lunes, 17 de noviembre de 2025
Cuatro escenarios para Trump
Cuatro escenarios de
conflicto, cuatro desafíos para el imperio estadounidense. Si bien el declive
de EEUU parece imparable, la actual administración de la Casa Blanca está
llamada a afrontar esos cuatro escenarios, y no parece cosa fácil.
Cuatro escenarios para Trump
El Viejo Topo
17 noviembre, 2025
Siempre he
sostenido y sigo estando absolutamente convencido de que la elección de Trump a
la presidencia de Estados Unidos se debió a una combinación de factores, dos de
los cuales son primordiales. El primero fue que una minoría del poder
profundo estadounidense creía urgentemente necesario cambiar la
forma en que se gestionaba la estrategia imperial-hegemónica de
Estados Unidos, en particular por parte de ese bloque de poder identificado
como la convergencia entre el mundo político democrático (entendido como un
partido) y los neoconservadores. El segundo fue la disponibilidad de una figura
—Trump, específicamente— que poseía las características necesarias para
competir con éxito en las elecciones, especialmente con el movimiento MAGA.
Todo esto, por
supuesto, debe considerarse a la luz de una premisa obvia pero a menudo
ignorada: para una potencia imperial, es absolutamente esencial contar con una
estrategia global a largo plazo, una que no pueda estar sujeta a cambios
radicales cada cuatro años, basados en la rotación presidencial. Esto implica no solo que dichas estrategias se definan
principalmente fuera de las administraciones de cada periodo, sino que debe existir
un aparato que no solo las desarrolle, sino que
también garantice su implementación. Y esto es precisamente lo que actualmente
llamamos Estado profundo (y que yo prefiero llamar poder
profundo ). Sin embargo, no debe concebirse como una organización
secreta, una especie de Spectre , sino —precisamente—
como un conjunto de poderes, tanto institucionales como de otra índole, cuya
duración no está sujeta al voto popular y cuya composición puede, dentro de
ciertos límites, ser mutable.
En vista de lo
anterior, resulta evidente que un presidente estadounidense, por muy investido
formalmente que esté de grandes poderes, se ve limitado en sus acciones por un
marco general predeterminado. Y Trump no es una excepción. Por mucho que le
guste considerarse y presentarse como un monarca, todas sus decisiones son
posibles dentro de este marco limitado. Sin embargo, también es obvio que debe
tener en cuenta las fluctuaciones del electorado, que en última instancia
ostenta el poder de elegir a sus representantes.
La razón fundamental de esta ruptura con un largo período
anterior es que el declive del imperio estadounidense se estaba acelerando
demasiado (probablemente incluso más de lo previsto), lo que exigía ajustes
estratégicos. Fundamentalmente, y simplificando, se trata de un cambio de una estrategia
de conflicto integral, que buscaba derrotar o contener tanto a Rusia como a
China mediante una postura agresiva, a una que, reconociendo la
insostenibilidad de este enfoque, busca contener y separar a
los dos adversarios mediante una táctica que combina el diálogo y la presión,
tanto económica como militar.
Si analizamos
el panorama estratégico global un año después de la elección de Trump, podemos
intentar comprender los obstáculos que enfrenta esta estrategia, los desafíos
que debe abordar y, sobre todo, las perspectivas a corto y mediano plazo.
Fundamentalmente,
podemos centrarnos en cuatro grandes cuadrantes estratégicos, teniendo en
cuenta que se influyen mutuamente de diversas maneras y que sus límites son
extremadamente flexibles y permeables.
Por lo tanto, identificamos estos cuadrantes como Europa, Asia Central y
Occidental (incluido Oriente Medio), Extremo Oriente y el Hemisferio Occidental
(definido como las dos Américas, Norte y Sur).
En cuanto a Europa,
resulta evidente que —a pesar de la hostilidad ideológica de
la mayoría de los gobiernos del continente hacia la administración Trump—, en
última instancia, su vasallaje al imperio, independientemente de quién ostente
el poder en ese momento, ha permanecido total y absoluto. Esto permite que se
complete un proceso que ya estaba en marcha en la fase anterior: la
desestabilización de la colonia europea. La destrucción de la economía del
viejo continente, enteramente en beneficio de Washington, ha alcanzado un nivel
considerable, casi irreversible; cabe preguntarse hasta qué punto esto, desde
una perspectiva estratégica a largo plazo, resulta útil para Estados Unidos, o
si corre el riesgo de que sea contraproducente, pero esa es la
situación actual. Ante la manifiesta imposibilidad de derrotar estratégicamente
a Rusia mediante una combinación de acción militar ucraniana y acción
económico-diplomática occidental, el nuevo enfoque exige una estrategia más
conciliadora. Trump inicialmente esperaba poder entablar un diálogo con Moscú,
comenzando con una congelación sustancial del frente bélico, pero esto ha
resultado imposible. Actualmente, Washington pretende mantener la presión,
utilizando a toda Europa como una nueva Ucrania (aprovechando al máximo todas
las oportunidades económicas posibles), mientras que simultáneamente ofrece la
posibilidad de reabrir el diálogo bilateral con Moscú.
Si bien todo
parece indicar que, tácticamente, esto se materializará en una retirada directa
del conflicto (delegada, o más bien transferida, a los europeos), resulta
impensable creer que la derrota de Ucrania (y, por ende, de Europa), que
inevitablemente se producirá por medios militares y mediante
una capitulación, no tenga implicaciones estratégicas que afecten directamente
a Estados Unidos y, por consiguiente, a la administración Trump. No está claro
cómo Estados Unidos planea gestionar esta situación, salvo, precisamente,
mediante una transformación, una retirada progresiva del conflicto,
lo que, entre otras cosas, apunta a un cambio radical —de facto,
aunque quizá no de jure— en su relación con la
OTAN. Esta relación está cambiando, y Estados Unidos está pasando de ser el
actor principal de la Alianza —tanto en términos de contribución económica y
militar como de mando— al de aliado externo; la OTAN como
organización político-militar europea, vinculada por alianza a Estados Unidos,
pero, no obstante, distinta de este. Obviamente, esta es precisamente la mayor
dificultad a la que se enfrenta Washington en este escenario, e inevitablemente
la forma en que se aborde ambién repercutirá en el diálogo con Moscú, que ambos
desean, pero que para los rusos es menos esencial que para los estadounidenses.
El segundo
escenario, el de Asia Central y Occidental, es sin duda el más complejo y
peligroso.
Aquí, Estados
Unidos debe afrontar dos elementos extremadamente contradictorios, pero
esenciales. Por un lado, el apoyo a Israel, que representa no solo un principio
histórico de la estrategia regional estadounidense, sino también un imperativo,
dado que una parte significativa del poder que llevó a Trump a
la presidencia, así como su propio entorno político y
personal, está fuertemente influenciada por los grupos de presión sionistas
estadounidenses. Por otro lado, la necesidad igualmente estratégica de mantener
estrechas relaciones con los países árabes productores de petróleo, tanto por
su importancia en la confrontación con China como porque —dada la dramática
situación de la deuda estadounidense— un vínculo con un activo real como el
petróleo es crucial para defender el dólar como moneda internacional.
La
contradicción entre estos dos factores es objetivamente irreconciliable, ya que
los intereses de uno son incompatibles con los del otro. Esto da lugar a una
política estadounidense perpetuamente sujeta a tensiones, que busca
constantemente mediaciones temporales para evitar que el conflicto latente se
agrave. Esta política, por supuesto, carece de perspectiva estratégica y, a
menudo, incluso de credibilidad básica.
El hecho de que Israel, en parte como consecuencia histórica inevitable y en
parte como resultado de los últimos veinte años de políticas abiertamente
agresivas, se encuentre ahora en una crisis extrema, hasta el punto de que su
desaparición se vislumbra en un plazo relativamente corto, ha creado a su vez
una situación aún más compleja para Washington. Por un lado, la dependencia
histórica de Israel del apoyo estadounidense ha alcanzado un nivel sin
precedentes, donde la existencia misma del Estado judío depende esencialmente
de Estados Unidos; por otro lado, y como consecuencia directa de esto, Israel
se aferra a Estados Unidos con la fuerza de la desesperación, y con igual
fuerza, actúan los grupos de presión internos dentro de la prensa
estadounidense.
Idealmente,
Washington desearía que Israel, tal vez con cierta ayuda estadounidense,
infligiera una derrota estratégica a sus enemigos en Oriente Medio, obligando
así a los países árabes a aceptar una coexistencia de semisubordinación con Tel
Aviv. Pero este camino, que Israel ha seguido con el pleno apoyo
estadounidense, ha resultado impracticable. El Estado judío fue derrotado en el
Líbano, luego de forma aún más peligrosa en el conflicto con Irán, y finalmente
—a pesar de haber llegado al extremo moral, ganándose el desprecio y la
desaprobación internacional— también fue derrotado de facto en Palestina. Y en
las tres ocasiones, la intervención directa de Washington fue necesaria para
salvar la situación, a veces mediante la diplomacia, a veces mediante una
combinación de diplomacia y fuerza.
El problema
insoluble de la contradicción mencionada se complica aún más por la presencia
de otros actores. La presencia de la República Islámica de Irán, de hecho,
constituye un elemento conflictivo que solo puede resolverse con la derrota
total de uno de los dos enemigos: Teherán y Tel Aviv. Sin embargo, Israel es
absolutamente incapaz de derrotar a Irán por sí solo, ni siquiera con el apoyo
parcial de Estados Unidos. Tal hazaña solo podría ser intentada por el propio
Estados Unidos, con un compromiso directo y masivo. Pero lo que se hizo contra
Irak no es remotamente reproducible contra Irán. Primero, porque este es mucho
más poderoso. Y segundo, porque Bagdad estaba prácticamente aislada, mientras
que Teherán cuenta con el respaldo de Rusia y China, ambas con enormes
intereses estratégicos en mantener a flote a su aliado, ya sea en las rutas
petroleras y la Ruta de la Seda, o en su presencia en el Mediterráneo. Si Irán
cayera, China perdería el acceso al petróleo de Oriente Medio y Rusia sería
expulsada de la región (y, por consiguiente, de África), perdiendo su
proyección estratégica en el Mediterráneo.
El problema
crítico al que se enfrenta el imperio estadounidense en este escenario es que
carece de una estrategia viable capaz de estabilizar su control sobre la zona,
y a lo máximo a lo que puede aspirar —mientras pueda— es a gestionar la
inestabilidad.
El tercer
escenario es el Lejano Oriente, donde Estados Unidos debe hacer frente al
creciente poder de China. De hecho, el intento de contenerlo, utilizando tanto
la influencia económica como la tecnológica, ha fracasado estrepitosamente. En
cuanto a la guerra comercial, Trump reconoció rápidamente que, en sus propias
palabras, Estados Unidos «no tiene las cartas»; o al menos, tiene
muy pocas. El intento de aprovechar su (remanente) ventaja tecnológica,
especialmente en el sector de los chips, ha resultado
contraproducente porque —como también ocurrió con Rusia— solo sirvió para
acelerar un proceso que ya estaba en marcha: la búsqueda de la autosuficiencia.
Por lo tanto,
si en este nivel la contención de la República Popular China ha demostrado ser,
en el mejor de los casos, apenas efectiva, la única opción restante
es la contención militar. Este es, naturalmente, un asunto estratégico crucial
para Washington. Si bien Rusia puede considerarse importante —como Trump reconoció
implícitamente en Anchorage—, no se la considera un adversario global capaz de
competir por la hegemonía. Pekín, en cambio, sí entra en esta categoría, y el
fundamento de cualquier doctrina estratégica estadounidense es que no se puede
tolerar a ningún adversario capaz de competir a este nivel.
Para desplegar
una capacidad de contención de esta magnitud, Estados Unidos debe actuar
fundamentalmente en dos niveles. Por un lado, debe impedir que las capacidades
nucleares de China crezcan hasta el punto de contrarrestar suficientemente las
estadounidenses, privando así a Washington de esta capacidad disuasoria. Esto
es lo que intenta hacer, por ejemplo, al intentar iniciar un proceso de
limitación de la proliferación nuclear atrayendo a Pekín más allá de Moscú.
Esto, por supuesto, China lo rechaza, ya que la relegaría a una posición de
inferioridad en este sector altamente estratégico.
Por otro lado,
dado que la contención militar implica, esencialmente, capacidades de
interdicción en las rutas energéticas y comerciales, resulta necesario
modernizar la Armada estadounidense, capacitándola —tanto en términos de
tonelaje como de modernidad de sus activos— para operar eficazmente cerca de la
costa opuesta del Pacífico. Si bien Japón y Corea del Sur parecen reacios a
seguir a Estados Unidos en una política excesivamente agresiva, estos dos
países, junto con Filipinas, representan la tríada geográfica idónea para
desplegar la red de bases de apoyo a la flota, aeródromos y bases de misiles,
que constituyen la retaguardia necesaria para el despliegue del poder naval.
Pero, por
supuesto, es a esta última a la que se le ha confiado la tarea principal,
especialmente en lo que respecta al control de pasos cruciales, como el
estrecho de Malaca, entre Indonesia y Malasia. Si bien China planea abrir un
canal entre el golfo de Tailandia y el mar de Andamán, acortando
significativamente las rutas marítimas y evitando el estrecho de Malaca, esta
sigue siendo una zona crucial tanto para Washington como para Pekín. No es casualidad
que este último esté invirtiendo fuertemente, sobre todo en el fortalecimiento
de su Armada; su tercer portaaviones entró en servicio recientemente.
En este
escenario, Estados Unidos debe afrontar dos cuestiones críticas
complementarias. Por un lado, los límites —aún por verificar— de la disposición
de sus aliados locales a participar en un posible conflicto con China. Por
otro, la necesidad de alcanzar el nivel de las capacidades de construcción
naval chinas. Si bien la Armada estadounidense sigue siendo superior en
tonelaje total y número de portaaviones (aunque debe cubrir numerosas áreas
estratégicas), la armada china se compone en gran medida de buques más modernos
y, gracias a una producción naval muy superior a la estadounidense, es capaz de
botar buques a un ritmo más de diez veces superior al de Estados Unidos. Es
aquí donde el factor tiempo, que obviamente afecta a toda la estrategia global
del imperio estadounidense, se vuelve más acuciante.
El cuarto y
último escenario es el hemisferio occidental, el patio trasero del
imperio. Si bien esta expresión podría sugerir una situación de control
absoluto, la realidad es muy distinta, como lo demuestra vívidamente el caso
venezolano.
El mero hecho de que el think tank Rand Corporation —uno de
los más influyentes en el ámbito de la estrategia del poder
profundo— considerara necesario llamar la atención sobre esta
parte del mundo atestigua el cambio que se está produciendo justo a las puertas
del imperio. Pero la reinstauración de la Doctrina Monroe se complica no solo
por su declive, sino también por lo ocurrido en el subcontinente americano en
las últimas décadas.
Los elementos clave de este cambio se resumen fácilmente: la creciente presión
por liberarse del dominio estadounidense en países clave (México, Brasil), el
crecimiento de la población hispana en Estados Unidos, el enorme desarrollo de
los BRICS —con Brasilia entre sus fundadores— y la penetración ruso-china en el
continente.
Si bien la
influencia de Washington sigue siendo muy fuerte, llegando incluso a constituir
un control absoluto en algunos países, es evidente que los antiguos mecanismos
de dominación ya no son viables. Los buenos tiempos de ITT y United
Fruit, de la Escuela de las Américas y de los
golpes de Estado a raudales , han quedado
definitivamente atrás. Hoy, United Fruit se
llama Chiquita, y no hay rastro de un nuevo
Pinochet.
Cuando incluso países como México y Colombia, históricamente a medio camino
entre colonia y subcontratista, se permiten periodos de independencia y
autonomía, es una clara señal de que los tiempos han cambiado. Tanto es así
que, para recuperar una presencia significativa en América Latina, Washington
debe enfrentarse a un personaje extravagante como el anarcocapitalista
argentino Milei e inyectar 40.000 millones de dólares en su economía. Brasil,
si bien el Pentágono aún mantiene su influencia en las fuerzas armadas del
país, se integra cada vez más en la nueva economía del Sur Global. Y sobre
todo, más allá de molestias menores como Cuba y Nicaragua,
está la engorrosa Venezuela, que alberga los mayores yacimientos petrolíferos
del planeta y una revolución socialista que, además, al haber nacido en el seno
del ejército, la hace bastante inmune a la injerencia estadounidense.
Caracas es
importante tanto para Moscú como para Pekín. Por supuesto, está demasiado lejos
como para siquiera considerar una intervención directa en caso de conflicto.
Pero es evidente que ambos operan de tal manera que cualquier iniciativa de
Washington resultaría contraproducente. Además, aparte del impacto electoral de
una guerra —con el consiguiente regreso de los militantes—, se correría el
riesgo de crear numerosos problemas. En primer lugar, la solidaridad de prácticamente
todos los países latinoamericanos, que, en caso de una resistencia prolongada
al estilo de Vietnam (y dado que el país es geográficamente idóneo), podrían
actuar discretamente como base de retaguardia para la guerrilla bolivariana.
Asimismo, la significativa presencia hispana en Estados Unidos, particularmente
en las fuerzas armadas, podría generar peligrosas divisiones internas. No es
casualidad que Trump haya concentrado una gran fuerza naval frente a la costa
venezolana, aunque lleva allí meses, y aparte de disparar contra varias lanchas
rápidas —supuestamente implicadas en narcotráfico— no ha hecho nada que
justifique esta demostración de fuerza. Este punto muerto no solo evidencia la
indecisión de la Casa Blanca, sino también el cálculo superficial con el que se
concibió toda la operación. Existe un riesgo real de que, llegado este punto,
cualquier movimiento resulte contraproducente; si retira sus fuerzas sin
obtener ningún resultado, parecerá incapaz de cumplir la misión —y Maduro se
proclamará vencedor—, pero si ataca de cualquier forma, corre el riesgo de
enemistarse con todo el subcontinente. Quizás la única salida que le queda sea
un ataque más o menos coordinado, como el que lanzó contra las instalaciones
nucleares iraníes, lo que le permitiría emular a John Wayne, pero en la
ficción, no en la realidad.
Por otro lado,
Pekín —que está expandiendo comercialmente su presencia en toda Latinoamérica,
comenzando obviamente por la costa del Pacífico— tiene un gran interés en el
petróleo venezolano y, en general, en la región del Caribe como punto de
conexión entre el Atlántico y el Pacífico (véase tanto su participación en el
Canal de Panamá como la posibilidad de un nuevo canal en Nicaragua). Para
Moscú, sin embargo, esto representa un elemento de disuasión estratégica: si
Estados Unidos reiterara su amenaza de desplegar misiles en Europa, Rusia
podría, a su vez, amenazar con desplegarlos en represalia en Venezuela.
Fundamentalmente,
por lo tanto, la situación crítica que enfrenta Washington en su propia
zona de influencia no se debe tanto a la inmediatez de las
amenazas de sus adversarios, sino más bien a la dificultad de recuperar un
papel que no sea simplemente hegemónico, sino de control real.
En conclusión,
se puede afirmar que el imperio estadounidense, en declive, enfrenta numerosos
desafíos, todos ellos de difícil solución. Para complicar aún más las cosas, es
necesario abordarlos prácticamente todos simultáneamente, conscientes de que
cualquier error o fracaso tendrá repercusiones inmediatas en
otros escenarios. El liderazgo estadounidense debe actuar tanto para frenar su
declive como para confrontar a adversarios cuyas capacidades crecen rápidamente
y cuya fuerza reside precisamente en la complejidad del panorama global. De
hecho, ninguno de estos actores, incluso aquellos que desempeñan un papel global
como China y, en menor medida, Rusia, está profundamente involucrado en todos
los frentes de conflicto. Comprender cómo abordar estas cuestiones críticas
constituye el gran desafío para los líderes estadounidenses, tanto a nivel
formal como sustantivo. En particular, la forma en que intenten resolver
las crisis de Venezuela y Oriente Medio, en orden cronológico,
probablemente determinará el resultado de las elecciones de mitad
de mandato, que, en caso de una derrota de Trump, podrían conducir a una
parálisis, con la Casa Blanca y el Congreso inmersos principalmente en una
guerra interna, un verdadero enfrentamiento dentro del sistema de
poder profundo, que probablemente desemboque en una guerra civil. Si esto
ocurriera, la capacidad de intervención de Estados Unidos en los cuatro
escenarios se reduciría drásticamente, dejando el campo abierto a los
adversarios o, en el mejor de los casos, al caos.
Fuente: GiubberosseNews
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domingo, 16 de noviembre de 2025
Sánchez recibirá en Madrid al títere de la banda terrorista OTAN y líder de la extrema derecha ucraniana
Sánchez recibirá en Madrid al
títere de la banda terrorista OTAN y líder de la extrema derecha ucraniana
Y, sin pudor, irá a
fotografiarse junto al cuadro de Picao, Gernika. Sus correligionarios nazis
bombardearon esta localidad vasca y ahora Zelenski se retratará.
Insurgente.org
/ 16.11.2025
El presidente de Ucrania, Volodímir Zelenski, visitará oficialmente España este martes, y mantendrá una reunión con el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, según han informado fuentes de Moncloa.
La visita se produce
después de que la anterior tuviese que ser cancelada en abril de este año por
el fallecimiento del papa Francisco, ya que el líder ucraniano asistió al
funeral del pontífice.
Según han detallado
fuentes de Moncloa, Zelenski llegará a España el lunes por la noche y el martes
visitará el Congreso de los Diputados y el Museo Nacional Arte Sofía, donde se
hará una foto frente al Gernika, símbolo de la lucha contra la guerra.
Posteriormente se reunirá con el presidente del
Gobierno y habrá una rueda de prensa conjunta de ambos mandatarios. El Gobierno
español aprovechará la visita del mandatario ucraniano para trasladarle su
pleno apoyo así como la necesidad de continuar presionando a Rusia,
según las mismas fuentes gubernamentales.
Las provocaciones del Gobierno de Trump revitalizan a la izquierda latinoamericana
Las provocaciones del Gobierno de Trump revitalizan a la
izquierda latinoamericana
Por Steve Ellner
Rebelion / América
Latina y Caribe, EE.UU.
15/11/2025
Fuentes: Jacobin - Rebelión
Cuando Trump asumió la
presidencia en 2025, los gobiernos de la «Marea rosada» en América Latina
estaban perdiendo terreno. La popularidad del presidente brasileño Luiz Inácio
Lula da Silva había caído al nivel más bajo de sus tres mandatos, mientras que
la del colombiano Gustavo Petro se situaba en apenas un 34 por ciento. Además,
tras los controvertidos resultados de las elecciones presidenciales de julio de
2024 en Venezuela, Nicolás Maduro quedó aislado en la región.
Ahora, menos de un año
después, el panorama político ha cambiado. Las mamarrachadas de Trump —como
rebautizar el Golfo de México, usar los aranceles como arma política y ordenar
acciones militares en el Caribe y el Pacífico— han dado nuevo impulso a los
gobiernos de la «Marea rosada» y a la izquierda en general. América Latina ha
respondido a su invocación de la Doctrina Monroe con una oleada de sentimiento
nacionalista, manifestaciones multitudinarias y denuncias de líderes políticos
de casi todo el espectro, incluidas algunas del centro-derecha.
Mientras Estados Unidos
aparece como una potencia hegemónica en declive y poco confiable, China se
proyecta como defensora de la soberanía nacional y como una voz de la razón en
materia de comercio e inversión internacional. Cuando Trump impuso en julio un
arancel del 50 por ciento a la mayoría de las importaciones brasileñas, los
chinos intervinieron para ayudar a llenar el vacío en las vitales exportaciones
de soya del país.
Lula
contra Trump
En julio, Lula respondió
desafiante al intento de Trump de presionar a Brasil mediante aranceles
punitivos destinados a lograr la liberación de su aliado Jair Bolsonaro,
encarcelado por su implicación en complots golpistas y de asesinato. A
diferencia de otros jefes de Estado, Lula se negó a comunicarse con Trump,
afirmando: “No voy a humillarme”. Además, declaró
que “Brasil no será tutelado por nadie”,
al tiempo que recordó el golpe de Estado de 1964 como un precedente de la
intervención estadounidense.
El enfrentamiento desató
multitudinarias manifestaciones progubernamentales en todo el país, que
superaron ampliamente a las convocadas por la derecha para exigir la liberación
de Bolsonaro. Los simpatizantes de Lula culparon a la derecha por los
aranceles, y en particular a Eduardo Bolsonaro, hijo del expresidente, quien
los promovió desde Washington. Lula calificó a Jair Bolsonaro de “traidor”
y sostuvo que debía enfrentar un nuevo juicio por ser responsable del llamado “impuesto Bolsonaro”.
Como señal de que los aranceles de Trump marcaron un punto de inflexión y
dieron un impulso a la izquierda, el propio Lula, de 80 años, anunció que se
postulará a la reelección en octubre de 2026, al mismo tiempo que su
popularidad alcanzó el 50 por ciento.
Algunos analistas
criticaron a Lula por no haber aprovechado su videoconferencia de treinta
minutos con Trump, realizada el 6 de octubre, para condenar la diplomacia de
cañonero de Washington en el Caribe. Según esta interpretación de la llamada,
Lula habría mostrado ingenuidad y falta de firmeza al combinar “preocupación y
oportunismo» frente al imperialismo estadounidense” y al suponer que “las
negociaciones se regirían por una lógica de ‘ganar-ganar.’”
De hecho, Lula se ha
pronunciado en contra de la presencia militar estadounidense, a la que calificó
de “factor de tensión” en el Caribe,
región que él considera una “zona de paz”. Sin embargo, Lula sin duda
podría haber ido más lejos, como lo instó el Movimiento de los Trabajadores
Rurales Sin Tierra (MST) —que respaldó su última candidatura presidencial— al
declarar explícitamente su solidaridad con Venezuela.
Pero difícilmente se
puede acusar a Lula de sumisión en su trato con Trump. El exviceministro
venezolano para América del Norte, Carlos Ron, me comentó que tanto Lula como
Sheinbaum han demostrado que “saben cómo manejar a Trump”, pues “han obtenido
mucho de lo que querían”. Por cierto, al mismo tiempo que Trump dio marcha
atrás en sus amenazas arancelarias contra ambas naciones, comenzó a elogiar a
los dos jefes de Estado.
Un
frente unido en gestación
En Brasil y en otros
países de la región está surgiendo un nuevo alineamiento que reúne fuerzas
tanto a la derecha como a la izquierda del gobierno, en reacción a la postura
de Washington. Un ejemplo notable fue el nombramiento, en octubre, del
activista del Movimiento de Trabajadores Sin Techo y excandidato presidencial
Guilherme Boulos como ministro de la Presidencia. Boulos pertenece al Partido
Socialismo y Libertad (PSOL), una escisión de izquierda del Partido de los
Trabajadores de Lula que había respaldado su candidatura presidencial de 2022,
pero había descartado ocupar cargos en su gobierno.
Boulos, quien desempeñó
un papel clave en la organización de las recientes protestas contra el aumento
de los aranceles impuesto por Washington, habló sobre el significado de su
designación: “Lula me dio la misión de ayudar a poner al gobierno en la calle…
y escuchar las demandas populares”. Su nombramiento marca un giro a la
izquierda en el que, según el medio con sede en Miami CE Noticias Financiera,
“Lula demostró que entra a las elecciones de 2026 listo para la guerra. Una
guerra a su manera, con la participación de los movimientos sociales”.
Venezuela es otro
ejemplo de cómo actores políticos de la mayor parte del espectro ideológico
coinciden en la necesidad de un frente amplio para oponerse a la agresión de
Estados Unidos en la región. Ningún otro gobierno de la «Marea rosada» ha
enfrentado una sucesión tan rápida de intentos de cambio de régimen y
desestabilización como el de Venezuela bajo el gobierno de Nicolás Maduro. La
respuesta bolivariana ante estos desafíos se ha desviado en ocasiones de las
normas democráticas, incluyendo concesiones a los intereses empresariales, lo
que ha generado duras críticas tanto de sectores moderados como de corrientes
más radicales de la izquierda.
Uno de los líderes que
se inscribe en la categoría radical es Elías Jaua, antiguo miembro del círculo
íntimo de Chávez, cuyas posturas de izquierda en materia económica y su defensa
de la democracia interna dentro del partido lo dejaron marginado del movimiento
chavista. Pero ante la amenaza militar de Estados Unidos en el Caribe, Jaua ha
cerrado filas con Maduro y denunciado la “guerra psicológica” que se libra
contra el presidente. En este momento crítico, afirmó que es necesario
“anteponer la tranquilidad del pueblo a cualquier posicionamiento ideológico,
político o avieso interés”, y añadió: “¡La Patria está primero! ¡Viva
Venezuela!”.
Otras figuras políticas
de larga trayectoria que han respaldado el llamado de Maduro a un diálogo
nacional para enfrentar la amenaza estadounidense —sin pasar por alto las
presuntas prácticas antidemocráticas— incluyen a dirigentes del centro e
incluso del centroderecha del espectro político, entre ellos los ex candidatos
presidenciales Henrique Capriles, Manuel Rosales y Antonio Ecarri.
Otros son izquierdistas
moderados que ocuparon cargos importantes durante el gobierno de Chávez o que
en los años noventa militaron en el partido de izquierda moderada Movimiento al
Socialismo (MAS). Uno de ellos es Enrique Ochoa Antich, quien presentó una
petición firmada por 27 destacadas figuras opositoras moderadas en la que se
afirmaba que “resulta desalentador ver a un sector
extremista de la oposición” respaldando las sanciones y otras acciones de
Estados Unidos. Ochoa Antich propuso un diálogo con representantes del gobierno
“sobre la mejor manera de fomentar la unidad nacional y defender la soberanía”,
añadiendo: “Con los pies en la tierra no voy a pedir que se suprima el partido-Estado.”
Esta postura, que ve a
Maduro como un aliado frente a la injerencia estadounidense, contrasta
marcadamente con la del Partido Comunista de Venezuela (PCV), que se deslindó
del gobierno en 2020 por su orientación proempresarial y por marginar a sectores
de la izquierda. Al mismo tiempo que denuncia la agresión imperialista, el PCV
señala el “carácter autoritario y
antidemocrático del gobierno de Maduro”.
Si bien las críticas del
PCV son materia de debate, la postura de hostilidad irreductible del partido
frente a Maduro debilita los esfuerzos para enfrentar la agresión
estadounidense. De hecho, la posición del PCV —respaldar al gobierno cubano
mientras califica al venezolano de antidemocrático— resulta inconsistente.
En Argentina, Trump
salió en auxilio de la derecha en lo que probablemente termine siendo una
victoria pírrica. En la víspera de las elecciones legislativas de octubre de
2025, ofreció un rescate de 40 mil millones de dólares para la economía
argentina, pero solo a condición de que el partido del presidente
ultraderechista Javier Milei saliera triunfante, que fue precisamente lo que
ocurrió. El chantaje de Trump fue denunciado como tal por figuras políticas que
iban desde dirigentes peronistas vinculados a los gobiernos de la Marea rosada
hasta centristas que habían sido algunos de sus críticos más severos. Facundo
Manes, líder de la centrista Unión Cívica Radical, fue un ejemplo de estos
últimos al declarar que “la extorsión avanza”.
Mientras tanto, en las
calles de Buenos Aires, las pancartas de protesta contra Milei exhibían
consignas antiestadounidenses como “Yankee go
home” y “Milei – Mulo de Trump”, además de la quema de una bandera de Estados
Unidos.
Esta convergencia en
torno a la necesidad de enfrentar las amenazas y acciones de Trump abre una
oportunidad para que los sectores progresistas de todo el continente se unan.
El llamado a esa unidad fue asumido por el Foro de São Paulo, una agrupación
que reúne a más de un centenar de organizaciones de izquierda latinoamericanas
y que Lula ayudó a fundar en 1990. Al inicio del primer gobierno de Trump, en
2017, el Foro elaboró el documento “Consenso de Nuestra América” como respuesta
al neoliberal Consenso de Washington y a la intensificación del
intervencionismo estadounidense en el hemisferio.
Al mismo tiempo que
defendía el pluralismo de los movimientos progresistas y evitaba el término
“socialismo”, el documento de Consenso preveía la elaboración de un conjunto
más concreto de reformas y objetivos. Sin embargo, ese paso esperado nunca se
materializó. Más recientemente, el analista y estratega cubano Roberto Regalado
lamentó que, pese a la urgente necesidad de unidad, “lejos de consolidarse y expandirse,
el ‘Consenso de Nuestra América’ languideció”.
Trump
y la derecha latinoamericana
Gran parte de la derecha
latinoamericana ha apostado su futuro político al presidente Trump. Los
mandatarios de derecha de Argentina, Ecuador y Paraguay se alinean con él, al
igual que Bolsonaro, el candidato presidencial chileno José Antonio Kast y el
expresidente colombiano Álvaro Uribe. En Venezuela, la dirigente opositora de
derecha María Corina Machado dedicó su Premio Nobel de la Paz a Trump.
Leopoldo López,
integrante del mismo sector venezolano derechista que Machado, cofundó en 2022
el Congreso Nacional de la Libertad, una organización dedicada al cambio de
régimen en países que Washington considera adversarios. La iniciativa se
inscribe en la idea de una “Internacional de la Derecha” promovida por el
estratega de Trump, Steve Bannon, entre otros. Bannon fundó en 2016 “The
Movement” para unificar a la derecha europea, pero el proyecto ha sido en gran
medida desdeñado por una parte importante de la derecha de ese continente.
El “internacionalismo”
de la derecha tiene aún menos posibilidades de prosperar en América Latina.
Mientras que en Estados Unidos Trump apela al patriotismo —o a una versión
impostada del mismo— en América Latina el nacionalismo y el apoyo a Trump son
conceptos incompatibles, especialmente frente a los aranceles, la inmigración,
las amenazas de invasión militar y la resurrección de la Doctrina Monroe. En
Venezuela, por ejemplo, la popularidad de Machado ha caído y
su movimiento opositor se ha fracturado como resultado del repudio popular a
las políticas de Trump.
En Estados Unidos, Trump
se dirige a sus seguidores más fanáticos mientras su popularidad sigue en
caída. En América Latina ocurre algo similar, con la diferencia de que su nivel
de aprobación difícilmente podría ser más bajo. Según el Pew Research Center, apenas el 8 por
ciento de los mexicanos tiene “confianza” en Trump.
Trump ha contribuido a
un giro profundo en el panorama político latinoamericano, hoy marcado por una
fuerte polarización y avances significativos de la izquierda. En numerosos
países, las fuerzas progresistas —que durante décadas permanecieron relegadas—
se han convertido en un punto de referencia central, aglutinándose en torno a
las banderas de la soberanía nacional y, en algunos casos, del
antiimperialismo.
En Chile, la Comunista
Jeannette Jara obtuvo un sorprendente 60,5 por ciento de los votos en las
primarias en junio para representar al principal bloque anti-derechista en las
próximas elecciones presidenciales. Pese al tono cauteloso de su discurso, Jara
se dirigió a Washington con firmeza tras la intromisión de Trump en las
elecciones argentinas: “Aquí no van a ingresar militares
estadounidenses. Chile se respeta y su soberanía también”.
En Ecuador, a pesar de
la dura represión, los seguidores del exmandatario Rafael Correa han estado a
punto de ganar las últimas tres elecciones presidenciales. Y en Colombia,
Gustavo Petro ha revitalizado la base de su movimiento mediante contundentes
denuncias de las operaciones militares de EE.UU. y al encabezar, desde octubre,
una campaña para recolectar dos millones de firmas con miras a una asamblea
nacional constituyente.
La polarización suele
aludir a un escenario en el que los extremos de ambos lados del espectro
político alcanzan una posición dominante. Eso no es lo que ocurre actualmente
en América Latina, al menos no en el caso de la izquierda. Más bien, se observa
una convergencia de sectores progresistas de distintos matices, tanto en el
ámbito interno como entre los gobiernos de la «Marea rosada», en su oposición a
Trump y a todo lo que este representa.
El desafío ahora es
traducir esa convergencia en formas organizadas de unidad: frentes amplios a
nivel nacional, así como una mayor articulación en la Comunidad de Estados
Latinoamericanos y Caribeños (CELAC) y otros organismos regionales.
Una versión ligeramente
abreviada de este artículo fue publicada en inglés en Jacobin.
Steve
Ellner es
profesor jubilado de la Universidad de Oriente en Venezuela, donde residió por
más de 40 años. Actualmente es Editor Asociado de Latin American Perspectives.
Es autor de numerosos libros, entre ellos El fenómeno Chávez: sus orígenes y su
impacto hasta 2013 (2014) y La izquierda latinoamericana en el poder:
Cambios y enfrentamientos en el siglo XXI (editor, publicado
por CELARG y el Centro Nacional de Historia, Caracas, 2018). https://www.dropbox.com/s/yxxsdyf0puqxdhg/La%20izquierda%20latinoamericana%20book.pdf?dl=0
Algunas instituciones
europeas, como el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, están, según Fazi,
extralimitándose en sus funciones. La cuestión migratoria se ha convertido,
probablemente por inacción de los gobiernos, en un problema político de primer
orden.
TOPOEXPRESS
¿El TEDH se excede?
El Viejo Topo
16 noviembre,
2025
Durante gran
parte de su existencia, el Convenio Europeo de Derechos Humanos (CEDH) y su
órgano de aplicación, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH), ocuparon
un lugar relativamente poco controvertido en el imaginario europeo y británico,
al que se le atribuyen avances históricos en materia de derechos civiles, desde
la protección de la libertad periodística hasta la igualdad de los
homosexuales. Sin embargo, 75 años después de su fundación, la institución que
en su día se consideraba guardiana de la libertad se ha convertido en algo muy
diferente: un tribunal transnacional que funciona en la práctica como una
autoridad supranacional, reservándose el poder de decidir y redefinir
constantemente lo que se considera un «derecho humano».
En los últimos años,
el Tribunal ha entrado cada vez más en conflicto con los gobiernos elegidos,
sobre todo en cuestiones de migración y deportación. Sus detractores,
especialmente en Gran Bretaña, sostienen que el Convenio se ha expandido mucho
más allá de su ámbito de competencia original, interfiriendo en áreas que
afectan al núcleo de la soberanía democrática: el control de fronteras, la
seguridad nacional y la prerrogativa de los parlamentos de establecer la ley.
Cuando nueve líderes europeos firmaron una carta conjunta en mayo de este año,
cuestionando si el TEDH había sobrepasado su mandato en materia de migración,
el secretario general del Consejo de Europa, Alain Berset, desestimó
rotundamente sus preocupaciones. «Ningún órgano judicial debe estar sujeto a
presiones políticas», declaró. La implicación era clara: el TEDH está por
encima del escrutinio democrático; su autoridad, derivada de principios morales
y no del consentimiento electoral, debe aceptarse sin debate.
Un punto de
inflexión clave se produjo en 2023, cuando el TEDH intervino, mediante la regla
39, para bloquear el llamado «plan Ruanda» del Reino Unido, que enviaría a
determinados solicitantes de asilo y migrantes ilegales a África para su
tramitación. Apenas unas horas antes de la salida del primer vuelo, un único
juez de Estrasburgo dictó una orden judicial de emergencia que lo inmovilizó.
Independientemente de la opinión que se tenga sobre esa política, el episodio
planteó una profunda cuestión constitucional: ¿debe un juez extranjero no
elegido tener el poder de revocar una decisión aprobada por un parlamento
soberano?
El debate no ha
hecho más que intensificarse desde entonces. Tanto los conservadores como el
partido Reform UK de Nigel Farage se han comprometido a retirarse del Convenio.
Incluso Keir Starmer, aunque rechaza la retirada total, ha sugerido que el
Gobierno revisará la forma en que los tribunales británicos interpretan el
derecho internacional de los derechos humanos, incluido el CEDH, en particular
para impedir que los solicitantes de asilo rechazados bloqueen la deportación.
Abandonar el
Convenio no resolvería por sí solo el complejo problema de la migración ilegal.
Pero en toda Europa, los gobiernos elegidos —en Polonia, Italia, Hungría, los
Países Bajos y otros lugares— se han visto a menudo limitados a la hora de
responder a la creciente preocupación pública por este fenómeno, que se ha
convertido en uno de los temas políticos más importantes de nuestro tiempo. Lo
que estamos presenciando no es simplemente una disputa jurídica técnica, sino
un choque entre la democracia y un poder judicial transnacional que se
considera cada vez más una autoridad moral por encima de la política.
El Tribunal
Europeo de Derechos Humanos ha llevado a cabo, durante las últimas dos décadas,
lo que podría describirse
como una «toma de poder silenciosa». A través de una serie de
innovaciones jurídicas y reinterpretaciones doctrinales, el Tribunal ha
ampliado progresivamente su jurisdicción, a menudo más allá de lo que los
Estados miembros acordaron en su momento.
Una de las
doctrinas controvertidas del Tribunal es la de la jurisdicción
extraterritorial, es decir, la idea de que el CEDH se aplica incluso fuera de
las fronteras de un Estado. Este instrumento ha permitido al Tribunal extender
su alcance a territorio extranjero e incluso a aguas internacionales. En el
caso Hirsi Jamaa y otros contra Italia, por ejemplo, el Tribunal
dictaminó en 2012 que Italia no podía interceptar a los migrantes en el
Mediterráneo y devolverlos a Libia, a pesar de que la operación se llevara a
cabo fuera del territorio italiano. El resultado fue la ilegalización de facto
de las «devoluciones en el mar», que son un componente fundamental de la
vigilancia fronteriza. En la práctica, la sentencia significó que los Estados
ya no podían impedir que los inmigrantes ilegales llegaran a sus costas para
solicitar asilo, independientemente del coste operativo o humanitario.
Otro punto
importante se refiere a la doctrina de no devolución, es decir, la prohibición
de devolver a las personas a países en los que puedan sufrir daños graves.
Aunque no se menciona explícitamente en el Convenio, el TEDH ha ampliado este
principio mucho más allá de su intención original en la posguerra. En varios
casos, el Tribunal ha dictaminado que incluso los traslados a otros países de
la UE pueden ser ilegales si las condiciones allí se consideran inadecuadas. También
ha insistido en que cada expulsión debe ser objeto de una «evaluación
individualizada» del riesgo, una pesadilla administrativa que hace
prácticamente imposible las expulsiones masivas. Las consideraciones de
seguridad nacional no tienen prácticamente ningún peso: incluso las personas
consideradas peligrosas no pueden ser expulsadas si pueden sufrir malos tratos
en el extranjero.
Por último,
está el artículo 8 del Convenio, el «derecho al respeto de la vida privada y
familiar». Lo que antes era una protección estrictamente definida del hogar y
la correspondencia, se ha convertido en una disposición general invocada para
impedir la expulsión de delincuentes condenados e inmigrantes ilegales. El
Tribunal ha dictaminado en repetidas ocasiones que las expulsiones deben
detenerse si el delincuente ha establecido una vida familiar en el país de
acogida, por muy precaria que sea. Esto ha dado lugar a una avalancha de casos
en los que delincuentes graves —desde criminales violentos hasta traficantes de
drogas— han recurrido con éxito contra su expulsión basándose en el artículo 8.
Los tabloides británicos han informado con regocijo de casos en los que los
delincuentes han podido evitar la expulsión porque a sus hijos les gustaban
los nuggets de pollo o cuestionaban
su género. Pero detrás de la absurdidad de los tabloides se esconde
una grave realidad constitucional: un tribunal internacional ha asumido la
autoridad de decidir quién puede permanecer dentro de las fronteras de una
nación.
Los defensores
del Tribunal insisten en que este se limita a aplicar los principios que los
propios Estados acordaron respetar. Sin embargo, esto ya no es creíble. El
TEDH, según sus propias declaraciones, ha adoptado la doctrina del Convenio
como un «instrumento vivo», lo que significa que sus disposiciones deben
interpretarse a la luz de las «condiciones actuales». En la práctica, esto da a
los jueces carta blanca para reinterpretar y ampliar el significado de los
derechos de acuerdo con la sensibilidad política contemporánea. Lo que comenzó
como una carta limitada de posguerra se ha convertido en un código moral en
evolución aplicado por una élite no elegida con un poder de veto de facto sobre
la legislación nacional.
Sin embargo, el
TEDH es solo la punta del iceberg. El Tribunal opera dentro de un ecosistema
más amplio de poder judicial y tecnocrático que se extiende mucho más allá de
Estrasburgo. Sus sentencias son citadas por el Tribunal de Justicia de la Unión
Europea, los tribunales supremos nacionales y los organismos internacionales, y
a menudo se transcriben a la legislación nacional. Los jueces nacionales, las
ONG y los grupos de presión de derechos humanos utilizan su jurisprudencia para
influir en la elaboración de políticas. Ha surgido todo un régimen de
gobernanza judicializada, lo que el jurista Ran Hirschl ha denominado juristocracia:
el gobierno de los jueces.
Durante el
último medio siglo, amplios ámbitos de la vida pública que antes se decidían
mediante el debate político —desde la migración y la seguridad hasta la
política macroeconómica— se han transferido de los parlamentos a los
tribunales, los juzgados y las autoridades independientes. Este proceso de
despolitización fue una respuesta deliberada de las élites políticas a la
creciente asertividad de la democracia de masas. A medida que se ampliaba el
derecho al voto a finales del siglo XIX y durante el siglo XX, las clases
dirigentes europeas temían que las mayorías populares utilizaran su nuevo poder
para desafiar el orden económico y social. La solución fue crear controles
institucionales —tribunales constitucionales, bancos centrales independientes y
tratados e instituciones supranacionales— que aislaran áreas clave de la gobernanza
de la contestación democrática.
En las décadas
de la posguerra, este modelo se extendió rápidamente. Alemania, Italia, Francia
y Austria establecieron tribunales constitucionales con poder para derogar
leyes. A nivel internacional, surgieron nuevos organismos, como el TEDH y el
Tribunal de Justicia de la Unión Europea, como guardianes de un orden liberal
que situaba los «derechos» y los mercados por encima de la soberanía popular.
Incluso sistemas al estilo de Westminster, como el británico, acabaron sucumbiendo.
En los años setenta y ochenta, las élites políticas de toda la anglosfera
adoptaron la judicialización como medio para aplicar políticas que, de otro
modo, podrían haber encontrado resistencia por parte de la población.
Entre los
ejemplos se incluyen la creación de organismos monetarios y de fijación de
precios independientes, y el uso extensivo de organizaciones no gubernamentales
cuasi autónomas (quangos) para aplicar políticas al margen del control
parlamentario. La Ley de Derechos Humanos de 1998, que incorporó el Convenio
Europeo de Derechos Humanos a la legislación británica, resume a la perfección
la tendencia a la judicialización. Como observó Hirschl, la «deferencia hacia
el poder judicial» sirvió bien a los intereses de las élites: por ejemplo,
permitió a los gobiernos llevar a cabo controvertidas reformas económicas y
laborales neoliberales, al tiempo que culpaban a jueces no elegidos u
organismos independientes de sus consecuencias.
El resultado es
el sistema en el que vivimos hoy: una «democracia limitada» en la que se
mantienen las formas de representación, pero se ha vaciado de contenido la
esencia de la elección política. La política de inmigración, que antes era
competencia exclusiva de los parlamentos, se ha convertido en dominio de los
jueces que interpretan los «derechos». Las políticas económicas y sociales
están ahora dictadas por tratados internacionales y doctrinas constitucionales.
Criticar al
TEDH no es oponerse a los derechos humanos, sino preguntarse quién los define y
con qué autoridad. Cuando los «derechos» se amplían indefinidamente sin el
consentimiento democrático, dejan de ser instrumentos de libertad y se
convierten en herramientas de control. Mientras tanto, los gobiernos, aunque
nominalmente limitados por dichos tribunales, a menudo acogen con agrado su
interferencia, lo que les permite externalizar decisiones políticamente
costosas a jueces no elegidos —para perseguir o preservar políticas que apoyan
en privado pero que no se atreven a defender— o simplemente evadir la
responsabilidad de problemas que son incapaces de resolver. Por eso las
condenas de los políticos al TEDH, especialmente las procedentes del bando
conservador que traicionó de forma tan espectacular el mandato del Brexit mientras
estaba en el poder, suenan tan huecas.
La opinión
pública británica parece percibir esta contradicción. Aunque muchos ciudadanos
probablemente estarían de acuerdo en que la autoridad del TEDH ha ido demasiado
lejos, las encuestas sugieren que
la mayoría no está a favor de una retirada total del Convenio. Quizás entienden
intuitivamente que abandonar el TEDH solo tendría sentido como parte de un
proyecto más amplio de renovación política: una redemocratización de la
gobernanza que restaure la primacía del parlamento y la soberanía popular. Pero
un proyecto así requeriría una clase política que realmente creyera en la
democracia, algo que escasea tanto en Gran Bretaña como en el resto de Europa.
Fuente: Unherd
Artículo
seleccionado por Carlos Valmaseda para la página Miscelánea de
Salvador López Arnal.
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