con altas tasas de paro que en aquellas que gozan de pleno empleo. Es la
productividad la variable que lo condiciona. Así ha sido históricamente. Los
notables incrementos en esta variable han servido para aumentar los salarios y
reducir el tiempo de trabajo. Este proceso se rompió a partir de los años
ochenta cuando los aumentos de la productividad se han destinado en mayor
proporción a elevar el excedente empresarial. El panorama actual se agrava para
España, ya que en los últimos años con la incorporación a la Unión Monetaria
apenas se han producido aumentos en la productividad, y sin estos será muy
difícil que los salarios ganen poder adquisitivo y que se produzca la reducción
de la jornada laboral.
Artículo publicado originalmente en Contrapunto.
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