Además del artículo de
Zulian aquí reproducido, este número contiene un dossier sobre Trabajo
doméstico; H. Polo da cuenta de la situación en Sri Lanka; López Arnal
entrevista a Mark Aguirre sobre Etiopía y a Fonsi Loiza sobre oligarcas
españoles, etc.etc.
TOPOEXPRESS
Ya salió el Topo de diciembre. Cambio de Época
(artículo en abierto)
El Viejo Topo
1 diciembre,
2024
Artículo en abierto de la Revista El Viejo Topo, nº443, de diciembre de 2024
Además del artículo de Zulian aquí reproducido, este número contiene un
dossier sobre Trabajo doméstico; H. Polo da cuenta de la situación en Sri
Lanka; López Arnal entrevista a Mark Aguirre sobre Etiopía y a Fonsi Loiza
sobre oligarcas españoles, etc.etc
CAMBIO DE ÉPOCA
Por Claudio Zulian
Entramos en una
época marcada por la decadencia de Estados Unidos. Sin embargo, su modelo
sociocultural, un estilo de vida dedicado al consumo, se ha expandido por el
mundo. ¿El american way of life sobrevivirá a la muerte del Imperio
estadounidense?
Reflexionar hoy
sobre un cambio de época parece perfectamente justificado: se habla
abiertamente de ello en libros, revistas e incluso en la prensa diaria, sin
importar la tendencia política o cultural. La guerra de Ucrania y la de Gaza,
el declive de la hegemonía estadounidense, el ascenso del poder chino y de los
otros BRICS, las tensiones que derivan de todo ello, suelen estar en el centro
de estas reflexiones. En términos geopolíticos, parece haber un cierto acuerdo
en considerar la guerra de Ucrania, empezada el 23 de febrero de 2022, con la
invasión de territorio ucraniano por parte de Rusia, como el momento en que se
hace evidente el cambio de época.
Tan importante
como el ataque ruso ha sido la negativa de los países del llamado “Sur global”
a suscribir las sanciones que Europa y Estados Unidos han impuesto a Rusia. Una
negativa que ha mostrado de manera concreta hasta qué punto no sólo China, sino
también los otros BRICS –Brasil, India, Sudáfrica– no han encontrado razones
para plegarse a las exigencias de Estados Unidos. Ni ellos, ni buena parte de
los países africanos, asiáticos y latinoamericanos. Puesto que una de las
definiciones clásicas del poder es la capacidad de obligar al otro a plegarse a
la propia voluntad, podríamos decir que tal negativa ha mostrado gráficamente
–y geográficamente– los nuevos límites del poder estadounidense.
Desde el punto
de geopolítico, en suma, el cambio se manifiesta en el relativo declive de la
hegemonía estadounidense y la correspondiente eclosión del poder chino, en
alianza con Rusia.
Sin embargo, y
también en esto suelen coincidir los análisis, la crisis de Estados Unidos no
es sólo geopolítica, sino también interna, de su propia sociedad. En este caso,
el cambio de rasante se suele identificar con la elección de Donald Trump en
2016. No se trata sólo de lo disruptivo de sus avatares políticos: negarse a
aceptar la victoria de su adversario; alentar al golpe de estado; ser el primer
ex-presidente imputado penalmente; incluso, ser reelegido. Consideremos un
momento Make America Great Again, el eslógan de Trump, y sobre todo en el
adverbio Again: se nos revela una nostalgia, un deseo de volver a un pasado
mejor, una necesidad de auto convencimiento, absolutamente impropios de un
poder en acto. El encerrarse en sí mismo es signo indefectible de la mengua del
poder imperial. En España, desde el siglo XVII, sabemos mucho de tales
actitudes y de su significado: “…y los sueños, sueños son.”
La elección de
Donald Trump en 2016 es la otra cara de la crisis del programa
cultural-político del partido Demócrata. De entre los abundantísimos análisis
que en su momento se hicieron de ello, quisiera destacar el del psicoanalista
Eric Laurent en un perspicaz artículo publicado en el reciente Política
y Psicoanálisis, y cuyo título resulta significativo: El traumatismo del
final de la política de las identidades. El artículo dice lo siguiente: “La
campaña de Hillary Clinton se había basado por completo en poner el foco en las
diferentes minorías étnicas (negros o latinos), las mujeres y las minorías
sexuales, subrayando para cada una de estas identidades la necesidad de la
igualdad de derechos. Por lo tanto, una política de identidades claramente
asumida. Su eslogan Stronger together [Más fuertes juntos] ponía de relieve
esta yuxtaposición identitaria; sin subrayar lo que hay en común, sino sólo la
suma de fuerzas…”. Laurent más adelante observa que “las mujeres, los latinos y
los negros, tienen identidades múltiples. Es lo que hace que el resultado se
escape del cálculo” que había hecho Clinton.
Este análisis de
Eric Laurent apunta a una fundamental inadecuación, a la vez política y
cultural, del programa del Partido Demócrata y de la crisis del discurso
“progresista”.
Es este un
elemento importante para nosotros porque se trata de una crisis que desborda el
marco propiamente estadounidense. La política de las identidades ha sido la
panacea de la política socialdemócrata del mundo occidental. Es decir, de la
política de izquierdas, puesto que, ahora mismo, no hay más izquierda que la
socialdemócrata, no hay más izquierda que la que presume de manejar mejor el
capitalismo que la derecha.
Además, la
cultura “progresista” –uso esta palabra a sabiendas de que es un atajo
conceptual– que ha colonizado las universidades, las estructuras burocráticas y
los partidos de izquierda del mundo, tiene límites sociales muy definidos: es
una cultura de clase, la cultura de la clase educada urbana. Los ideales de la
izquierda, otrora ideales universales de emancipación, han sufrido unos ajustes
interesados –el más evidente de los cuales es el relativo desinterés por las
cuestiones ligadas a la exclusión económica– y se han convertido en elementos
de dominación social.
Un tercer
elemento se suma, por lo tanto, en el cambio de época respecto de Estados
Unidos: a la mengua del poder imperial y a la crisis de identidad hay que
añadir el naufragio de la política y la cultura progresista.
El siglo
americano, que acaba ahora, ha supuesto la globalización, exponencialmente acelerada
después de 1989, del american way of life. Sus vectores principales han sido,
por una parte, el cine (después la televisión y más tarde las redes) y, por la
otra, la producción de bienes de consumo, sin que sea posible establecer una
prioridad entre las dos. Recordemos aquí que la hegemonía cinematográfica
estadounidense se fraguó a partir de 1915, cuando el conjunto de la industria
cinematográfica francesa –hasta entonces mundialmente dominante– tuvo que parar
toda la producción por la amenaza de los bombardeos alemanes sobre París, y por
la incorporación de técnicos y actores al ejército. Estados Unidos aprovechó y
desarrolló inmediatamente sus propias redes de distribución mundiales, con
prácticas muy agresivas de carácter monopolístico que perduran hasta nuestros
días.
Ya entonces, en
las películas estadounidenses se podía ver el estilo de vida consumista
moderno. Por las imágenes de las películas –en los cortos de Chaplin, sin ir
más lejos– desfilaban coches, neveras, supermercados, ropa cómoda y de corte
moderno, que luego la propia industria estadounidense producía masivamente y
exportaba.
Sin embargo, en
las últimas dos décadas del siglo XX, los objetos y las imágenes propios del
american way of life ya no eran producidos sólo en Estados Unidos ni contaban
con capital mayormente estadounidense. Hace unos 15 años, Frédéric Martel, en
su documentadísimo libro Cultura Mainstream, demostró que el capital de las
majors de Hollywood, los grandes estudios cinematográficos, no era de mayoría
estadounidense sino global (japonesa o alemana en algún caso) y que, por otra
parte, el entretenimiento de tipo estadounidense (sea en cuanto a contenidos o
en cuanto a formas) ya se producía localmente en Corea, en China, en la India,
en Egipto o en Brasil, y con la misma calidad. El american way of life era ya,
en el último cuarto del siglo XX, una producción del mundo entero. Todas las
regiones de la tierra reproducían sus rasgos –y siguen reproduciéndolos–
autónomamente. Hoy, en 2024, no se vislumbra tampoco ninguna solución de
continuidad: no existe ningún foco civilizatorio alternativo que en el algún
lugar del mundo esté disputando la hegemonía del american way of life, de la
civilización del consumo.
A la crisis
geopolítica de la hegemonía estadounidense que inaugura la nueva época, no
corresponde una crisis civilizatoria del american way of life. Parece más bien
que nos hallamos en la situación explicada por Ian Morris en su perspicaz
Guerra ¿para qué sirve?, cuando describe un típico fin de un imperio. Éste,
según Morris, necesita paz para poder enriquecerse y necesita que sus súbditos
se enriquezcan para poder imponerle tributos; los súbditos se enriquecen
haciendo propias la cultura y la política imperiales hasta el punto de poder
desafiar el Imperio mismo. Empieza entonces un período de guerras.
Al respecto,
podríamos pensar en el fin del Imperio Romano de Occidente: el momento de su
final político, en el 476 d.C., no supuso ni el fin de las estructuras sociales
y administrativas, ni mucho menos el fin de una cultura que, reinterpretada ya
entonces por el cristianismo (y también, un poco más tarde, por el Islam) y
revisitada filológicamente a partir de la baja Edad Media, ha llegado hasta
nuestros día (tanto es así que nos estamos expresando en un idioma derivado del
latín).
Podemos
hipotizar, en suma, que la época que las guerras actuales parecen inaugurar
estará marcada por un tipo de cultura nacida del american way of life, con la
particularidad de que no será Estados Unidos quien la ampare.
Parece darnos
la razón el hecho de que China, sin ceder al sistema político
democrático-liberal, parece seguir la vía de una sociedad de consumo madura,
cuyos productos y estilo de vida son en homologables a los originales
estadounidenses. Lo mismo puede decirse de otros estados que, además, y sin que
les parezca contradictorio, reivindican una cultura original, cuando no una
originaria, como Arabia Saudí y los Emiratos del Golfo, o la India.
Por otra parte,
los signos de la inconsistencia de las alternativas a la sociedad de consumo
son visibles desde hace decenios y algún corvaccio –cuervazo– como Pier Paolo
Pasolini nos había avisado ya sobradamente.
Sin embargo, si
nos dejáramos ganar por la impresión de que no queda espacio para ningún
discurso ni imagen que no forme parte del plan de tenernos entretenidos en los
centros comerciales o clavados en el sofá delante del televisor o absortos en
Tik Tok, estaríamos tomando por verdad revelada las trolas del capitalismo
consumista mismo. Bien saben los publicistas que no acabamos de estar nunca
entretenidos, clavados y absortos –o como diría Foucault: no acabamos nunca de
estar dominados–. Lo que el capitalismo consumista pregona es una utopía: para
ser felices, basta vivir en el goce del consumo. Pero… ¡Ay de aquel que toma en
serio tal propuesta! Porque ser felices de este modo cuesta trabajo y dinero.
Bien lo saben todos los que trabajan por lo menos ocho horas, pero en las redes
socio-digitales muestran sólo sus aficiones y jamás su trabajo… y nada nos
dicen del Tranquimazin o del Diacepam que toman por las noches, y por la mañana
Prozac si hace falta. ¡Ay de aquel que se toma en serio el goce del consumo!
Bien lo saben aquellos a los que los tranquilizantes y los antidepresivos les
parecen poco y, cual héroes del consumo, se meten coca, éxtasis, ácidos y,
próximamente, fentanilo. Bien lo saben los educadores de calle de nuestras
ciudades, que tienen que hacerse cargo del malestar de unos chavales pobres a
los que se les ha prometido que van a vivir como ricos.
La ausencia de
alternativas no supone en absoluto el cierre de todo el espacio donde se pueda
respirar, donde se pueda ser libre en el sentido etimológico que nos desvela
Émile Benveniste en su clásico libro Vocabulario de las Instituciones
Indoeuropeas: ser libre es crecer entre iguales. Se abre, al contrario, un
espacio de libertad muy específico: llamémosle, al menos por ahora, el “espacio
trágico”.
El espacio
trágico es el lugar en el que una contradicción insoluble abre la posibilidad de
crear algo nuevo e inesperado. Con Hegel: “La belleza carente de fuerza odia al
entendimiento porque este exige de ella lo que no está en condiciones de dar.
Pero la vida del espíritu no es la vida que se asusta ante la muerte y se
mantiene pura de la desolación, sino que sabe afrontarla y mantenerse en ella.
El espíritu solo conquista su verdad cuando es capaz de encontrarse a sí mismo
en el absoluto desgarramiento. […]
Esta
permanencia [en lo negativo] es la fuerza mágica que hace que lo negativo
vuelva al ser.” Así afirma nuestro filósofo en el prólogo a La
fenomenología del espíritu. Podemos rastrear ecos de este pensamiento de
Hegel en varios filósofos actuales. Por ejemplo, me parece particularmente
interesante como Alain Badiou, en un pequeño texto titulado 24 notas
sobre el uso de la palabra “pueblo”, concluye diciendo: “La palabra
“pueblo” tiene sentido positivo sólo respecto de una posible inexistencia del
Estado: o bien de un Estado prohibido del cuál deseamos la creación; o bien de
un Estado oficial del cual deseamos la desaparición”. De este modo, para Badiou
“pueblo” es precisamente el sujeto que actúa en lo negativo, y sólo en ese
sentido podemos usar esa palabra.
Desde el punto
de vista político, por lo tanto, la invitación de Badiou –y de otros pensadores
actuales como Slavoj Zizek– es la de encarar la continuidad del american way of
life, más allá de un posible declinar de la hegemonía estadounidense, permaneciendo
en la negatividad, atentos a la creación de la posibilidad política, social,
artística, de que lo negativo vuelva al ser y atentos también a escapar de lo
positivo de su institucionalización.
Esta
negatividad es el corazón de lo trágico actual, y es el rasgo fundamental de
toda acción política y cultural en la época que ahora empieza.
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