El modelo neoliberal que rige las relaciones laborales no es un modelo casual. Responde a una hegemonía económica e intelectual que lleva señoreando el estado de cosas político desde hace varias décadas.
Por qué habría que derogar (sin comillas) las reformas
laborales
El Viejo Topo
13 noviembre, 2021 Guillermo del Valle
Con el
cambalache sobre derogaciones que solo fueron en el nombre y
que nunca serán en la práctica, ha pasado desapercibida la verdadera magnitud
del asunto. Lo que está en juego no es la recuperación de las indemnizaciones
por despido improcedente previas a la reforma laboral de 2012, que supuso un
claro abaratamiento de las mismas al pasar de 45 días por año trabajado a 33.
Ni siquiera los tan olvidados como esenciales salarios de tramitación, que
también eliminó la citada reforma para los despidos improcedentes, esto es,
todos los devengados desde la fecha de efectos del despido hasta la resolución
judicial que declara la improcedencia del mismo, y que suponían un freno a los
despidos por parte de las empresas y, sobre todo, un gran alivio económico para
los trabajadores, constituyendo de facto el verdadero resarcimiento económico
en el momento del despido. No estaba en cuestión nada de eso, puesto que desde
el principio se filtró que la presunta “derogación” no iba a afectar a buena
parte de las medidas que incorporó dicha reforma laboral, como las dos citadas.
Lo que hay
detrás de esta pirotécnica retórica que parece concluir con la burda excusa de
que no es posible técnicamente derogar la reforma laboral de
2012 es algo mucho más profundo y grave. La reforma laboral de 2012
efectivamente supuso una importante vuelta de tuerca en el recorte de los
derechos de los trabajadores, manifestada en dos vertientes: la degradación de
la negociación colectiva priorizando el convenio colectivo de empresa sobre el
de sector y el antedicho abaratamiento del despido. Sin embargo, por más que se
pretenda señalar ahora lo contrario, no inauguró ninguna senda liberalizadora,
sino que acentuó una dinámica por desgracia consolidada durante años.
Desde la
pérdida de soberanía monetaria de España, al entrar en Maastricht, nuestro país
perdió la posibilidad de competir con devaluaciones monetarias. Este mecanismo
fue sustituido inexorablemente por la devaluación interna. La así llamada
devaluación interna no era otra cosa que la devaluación de salarios, su merma y
reducción. Indudablemente, la prioridad del convenio colectivo de empresa sobre
el de sector buscó derogar por la vía de los hechos el propio concepto de
negociación colectiva y sustituirlo por la imposición unilateral de condiciones
de trabajo por parte de la empresa a los trabajadores. Uno de los objetivos
deliberados de esta medida es la reducción de salarios, que durante años se nos
presentó de forma eufemística bajo el paraguas de “moderación salarial”. Pero
es incierto, reitero, señalar 2012 como fecha inaugural de las políticas de
devaluación salarial. Y esto nos remite al asunto de fondo, a mi juicio
ocultado tras un debate nominal y retórico en el que se ha priorizado el
marketing político sobre la verdadera voluntad de modificar un modelo tan errado
como consolidado.
El modelo
neoliberal que rige las relaciones laborales no es un modelo casual sino que
responde a una hegemonía económica e intelectual que lleva señoreando el estado
de cosas político desde hace varias décadas. Uno de los mantras sobre los que
se asienta es el del abstencionismo público, considerando el mercado de trabajo
como una suerte de orden espontáneo con la capacidad de
autorregularse si el Estado no interfiere en el mismo. Así, las indemnizaciones
por despido, los seguros de desempleo, la negociación colectiva o la causalidad
de los contratos serían interferencias al libre funcionamiento del mercado. No
es una exageración. Por eso mismo, prescriben medidas de flexibilización del
mercado de trabajo los mismos que llevan recetándolas y aplicándolas desde los
años ochenta. No son medidas nuevas, por mucho que se nos pretenda hacer creer
en ellas como alquimia sanadora y jamás conocida hasta la fecha. La
supuesta magia flexibilizadora lleva aplicándose décadas. Así
fue como se produjo la gran huelga general de 1988. No fue una huelga general
en el vacío o inmotivada, sino directamente relacionada con la explicitada
pretensión, efectivamente implementada desde entonces, de liberalizar el
mercado de trabajo. El vector de dichas políticas continuó: en 1994 se
instauraron las Empresas de Trabajo Temporal en España. La subcontratación de
la propia actividad desde entonces ha experimentado una barra libre que ha sido
sinónimo de fraudes y abusos innumerables. La temporalidad es una gran autopista
para el fraude laboral desde el momento en que la causa de los contratos
temporales no se controla. El peaje lo pagan, como siempre, los trabajadores.
Así, lo verdaderamente mágico no es el presunto efecto taumatúrgico de la
liberalización del mercado de trabajo sino toparse con un contrato por obra y
servicio determinado, por tomar un ejemplo paradigmático, que no se haya
suscrito en fraude de ley.
Aznar continuó
la senda de González. Iba de suyo ideológicamente. En el año 2010 Zapatero
firmó un preámbulo a la reforma de 2012 de Rajoy que compartía
exactamente los mismos propósitos y motivaciones. Se trataba de combinar
flexibilidad interna con flexibilidad externa. Si se facilitaba, aún más, las
posibilidades de despedir, se estaría incentivando la contratación, se nos dijo
sin el menor atisbo de vergüenza. La alquimia neoliberal es así: cualquier
parecido con la lógica es pura coincidencia. Lo que se fomentó fue la
precarización de las condiciones de trabajo y la posibilidad de despedir libre
y muy barato. Si por un lado se incentivaba la flexibilidad externa, esto es,
la barra libre de despidos, otro tanto se hacía con la interna, allanando las
posibilidades de modificación sustancial de las condiciones de trabajo. Tanto
en estos supuestos, como en el de los despidos objetivos por causas económicas,
organizativas, técnicas o de la producción, la indemnización quedaba
circunscrita a los 20 días por año trabajado y la facilidad para accionar el
mecanismo para aligerar plantilla no podía ser mayor.
Con ser graves
y profundamente ideológicas todas estas medidas y reformas que tienen una razón
de ser y una línea de continuidad clara y notoria, existe otro elemento aún más
nocivo: la jerga justificativa con que nos inundan a diario los voceros de la
flexibilidad. Según la misma, parece que en la generación de riqueza los
trabajadores desempeñan un papel accesorio o secundario. Si entre orden
espontáneo y autorregulación hubieran tenido tiempo para escuchar hablar de la
plusvalía, tal vez pensarían otra cosa. El actual estadio del capitalismo
financiero, las economías abiertas y las constantes posibilidades de
deslocalización productiva están íntimamente ligadas al fenómeno de la uberización del
mercado de trabajo. Grandes plataformas tecnológicas especializadas en
mecanismos de elusión fiscal que devastan la economía nacional generan un
modelo laboral de neo-esclavos sin derechos ni protección de ningún tipo. En el
afán desregulatorio que caracteriza a nuestro tiempo, se pretende presentar
como una cortapisa a la innovación la regulación y el tibio intento de apenas
aplicar el Estatuto de los Trabajadores a los marcos de laboralidad que tratan
de ocultarse por medio de burdos subterfugios de ilegalidad. ¿Qué innovación
existe, por cierto, en que un trabajador preste servicios de reparto de comida
con una bicicleta a domicilio? Absolutamente ninguna, como es bien conocido.
Nadie está en contra de la aplicación de teléfono móvil para recoger los
pedidos, pero algunos sí lo estamos de que se trate, con infames pretextos, de
desplazar el ámbito de ajenidad, dependencia y derechos laborales a una
supuesta relación mercantil, clamorosamente fraudulenta y agresivamente
abusiva. La jerga que justifica todo lo anterior apunta a lo obsoletas que son
las formas de pensar de aquellos que siguen renuentes a aceptar la disolución
del marco de protección laboral en una suerte de maremágnum de abusos, fraudes
y explotaciones legalizadas. Qué anticuados, nos dicen los nostálgicos de las
condiciones de trabajo en las fábricas dickensianas, con un burdo maquillaje
tecnológico.
Otra de las
píldoras retóricas especialmente en boga en este tiempo es la de convertir al
trabajador en una suerte de forzoso forofo de la empresa, que debe sentirse
parte de una familia y sentir la camiseta. Así, exigir que se
respeten los horarios o que la conciliación de la vida familiar y laboral sea
algo más que un eslogan manido se convierte poco menos que en un ejercicio de
lesa traición al buen funcionamiento empresarial, un ejercicio de egoísmo y
falta de compromiso. Fórmulas como economía colaborativa o trabajar
colectivamente y en equipo se pervierten hasta extremos obscenos para encubrir
lo que no es sino una brutal vindicación del individualismo más extremo: a
quienes se les exige un compromiso que trasciende la legalidad y los deberes
comunes de la relación laboral se les ofrece a cambio un velado y constante
recorte de derechos. Estos derechos, a su vez, se nos presentan, con un goteo
ideológico incesante, como privilegios que siempre deben ser cuestionados a la
luz de una suerte de compromiso inquebrantable con el resultado colectivo. Sin
embargo, ese resultado colectivo no responde a ninguna idea de bien común sino
de lucro particular de unos pocos, esos mismos que llevan durante décadas
aumentando sus ganancias a costa de las míseras y cada vez más depauperadas
condiciones de los trabajadores. Con el emprendimiento o con el voluntariado
pasa algo similar: en el caso del primero, se pone el foco en supuestas
historias de éxito y superación particular eludiendo el contexto material y
social en que esas historias acontecen – si hay inversión pública, el silencio
al respecto es imperativo, so pena de que tambalee el castillo de naipes
ideológico que sostiene el mito – y tratando de trasladar al individuo toda la
responsabilidad de su fracaso y de su éxito; y, en el caso del segundo,
exigiendo a las personas que ofrezcan gratuitamente su fuerza de trabajo, en un
ejercicio de altruismo individual, para suplir las carencias de servicios
públicos recortados o externalizados, a sabiendas del efecto destructivo sobre
los puestos de trabajo que esta prestación “voluntaria” implica. Al mismo
tiempo, el altruismo presunto contrasta con una enorme operación de
estigmatización de la fiscalidad progresiva y del pago de impuestos para
sufragar los servicios públicos, particularmente por parte de las rentas del
capital o de las grandes sociedades que encuentran constantes vías para no
dejar en las arcas públicas de España apenas algo más que míseras propinas.
Todo este engendro
ideológico y cultural, tan individualista como tramposo, conforma la verdadera
filosofía del sálvese quien pueda y constituye la verdadera fundamentación de
la flexibilización del mercado de trabajo, de la destrucción de las condiciones
materiales y del constante recorte derechos de los trabajadores. Derogar las
reformas laborales – sí, en plural – debe hacerse sin comillas, no solo
en lo referente a la letra de las medidas que sirvieron para precarizar
condiciones de trabajo, recortar derechos laborales y consolidar un modelo
económico basado en la devaluación de salarios y en la más descarnada
explotación, sino que también deberían desaparecer todas las comillas y las
cursivas que sirven para blanquear dicho modelo de agresión constante y reiterada
a los derechos de los trabajadores. Un demencial modelo que considera que es
moralmente aceptable que exijamos a los trabajadores los mejores resultados
posibles, al menor coste posible y con los menores derechos posibles.
*++
No hay comentarios:
Publicar un comentario