Robinson, la economista de mayor talento del siglo XX, hizo
más que nadie por desvelar las fragilidades del mítico edificio en que la se
había convertido la teoría económica. Aquí la recordamos.
La razón en la tormenta:
memoria de Joan Robinson
El Viejo Topo
13 abril, 2023
“Cuando yo era estudiante, la economía vulgar se hallaba en un estado particularmente vulgar. Por un lado, el desempleo británico no bajaba de un millón; por otro, mi tutor me enseñaba que es lógicamente imposible que haya desempleo debido a la Ley de Say”. Son palabras escritas a mediados de siglo pasado por la economista británica Joan Robinson en su “Carta de una economista keynesiana a un marxista” y denuncian el mayor defecto de la doctrina económica dominante cuando ella comenzó sus estudios en la Universidad de Cambridge y, para nuestra desgracia, aún en nuestros días: el divorcio de la realidad.
Da igual
cuántas veces sea desmentida por los acontecimientos a la vista de legos y
doctos, la teoría se erige en una especie de teología y subsiste inalterable en
lo sustancial e impermeable a la gravedad de los hechos, sean éstos el paro y
la pobreza de millones de personas, la ruina de miles de negocios, la hambruna
o la guerra.
La Ley de las
salidas de Say enunciaba, en esencia, que en el capitalismo la producción de
bienes generaba demanda agregada efectiva suficiente para absorber la totalidad
de la oferta, salvados fugaces periodos de desajuste sectorial que el mercado
reequilibraría por sí solo puliendo los precios, de tal modo que la
sobreproducción y la desocupación generalizadas resultaban imposibles. En los
años 20, en los que Joan Robinson era estudiante y según ella misma relató, la
gran síntesis de los Principios de Alfred Marshall era reverenciada como si de
la Biblia se tratase, y se dibujaba en la enseñanza de la economía un modelo
atemporal de equilibrio en un mercado de competencia perfecta.
El problema
radicaba, entonces como ahora, en la realidad. Por asombroso que parezca, para
la doctrina económica convencional la Gran Depresión nunca pudo ocurrir. Tras
el colosal y terrible baño de realidad que la Segunda Guerra mundial supuso,
tal fe cayó en desgracia frente a la preeminencia institucional del pensamiento
de Keynes, pero fue recobrando la hegemonía a raíz de la crisis de los 70. En
el final del siglo pasado y el principio del presente, a partir de la derogación
en Estados Unidos de la conocida como Ley Glass-Steagall, reguladora de los
mercados financieros, se extendió en los principales países industrializados el
desmantelamiento de los controles públicos de la economía. Las heridas de la
catástrofe que siguió aún supuran en millones de familias y vidas rotas en todo
el mundo. Y, sin embargo, las quiebras bancarias conocidas estas semanas y la
persistencia en el error de entidades como el Banco Central Europeo prueban que
la capacidad de aprendizaje de las élites políticas y económicas resulta ser
estremecedoramente pobre.
Joan Robinson,
para muchos, entre quienes me cuento, la economista de mayor talento del siglo
XX, hizo más que nadie por someter a crítica y desvelar las fragilidades del
mítico edificio en que la teoría económica se había convertido. Tuvo la
oportunidad de participar en el selecto círculo de economistas (el Circus) que
discutió la elaboración de la Teoría general de Keynes con el mismísimo
maestro, para lo que fue convocada por el economista italiano Sraffa, quien en
un celebrado artículo que había visto la luz en 1925 ya había cuestionado el
paradigma de la competencia. Ella desarrolló la teoría de la competencia
imperfecta desde Cambridge casi simultáneamente a la publicación en Harvard por
Edward Chamberlin de su trabajo acerca de la competencia monopolista.
Todavía en
aquella obra se sirvió de las herramientas de la ortodoxia neoclásica, pero más
adelante rompió las costuras de Marshall y Pigou, e incluso rebasó la frontera
de la revolución keynesiana, después de haber ejercido como su más concienzuda
divulgadora. Se convirtió en la principal figura de la corriente poskeynesiana
(de keynesiana de izquierdas se calificó ella desde muy pronto) con motivo de
la polémica acerca de la medición del capital como factor de producción y su
influencia en la distribución de la renta. Se suele aludir a ella como la
“controversia de las dos Cambridge”, por referencia a la Universidad de
Cambridge en el Reino Unido, por un lado, y al Instituto Tecnológico de
Massachusetts (en Cambridge, Estados Unidos), de la parte de los promotores de
la síntesis neoclásica Samuelson y Solow.
La maduración
más completa de sus ideas se concentra en La acumulación de capital,
la más notable de sus obras, aquélla que la propia autora siguió considerando
hasta el final de su vida como su mayor contribución a la teoría económica, aun
reconociendo que se trataba de un texto de lectura difícil. El título coincidía
con el del principal trabajo económico de Rosa Luxemburg, por quien Joan
Robinson sentía profunda admiración y en quien encontró inspiradoras ideas para
el estudio del desarrollo del capitalismo. También en Marx. A pesar de todas
las diferencias, entendió que el progreso de la economía dependería de su
esfuerzo por resolver los problemas que Marx había planteado. A él dedicó un
ensayo que le granjeó la ira de no pocos devotos de una y otra escuela.
Su reproche
principal a la teoría hegemónica apuntó siempre al árido formalismo de modelos
estáticos que ignoraban la dinámica real de la economía, y que dejaban a
aquella al margen de los verdaderos problemas de la sociedad a la que la teoría
debía servir. De entre ellos, sobre todo el de intentar comprender de qué modo
se distribuye el producto social entre las diferentes clases sociales.
La enumeración,
incluso somera, de sus obras, de sus aportaciones y del sinnúmero de polémicas
en las que intervino, siempre con tanta vehemencia como apertura de miras,
rebasa en mucho la extensión de un artículo. Del juicio que mereció a los más
ilustres economistas de su tiempo quedó constancia en las palabras de muchos de
ellos. Keynes la tuvo por la más seria y brillante de sus discípulos.
Schumpeter alabó su genuina originalidad y utilizó su primera obra, La
economía de la competencia imperfecta, como libro de texto. El Nobel
Amartya Kumar Sen, en cuyos estudios sobre las causas de la pobreza y del
desarrollo humano puede rastrearse la huella de Joan Robinson, supervisora
además de la tesis doctoral del economista indio, la definió como “totalmente
brillante, pero vigorosamente intolerante”. Expresión esta última que alude con
seguridad a un temperamento enérgico del que también quedaron numerosos
testimonios, así como a la fuerza de sus convicciones, señales de su honestidad
intelectual ajena a cualquier dogmatismo.
“Desearía que
dejaran de halagarme y en su lugar respondieran a las cuestiones que planteo”,
espetó en su madurez a sus colegas de profesión, en un periodo en el que
comenzó a cuestionarse el propio modelo de crecimiento económico. Son el rigor
con el que afronta los problemas económicos, su férreo realismo y su capacidad
para captar las ideas útiles sin mirar tribu de procedencia –virtud de ella que
sedujo a Galbraith– los rasgos que hacen imprescindible, para comprender
nuestro turbulento presente, recuperar el legado de Joan Robinson.
Por supuesto, por
su condición de mujer, en un terreno de tan escasísima presencia femenina en su
época como la economía, y por su permanente crítica a las ideas dominantes pagó
un alto precio. Su genio fue tan manifiesto que no quedó otro remedio que
reconocerlo. Pero en Cambridge sólo se la contrató como profesora ayudante, sin
que se le concediera la cátedra hasta los 62 años de edad. Se barajó su nombre
como candidata al Nobel que, por supuesto, jamás se le concedió. Y aún hoy es
tarea imposible encontrar ninguno de sus libros en español, salvo viejos
ejemplares de segunda mano de ediciones hace mucho descatalogadas,
incomprensible injusticia que algún editor audaz debería atreverse a remediar.
Joan Robinson
habla a nuestro presente y su voz va más allá de las fronteras de la academia
(hay que estudiar economía para “evitar ser engañados por los economistas”,
dijo). Ella puso sobre la mesa los problemas cruciales que siguen siendo los
nuestros. “¿Quién se atreve a negar que el futuro es incierto…?”, se preguntó
en un delicioso librito titulado Herejías económicas. “Incluso si
las crisis que están apareciendo se superaran y estuviéramos frente a una nueva
era de prosperidad, todavía persistirían los problemas más profundos”.
Ella dedicó su
vida a afrontarlos. Lo mismo deberíamos hacer nosotros.
Fuente: eldiario.es
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