sábado, 13 de noviembre de 2021

Por qué habría que derogar (sin comillas) las reformas laborales

 

El modelo neoliberal que rige las relaciones laborales no es un modelo casual. Responde a una hegemonía económica e intelectual que lleva señoreando el estado de cosas político desde hace varias décadas.


Por qué habría que derogar (sin comillas) las reformas laborales


©PEDRO PEINADO

El Viejo Topo

13 noviembre, 2021 Guillermo del Valle



Con el cambalache sobre derogaciones que solo fueron en el nombre y que nunca serán en la práctica, ha pasado desapercibida la verdadera magnitud del asunto. Lo que está en juego no es la recuperación de las indemnizaciones por despido improcedente previas a la reforma laboral de 2012, que supuso un claro abaratamiento de las mismas al pasar de 45 días por año trabajado a 33. Ni siquiera los tan olvidados como esenciales salarios de tramitación, que también eliminó la citada reforma para los despidos improcedentes, esto es, todos los devengados desde la fecha de efectos del despido hasta la resolución judicial que declara la improcedencia del mismo, y que suponían un freno a los despidos por parte de las empresas y, sobre todo, un gran alivio económico para los trabajadores, constituyendo de facto el verdadero resarcimiento económico en el momento del despido. No estaba en cuestión nada de eso, puesto que desde el principio se filtró que la presunta “derogación” no iba a afectar a buena parte de las medidas que incorporó dicha reforma laboral, como las dos citadas.

Lo que hay detrás de esta pirotécnica retórica que parece concluir con la burda excusa de que no es posible técnicamente derogar la reforma laboral de 2012 es algo mucho más profundo y grave. La reforma laboral de 2012 efectivamente supuso una importante vuelta de tuerca en el recorte de los derechos de los trabajadores, manifestada en dos vertientes: la degradación de la negociación colectiva priorizando el convenio colectivo de empresa sobre el de sector y el antedicho abaratamiento del despido. Sin embargo, por más que se pretenda señalar ahora lo contrario, no inauguró ninguna senda liberalizadora, sino que acentuó una dinámica por desgracia consolidada durante años.

Desde la pérdida de soberanía monetaria de España, al entrar en Maastricht, nuestro país perdió la posibilidad de competir con devaluaciones monetarias. Este mecanismo fue sustituido inexorablemente por la devaluación interna. La así llamada devaluación interna no era otra cosa que la devaluación de salarios, su merma y reducción. Indudablemente, la prioridad del convenio colectivo de empresa sobre el de sector buscó derogar por la vía de los hechos el propio concepto de negociación colectiva y sustituirlo por la imposición unilateral de condiciones de trabajo por parte de la empresa a los trabajadores. Uno de los objetivos deliberados de esta medida es la reducción de salarios, que durante años se nos presentó de forma eufemística bajo el paraguas de “moderación salarial”. Pero es incierto, reitero, señalar 2012 como fecha inaugural de las políticas de devaluación salarial. Y esto nos remite al asunto de fondo, a mi juicio ocultado tras un debate nominal y retórico en el que se ha priorizado el marketing político sobre la verdadera voluntad de modificar un modelo tan errado como consolidado.

El modelo neoliberal que rige las relaciones laborales no es un modelo casual sino que responde a una hegemonía económica e intelectual que lleva señoreando el estado de cosas político desde hace varias décadas. Uno de los mantras sobre los que se asienta es el del abstencionismo público, considerando el mercado de trabajo como una suerte de orden espontáneo con la capacidad de autorregularse si el Estado no interfiere en el mismo. Así, las indemnizaciones por despido, los seguros de desempleo, la negociación colectiva o la causalidad de los contratos serían interferencias al libre funcionamiento del mercado. No es una exageración. Por eso mismo, prescriben medidas de flexibilización del mercado de trabajo los mismos que llevan recetándolas y aplicándolas desde los años ochenta. No son medidas nuevas, por mucho que se nos pretenda hacer creer en ellas como alquimia sanadora y jamás conocida hasta la fecha. La supuesta magia flexibilizadora lleva aplicándose décadas. Así fue como se produjo la gran huelga general de 1988. No fue una huelga general en el vacío o inmotivada, sino directamente relacionada con la explicitada pretensión, efectivamente implementada desde entonces, de liberalizar el mercado de trabajo. El vector de dichas políticas continuó: en 1994 se instauraron las Empresas de Trabajo Temporal en España. La subcontratación de la propia actividad desde entonces ha experimentado una barra libre que ha sido sinónimo de fraudes y abusos innumerables. La temporalidad es una gran autopista para el fraude laboral desde el momento en que la causa de los contratos temporales no se controla. El peaje lo pagan, como siempre, los trabajadores. Así, lo verdaderamente mágico no es el presunto efecto taumatúrgico de la liberalización del mercado de trabajo sino toparse con un contrato por obra y servicio determinado, por tomar un ejemplo paradigmático, que no se haya suscrito en fraude de ley.

Aznar continuó la senda de González. Iba de suyo ideológicamente. En el año 2010 Zapatero firmó un preámbulo a la reforma de 2012 de Rajoy que compartía exactamente los mismos propósitos y motivaciones. Se trataba de combinar flexibilidad interna con flexibilidad externa. Si se facilitaba, aún más, las posibilidades de despedir, se estaría incentivando la contratación, se nos dijo sin el menor atisbo de vergüenza. La alquimia neoliberal es así: cualquier parecido con la lógica es pura coincidencia. Lo que se fomentó fue la precarización de las condiciones de trabajo y la posibilidad de despedir libre y muy barato. Si por un lado se incentivaba la flexibilidad externa, esto es, la barra libre de despidos, otro tanto se hacía con la interna, allanando las posibilidades de modificación sustancial de las condiciones de trabajo. Tanto en estos supuestos, como en el de los despidos objetivos por causas económicas, organizativas, técnicas o de la producción, la indemnización quedaba circunscrita a los 20 días por año trabajado y la facilidad para accionar el mecanismo para aligerar plantilla no podía ser mayor.

Con ser graves y profundamente ideológicas todas estas medidas y reformas que tienen una razón de ser y una línea de continuidad clara y notoria, existe otro elemento aún más nocivo: la jerga justificativa con que nos inundan a diario los voceros de la flexibilidad. Según la misma, parece que en la generación de riqueza los trabajadores desempeñan un papel accesorio o secundario. Si entre orden espontáneo y autorregulación hubieran tenido tiempo para escuchar hablar de la plusvalía, tal vez pensarían otra cosa. El actual estadio del capitalismo financiero, las economías abiertas y las constantes posibilidades de deslocalización productiva están íntimamente ligadas al fenómeno de la uberización del mercado de trabajo. Grandes plataformas tecnológicas especializadas  en mecanismos de elusión fiscal que devastan la economía nacional generan un modelo laboral de neo-esclavos sin derechos ni protección de ningún tipo. En el afán desregulatorio que caracteriza a nuestro tiempo, se pretende presentar como una cortapisa a la innovación la regulación y el tibio intento de apenas aplicar el Estatuto de los Trabajadores a los marcos de laboralidad que tratan de ocultarse por medio de burdos subterfugios de ilegalidad. ¿Qué innovación existe, por cierto, en que un trabajador preste servicios de reparto de comida con una bicicleta a domicilio? Absolutamente ninguna, como es bien conocido. Nadie está en contra de la aplicación de teléfono móvil para recoger los pedidos, pero algunos sí lo estamos de que se trate, con infames pretextos, de desplazar el ámbito de ajenidad, dependencia y derechos laborales a una supuesta relación mercantil, clamorosamente fraudulenta y agresivamente abusiva. La jerga que justifica todo lo anterior apunta a lo obsoletas que son las formas de pensar de aquellos que siguen renuentes a aceptar la disolución del marco de protección laboral en una suerte de maremágnum de abusos, fraudes y explotaciones legalizadas. Qué anticuados, nos dicen los nostálgicos de las condiciones de trabajo en las fábricas dickensianas, con un burdo maquillaje tecnológico.

Otra de las píldoras retóricas especialmente en boga en este tiempo es la de convertir al trabajador en una suerte de forzoso forofo de la empresa, que debe sentirse parte de una familia y sentir la camiseta. Así, exigir que se respeten los horarios o que la conciliación de la vida familiar y laboral sea algo más que un eslogan manido se convierte poco menos que en un ejercicio de lesa traición al buen funcionamiento empresarial, un ejercicio de egoísmo y falta de compromiso. Fórmulas como economía colaborativa o trabajar colectivamente y en equipo se pervierten hasta extremos obscenos para encubrir lo que no es sino una brutal vindicación del individualismo más extremo: a quienes se les exige un compromiso que trasciende la legalidad y los deberes comunes de la relación laboral se les ofrece a cambio un velado y constante recorte de derechos. Estos derechos, a su vez, se nos presentan, con un goteo ideológico incesante, como privilegios que siempre deben ser cuestionados a la luz de una suerte de compromiso inquebrantable con el resultado colectivo. Sin embargo, ese resultado colectivo no responde a ninguna idea de bien común sino de lucro particular de unos pocos, esos mismos que llevan durante décadas aumentando sus ganancias a costa de las míseras y cada vez más depauperadas condiciones de los trabajadores. Con el emprendimiento o con el voluntariado pasa algo similar: en el caso del primero, se pone el foco en supuestas historias de éxito y superación particular eludiendo el contexto material y social en que esas historias acontecen – si hay inversión pública, el silencio al respecto es imperativo, so pena de que tambalee el castillo de naipes ideológico que sostiene el mito – y tratando de trasladar al individuo toda la responsabilidad de su fracaso y de su éxito; y, en el caso del segundo, exigiendo a las personas que ofrezcan gratuitamente su fuerza de trabajo, en un ejercicio de altruismo individual, para suplir las carencias de servicios públicos recortados o externalizados, a sabiendas del efecto destructivo sobre los puestos de trabajo que esta prestación “voluntaria” implica. Al mismo tiempo, el altruismo presunto contrasta con una enorme operación de estigmatización de la fiscalidad progresiva y del pago de impuestos para sufragar los servicios públicos, particularmente por parte de las rentas del capital o de las grandes sociedades que encuentran constantes vías para no dejar en las arcas públicas de España apenas algo más que míseras propinas.

Todo este engendro ideológico y cultural, tan individualista como tramposo, conforma la verdadera filosofía del sálvese quien pueda y constituye la verdadera fundamentación de la flexibilización del mercado de trabajo, de la destrucción de las condiciones materiales y del constante recorte derechos de los trabajadores. Derogar las reformas laborales – sí, en plural – debe  hacerse sin comillas, no solo en lo referente a la letra de las medidas que sirvieron para precarizar condiciones de trabajo, recortar derechos laborales y consolidar un modelo económico basado en la devaluación de salarios y en la más descarnada explotación, sino que también deberían desaparecer todas las comillas y las cursivas que sirven para blanquear dicho modelo de agresión constante y reiterada a los derechos de los trabajadores. Un demencial modelo que considera que es moralmente aceptable que exijamos a los trabajadores los mejores resultados posibles, al menor coste posible y con los menores derechos posibles.

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