La evolución
de la ideología climática (1)
DIARIO
OCTUBRE / agosto 9, 2019
Juan Manuel Olarieta.— A lo largo de una historia
milenaria, los seres humanos han sostenido percepciones contrapuestas sobre el
clima de clara naturaleza ideológica, en donde se confundían de manera
abigarrada numerosos conocimientos, doctrinas e hipótesis.
Hasta épocas muy recientes la humanidad no conoció las
sutilezas actuales que diferencian el clima de la meteorología o el calor de la
temperatura; ni siquiera sabía lo que era el calor, ni la luz, ni la combustión
y, lo que es peor, las doctrinas al respecto eran erróneas.
Como es obvio, la evolución del clima sobre la Tierra
a lo largo del tiempo no tiene nada que ver con la de su reflejo sobre el
pensamiento humano. Las ideologías climáticas siguen el mito de la caverna de
Platón: un recorrido que va de la “oscuridad” a la “luz” a medida de que la
humanidad se libera de sus cadenas, hasta salir al exterior y conseguir,
además, que “un exceso de luz” no acabe por deslumbrarnos, es decir, que unas
cadenas no sustituyan a otras.
Cualquier ideología se afirma por oposición a sus
contrarias, de donde surgen las diferentes corrientes históricas que en sus
rasgos más generales se pueden resumir en tres.
Las corrientes idealistas consideran el clima como una
obra de la creación del universo, al modo del Génesis: en un principio la
Tierra estaba sumida en la “oscuridad” hasta que dios la iluminó… hasta cierto
punto porque el resto quedó sumido en las tinieblas.
La religiones presentan a dios como luz y en el Éxodo
aparece ante Moisés como una “zarza ardiente”. Además de luz, dios y los seres
celestiales representan el calor, que es fuente de vida.
Por el contrario, un determinado tipo de materialismo,
que podemos adscribir a Demócrito, considera el calor como una cosa,
algo que en nada difiere de todas las demás cosas. El mundo material, es decir,
todo el universo, se compone de los mismos átomos, uno de los cuales es el
fuego, por lo que la luz y el calor tienen el mismo origen material que las
demás cosas que integran el universo.
En una tercera línea podemos situar a Epicuro,
una materialista de un tipo diferente al anterior, más avanzado, según expuso
Marx en su primera obra. La diferencia entre uno y otro se resume en el
“clinamen” o, en otras palabras, la contradicción, el cambio y la dialéctica,
que también están presentes en los fenómenos físicos.
En el griego antiguo clima y clinamen forman parte de
la misma familia semántica, junto a otras palabras como “inclinación” o
“declinación” porque la humanidad siempre tuvo claro que el clima dependía del
ángulo diferente con el que los rayos del Sol y otros astros luminosos
impactaban en la Tierra, lo que a veces, se definió como su “alineamiento” o
posición relativa de unos con otros.
Como dicho ángulo depende de la región geográfica del
planeta, en cada una de ellas el clima es diferente. La consecuencia ideológica
de ello es que, históricamente, la humanidad siempre vinculó el estudio del
clima más al espacio que al tiempo.
Dado que la supervivencia de los seres humanos
dependía de la agricultura, básicamente, y dado también que, a su vez, la
agricultura dependía del clima, los aspectos económicos dependían de los
naturales. El “buen tiempo” propiciaba buenas cosechas y el “mal tiempo” creaba
dificultades de aprovisionamiento, lo que expresa el carácter ideológico de las
doctrinas climáticas y seudoecologistas, en general, que van unidas a una
teoría económica, e incluso una política económica.
La “buena” (o la “mala”) relación del hombre con la
naturaleza, el salvajismo y la civilización, es uno de los tópicos más
frecuentes en la historia del pensamiento humano, que ha desatado toda clase de
pronunciamientos. No obstante, el desasarrollo progresivo de las fuerzas
productivas ha independizado cada vez más al ser humano de la naturaleza, que
ha ido adquiriendo un punto de vista cada vez más estético de la misma, así
como un complejo de intruso dentro de ella, que irá a más en el futuro.
Las ideologías climáticas han tenido siempre un tono
fatalista, de tal manera que a la humanidad no le cabía sino adoptar una
posición pasiva: “aclimatarse” o adaptarse al clima del lugar.
Uno de los ejemplos más conocidos de la importancia
que las ideologías han otorgado al clima es “El espíritu de las leyes” de Montesquieu,
escrita a mediados del siglo XVIII, que estudia la dependencia de los
diferentes regímenes políticos y sociales de las diferencias climáticas que se
pueden observar en la Tierra. Los pueblos originarios de regiones cálidas “casi
siempre” los ha convertido en esclavos, mientras que el coraje de los de climas
fríos los ha mantenido libres. “Es un efecto que deriva de una causa natural”,
escribía Montesquieu. Las causas naturales, podríamos concluir, producen
efectos políticos, y también: los efectos políticos derivan de causas
naturales.
Al fatalismo climático le acompañó siempre un
dogmatismo absoluto: todas las hogueras se acaban apagando y lo mismo ocurrirá
con el Sol y demás astros, por lo que la temperatura decenderá inexorablemente
y el frío se extenderá acabando con la vida sobre este planeta.
Hasta hace muy poco tiempo, pues, los científicos
defendieron la doctrina del enfriamiento climático con mucho más ardor del que
ahora muestran al defender la contraria. La forma en que se producía el
supuesto enfriamiento era lineal, de la misma manera errónea en que hoy se
supone que se produce el calentamiento: cada año la temperatura batía sus
propios registros y desciende -o sube- un poco más en todas partes al mismo
tiempo.
La ruptura con la ideología dominante fue un camino
tortuoso, balbuceante y lleno de paradojas. Hace 2.500 años, Teofrasto, un
discípulo de Aristóteles, ya había llamado la atención sobre el “clinamen”: el
clima actúa sobre la humanidad, pero la humanidad también reaciona sobre su
entorno y es capaz de modificarlo.
Nadie hizo caso de aquel filósofo, entre otras razones
por el escaso desarrollo de las fuerzas productivas. Sin embargo, cuando en el
siglo XVIII las monarquías absolutas emprenden importantes obras públicas
(canales, pantanos, carreteras, puentes), los ingenieros comienzan a
desarrollar nuevas concepciones sobre lo que hoy llamaríamos estudios de
“impacto ambiental”.
Aquellas primeras investigaciones sobre la “huella
ecológica” extraen a los seres humanos de la naturaleza y contraponen a ambos
en la forma ideológica que hoy se ha impuesto: lo artificial como enemigo de lo
natural o destructor del entorno. La civilización es el pecado original, el
progreso no existe porque estamos destruyendo el “paraíso terrenal”…
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