Cuando Triana era
Guantánamo y Sevilla el Imperio
Elportaldeandalucia.org
22 noviembre, 2023
"Auto de fe de la Inquisición", de Goya.
Langer, en su Philosophy
in New Key, nos recuerda que el hombre es capaz de adaptarse a cualquier
cosa que su imaginación sea capaz de afrontar menos al caos. El caos tiene que
ser periódicamente conjurado, constreñido a una imagen que lo reduzca, lo
limite y lo haga manipulable. Un espectáculo que, reiteradamente, absorba la
falta de sentido, el excedente de sufrimiento que conlleva la existencia
humana. Pocas comunidades como la sevillana han sabido, a lo largo de los
siglos, trabajar ese ámbito y la relación entre símbolos y conductas sociales
como una ontología, una cosmología, una estética y una moral. Las cuatro han
ordenado la experiencia de esta comunidad. Y los individuos que han ignorado
las normas morales y estéticas que formulaban, cada vez, los símbolos, han sido
condenados por ello.
Así, pocas ciudades en
el mundo podrán vanagloriarse de tener por santas y patronas a dos terroristas.
Perdón, el orden debe ser invertido. Justa y Rufina, destructoras del
patrimonio escultórico de la Sevilla del siglo III, circunstancia que las llevó
a ser condenadas, se convierten en mártires siglos después, cuando su iconoclastia,
lejos de ser tal, se torna virtud. Así es; Justa y Rufina, en su fervor
cristiano, pusieron todo su empeño en la destrucción de toda la estatuaria
pagana de la ciudad de Sevilla. A cambio, por Real Cédula de Fernando III se
promovió la multiplicación de imágenes de ambas santas para su veneración y
culto. Goya las pinta con los restos de su hazañas esparcidos a sus pies, con
la Giralda al fondo, con Onda Giralda más al fondo aún y los ecos de Nicolás
Salas, por una vez, animando la acción.
Siguiendo esa línea
argumental, y en la medida de que el Reino de España se declara
constitucionalmente aconfesional, deberíamos esperar ver un día rehabilitado
también a Rodrigo de Valer, cuyo camisón fue colgado a guisa de bandera en la
Catedral de Sevilla, con la inscripción: «Rodrigo de Valer, ciudadano de
Lebrija y Sevilla, apóstata, falso apóstol, quien pretendió ser enviado de
Dios».
Reivindicados los
magistrales del cabildo de la catedral Juan Gil (Egidio) y Constantino Ponce
que, acusados de herejía, no por ya muertos se libraron de ser desenterrados y
quemados su huesos.
Recuperado Antonio
Enríquez Gómez, también víctima de la Inquisición sevillana, autor de El
siglo pitagórico, novela en verso y prosa que narra la trasmigración de un alma
en diversos cuerpos (un ambicioso, un chismoso, una dama, un hidalgo, un
valido) sobre un esquema fijo; el alma describe la maldad de su ocupante y le
acusa, éste se disculpa: su maldad es la tónica de la época y, por tanto, no
puede considerarse delito; y autor de la Vida de don Gregorio Guadaña, una
novelita picaresca en la que se nos narra cómo el vicio y la corrupción se
señorean en la corte de Felipe IV.
Reclamados los
humanistas Juan Pérez o Francisco de Zafra, ambos quemados en efigie.
Rehabilitadas más de
treinta mil personas, morerías, aljamas enteras, sinagogas, el Monasterio de
San Isidoro del Campo con todos sus frailes jerónimos y otros laicos
reformistas que allí se daban cita, con Casiodoro de Reina, primer traductor de
la Biblia completa al castellano a partir del hebreo y del griego, y
Cipriano de Valera revisor de la misma. Esperemos, aunque tengan que pasar
también mil años, que Sevilla reivindique a quienes dijeron de ella que
era la primera ziudad de nuestra España, que en nuestros tiempos conoziese
los abusos, superstiziones i idolatrías de la Iglesia Romana.
Tal vez un día la
condena de la ONU al Imperio por las condiciones en que mantiene a los presos
de Guantánamo se extienda a aquel Castillo de la Inquisición, sito en Triana,
donde una expresión poco afortunada o una actitud equívoca podían acarrear la
delación si en ellas se adivinaba el rictus de lo herético. Allí iban, sin
juicio previo y sin saber por cuánto tiempo, arrebatados del lecho en mitad de
la noche, amigos y enemigos, parientes y desconocidos, delatores y delatados.
Todos presos, incomunicados, aterrados, ignorantes del cargo del que se les
acusaba y de quién les había acusado. Simplemente se les interrogaba sobre si
conocían el motivo del arresto, exhortándoles a la confesión de todos sus
errores y pecados mediante tortura, si era necesario. La acusación difusa e
inconcreta podía colocar al reo en una situación dramática. Porque sucedía a
menudo que él no sabía por qué estaba allí o suponía algo distinto de lo que se
le imputaba, lo que retrasaba el proceso y abría nuevas pistas a otros complementarios.
La inseguridad, la
desconfianza y el peligro se instalaron durante los siglos XV-XVII en una
sociedad amenazada por sí misma de forma no muy diferente a la situación que se
vive en la Sevilla del golpe militar de 1936 y en los años siguientes. En una y
otra ocasión, curiosamente, la convivencia arruinada se refugia detrás del
aparato barroco de la ciudad. Será esta vieja máquina, prácticamente
desahuciada en las coyunturas republicanas, la que vuelva a organizar, con
aparatosa solemnidad, los espectáculos que habrían de servir para exaltar la
fe, conmocionar al pueblo y exhibir la fuerza y poder del régimen. De nuevo en
marcha la extraña función, los tres actos del teatro de la sombras, los tres
actos de la temporalidad franquista: la matanza, la ceremonia religiosa y el
espectáculo que, todavía hoy, continúa.
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Profesor, poeta y
ensayista. Fundador de "Voces del Extremo"
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