Este mes presentamos temas tan interesantes como el relato de
lo que sucedía en Donetsk años antes de que Rusia interviniera en la guerra; el
relato de lo que ha visto recientemente Higinio Polo en China o un
extraordinario análisis de las tensiones en el seno de la Iglesia católica.
El Topo de junio en la calle
El Viejo Topo
1 junio, 2023
José Antonio Llosa y Esteban Agulló Tomás
¿De qué forma se destruye la colectividad laboral y se disciplina al
trabajador? El artículo analiza la evolución del modelo de trabajo que ha
culminado en el neoliberalismo: el trabajo en plataformas como la forma más
sofisticada de precariedad e individualismo.
Introducción: el empleo como sistema
Existe una
tendencia muy prolija a dar una explicación al desarrollo y progreso del
mercado laboral a través de una óptica de análisis económico. De este modo,
conocemos de manera cercana y certera algunos fenómenos de gran relevancia para
comprender la evolución capitalista en sus diferentes fases, como el giro de
eje de una economía basada en la oferta a una basada en la demanda, que Rifkin
sitúa como piedra angular para explicar la expansión de la sociedad de consumo
y todo lo que ello implica. O una aproximación al análisis de la flexibilidad
laboral como el paradigma que de manera cristalina expone los entresijos de la
precarización del empleo en la economía globalizada.
Sin embargo,
nuestro ánimo es situar como eje de análisis la disciplina. Una propuesta sobre
la que abunda la psicosociología, tanto desde la psicología social de carácter
psicológico como sociológico, que permite comprender la interacción del mercado
laboral y los trabajadores, y lo más importante, que explica la intencionalidad
del mercado laboral hacia los trabajadores. Esta intencionalidad tiene un
carácter político, pero actúa a través de un rastro psicológico sin el que no
existe posibilidad de comprender completamente este contexto. Nunca nos
referiremos con el análisis psicológico a uno individual o psicologicista, sino
siempre a un análisis interactivo entre el sujeto (trabajador o trabajadores en
términos colectivos) y el objeto (mercado laboral).
El pleno empleo como cuestión moral
El paradigma
keynesiano propone el trabajo como epicentro de la subsistencia en el contexto
capitalista posterior a la Segunda Guerra Mundial. Enraíza una propuesta
laboral liberal en las sociedades europeas, con gran repercusión e impacto, que
parte de dos premisas que la historia laboral expone de difícil sostén: la
primera de ellas esgrime que el empleo capitalista dota de condición de
ciudadanía, y la segunda dibuja un horizonte posible de pleno empleo por el que
pasa lo que denominamos estado de bienestar.
La condición de
ciudadanía de Marshall emerge como un nuevo estatus, que se construye sobre la
capacidad de estabilidad y seguridad para el mantenimiento de la convivencia.
Se perfila en un paradigma liberal en el que la estabilidad únicamente resulta
viable a través de la propiedad, siendo esta inaccesible para las clases
populares. De aquí emerge la desigualdad estructural capitalista, que asume que
una parte de la población ni tiene, ni tendrá posibilidad de acceder a las
condiciones materiales imprescindibles para tomar estatus de ciudadanía.
Enfrentamos un hecho difícilmente compatible con nada parecido a la paz social
–concepto también manufacturado en este periodo–, motivo por el cual arraiga el
paradigma keynesiano como propuesta de acceso a la ciudadanía a través del
empleo. La premisa básica impone comprender el trabajo lejos de un
cuestionamiento de la posesión de los medios de producción, sino que el empleo
exclusivamente es la vía de acceso a la protección social. El trabajo, no como
un elemento colectivo de negociación para trascender el statu quo de
un entorno social, sino todo lo contrario: como engarce efectivo en el sistema
social vigente permitiendo su estabilización. El paradigma keynesiano no
presenta, por ello, vocación directa de transformación del modelo de sociedad,
en tanto que asume la noción de ciudadanía liberal que superpone la propiedad
sobre la mera existencia. De este modo, ciudadanía y empleo se equiparán, y el
no acceso al empleo conlleva la expulsión del círculo social.
Tratando de
aproximarse al elemento fundamental de la propuesta de ciudadanía, diríamos que
dota al sujeto de estatus de persona. La persona, siguiendo las ideas de George
H. Mead, se define en la interacción significante en un medio social, por
tanto, precisa situar al sujeto en un contexto social que permita su
interacción y transformación. No disponer de empleo, no acceder a la condición
de ciudadano, marca la delimitación entre la inclusión y la exclusión social, y
con ello las posibilidades de interacción significante en un contexto determinado.
El empleo asalariado en la concepción liberal se convierte, de este modo, en la
propia definición de sujeto. A su vez, presenta un carácter disciplinante, ya
que la ausencia de empleo voluntaria o involuntaria no es asumible ni por el
contexto social, ni por la propia persona. Disciplinante, también, en cuanto a
que bajo estas lógicas es difícil establecer un cuestionamiento del mercado
laboral en sus estructuras, ya que supone cuestionar y renunciar a la condición
de ciudadanía que permite la estabilidad.
La segunda
premisa del paradigma keynesiano, además del acceso a la ciudadanía, crece
sobre las lógicas del pleno empleo. En las sociedades liberales la noción de
igualdad se fundamenta en el alcance universal de derechos civiles, en primer
lugar, pero también sobre la aspiración de paz social a través de la
estabilidad o protección social. Siendo el empleo la única fuente posible de
estabilidad, el paradigma hipotetiza que el pleno empleo es la condición para
una convivencia de máximos. De este modo, la convivencia en un escenario social
está subordinada, en todo caso, al interés económico, en tanto que únicamente
es viable un contexto social de convivencia que antes haya logrado el fuste
económico suficiente para aproximarse al pleno empleo. En el periodo posterior
a la Segunda Guerra Mundial la hipótesis de pleno empleo parecía viable, ya que
la reconstrucción de Europa tras el periodo bélico vino acompañada de la
capacidad productiva suficiente. Sin embargo, el mantenimiento de este ritmo
productivo en un periodo menos convulso, como el del último cuarto del siglo
XX, pasaba por generar un ritmo de consumo cada vez mayor. Así tiene lugar el
desarrollo de la sociedad de consumo, y la estabilidad vinculada a la noción de
ciudadanía incorporó rápido la capacidad de consumo como prioridad. A través
del incremento del consumo y la necesidad de consumo, se trata de aportar
holgura al mercado productivo para hacerlo también en el mercado laboral. La
crisis del petróleo del 73’ evidencia la quimera que se fraguaba, generando las
primeras bolsas de desempleados del denominado estado del bienestar. Para toda
una generación aparece el fenómeno del desempleo, que ha oscilado en tendencia
creciente y de estabilidad –rara vez de descenso y nunca volviendo a datos próximos
a los previos a este momento– hasta la actualidad. La hipótesis del pleno
empleo ha sido claramente refutada, y con ella cuestionado el modelo social
keynesiano liberal. Sin embargo, lejos de renunciar a la hipótesis del pleno
empleo en el modelo socioeconómico, se acude a una huida hacia adelante a
través de una reconceptualización del pleno empleo en la que progresivamente
abandona la condición de hipótesis económica para granjearse la de horizonte
moralmente deseable.
Este giro
discursivo crece a partir de la semilla del consumismo, que imprime una nueva
definición de identidad social basada en el beneficio e interés individual. La
sociedad de consumo articula una relación construida en la exclusión, la
diferencia y la jerarquía, lejos del reconocimiento mutuo como prole. La
estabilidad sigue siendo una necesidad básica, pero ya no una meta colectiva,
sino una conquista de carácter individual.
Aparecen nuevos
conceptos e ideas en el estudio y comprensión de lo laboral. La noción de
empleabilidad, como desarrollo individual y formativo que dota a la persona de
atractivo al mercado laboral, presenta un marco discursivo de naturaleza
psicológica individual. La ausencia de empleo es un fracaso explicado en la
escasa dedicación al cultivo de la empleabilidad. Este es el giro moral que
sobreviene al mundo laboral, y legitimado en la impregnación de un corpus
conceptual de apariencia cientifista. Otro de los conceptos más representativos
sería el de competencia, como un constructo tejido a partir de elementos de
carácter técnico-formativo, de rasgos de personalidad y de habilidades y
destrezas sociales, que mide la relación entre la persona y el mercado laboral.
La evaluación de competencias en un mercado laboral competitivo reviste un
carácter tan inespecífico y arbitrario que hace incuestionables las dinámicas
laborales. Por ello es disciplinante y punitivo, y es justo este motivo por el
que la noción de competencia se incorpora a planes educativos y formativos de
cualquier nivel.
La realidad
laboral propia del contexto contemporáneo, la neoliberal, resulta íntimamente
psicológica y claramente moral. Representa la única culminación posible del
proyecto keynesiano. Si se repitiera mil veces, el resultado sería exactamente
el mismo en cada ocasión: el trabajo como condición de ciudadanía pone la vida
al servicio del desarrollo económico capitalista; la noción de pleno empleo, si
bien probadamente inalcanzable, impone el acceso al empleo como prioridad al
cuestionamiento de la estructura económica que determina el mercado laboral, y
por tanto la dota de exigencia moral; la noción de empleo como un absoluto
desconectado de la coyuntura estructural del sistema económico, impone una
reverberación de eco psicológico individual a la posibilidad de acceder al
empleo o no, y por ello una criminalización también interna. En este contexto,
la precariedad no expone un estado coyuntural o transitorio al mercado laboral,
sino un elemento intrínseco y difícilmente eludible. Además, no existe gran
margen para el cuestionamiento de la precariedad, con lo que el recorrido del
nuevo milenio en el contexto laboral avanza en lo que podemos denominar
ingeniería de la precariedad. Halla su expresión más reciente, y una de las más
feroces, en el trabajo tecnológicamente gestionado y organizado. Esto es, el
trabajo en plataformas y otros derivados de la denominada gig economy.
El trabajo en plataformas como disciplina
La gig
economy descansa sobre la idea de que el desarrollo tecnológico
siempre representa un progreso social. Al preguntarse qué implica su noción de
progreso, se ha de equiparar con el margen de posibilidad para el desarrollo
económico. La tecnologización de los intercambios mercantiles representa una
herramienta de ingeniería, fiscal primero –observando cómo multinacionales
operan desde paraísos fiscales para un alcance global–, e ingeniería laboral,
segundo, para que se muestren esquivas con los derechos laborales fundamentales.
Defendemos la premisa de que el trabajo en plataformas como Glovo o Uber, no
solo representa un serpenteo entre las regulaciones legales del mercado
laboral, sino que configura también, en términos psicosociales, una forma de
empleo cualitativamente diferente a las anteriores. Resulta pertinente ahondar
en su análisis, ya que las estimaciones más recientes sitúan a España entre los
países europeos con mayor alcance para el trabajo en plataformas, llegando a
tasas del 18% según publicaba la Digital Future Society en 2020.
La precariedad
laboral, hasta ahora, tendía a ser medida en términos de lo que consideramos
como empleo atípico. La Organización Internacional del Trabajo lo conceptualiza
con una aproximación difusa concretada en aquellas formas de empleo diferentes
a las culturalmente deseables y/o establecidas. El paradigma keynesiano
presenta actualmente un arraigo más cultural que material, con lo que las
formas deseables de empleo en la mayoría de los países de la UE se comprenden
como estable o indefinido, en jornada laboral completa, y permitiendo unos
ingresos suficientes para un mantenimiento de vida digna. Este acercamiento a
la precariedad laboral se centraba, por tanto, en formas de empleo regulares y
reguladas, observando si las condiciones contractuales objetivables cumplían o
no esta serie de requisitos. El trabajo en plataformas rompe esta rueda, en
tanto que tiene poco que ver con el mercado laboral regulado. A falta de probar
la efectividad de la denominada Ley Rider, su impacto por ahora es relativo;
cualquier persona estaba, o está, en disposición de trabajar como falso
autónomo en estos espacios que abarcan cada vez un mayor número de actividades.
Resulta llamativo que la Unión Europea haya legitimado el empleo en plataformas
reiteradamente: “las plataformas colaborativas permiten a los individuos, junto
a otros actores como los microemprendedores y pequeños negocios, a ofrecer
servicios. Ello crea nuevo empleo, modalidades flexibles de trabajo y
posibilidades de generar ingresos”. La Organización Internacional del Trabajo
también ha sido sorprendentemente permisiva con ellos. Este tipo de empresas
también han hallado cierto fervor entre la población de menos recursos, frente
a la imposición de que cualquier empleo es preferible al desempleo; y entre los
consumidores neoliberales, la comodidad individual disfrazada de proceso
tecnológico se impone sobre cualquier conciencia relacionada al impacto
colectivo asociado a estas herramientas mercantiles. Este tipo de empleo
característicamente desregulado no representa una anomalía, repetimos de nuevo,
sino la tendencia lógica de un proceso evolutivo.
En el marco de
la investigación en cuestiones laborales, el pretendido en este caso, las
herramientas de delimitación del empleo precario que acabamos de exponer
carecen de sentido alguno. Evidentemente el trabajo en plataformas impone una
forma de explotación, pero analizando los rasgos del empleo atípico resulta
imposible definir el cambio cualitativo que impone el modelo laboral en plataformas.
Retomando la idea inicial de este texto, para tal fin creemos útil un análisis
de las dinámicas de disciplina.
Hemos
denominado este paradigma como tecnodisciplina del trabajo, caracterizada como
una forma de constricción de los derechos laborales a través de una relación
laboral ordenada en un medio digital, y no en interacciones entre personas.
Cabe atender al menos a cuatro elementos: una legitimación del empleo flexible,
los tiempos laborales difuminados, la ilusión de libertad, y el denominado algorithmic
management.
El primero de
los elementos orbita en la legitimación de la flexibilidad laboral como
principal resultado de la hipótesis moral del pleno empleo. Ante la incapacidad
de cuestionar las lógicas económicas y estructuras del mercado laboral, la
única posibilidad ha sido dotar de elasticidad al mercado de trabajo por medio
de una ecuación que permita la introducción de mayor número de personas al
empleo a costa de las garantías que la esfera laboral proporciona. La calidad
del empleo se diluye bajo la imposición moral de que más personas trabajen, por
medio de la democratización del riesgo económico o empresarial. La flexibilidad
conecta directamente el empleo con las demandas del momentum económico
a través de la entrada y salida de personas del mercado laboral. Este modelo,
avalado de nuevo por los organismos de la Unión Europea como una herramienta
viable para responder a la complejidad de la economía globalizada, supone
alterar la condición de asalariado siendo, ya no el contexto empresarial quien
asume el riesgo económico de la actividad, sino la persona que intercambia su
fuerza de trabajo. El proceso tiene lugar únicamente en una dirección punitiva:
el retroceso económico de la empresa en la que la persona trabaja supone la
pérdida de empleo o reducción de ingresos, mientras que en caso de bonanza
económica su estatus no tiende a verse alterado. Esta dinámica común a
cualquier forma de actividad laboral neoliberal, en las plataformas digitales,
ante la ausencia de regulación del trabajo, funciona en tiempo real. Las
demandas de servicio registradas se correlacionan directamente con la
dedicación laboral de quien opera en estos espacios.
Este último
aspecto conecta directamente con la segunda característica: la relación directa
con los clientes. Esta relación no se delimita a la demanda del servicio que se
preste, sino que expresa una relación que evalúa el desempeño y viabilidad
laboral de la persona. A través del proceso tecnológico tiene lugar una
monitorización perpetua de la actividad de la persona que trabaja, que
determina su posibilidad y ritmo de trabajo posterior. Rompe con las dinámicas
disciplinarias de evaluación periódica y/o cualificada que tendría un
supervisor en una empresa convencional, ya que el cliente que evalúa el servicio
prestado no está valorando la actividad u organización de la empresa que opera,
sino de la persona –el trabajador– que desempeña directamente la actividad. El
nivel de estrés e incontrolabilidad para la persona que trabaja alcanza
términos insostenibles. Sin embargo, este particular se afronta en las
plataformas digitales a través de la diseminación de un discurso de libertad
individual en términos neoliberales, que traslada a los trabajadores una
ilusión de autodeterminación sobre su tarea. Se trata de una ilusión de
libertad, ya que la monitorización constante a la que se someten no permite
nada parecido al control de tiempos, ritmos o modos de desarrollar el trabajo,
pero genera, sin embargo, un importante sentido de responsabilidad. Responsabilidad
en tanto que la viabilidad y éxito de la actividad desarrollada recae
directamente sobre la persona que la práctica. Con lo cual, y comprendido desde
la teoría de la psicopolítica neoliberal, estos espejismos de libertad
representan un discurso de autonomía y elección en un contexto estructural
difícil de manipular. Además, en tanto que existe esa sensación de libertad
discursiva, la estructura se torna incuestionable. Se podría metaforizar en un
laberinto que no tiene salida: existe la capacidad de elegir en cualquier
bifurcación, pero ninguna elección llevará a finalizar el rompecabezas.
La ilusión de
libertad se articula, a su vez, con la imposición de disponibilidad y el
ordenamiento temporal de esta forma de trabajo. Los sistemas de valoración de
desempeño a través de la monitorización constante imponen sobre la persona que
trabaja en estos contextos digitales la mayor dedicación que sea posible para
no perder el estatus laboral. Con lo cual, el tiempo de dedicación a esta tarea
está, primero, lejos de ser flexible o adaptable a las necesidades de la
persona, y, segundo, solapa los espacios temporales de empleo y vida
personal.
Cabe la
posibilidad de hallar la mayoría de las características descritas en otros
modos de empleo de relación más tradicional, siendo el hecho definitorio de los
empleos en plataformas lo que denominamos como algorithmic management (gestión
organizacional basada en algoritmos), que presentan las investigaciones de
Duffy en la Universidad de Cornell. Las personas empleadas en este marco no
establecen una relación de dependencia en el trabajo respecto a otras personas,
sino respecto a un algoritmo opaco. Cualquier posibilidad de negociación
colectiva desaparece entre el establecimiento de marcos de relaciones
individuales plataforma-trabajador, y la ausencia de un interlocutor humano de
contacto directo.
El trabajo en
plataformas expresa cierta indefensión de las personas trabajadoras ante el
avance del empleo flexible. Se debe considerar una culminación de la economía
neoliberal, legitimada políticamente, arraigada en términos psicosociales, y
por ello, la consecuencia racional de la dinámica sistémica del modelo
socioeconómico neocapitalista.
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