La interrupción exasperante de nuestros proyectos
personales
Antón Sánchez-Testas
vientosur
14.04.2020
El estallido de
la guerra en 1914 no fue para Vera Brittain, entonces una joven de 21 años, una
"tragedia superlativa" sino una "interrupción exasperante de sus
planes personales". Así comienza su autobiografía, titulada Testamento
de juventud; publicada en Inglaterra en 1933, se convirtió en un clásico
instantáneo de las letras británicas. Las numerosas adaptaciones al cine, al
teatro y a la televisión muestran que no ha perdido vigencia. Su traducción al
castellano llegó apenas en octubre del año pasado, de la mano de
Periférica&Errata Naturae. Este testimonio de los años de guerra y la
inmediata posguerra por parte de una joven de provincias que, en el seno de una
familia tradicional de clase media acomodada, se esfuerza por eludir el destino
insoportable para ella que el Reino Unido eduardiano todavía reservaba a las
mujeres (criadas, maestras o esposas) entrando a estudiar en Oxford -hasta que,
una vez alcanzado su objetivo, debe abandonarlo inmediatamente por culpa del
inicio de la contienda mundial- se publicó, por tanto, en español solo unos
meses antes del inicio de este nuevo hecho global que es la pandemia del
coronavirus.
Desde que
comenzó la pandemia se ha alertado mucho, y con razón, contra la tentación de
utilizar un marco semántico bélico y militar para referirse a esta coyuntura.
Es innegable que existe cierto abuso de esta retórica, lo cual es indicativo no
solo de una hiperbolización un poco histérica e interesada de la situación sino
también, y en paralelo, de una limitación léxica, política y mediática (de
lenguaje común) para nombrar un reto colectivo. Es cierto que en nuestra
tímida historia como especie, de tribus desperdigadas y bastante confusión
general, los hechos globales más habituales han sido las catástrofes
naturales y los conflictos bélicos, es decir, desastres. A esta pareja
fatal debemos muchas innovaciones técnicas y culturales, que surgen a la
defensiva del mundo (nuestra cultura es un acorazado). Gran parte de la
cultura humana, es fácil reconocerlo sin grandilocuencia, está preñada de este
fatalismo de mamífero amenazado. Si hubo algún momento en nuestro devenir
generacional en el que, de manera colectiva y no individual o gremial, la
humanidad se pone a la ofensiva para conquistar su propia
autodeterminación, éste tuvo como protagonista al movimiento obrero
internacional desde mediados del siglo XIX hasta la actualidad. Que todo esto
suene pomposo no es señal de su superación post irónica sino, más bien, de su
derrota: el cinismo apolítico es la risilla de la esclava tracia, porque esta
claudicación ha consistido en una derrota de la imaginación.
Josep Fontana
explicaba bien en su artículo sobre la Revolución Rusa cómo el cortísimo
periodo en el que se conquistaron algunas reivindicaciones obreras, de forma
endeble, precaria y no geográficamente generalizada, fue un estado sincrónico
de excepción en mitad de una historia habituada a las muertes prematuras, la
miseria y la barbarie. No por el narcisismo hermenéutico del lector, ni por
asumir acríticamente el lenguaje bélico, sino por haber vivido los inicios de
este punto de inflexión, es por lo que puede considerarse un testimonio fundamental
y actualmente relevante el de Vera Brittain. A nivel subjetivo este punto de
inflexión se vive con carácter de rebelión antipatriarcal. Brittain cuenta con
honradez, desparpajo e inteligencia sus esfuerzos por entrar a Oxford; su lucha
contra el modelo facticio, de quimera ornamental, en el que se encorsetaba a
las mujeres de su clase; su papel como enfermera en Londres, Malta y Francia
durante los años más duros de la guerra, en los que perdió no solo sus años tan
anhelados de estudio sino también a su hermano y a, literalmente, todos sus
amigos. Su historia desvela un proceso lento y gradual de autoconciencia; del
fervor patriótico al compromiso pacifista, la lucha feminista y la defensa del
socialismo internacionalista en el seno del Partido Laborista. Su historia es,
en definitiva, una búsqueda de la independencia civil, con el consiguiente
aprendizaje de sus obstáculos.
Este tipo de
historia toma habitualmente el nombre de bildungsroman o historia de
formación. Se dice también normalmente que la novela que inauguró este género
fue Los años de formación de Wilheim Meister de Goethe. Lo esencial de
este tipo de historias consiste en que el conflicto que sirve como motor
narrativo es, ante todo, explícitamente conflictivo, es decir, si se quiere,
dialéctico: la lucha del individuo y su proyecto por hacer (el
despliegue material de su subjetividad) contra las circunstancias ya hechas,
y el descubrimiento progresivo de que, por un lado, su proyecto tiene
mucho ya de circunstancias(está un poco hecho) y, a la vez, de
que las circunstancias pueden ser modificadas por un proyecto(están
un poco por hacer). En resumen: la interdependencia. El impulso
inaugural del protagonista de la bildungsroman lo enuncia el tío del alma
bella de la novela de Goethe como la búsqueda por "determinar las
circunstancias y que estas te determinen lo menos posible" mientras que el
aforismo de clausura, más modesto pero más sabio, aparece al final del
libro en el manifiesto de la sociedad secreta: "el arte es largo, la vida
breve, la experiencia engañosa, el juicio dificultoso y la ocasión fugaz".
¿Cuántas biografías no han estado regidas por el aprovechamiento o la
indiferencia a este mitológica "ocasión fugaz"?
Podría
conjurarse este conflicto en otros términos análogos (aunque no equivalentes)
más accesibles para la autobiografía de Brittain: lo público y lo privado. El
proyecto privado de Brittain, que tanto esfuerzo le había supuesto si
quiera plantear, de estudiar en Oxford y convertirse en escritora (a pesar de
que en su casa los únicos libros eran de contabilidad, nadie había ido a la
universidad y sus amigas encontraban buenos partidos a los dieciocho años) tuvo
que ser aparcado por la irrupción repentina de las circunstancias públicas.
Vera se comprometió con el proyecto común de la guerra, abandonando el
exclusivo college oxfordiano de Somerville, al que, contra todos los
pronósticos, había conseguido entrar en régimen de becada. Tenía veinte años y
como ella misma reconoce al retratarse en ese periodo, estaba ebria de compromiso
patriótico; su ardor militante era proporcional a la magnitud de lo que
sacrificaba para satisfacerlo. Después de la guerra, sin embargo, y como
pacifista y socialista militante, perfectamente consciente de la estafa de la
guerra, discrepa con cierta audacia de algunos escritores coetáneos que
consideraban perniciosos los efectos de la guerra en la población civil más
joven. Ella considera que había en aquel periodo "más heroísmo que
embrutecimiento". Si la guerra solo sacase lo peor del individuo, plantea,
"el objetivo pacifista estaría mucho más cerca de lo que está". Toda
la histeria resultado de la propaganda bélica tenía en la juventud, muchas
veces, "resultados concretos en lo tocante a una paciencia formidable, una
resistencia sobre humana, en la constante reafirmación de un coraje
insólito". Vera Brittain pone de manifiesto algo interesante y
fundamental: la guerra prueba que un proyecto colectivo de grandes dimensiones
no solo es empíricamente ejecutable, sino que suscita en sus protagonistas (podríamos
decir antropológicamente) cierta actitud virtuosa de entrega, capacidad de
autosacrificio y solidaridad. La Primera Guerra Mundial fue, evidentemente, un
proyecto común, pero que respondía a intereses privados. En eso consiste la
gran falacia fetichista del orden establecido: se presentan como de interés
público proyectos de interés privado (como la guerra) y, al mismo tiempo, los
proyectos de interés público (como la supervivencia material de los individuos)
se presentan, en el mundo socialdarwinista del capitalismo salvaje, como
proyectos privados. Comer al día siguiente es el proyecto privado de cada uno,
pero los beneficios de un gran empresario o la construcción absurda de un
mausoleo en honor a un tirano, son proyectos de interés público.
Todo el mundo
tiene derecho a utilizar su vida para realizar un proyecto personal: una
versión democrática del concepto tan prostituido de realización. Pero
para eso es necesario defender que la supervivencia material no es un proyecto
personal, sino un prerrequisito para que cualquier proyecto personal sea
posible. Si la supervivencia personal fuese un proyecto personal, Robinson
Crusoe sería la primera bildungsroman. Por suerte no lo es. Obtener
los medios de reproducción material diaria no es ninguna forma de realización.
Podría decirse un poco esquemáticamente que la literatura en general adopta dos
vías narrativas: una historia normal que protagoniza una persona
especial o una historia especial que protagoniza una persona
normal. Las novelas más políticas suelen ser las segundas: cuando las
circunstancias irrumpen en la vida privada de un Bilbo Bolson cualquiera. Ahora
que las circunstancias han irrumpido en la paz aparentede nuestra
sociedad civil, un espacio en el que cada uno realiza su proyecto personal, y
nos hemos visto interrumpir nuestras vidas, se dan de nuevo las circunstancias,
acentuadas hasta lo esquemático, del conflicto en el que consiste una
biografía. Como dijimos antes, hay situaciones públicas que irrumpen(la
mayoría) y situaciones públicas que emprendemos. La que nos ha tocado,
como la que tocó a Vera Brittain, es una de las primeras, la más antigua, la de
los desastres. Nuestra capacidad organizativa para defendernos de ella es
prueba de que también son posibles las segundas, las que emprendemos
colectivamente. Por ello es importante escoger bien las causas comunes, para
que sean comunes de verdad, y racionalmente es posible pensar que la más
importante es una, de carácter, en sentido kantiano, trascendental: garantizar
la supervivencia material de todo el mundo y, con ello, la posibilidad de
proyectos personales. Algo que nos salve de ser, como decía un viejo poeta,
algo más que hortalizas de las eras.
Antón
Sánchez-Testas es graduado en Filosofía
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