El pantano de Ucrania, ¿por qué Occidente cree su propia propaganda?
Rebelión / org
25/08/2025
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Fuentes: El tábano economista
Lo principal es esencial a los ojos, Trump felicitó a Zelensky por su traje
(El Tábano Economista)
El infierno
estratégico, se podría argumentar, no es necesariamente un lugar de llamas y
agonía explícita, sino más bien una sala de espejos donde cada decisión se
refleja invertida, distorsionada hasta convertirse en su propia derrota. Es la
siniestra habilidad de tener la verdad frente a los ojos, desnuda y cruda, y
persistir en interpretarla al revés, confundiendo la arrogancia con la
fortaleza, la sumisión con la unidad y, el más grave de todos los errores, un
alto al fuego temporal con la frágil paz duradera. Esta disonancia cognitiva,
este abismo entre la narrativa fabricada y la realidad material, encuentra su
expresión más pura y costosa en el pantano de Ucrania.
Existe un
guion, meticulosamente elaborado, cuya narrativa insiste, con una terquedad
cercana al fervor religioso, en que la operación especial rusa comenzó como un
acto de agresión no provocada un día de febrero de 2022. Algo horrible de decir
o espantoso de contar, que como era de esperar, surgió de la mente revanchista
de un solo hombre, desconectado de cualquier contexto histórico de seguridad
previa.
Cualquier
mención a las causas profundas, a la secuencia de eventos será tachada de
«propaganda del Kremlin». Sin embargo, para comprender el callejón sin salida
actual y la férrea posición de Moscú, es imperativo, por incómodo que resulte,
trazar esa línea histórica, que nunca modificó su narrativa. La expansión
constante de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) hacia el
este, desde la disolución de la Unión Soviética en 1991, no es un detalle
anecdótico; es la herida abierta, la grieta tectónica que incubó este
conflicto.
Avanzó
aproximadamente 1.600 kilómetros hacia las fronteras rusas, incorporando a una
decena de países que antes integraban el Pacto de Varsovia; no fue un acto
geopolítico neutral. Fue, en la percepción rusa —y no sin una base de razón—,
el desmembramiento deliberado y progresivo de cualquier arquitectura
de seguridad colectiva euroasiática que pudiera incluir a Moscú
como un socio en pie de igualdad. Ignorar esta lógica fundamental, este casus
belli estructural, es condenarse a no comprender absolutamente nada
del conflicto y menos aún, su discusión.
La prueba más
dolorosa de esta obstinación occidental yace en un documento fantasma, un
camino no tomado que condenó a cientos de miles a una muerte evitable. En la
primavera de 2022, el mundo estuvo al borde de una solución. Según revelaciones
del Wall Street Journal, que
han sido corroboradas por diversas fuentes, existió un borrador de tratado de
paz entre Rusia y Ucrania, un texto de 17 páginas que delineaba el fin del
conflicto.
Sus cláusulas,
ahora vistas desde el presente, parecen provenir de una realidad alterna donde
la sensibilidad prevaleció sobre la arrogancia. Ucrania se comprometía a
restaurar su neutralidad constitucional, abandonando toda aspiración de
ingresar a la OTAN; otorgaba estatus oficial al idioma ruso; aceptaba límites
concretos al tamaño y capacidades de sus fuerzas armadas, renunciando a
albergar armas extranjeras ofensivas, y, lo crucial, reconocía la influencia rusa
en Crimea, a cambio de recibir garantías de seguridad de los miembros
permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU, un mecanismo multilateral que
incluía a Rusia, pero también a potencias occidentales.
Sobre los
territorios de Donetsk, Lugansk, Jersón y Zaporiyia, el documento preveía un
mecanismo de consulta popular, un referéndum bajo supervisión internacional para
decidir su estatus futuro, un proceso que, de todos modos, Moscú impondría
meses después, en septiembre de 2022. Este acuerdo, por imperfecto que fuera,
hubiera congelado el conflicto, salvado innumerables vidas y preservado la
integridad territorial ucraniana en mucha mayor medida que la catástrofe
actual.
¿Por qué no se
firmó? La respuesta es el núcleo de la tragedia occidental: la creencia
fanática en su propia propaganda. La narrativa de una Rusia al borde del
colapso, estrangulada por sanciones económicas «sin precedentes» y derrotada en
el campo de batalla por un David ucraniano armado por Occidente, se impuso
sobre la realidad. El entonces primer ministro británico, Boris Johnson, fue
enviado a Kiev con un mensaje claro, según múltiples reportes: no se firmará
ningún acuerdo; Occidente proveería todo lo necesario para la victoria.
Era una apuesta
basada en una ilusión, una que el propio New York
Times y otros medios del establishment se
vieron forzados a admitir que había fracasado estrepitosamente tras la
contraofensiva ucraniana del verano de 2023, un esfuerzo monumental que se
estrelló contra las profundas líneas defensivas rusas con un coste humano y
material inaceptable, un desgaste que continuó hasta septiembre de 2024,
sellando el destino del conflicto. La guerra se prolongó no porque Ucrania
pudiera ganar, sino porque Occidente no podía admitir que su estrategia de
derrotar a Rusia era un espejismo. Prefirieron sacrificar la paz posible en el
altar de una victoria imposible.
El 14 de junio
de 2024, en un
discurso fundamental ante los ejecutivos de su Ministerio de
Asuntos Exteriores, el presidente Vladímir Putin enumeró las condiciones para
poner fin a la guerra. Sus condiciones eran, en esencia, las mismas de 2022,
pero ahora endurecidas por el hierro y la sangre de dos años más de guerra: 1)
la desmilitarización de Ucrania, reduciendo drásticamente su potencial
ofensivo; su «desnazificación», un término propagandístico que en la práctica
se traduce en un cambio de élite política en Kiev mediante elecciones; 2) el
restablecimiento permanente de la neutralidad constitucional,
enterrando cualquier aspiración a la OTAN, y, el punto crucial, el
reconocimiento internacional de la «nueva realidad sobre el terreno», es decir,
la anexión rusa de las cuatro regiones de Donetsk, Lugansk, Jersón y Zaporiyia
en sus fronteras completas, aunque no las controle totalmente.
Solo una vez
aceptados estos hechos Moscú estaría dispuesto a sentarse a hablar de lo que
Putin llama la «reorganización de la arquitectura de seguridad euroasiática»,
es decir, abordar la causa raíz que ellos identifican: la expansión de la OTAN.
¿Algo ha cambiado? En absoluto. La única diferencia es que ahora Rusia no
negocia desde una posición de buscar un compromiso, sino desde la posición de
una potencia victoriosa que busca la rendición de su adversario y la
formalización de sus ganancias. Occidente, que en 2022 despreció un acuerdo que
hubiera salvado mucho de lo que ahora está perdido, se encuentra ante unas
exigencias mucho más severas.
La intrínseca y
brutal relación entre el avance en el campo de batalla y la mesa de
negociaciones quedó expuesta de manera obscena con la reciente intervención del
presidente Trump reduciendo los 50 días para alcanzar una tregua con Ucrania.
Era el reconocimiento tácito de un hecho incontrovertible para cualquier
analista militar serio: la línea del frente ucraniano se está desintegrando.
Los avances rusos están quebrando la resistencia enemiga, que sufre de una
escasez crítica de soldados, artillería, municiones y defensas aéreas. La
propuesta de Trump de una reunión en Alaska, por surrealista que pareciera, era
un síntoma de desesperación, un intento de Washington de crear una rampa de
salida gestionada antes de que el colapso militar en el teatro europeo se
volviera total e incontestable, arrastrando consigo el prestigio y la
credibilidad de Estados Unidos.
La cumbre de
Alaska, en este sentido, fue una jugada maestra de Putin, una maniobra de soft
power ejecutada con precisión quirúrgica. Le permitió presentarse ante
el mundo no como un paria, sino como un actor global legítimo e
indispensable, recibido en suelo estadounidense para discutir los
términos de la paz, términos que él mismo dictaba. Le otorgó una legitimidad
diplomática que Occidente le había negado durante años y, lo que es más
crucial, le regaló un tiempo invaluable para continuar sus operaciones militares
de desgaste, consolidando sus ganancias territoriales mientras sus oponentes se
distraían con el teatro de la diplomacia. Alaska, como era previsible, no
produjo un avance concreto, pero su mera celebración fue una victoria
propagandística y estratégica para Moscú.
Demostró que,
después de tres años de conflicto y de una retórica belicista sin cuartel, era
la OTAN —o más precisamente— su líder, Estados Unidos, quien, reconociendo su
derrota indirecta, se veía forzada a mendigar una conversación. La pregunta
crucial que flota en el aire es: ¿por qué Rusia, desde su posición de fuerza
abrumadora, extendería este salvoconducto a Washington? ¿A cambio de qué
concedería a Estados Unidos una retirada medianamente digna de este pantano?
La respuesta
parece tejerse en una compleja red de cálculos de largo plazo. Es posible que
el Kremlin vea en Trump a un interlocutor más pragmático, menos ideologizado y
más susceptible de entablar una relación transaccional basada en intereses
mutuos, lejos del moralismo de la administración Biden. Existe la posibilidad
de un gran quid pro quo que trascienda Ucrania: un
entendimiento tácito sobre esferas de influencia que podría abarcar desde la
gestión del Ártico y los recursos energéticos, hasta acuerdos sobre la no
proliferación de cierto tipo de armamentos o incluso una relajación coordinada
de sanciones.
La audaz teoría
de un «Kissinger inverso» —donde Estados Unidos intentaría separar a Rusia de
su alianza estratégica con China— es, aunque extremadamente difícil, un objetivo
lo suficientemente tentador para Washington como para ofrecer concesiones
sustanciales a Moscú. Para Rusia, incluso el simple hecho de flirtear con esta
posibilidad le otorga una ventaja en su relación con Beijing, permitiéndole
negociar desde una posición de mayor fuerza con su poderoso socio oriental,
evitando convertirse en un mero satélite de China. Es un juego de equilibrios
geopolíticos de alto riesgo donde Rusia, astutamente, se posiciona como el
pivote entre dos gigantes enfrentados.
Sin embargo, la
imagen más elocuente de la derrota estratégica europea y su humillante
subordinación no se encontró en las estepas de Ucrania, sino en el Salón Oval
de la Casa Blanca. Como astutamente expuso el analista Alfredo Jalife-Rahme,
dos fotografías valen más que un millón de palabras para capturar el nuevo
orden mundial en ciernes. La primera muestra a Donald Trump junto a un
Volodymyr Zelensky visiblemente incomodo, posando frente a un mapa mural de
Ucrania que, por su ubicación, resulta profundamente sugerente, casi como un
presagio de la amputación territorial que se avecina (bit.ly/3V647wq). La
segunda es aún más devastadora: un grupo de líderes europeos: el Canciller
alemán, el presidente francés, el primer ministro británico, la presidenta de
la Comisión Europea —sentados apretujados en sus sillas, con semblantes ceñudos
y cuerpos encogidos, como colegiales regañados— frente a la imponente mesa de
trabajo de Trump, flanqueada por los bustos vigilantes de Abraham Lincoln y
Theodore Roosevelt, titanes de la unidad y el poder presidencial estadounidense
(bit.ly/4oInf1d).
La imagen es
perfecta: la vieja Europa, arrogante y presumida de su poder, reducida a un coro
de suplicantes expectantes, aguardando mansamente la audiencia del nuevo
emperador para ser informada de su destino. Habían acudido allí con una chispa
de valentía. Creyeron que acompañar a Zelensky les daría peso colectivo. Fue un
error catastrófico de cálculo. El objetivo real de convocarlos, según confesó
un alto funcionario de la administración Trump a Politico,
era precisamente el opuesto: decirles: “Estamos al mando; aprueben todo lo que
digamos».
Esta torpeza
europea no nace solo de la cobardía política; nace de una realidad material
incontestable y aterradora. La capacidad de Europa para librar esta guerra —o
cualquier guerra de alta intensidad contra una potencia como Rusia— sin el
paraguas nuclear, logístico, de inteligencia y militar de Estados Unidos es
simplemente inexistente. El proyecto de autonomía estratégica europea ha sido,
hasta ahora, poco más que un eslogan bonito para discursos en conferencias. Una
retirada abrupta de Estados Unidos, o incluso una reducción sustancial de su
compromiso, dejaría al continente frente a un desastre estratégico de
proporciones históricas. Carece de una fuerza disuasoria creíble por sí sola:
sus stocks de armamento están agotados tras dos años de enviarlos a Ucrania, su
industria militar es lenta, fragmentada e incapaz de escalar en una producción
a la velocidad necesaria.
El movimiento
de Trump al convocar a los europeos fue de una jugada maquiavélica. Tenía un
objetivo dual perfecto. Por un lado, al forzar a los líderes europeos a
presenciar y, por su silencio implícito, avalar la negociación directa con
Zelensky, conviertiendolos en cómplices de cualquier acuerdo desfavorable que
se alcanzara. Sin ellos la idea de que Zelensky, presionado por Trump, aceptar
términos perjudiciales, y pudiera luego volver a Bruselas o Berlín en busca de
refugio entre sus «socios belicistas», quedaba instantáneamente destruida.
Si Europa,
representada por sus máximos líderes, guardó una dócil obediencia en el Salón
Oval, no puede luego desvincularse del resultado. Por otro lado, proporciona a
Estados Unidos la coartada perfecta para una retirada gestionada. Si el acuerdo
finalmente se firma —aunque sea una capitulación encubierta— Washington podrá
presentarlo como un éxito de su diplomacia, caso en contrario se atribuirá
cualquier concesión dolorosa a la «debilidad» o «intransigencia» de los
europeos y de Zelensky.
La narrativa ya
está siendo preparada: «Hicimos lo posible, pero nuestros aliados no estuvieron
a la altura», «Zelensky se aferró a un orgullo nacionalista irresponsable».
Incluso se especula con la posibilidad de orquestar una «revolución de colores»
en Kiev para derrocar a un Zelensky que, una vez firmada la paz, se convertiría
en un recordatorio viviente de la derrota y cuyo alto nivel de corrupción
—documentado por Transparencia International y otros— lo hace extremadamente
vulnerable a ser usado como chivo expiatorio. Su principal motivación para
mantenerse en el poder, más allá del patriotismo, podría ser muy pragmática: la
inmunidad judicial. Sin la presidencia, podría enfrentar no solo el ostracismo
político, sino la prisión.
El momento más
surrealista y revelador de toda esta tragicomedia geopolítica ocurrió cuando,
en medio de la reunión con los europeos y Zelensky presentes, Trump llamó por
teléfono a Vladimir Putin y, en un alarde de teatro diplomático, le ofreció
organizar una cumbre inmediata con Zelensky y él estar presente. La respuesta
de Putin, transmitida a todos los presentes, fue una maestría del desdén: No tienes que
venir. Quiero verlo personalmente.
Fue la
confirmación final de que la guerra se terminará en los campos de batalla,
mientras un presidente estadounidense negocia directamente con el Kremlin el
futuro de Europa, con los líderes europeos reducidos a espectadores mudos y
consentidos de su propia irrelevancia. Es el compendio de la pérdida de
soberanía, el costo final de haber creído su propia propaganda y haber
dilapidado, en una sucesión interminable de errores, cualquier oportunidad de
forjar un destino estratégico propio.
El nuevo eje
del mundo gira en torno a Moscú y Washington, las causas principales del
conflicto no se han movido, por lo que la paz, parece bastante lejana.