lunes, 17 de noviembre de 2025

GABRIEL RUFIÁN HACE A MAZÓN ENTRAR EN SHOCK "MIENTE COMISIÓN DANA" SE DE...

Cuatro escenarios para Trump

 

Cuatro escenarios de conflicto, cuatro desafíos para el imperio estadounidense. Si bien el declive de EEUU parece imparable, la actual administración de la Casa Blanca está llamada a afrontar esos cuatro escenarios, y no parece cosa fácil.


Cuatro escenarios para Trump

 

El Viejo Topo

17 noviembre, 2025


Siempre he sostenido y sigo estando absolutamente convencido de que la elección de Trump a la presidencia de Estados Unidos se debió a una combinación de factores, dos de los cuales son primordiales. El primero fue que una minoría del poder profundo estadounidense creía urgentemente necesario cambiar la forma en que se gestionaba la estrategia imperial-hegemónica de Estados Unidos, en particular por parte de ese bloque de poder identificado como la convergencia entre el mundo político democrático (entendido como un partido) y los neoconservadores. El segundo fue la disponibilidad de una figura —Trump, específicamente— que poseía las características necesarias para competir con éxito en las elecciones, especialmente con el movimiento MAGA.

Todo esto, por supuesto, debe considerarse a la luz de una premisa obvia pero a menudo ignorada: para una potencia imperial, es absolutamente esencial contar con una estrategia global a largo plazo, una que no pueda estar sujeta a cambios radicales cada cuatro años, basados ​​en la rotación presidencial. Esto implica no solo que dichas estrategias se definan principalmente fuera de las administraciones de cada periodo, sino que debe existir un  aparato  que no solo las desarrolle, sino que también garantice su implementación. Y esto es precisamente lo que actualmente llamamos Estado profundo (y que yo prefiero llamar poder profundo ). Sin embargo, no debe concebirse como una organización secreta, una especie de  Spectre , sino —precisamente— como un conjunto de poderes, tanto institucionales como de otra índole, cuya duración no está sujeta al voto popular y cuya composición puede, dentro de ciertos límites, ser mutable.

En vista de lo anterior, resulta evidente que un presidente estadounidense, por muy investido formalmente que esté de grandes poderes, se ve limitado en sus acciones por un marco general predeterminado. Y Trump no es una excepción. Por mucho que le guste considerarse y presentarse como un monarca, todas sus decisiones son posibles dentro de este marco limitado. Sin embargo, también es obvio que debe tener en cuenta las fluctuaciones del electorado, que en última instancia ostenta el poder de elegir a sus representantes.
La razón fundamental de esta ruptura con un largo período anterior es que el declive del imperio estadounidense se estaba acelerando demasiado (probablemente incluso más de lo previsto), lo que exigía ajustes estratégicos. Fundamentalmente, y simplificando, se trata de un cambio de una estrategia de conflicto integral, que buscaba derrotar o contener tanto a Rusia como a China mediante una postura agresiva, a una que, reconociendo la insostenibilidad de este enfoque, busca contener y separar a los dos adversarios mediante una táctica que combina el diálogo y la presión, tanto económica como militar.

Si analizamos el panorama estratégico global un año después de la elección de Trump, podemos intentar comprender los obstáculos que enfrenta esta estrategia, los desafíos que debe abordar y, sobre todo, las perspectivas a corto y mediano plazo.

Fundamentalmente, podemos centrarnos en cuatro grandes cuadrantes estratégicos, teniendo en cuenta que se influyen mutuamente de diversas maneras y que sus límites son extremadamente flexibles y permeables.
Por lo tanto, identificamos estos cuadrantes como Europa, Asia Central y Occidental (incluido Oriente Medio), Extremo Oriente y el Hemisferio Occidental (definido como las dos Américas, Norte y Sur).

En cuanto a Europa, resulta evidente que —a pesar de la  hostilidad ideológica  de la mayoría de los gobiernos del continente hacia la administración Trump—, en última instancia, su vasallaje al imperio, independientemente de quién ostente el poder en ese momento, ha permanecido total y absoluto. Esto permite que se complete un proceso que ya estaba en marcha en la fase anterior: la desestabilización de la colonia europea. La destrucción de la economía del viejo continente, enteramente en beneficio de Washington, ha alcanzado un nivel considerable, casi irreversible; cabe preguntarse hasta qué punto esto, desde una perspectiva estratégica a largo plazo, resulta útil para Estados Unidos, o si corre el riesgo de que sea contraproducente, pero esa es la situación actual. Ante la manifiesta imposibilidad de derrotar estratégicamente a Rusia mediante una combinación de acción militar ucraniana y acción económico-diplomática occidental, el nuevo enfoque exige una estrategia más conciliadora. Trump inicialmente esperaba poder entablar un diálogo con Moscú, comenzando con una congelación sustancial del frente bélico, pero esto ha resultado imposible. Actualmente, Washington pretende mantener la presión, utilizando a toda Europa como una nueva Ucrania (aprovechando al máximo todas las oportunidades económicas posibles), mientras que simultáneamente ofrece la posibilidad de reabrir el diálogo bilateral con Moscú.

Si bien todo parece indicar que, tácticamente, esto se materializará en una retirada directa del conflicto (delegada, o más bien transferida, a los europeos), resulta impensable creer que la derrota de Ucrania (y, por ende, de Europa), que inevitablemente se producirá por medios militares y mediante una capitulación, no tenga implicaciones estratégicas que afecten directamente a Estados Unidos y, por consiguiente, a la administración Trump. No está claro cómo Estados Unidos planea gestionar esta situación, salvo, precisamente, mediante una transformación, una retirada progresiva del conflicto, lo que, entre otras cosas, apunta a un cambio radical —de facto, aunque quizá no  de jure—  en su relación con la OTAN. Esta relación está cambiando, y Estados Unidos está pasando de ser el actor principal de la Alianza —tanto en términos de contribución económica y militar como de mando— al de aliado externo; la OTAN como organización político-militar europea, vinculada por alianza a Estados Unidos, pero, no obstante, distinta de este. Obviamente, esta es precisamente la mayor dificultad a la que se enfrenta Washington en este escenario, e inevitablemente la forma en que se aborde ambién repercutirá en el diálogo con Moscú, que ambos desean, pero que para los rusos es menos esencial que para los estadounidenses.

El segundo escenario, el de Asia Central y Occidental, es sin duda el más complejo y peligroso.

Aquí, Estados Unidos debe afrontar dos elementos extremadamente contradictorios, pero esenciales. Por un lado, el apoyo a Israel, que representa no solo un principio histórico de la estrategia regional estadounidense, sino también un imperativo, dado que una parte significativa del poder que llevó a Trump a la presidencia, así como su propio entorno político y personal, está fuertemente influenciada por los grupos de presión sionistas estadounidenses. Por otro lado, la necesidad igualmente estratégica de mantener estrechas relaciones con los países árabes productores de petróleo, tanto por su importancia en la confrontación con China como porque —dada la dramática situación de la deuda estadounidense— un vínculo con un activo real como el petróleo es crucial para defender el dólar como moneda internacional.

La contradicción entre estos dos factores es objetivamente irreconciliable, ya que los intereses de uno son incompatibles con los del otro. Esto da lugar a una política estadounidense perpetuamente sujeta a tensiones, que busca constantemente mediaciones temporales para evitar que el conflicto latente se agrave. Esta política, por supuesto, carece de perspectiva estratégica y, a menudo, incluso de credibilidad básica.
El hecho de que Israel, en parte como consecuencia histórica inevitable y en parte como resultado de los últimos veinte años de políticas abiertamente agresivas, se encuentre ahora en una crisis extrema, hasta el punto de que su desaparición se vislumbra en un plazo relativamente corto, ha creado a su vez una situación aún más compleja para Washington. Por un lado, la dependencia histórica de Israel del apoyo estadounidense ha alcanzado un nivel sin precedentes, donde la existencia misma del Estado judío depende esencialmente de Estados Unidos; por otro lado, y como consecuencia directa de esto, Israel se aferra a Estados Unidos con la fuerza de la desesperación, y con igual fuerza, actúan los grupos de presión internos dentro de la prensa estadounidense.

Idealmente, Washington desearía que Israel, tal vez con cierta ayuda estadounidense, infligiera una derrota estratégica a sus enemigos en Oriente Medio, obligando así a los países árabes a aceptar una coexistencia de semisubordinación con Tel Aviv. Pero este camino, que Israel ha seguido con el pleno apoyo estadounidense, ha resultado impracticable. El Estado judío fue derrotado en el Líbano, luego de forma aún más peligrosa en el conflicto con Irán, y finalmente —a pesar de haber llegado al extremo moral, ganándose el desprecio y la desaprobación internacional— también fue derrotado de facto en Palestina. Y en las tres ocasiones, la intervención directa de Washington fue necesaria para salvar la situación, a veces mediante la diplomacia, a veces mediante una combinación de diplomacia y fuerza.

El problema insoluble de la contradicción mencionada se complica aún más por la presencia de otros actores. La presencia de la República Islámica de Irán, de hecho, constituye un elemento conflictivo que solo puede resolverse con la derrota total de uno de los dos enemigos: Teherán y Tel Aviv. Sin embargo, Israel es absolutamente incapaz de derrotar a Irán por sí solo, ni siquiera con el apoyo parcial de Estados Unidos. Tal hazaña solo podría ser intentada por el propio Estados Unidos, con un compromiso directo y masivo. Pero lo que se hizo contra Irak no es remotamente reproducible contra Irán. Primero, porque este es mucho más poderoso. Y segundo, porque Bagdad estaba prácticamente aislada, mientras que Teherán cuenta con el respaldo de Rusia y China, ambas con enormes intereses estratégicos en mantener a flote a su aliado, ya sea en las rutas petroleras y la Ruta de la Seda, o en su presencia en el Mediterráneo. Si Irán cayera, China perdería el acceso al petróleo de Oriente Medio y Rusia sería expulsada de la región (y, por consiguiente, de África), perdiendo su proyección estratégica en el Mediterráneo.

El problema crítico al que se enfrenta el imperio estadounidense en este escenario es que carece de una estrategia viable capaz de estabilizar su control sobre la zona, y a lo máximo a lo que puede aspirar —mientras pueda— es a gestionar la inestabilidad.

El tercer escenario es el Lejano Oriente, donde Estados Unidos debe hacer frente al creciente poder de China. De hecho, el intento de contenerlo, utilizando tanto la influencia económica como la tecnológica, ha fracasado estrepitosamente. En cuanto a la guerra comercial, Trump reconoció rápidamente que, en sus propias palabras, Estados Unidos «no tiene las cartas»; o al menos, tiene muy pocas. El intento de aprovechar su (remanente) ventaja tecnológica, especialmente en el sector de los chips, ha resultado contraproducente porque —como también ocurrió con Rusia— solo sirvió para acelerar un proceso que ya estaba en marcha: la búsqueda de la autosuficiencia.

Por lo tanto, si en este nivel la contención de la República Popular China ha demostrado ser, en el mejor de los casos, apenas efectiva, la única opción restante es la contención militar. Este es, naturalmente, un asunto estratégico crucial para Washington. Si bien Rusia puede considerarse importante —como Trump reconoció implícitamente en Anchorage—, no se la considera un adversario global capaz de competir por la hegemonía. Pekín, en cambio, sí entra en esta categoría, y el fundamento de cualquier doctrina estratégica estadounidense es que no se puede tolerar a ningún adversario capaz de competir a este nivel.

Para desplegar una capacidad de contención de esta magnitud, Estados Unidos debe actuar fundamentalmente en dos niveles. Por un lado, debe impedir que las capacidades nucleares de China crezcan hasta el punto de contrarrestar suficientemente las estadounidenses, privando así a Washington de esta capacidad disuasoria. Esto es lo que intenta hacer, por ejemplo, al intentar iniciar un proceso de limitación de la proliferación nuclear atrayendo a Pekín más allá de Moscú. Esto, por supuesto, China lo rechaza, ya que la relegaría a una posición de inferioridad en este sector altamente estratégico.

Por otro lado, dado que la contención militar implica, esencialmente, capacidades de interdicción en las rutas energéticas y comerciales, resulta necesario modernizar la Armada estadounidense, capacitándola —tanto en términos de tonelaje como de modernidad de sus activos— para operar eficazmente cerca de la costa opuesta del Pacífico. Si bien Japón y Corea del Sur parecen reacios a seguir a Estados Unidos en una política excesivamente agresiva, estos dos países, junto con Filipinas, representan la tríada geográfica idónea para desplegar la red de bases de apoyo a la flota, aeródromos y bases de misiles, que constituyen la retaguardia necesaria para el despliegue del poder naval.

Pero, por supuesto, es a esta última a la que se le ha confiado la tarea principal, especialmente en lo que respecta al control de pasos cruciales, como el estrecho de Malaca, entre Indonesia y Malasia. Si bien China planea abrir un canal entre el golfo de Tailandia y el mar de Andamán, acortando significativamente las rutas marítimas y evitando el estrecho de Malaca, esta sigue siendo una zona crucial tanto para Washington como para Pekín. No es casualidad que este último esté invirtiendo fuertemente, sobre todo en el fortalecimiento de su Armada; su tercer portaaviones entró en servicio recientemente.

En este escenario, Estados Unidos debe afrontar dos cuestiones críticas complementarias. Por un lado, los límites —aún por verificar— de la disposición de sus aliados locales a participar en un posible conflicto con China. Por otro, la necesidad de alcanzar el nivel de las capacidades de construcción naval chinas. Si bien la Armada estadounidense sigue siendo superior en tonelaje total y número de portaaviones (aunque debe cubrir numerosas áreas estratégicas), la armada china se compone en gran medida de buques más modernos y, gracias a una producción naval muy superior a la estadounidense, es capaz de botar buques a un ritmo más de diez veces superior al de Estados Unidos. Es aquí donde el factor tiempo, que obviamente afecta a toda la estrategia global del imperio estadounidense, se vuelve más acuciante.

El cuarto y último escenario es el hemisferio occidental, el patio trasero del imperio. Si bien esta expresión podría sugerir una situación de control absoluto, la realidad es muy distinta, como lo demuestra vívidamente el caso venezolano.
El mero hecho de que el think tank Rand Corporation —uno de los más influyentes  en el ámbito de la estrategia del poder profundo—  considerara necesario llamar la atención sobre esta parte del mundo atestigua el cambio que se está produciendo justo a las puertas del imperio. Pero la reinstauración de la Doctrina Monroe se complica no solo por su declive, sino también por lo ocurrido en el subcontinente americano en las últimas décadas.
Los elementos clave de este cambio se resumen fácilmente: la creciente presión por liberarse del dominio estadounidense en países clave (México, Brasil), el crecimiento de la población hispana en Estados Unidos, el enorme desarrollo de los BRICS —con Brasilia entre sus fundadores— y la penetración ruso-china en el continente.

Si bien la influencia de Washington sigue siendo muy fuerte, llegando incluso a constituir un control absoluto en algunos países, es evidente que los antiguos mecanismos de dominación ya no son viables. Los buenos tiempos de ITT y United Fruit, de la  Escuela de las Américas  y de los golpes de Estado  a raudales , han quedado definitivamente atrás. Hoy,  United Fruit  se llama  Chiquita,  y no hay rastro de un nuevo Pinochet.
Cuando incluso países como México y Colombia, históricamente a medio camino entre colonia y subcontratista, se permiten periodos de independencia y autonomía, es una clara señal de que los tiempos han cambiado. Tanto es así que, para recuperar una presencia significativa en América Latina, Washington debe enfrentarse a un personaje extravagante como el anarcocapitalista argentino Milei e inyectar 40.000 millones de dólares en su economía. Brasil, si bien el Pentágono aún mantiene su influencia en las fuerzas armadas del país, se integra cada vez más en la nueva economía del Sur Global. Y sobre todo, más allá de molestias menores como Cuba y Nicaragua, está la engorrosa Venezuela, que alberga los mayores yacimientos petrolíferos del planeta y una revolución socialista que, además, al haber nacido en el seno del ejército, la hace bastante inmune a la injerencia estadounidense.

Caracas es importante tanto para Moscú como para Pekín. Por supuesto, está demasiado lejos como para siquiera considerar una intervención directa en caso de conflicto. Pero es evidente que ambos operan de tal manera que cualquier iniciativa de Washington resultaría contraproducente. Además, aparte del impacto electoral de una guerra —con el consiguiente regreso de los militantes—, se correría el riesgo de crear numerosos problemas. En primer lugar, la solidaridad de prácticamente todos los países latinoamericanos, que, en caso de una resistencia prolongada al estilo de Vietnam (y dado que el país es geográficamente idóneo), podrían actuar discretamente como base de retaguardia para la guerrilla bolivariana. Asimismo, la significativa presencia hispana en Estados Unidos, particularmente en las fuerzas armadas, podría generar peligrosas divisiones internas. No es casualidad que Trump haya concentrado una gran fuerza naval frente a la costa venezolana, aunque lleva allí meses, y aparte de disparar contra varias lanchas rápidas —supuestamente implicadas en narcotráfico— no ha hecho nada que justifique esta demostración de fuerza. Este punto muerto no solo evidencia la indecisión de la Casa Blanca, sino también el cálculo superficial con el que se concibió toda la operación. Existe un riesgo real de que, llegado este punto, cualquier movimiento resulte contraproducente; si retira sus fuerzas sin obtener ningún resultado, parecerá incapaz de cumplir la misión —y Maduro se proclamará vencedor—, pero si ataca de cualquier forma, corre el riesgo de enemistarse con todo el subcontinente. Quizás la única salida que le queda sea un ataque más o menos coordinado, como el que lanzó contra las instalaciones nucleares iraníes, lo que le permitiría emular a John Wayne, pero en la ficción, no en la realidad.

Por otro lado, Pekín —que está expandiendo comercialmente su presencia en toda Latinoamérica, comenzando obviamente por la costa del Pacífico— tiene un gran interés en el petróleo venezolano y, en general, en la región del Caribe como punto de conexión entre el Atlántico y el Pacífico (véase tanto su participación en el Canal de Panamá como la posibilidad de un nuevo canal en Nicaragua). Para Moscú, sin embargo, esto representa un elemento de disuasión estratégica: si Estados Unidos reiterara su amenaza de desplegar misiles en Europa, Rusia podría, a su vez, amenazar con desplegarlos en represalia en Venezuela.

Fundamentalmente, por lo tanto, la situación crítica que enfrenta Washington en su  propia zona de influencia  no se debe tanto a la inmediatez de las amenazas de sus adversarios, sino más bien a la dificultad de recuperar un papel que no sea simplemente hegemónico, sino de control real.

En conclusión, se puede afirmar que el imperio estadounidense, en declive, enfrenta numerosos desafíos, todos ellos de difícil solución. Para complicar aún más las cosas, es necesario abordarlos prácticamente todos simultáneamente, conscientes de que cualquier error o fracaso tendrá repercusiones inmediatas en otros escenarios. El liderazgo estadounidense debe actuar tanto para frenar su declive como para confrontar a adversarios cuyas capacidades crecen rápidamente y cuya fuerza reside precisamente en la complejidad del panorama global. De hecho, ninguno de estos actores, incluso aquellos que desempeñan un papel global como China y, en menor medida, Rusia, está profundamente involucrado en todos los frentes de conflicto. Comprender cómo abordar estas cuestiones críticas constituye el gran desafío para los líderes estadounidenses, tanto a nivel formal como sustantivo. En particular, la forma en que intenten resolver las crisis de Venezuela y Oriente Medio, en orden cronológico, probablemente determinará el resultado de las elecciones de mitad de mandato, que, en caso de una derrota de Trump, podrían conducir a una parálisis, con la Casa Blanca y el Congreso inmersos principalmente en una guerra interna, un verdadero enfrentamiento dentro del sistema de poder profundo, que probablemente desemboque en una guerra civil. Si esto ocurriera, la capacidad de intervención de Estados Unidos en los cuatro escenarios se reduciría drásticamente, dejando el campo abierto a los adversarios o, en el mejor de los casos, al caos.

Fuente: GiubberosseNews

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domingo, 16 de noviembre de 2025

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Sánchez recibirá en Madrid al títere de la banda terrorista OTAN y líder de la extrema derecha ucraniana

 

Sánchez recibirá en Madrid al títere de la banda terrorista OTAN y líder de la extrema derecha ucraniana

Y, sin pudor, irá a fotografiarse junto al cuadro de Picao, Gernika. Sus correligionarios nazis bombardearon esta localidad vasca y ahora Zelenski se retratará.

 

Insurgente.org / 16.11.2025

 

El presidente de Ucrania, Volodímir Zelenski, visitará oficialmente España este martes, y mantendrá una reunión con el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, según han informado fuentes de Moncloa.

La visita se produce después de que la anterior tuviese que ser cancelada en abril de este año por el fallecimiento del papa Francisco, ya que el líder ucraniano asistió al funeral del pontífice.

Según han detallado fuentes de Moncloa, Zelenski llegará a España el lunes por la noche y el martes visitará el Congreso de los Diputados y el Museo Nacional Arte Sofía, donde se hará una foto frente al Gernika, símbolo de la lucha contra la guerra.

Posteriormente se reunirá con el presidente del Gobierno y habrá una rueda de prensa conjunta de ambos mandatarios. El Gobierno español aprovechará la visita del mandatario ucraniano para trasladarle su pleno apoyo así como la necesidad de continuar presionando a Rusia, según las mismas fuentes gubernamentales.

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Las provocaciones del Gobierno de Trump revitalizan a la izquierda latinoamericana

 

Las provocaciones del Gobierno de Trump revitalizan a la izquierda latinoamericana

 

Por Steve Ellner

Rebelion / América Latina y CaribeEE.UU.

15/11/2025  



Fuentes: Jacobin - Rebelión

Cuando Trump asumió la presidencia en 2025, los gobiernos de la «Marea rosada» en América Latina estaban perdiendo terreno. La popularidad del presidente brasileño Luiz Inácio Lula da Silva había caído al nivel más bajo de sus tres mandatos, mientras que la del colombiano Gustavo Petro se situaba en apenas un 34 por ciento. Además, tras los controvertidos resultados de las elecciones presidenciales de julio de 2024 en Venezuela, Nicolás Maduro quedó aislado en la región.

Ahora, menos de un año después, el panorama político ha cambiado. Las mamarrachadas de Trump —como rebautizar el Golfo de México, usar los aranceles como arma política y ordenar acciones militares en el Caribe y el Pacífico— han dado nuevo impulso a los gobiernos de la «Marea rosada» y a la izquierda en general. América Latina ha respondido a su invocación de la Doctrina Monroe con una oleada de sentimiento nacionalista, manifestaciones multitudinarias y denuncias de líderes políticos de casi todo el espectro, incluidas algunas del centro-derecha.

Mientras Estados Unidos aparece como una potencia hegemónica en declive y poco confiable, China se proyecta como defensora de la soberanía nacional y como una voz de la razón en materia de comercio e inversión internacional. Cuando Trump impuso en julio un arancel del 50 por ciento a la mayoría de las importaciones brasileñas, los chinos intervinieron para ayudar a llenar el vacío en las vitales exportaciones de soya del país.

Lula contra Trump

En julio, Lula respondió desafiante al intento de Trump de presionar a Brasil mediante aranceles punitivos destinados a lograr la liberación de su aliado Jair Bolsonaro, encarcelado por su implicación en complots golpistas y de asesinato. A diferencia de otros jefes de Estado, Lula se negó a comunicarse con Trump, afirmando: “No voy a humillarme”. Además, declaró que “Brasil no será tutelado por nadie”, al tiempo que recordó el golpe de Estado de 1964 como un precedente de la intervención estadounidense.

El enfrentamiento desató multitudinarias manifestaciones progubernamentales en todo el país, que superaron ampliamente a las convocadas por la derecha para exigir la liberación de Bolsonaro. Los simpatizantes de Lula culparon a la derecha por los aranceles, y en particular a Eduardo Bolsonaro, hijo del expresidente, quien los promovió desde Washington. Lula calificó a Jair Bolsonaro de “traidor” y sostuvo que debía enfrentar un nuevo juicio por ser responsable del llamado “impuesto Bolsonaro”. Como señal de que los aranceles de Trump marcaron un punto de inflexión y dieron un impulso a la izquierda, el propio Lula, de 80 años, anunció que se postulará a la reelección en octubre de 2026, al mismo tiempo que su popularidad alcanzó el 50 por ciento.

Algunos analistas criticaron a Lula por no haber aprovechado su videoconferencia de treinta minutos con Trump, realizada el 6 de octubre, para condenar la diplomacia de cañonero de Washington en el Caribe. Según esta interpretación de la llamada, Lula habría mostrado ingenuidad y falta de firmeza al combinar “preocupación y oportunismo» frente al imperialismo estadounidense” y al suponer que “las negociaciones se regirían por una lógica de ‘ganar-ganar.’”

De hecho, Lula se ha pronunciado en contra de la presencia militar estadounidense, a la que calificó de “factor de tensión” en el Caribe, región que él considera una “zona de paz”. Sin embargo, Lula sin duda podría haber ido más lejos, como lo instó el Movimiento de los Trabajadores Rurales Sin Tierra (MST) —que respaldó su última candidatura presidencial— al declarar explícitamente su solidaridad con Venezuela.

Pero difícilmente se puede acusar a Lula de sumisión en su trato con Trump. El exviceministro venezolano para América del Norte, Carlos Ron, me comentó que tanto Lula como Sheinbaum han demostrado que “saben cómo manejar a Trump”, pues “han obtenido mucho de lo que querían”. Por cierto, al mismo tiempo que Trump dio marcha atrás en sus amenazas arancelarias contra ambas naciones, comenzó a elogiar a los dos jefes de Estado.

Un frente unido en gestación

En Brasil y en otros países de la región está surgiendo un nuevo alineamiento que reúne fuerzas tanto a la derecha como a la izquierda del gobierno, en reacción a la postura de Washington. Un ejemplo notable fue el nombramiento, en octubre, del activista del Movimiento de Trabajadores Sin Techo y excandidato presidencial Guilherme Boulos como ministro de la Presidencia. Boulos pertenece al Partido Socialismo y Libertad (PSOL), una escisión de izquierda del Partido de los Trabajadores de Lula que había respaldado su candidatura presidencial de 2022, pero había descartado ocupar cargos en su gobierno.

Boulos, quien desempeñó un papel clave en la organización de las recientes protestas contra el aumento de los aranceles impuesto por Washington, habló sobre el significado de su designación: “Lula me dio la misión de ayudar a poner al gobierno en la calle… y escuchar las demandas populares”. Su nombramiento marca un giro a la izquierda en el que, según el medio con sede en Miami CE Noticias Financiera, “Lula demostró que entra a las elecciones de 2026 listo para la guerra. Una guerra a su manera, con la participación de los movimientos sociales”.

Venezuela es otro ejemplo de cómo actores políticos de la mayor parte del espectro ideológico coinciden en la necesidad de un frente amplio para oponerse a la agresión de Estados Unidos en la región. Ningún otro gobierno de la «Marea rosada» ha enfrentado una sucesión tan rápida de intentos de cambio de régimen y desestabilización como el de Venezuela bajo el gobierno de Nicolás Maduro. La respuesta bolivariana ante estos desafíos se ha desviado en ocasiones de las normas democráticas, incluyendo concesiones a los intereses empresariales, lo que ha generado duras críticas tanto de sectores moderados como de corrientes más radicales de la izquierda. 

Uno de los líderes que se inscribe en la categoría radical es Elías Jaua, antiguo miembro del círculo íntimo de Chávez, cuyas posturas de izquierda en materia económica y su defensa de la democracia interna dentro del partido lo dejaron marginado del movimiento chavista. Pero ante la amenaza militar de Estados Unidos en el Caribe, Jaua ha cerrado filas con Maduro y denunciado la “guerra psicológica” que se libra contra el presidente. En este momento crítico, afirmó que es necesario “anteponer la tranquilidad del pueblo a cualquier posicionamiento ideológico, político o avieso interés”, y añadió: “¡La Patria está primero! ¡Viva Venezuela!”.

Otras figuras políticas de larga trayectoria que han respaldado el llamado de Maduro a un diálogo nacional para enfrentar la amenaza estadounidense —sin pasar por alto las presuntas prácticas antidemocráticas— incluyen a dirigentes del centro e incluso del centroderecha del espectro político, entre ellos los ex candidatos presidenciales Henrique Capriles, Manuel Rosales y Antonio Ecarri.

Otros son izquierdistas moderados que ocuparon cargos importantes durante el gobierno de Chávez o que en los años noventa militaron en el partido de izquierda moderada Movimiento al Socialismo (MAS). Uno de ellos es Enrique Ochoa Antich, quien presentó una petición firmada por 27 destacadas figuras opositoras moderadas en la que se afirmaba que “resulta desalentador ver a un sector extremista de la oposición” respaldando las sanciones y otras acciones de Estados Unidos. Ochoa Antich propuso un diálogo con representantes del gobierno “sobre la mejor manera de fomentar la unidad nacional y defender la soberanía”, añadiendo: “Con los pies en la tierra no voy a pedir que se suprima el partido-Estado.”

Esta postura, que ve a Maduro como un aliado frente a la injerencia estadounidense, contrasta marcadamente con la del Partido Comunista de Venezuela (PCV), que se deslindó del gobierno en 2020 por su orientación proempresarial y por marginar a sectores de la izquierda. Al mismo tiempo que denuncia la agresión imperialista, el PCV señala el “carácter autoritario y antidemocrático del gobierno de Maduro”.

Si bien las críticas del PCV son materia de debate, la postura de hostilidad irreductible del partido frente a Maduro debilita los esfuerzos para enfrentar la agresión estadounidense. De hecho, la posición del PCV —respaldar al gobierno cubano mientras califica al venezolano de antidemocrático— resulta inconsistente.

En Argentina, Trump salió en auxilio de la derecha en lo que probablemente termine siendo una victoria pírrica. En la víspera de las elecciones legislativas de octubre de 2025, ofreció un rescate de 40 mil millones de dólares para la economía argentina, pero solo a condición de que el partido del presidente ultraderechista Javier Milei saliera triunfante, que fue precisamente lo que ocurrió. El chantaje de Trump fue denunciado como tal por figuras políticas que iban desde dirigentes peronistas vinculados a los gobiernos de la Marea rosada hasta centristas que habían sido algunos de sus críticos más severos. Facundo Manes, líder de la centrista Unión Cívica Radical, fue un ejemplo de estos últimos al declarar que “la extorsión avanza”.

Mientras tanto, en las calles de Buenos Aires, las pancartas de protesta contra Milei exhibían consignas antiestadounidenses como “Yankee go home” y “Milei – Mulo de Trump”, además de la quema de una bandera de Estados Unidos.

Esta convergencia en torno a la necesidad de enfrentar las amenazas y acciones de Trump abre una oportunidad para que los sectores progresistas de todo el continente se unan. El llamado a esa unidad fue asumido por el Foro de São Paulo, una agrupación que reúne a más de un centenar de organizaciones de izquierda latinoamericanas y que Lula ayudó a fundar en 1990. Al inicio del primer gobierno de Trump, en 2017, el Foro elaboró el documento “Consenso de Nuestra América” como respuesta al neoliberal Consenso de Washington y a la intensificación del intervencionismo estadounidense en el hemisferio.

Al mismo tiempo que defendía el pluralismo de los movimientos progresistas y evitaba el término “socialismo”, el documento de Consenso preveía la elaboración de un conjunto más concreto de reformas y objetivos. Sin embargo, ese paso esperado nunca se materializó. Más recientemente, el analista y estratega cubano Roberto Regalado lamentó que, pese a la urgente necesidad de unidad, “lejos de consolidarse y expandirse, el ‘Consenso de Nuestra América’ languideció”.

Trump y la derecha latinoamericana

Gran parte de la derecha latinoamericana ha apostado su futuro político al presidente Trump. Los mandatarios de derecha de Argentina, Ecuador y Paraguay se alinean con él, al igual que Bolsonaro, el candidato presidencial chileno José Antonio Kast y el expresidente colombiano Álvaro Uribe. En Venezuela, la dirigente opositora de derecha María Corina Machado dedicó su Premio Nobel de la Paz a Trump.

Leopoldo López, integrante del mismo sector venezolano derechista que Machado, cofundó en 2022 el Congreso Nacional de la Libertad, una organización dedicada al cambio de régimen en países que Washington considera adversarios. La iniciativa se inscribe en la idea de una “Internacional de la Derecha” promovida por el estratega de Trump, Steve Bannon, entre otros. Bannon fundó en 2016 “The Movement” para unificar a la derecha europea, pero el proyecto ha sido en gran medida desdeñado por una parte importante de la derecha de ese continente.

El “internacionalismo” de la derecha tiene aún menos posibilidades de prosperar en América Latina. Mientras que en Estados Unidos Trump apela al patriotismo —o a una versión impostada del mismo— en América Latina el nacionalismo y el apoyo a Trump son conceptos incompatibles, especialmente frente a los aranceles, la inmigración, las amenazas de invasión militar y la resurrección de la Doctrina Monroe. En Venezuela, por ejemplo, la popularidad de Machado ha caído y su movimiento opositor se ha fracturado como resultado del repudio popular a las políticas de Trump.

En Estados Unidos, Trump se dirige a sus seguidores más fanáticos mientras su popularidad sigue en caída. En América Latina ocurre algo similar, con la diferencia de que su nivel de aprobación difícilmente podría ser más bajo. Según el Pew Research Center, apenas el 8 por ciento de los mexicanos tiene “confianza” en Trump.

Trump ha contribuido a un giro profundo en el panorama político latinoamericano, hoy marcado por una fuerte polarización y avances significativos de la izquierda. En numerosos países, las fuerzas progresistas —que durante décadas permanecieron relegadas— se han convertido en un punto de referencia central, aglutinándose en torno a las banderas de la soberanía nacional y, en algunos casos, del antiimperialismo.

En Chile, la Comunista Jeannette Jara obtuvo un sorprendente 60,5 por ciento de los votos en las primarias en junio para representar al principal bloque anti-derechista en las próximas elecciones presidenciales. Pese al tono cauteloso de su discurso, Jara se dirigió a Washington con firmeza tras la intromisión de Trump en las elecciones argentinas: “Aquí no van a ingresar militares estadounidenses. Chile se respeta y su soberanía también”.

En Ecuador, a pesar de la dura represión, los seguidores del exmandatario Rafael Correa han estado a punto de ganar las últimas tres elecciones presidenciales. Y en Colombia, Gustavo Petro ha revitalizado la base de su movimiento mediante contundentes denuncias de las operaciones militares de EE.UU. y al encabezar, desde octubre, una campaña para recolectar dos millones de firmas con miras a una asamblea nacional constituyente.

La polarización suele aludir a un escenario en el que los extremos de ambos lados del espectro político alcanzan una posición dominante. Eso no es lo que ocurre actualmente en América Latina, al menos no en el caso de la izquierda. Más bien, se observa una convergencia de sectores progresistas de distintos matices, tanto en el ámbito interno como entre los gobiernos de la «Marea rosada», en su oposición a Trump y a todo lo que este representa.

El desafío ahora es traducir esa convergencia en formas organizadas de unidad: frentes amplios a nivel nacional, así como una mayor articulación en la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC) y otros organismos regionales.

Una versión ligeramente abreviada de este artículo fue publicada en inglés en Jacobin.

Steve Ellner es profesor jubilado de la Universidad de Oriente en Venezuela, donde residió por más de 40 años. Actualmente es Editor Asociado de Latin American Perspectives. Es autor de numerosos libros, entre ellos El fenómeno Chávez: sus orígenes y su impacto hasta 2013 (2014) y La izquierda latinoamericana en el poder: Cambios y enfrentamientos en el siglo XXI (editor, publicado por CELARG y el Centro Nacional de Historia, Caracas, 2018). https://www.dropbox.com/s/yxxsdyf0puqxdhg/La%20izquierda%20latinoamericana%20book.pdf?dl=0

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Algunas instituciones europeas, como el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, están, según Fazi, extralimitándose en sus funciones. La cuestión migratoria se ha convertido, probablemente por inacción de los gobiernos, en un problema político de primer orden.

TOPOEXPRESS

¿El TEDH se excede?



Thomas Fazi

El Viejo Topo

16 noviembre, 2025 


Durante gran parte de su existencia, el Convenio Europeo de Derechos Humanos (CEDH) y su órgano de aplicación, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH), ocuparon un lugar relativamente poco controvertido en el imaginario europeo y británico, al que se le atribuyen avances históricos en materia de derechos civiles, desde la protección de la libertad periodística hasta la igualdad de los homosexuales. Sin embargo, 75 años después de su fundación, la institución que en su día se consideraba guardiana de la libertad se ha convertido en algo muy diferente: un tribunal transnacional que funciona en la práctica como una autoridad supranacional, reservándose el poder de decidir y redefinir constantemente lo que se considera un «derecho humano».

En los últimos años, el Tribunal ha entrado cada vez más en conflicto con los gobiernos elegidos, sobre todo en cuestiones de migración y deportación. Sus detractores, especialmente en Gran Bretaña, sostienen que el Convenio se ha expandido mucho más allá de su ámbito de competencia original, interfiriendo en áreas que afectan al núcleo de la soberanía democrática: el control de fronteras, la seguridad nacional y la prerrogativa de los parlamentos de establecer la ley. Cuando nueve líderes europeos firmaron una carta conjunta en mayo de este año, cuestionando si el TEDH había sobrepasado su mandato en materia de migración, el secretario general del Consejo de Europa, Alain Berset, desestimó rotundamente sus preocupaciones. «Ningún órgano judicial debe estar sujeto a presiones políticas», declaró. La implicación era clara: el TEDH está por encima del escrutinio democrático; su autoridad, derivada de principios morales y no del consentimiento electoral, debe aceptarse sin debate.

Un punto de inflexión clave se produjo en 2023, cuando el TEDH intervino, mediante la regla 39, para bloquear el llamado «plan Ruanda» del Reino Unido, que enviaría a determinados solicitantes de asilo y migrantes ilegales a África para su tramitación. Apenas unas horas antes de la salida del primer vuelo, un único juez de Estrasburgo dictó una orden judicial de emergencia que lo inmovilizó. Independientemente de la opinión que se tenga sobre esa política, el episodio planteó una profunda cuestión constitucional: ¿debe un juez extranjero no elegido tener el poder de revocar una decisión aprobada por un parlamento soberano?

El debate no ha hecho más que intensificarse desde entonces. Tanto los conservadores como el partido Reform UK de Nigel Farage se han comprometido a retirarse del Convenio. Incluso Keir Starmer, aunque rechaza la retirada total, ha sugerido que el Gobierno revisará la forma en que los tribunales británicos interpretan el derecho internacional de los derechos humanos, incluido el CEDH, en particular para impedir que los solicitantes de asilo rechazados bloqueen la deportación.

Abandonar el Convenio no resolvería por sí solo el complejo problema de la migración ilegal. Pero en toda Europa, los gobiernos elegidos —en Polonia, Italia, Hungría, los Países Bajos y otros lugares— se han visto a menudo limitados a la hora de responder a la creciente preocupación pública por este fenómeno, que se ha convertido en uno de los temas políticos más importantes de nuestro tiempo. Lo que estamos presenciando no es simplemente una disputa jurídica técnica, sino un choque entre la democracia y un poder judicial transnacional que se considera cada vez más una autoridad moral por encima de la política.

El Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha llevado a cabo, durante las últimas dos décadas, lo que podría describirse como una «toma de poder silenciosa». A través de una serie de innovaciones jurídicas y reinterpretaciones doctrinales, el Tribunal ha ampliado progresivamente su jurisdicción, a menudo más allá de lo que los Estados miembros acordaron en su momento.

Una de las doctrinas controvertidas del Tribunal es la de la jurisdicción extraterritorial, es decir, la idea de que el CEDH se aplica incluso fuera de las fronteras de un Estado. Este instrumento ha permitido al Tribunal extender su alcance a territorio extranjero e incluso a aguas internacionales. En el caso Hirsi Jamaa y otros contra Italia, por ejemplo, el Tribunal dictaminó en 2012 que Italia no podía interceptar a los migrantes en el Mediterráneo y devolverlos a Libia, a pesar de que la operación se llevara a cabo fuera del territorio italiano. El resultado fue la ilegalización de facto de las «devoluciones en el mar», que son un componente fundamental de la vigilancia fronteriza. En la práctica, la sentencia significó que los Estados ya no podían impedir que los inmigrantes ilegales llegaran a sus costas para solicitar asilo, independientemente del coste operativo o humanitario.

Otro punto importante se refiere a la doctrina de no devolución, es decir, la prohibición de devolver a las personas a países en los que puedan sufrir daños graves. Aunque no se menciona explícitamente en el Convenio, el TEDH ha ampliado este principio mucho más allá de su intención original en la posguerra. En varios casos, el Tribunal ha dictaminado que incluso los traslados a otros países de la UE pueden ser ilegales si las condiciones allí se consideran inadecuadas. También ha insistido en que cada expulsión debe ser objeto de una «evaluación individualizada» del riesgo, una pesadilla administrativa que hace prácticamente imposible las expulsiones masivas. Las consideraciones de seguridad nacional no tienen prácticamente ningún peso: incluso las personas consideradas peligrosas no pueden ser expulsadas si pueden sufrir malos tratos en el extranjero.

Por último, está el artículo 8 del Convenio, el «derecho al respeto de la vida privada y familiar». Lo que antes era una protección estrictamente definida del hogar y la correspondencia, se ha convertido en una disposición general invocada para impedir la expulsión de delincuentes condenados e inmigrantes ilegales. El Tribunal ha dictaminado en repetidas ocasiones que las expulsiones deben detenerse si el delincuente ha establecido una vida familiar en el país de acogida, por muy precaria que sea. Esto ha dado lugar a una avalancha de casos en los que delincuentes graves —desde criminales violentos hasta traficantes de drogas— han recurrido con éxito contra su expulsión basándose en el artículo 8. Los tabloides británicos han informado con regocijo de casos en los que los delincuentes han podido evitar la expulsión porque a sus hijos les gustaban los nuggets de pollo o cuestionaban su género. Pero detrás de la absurdidad de los tabloides se esconde una grave realidad constitucional: un tribunal internacional ha asumido la autoridad de decidir quién puede permanecer dentro de las fronteras de una nación.

Los defensores del Tribunal insisten en que este se limita a aplicar los principios que los propios Estados acordaron respetar. Sin embargo, esto ya no es creíble. El TEDH, según sus propias declaraciones, ha adoptado la doctrina del Convenio como un «instrumento vivo», lo que significa que sus disposiciones deben interpretarse a la luz de las «condiciones actuales». En la práctica, esto da a los jueces carta blanca para reinterpretar y ampliar el significado de los derechos de acuerdo con la sensibilidad política contemporánea. Lo que comenzó como una carta limitada de posguerra se ha convertido en un código moral en evolución aplicado por una élite no elegida con un poder de veto de facto sobre la legislación nacional.

Sin embargo, el TEDH es solo la punta del iceberg. El Tribunal opera dentro de un ecosistema más amplio de poder judicial y tecnocrático que se extiende mucho más allá de Estrasburgo. Sus sentencias son citadas por el Tribunal de Justicia de la Unión Europea, los tribunales supremos nacionales y los organismos internacionales, y a menudo se transcriben a la legislación nacional. Los jueces nacionales, las ONG y los grupos de presión de derechos humanos utilizan su jurisprudencia para influir en la elaboración de políticas. Ha surgido todo un régimen de gobernanza judicializada, lo que el jurista Ran Hirschl ha denominado juristocracia: el gobierno de los jueces.

Durante el último medio siglo, amplios ámbitos de la vida pública que antes se decidían mediante el debate político —desde la migración y la seguridad hasta la política macroeconómica— se han transferido de los parlamentos a los tribunales, los juzgados y las autoridades independientes. Este proceso de despolitización fue una respuesta deliberada de las élites políticas a la creciente asertividad de la democracia de masas. A medida que se ampliaba el derecho al voto a finales del siglo XIX y durante el siglo XX, las clases dirigentes europeas temían que las mayorías populares utilizaran su nuevo poder para desafiar el orden económico y social. La solución fue crear controles institucionales —tribunales constitucionales, bancos centrales independientes y tratados e instituciones supranacionales— que aislaran áreas clave de la gobernanza de la contestación democrática.

En las décadas de la posguerra, este modelo se extendió rápidamente. Alemania, Italia, Francia y Austria establecieron tribunales constitucionales con poder para derogar leyes. A nivel internacional, surgieron nuevos organismos, como el TEDH y el Tribunal de Justicia de la Unión Europea, como guardianes de un orden liberal que situaba los «derechos» y los mercados por encima de la soberanía popular. Incluso sistemas al estilo de Westminster, como el británico, acabaron sucumbiendo. En los años setenta y ochenta, las élites políticas de toda la anglosfera adoptaron la judicialización como medio para aplicar políticas que, de otro modo, podrían haber encontrado resistencia por parte de la población.

Entre los ejemplos se incluyen la creación de organismos monetarios y de fijación de precios independientes, y el uso extensivo de organizaciones no gubernamentales cuasi autónomas (quangos) para aplicar políticas al margen del control parlamentario. La Ley de Derechos Humanos de 1998, que incorporó el Convenio Europeo de Derechos Humanos a la legislación británica, resume a la perfección la tendencia a la judicialización. Como observó Hirschl, la «deferencia hacia el poder judicial» sirvió bien a los intereses de las élites: por ejemplo, permitió a los gobiernos llevar a cabo controvertidas reformas económicas y laborales neoliberales, al tiempo que culpaban a jueces no elegidos u organismos independientes de sus consecuencias.

El resultado es el sistema en el que vivimos hoy: una «democracia limitada» en la que se mantienen las formas de representación, pero se ha vaciado de contenido la esencia de la elección política. La política de inmigración, que antes era competencia exclusiva de los parlamentos, se ha convertido en dominio de los jueces que interpretan los «derechos». Las políticas económicas y sociales están ahora dictadas por tratados internacionales y doctrinas constitucionales.

Criticar al TEDH no es oponerse a los derechos humanos, sino preguntarse quién los define y con qué autoridad. Cuando los «derechos» se amplían indefinidamente sin el consentimiento democrático, dejan de ser instrumentos de libertad y se convierten en herramientas de control. Mientras tanto, los gobiernos, aunque nominalmente limitados por dichos tribunales, a menudo acogen con agrado su interferencia, lo que les permite externalizar decisiones políticamente costosas a jueces no elegidos —para perseguir o preservar políticas que apoyan en privado pero que no se atreven a defender— o simplemente evadir la responsabilidad de problemas que son incapaces de resolver. Por eso las condenas de los políticos al TEDH, especialmente las procedentes del bando conservador que traicionó de forma tan espectacular el mandato del Brexit mientras estaba en el poder, suenan tan huecas.

La opinión pública británica parece percibir esta contradicción. Aunque muchos ciudadanos probablemente estarían de acuerdo en que la autoridad del TEDH ha ido demasiado lejos, las encuestas sugieren que la mayoría no está a favor de una retirada total del Convenio. Quizás entienden intuitivamente que abandonar el TEDH solo tendría sentido como parte de un proyecto más amplio de renovación política: una redemocratización de la gobernanza que restaure la primacía del parlamento y la soberanía popular. Pero un proyecto así requeriría una clase política que realmente creyera en la democracia, algo que escasea tanto en Gran Bretaña como en el resto de Europa.

Fuente: Unherd

Artículo seleccionado por Carlos Valmaseda para la página Miscelánea de Salvador López Arnal.

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