VIEJA Y NUEVA
POLÍTICA. CONFERENCIA DE JOSÉ ORTEGA Y GASSET, MAYO DE 1914, TEATRO DE LA
COMEDIA (MADRID)
6/8
Sociología
Crítica
30.05.2015
Ortega, aquel 24 de mayo de 1914 en el Teatro de la
Comedia
Las formas de gobierno
(9)
Esto nos lleva
a una de las cuestiones más graves del momento, sobre la que es forzoso tomar
una postura digna, seria, evidente, inequívoca; la cuestión de las formas de
gobierno.
No vamos a
ocultar nuestra gran simpatía por un movimiento reciente que ha puesto a muchos
republicanos españoles en ruta hacia la Monarquía. Sin embargo, la mayor parte
de los que hasta ahora componen la Liga de Educación Política no hemos sido
nunca republicanos, o lo hemos sido, como muchos compatriotas nuestros,
pasajeramente, en una hora de mal humor. Con esto quiero decir que la cuestión
de Monarquía no puede significar para nosotros lo mismo que para aquellos que
van lanzados en un viaje siempre azaroso hacia ella. En un país donde las masas
están pervertidas por esos simplismos de los gritadores a que antes me refería,
harto tienen los que hacen la evolución con decir que van de la República a la
Monarquía. Pero en esto hay un inconveniente: porque vienen de una república
que es la lunática república de la Restauración, y al anunciar su proximidad a
la Monarquía, las gentes literalmente entienden por Monarquía lo que ha
significado esta palabra en la Restauración, y tienen razón a resistirse, y los
que evolucionan tendrán fatalmente que retroceder con gran violencia, si ser
monárquico va a seguir significando lo que ha significado hasta aquí.
Esto requiere,
por consiguiente, una extremada precisión, es algo en que, por fuerza, ha de
quedar claro el campo.
Aun cuando
acepte la intención con que las palabras éstas han sido frecuentemente dichas,
no puedo aceptar la forma, no puedo aceptar los términos, según los cuales se
dice que las formas de gobierno son accidentales.
¿Qué se quiere
declarar con su accidentalidad? Sin duda se quiere decir que hay en nuestra
conciencia política ciertas ideas a las cuales sentimos indisolublemente
adscrito el eje moral de nuestra persona, y, en cambio, otras de las cuales,
con más o menos facilidad, podríamos prescindir. Y , efectivamente, si somos
leales con nosotros, las formas de gobierno nos aparecerán como de aquellas
cosas de que en algún caso podríamos prescindir o que podríamos trasmudar la
una por la otra. Pero ¿cuáles son las imprescindibles? ¿Cuáles son las que van
atadas a ese fondo inalienable de nuestra conciencia política?
No es
ciertamente la Monarquía, no es ciertamente la República. Las extremas
izquierdas de todo el mundo, hoy los sindicalistas, con quien en cierto sentido
simpatizamos, consideran a la República cosa tan reaccionaria como la Monarquía
y piden un Estado espontáneo, difuso, sin poder gubernativo. Pero también los
radicales de muchos países combaten el régimen parlamentario y el sufragio
universal por juzgarlos antidemocráticos.
De suerte que,
en resolución, lo único que queda como inmutable e imprescindible son los
ideales genéricos, eternos, de la democracia; y todo lo demás, todo lo que sea
medio para realizar y dar eficacia en cada momento a esos ideales democráticos
es transitorio.
Estos medios
reales y transitorios para cumplir los ideales, los fines políticos, son los
que se llaman instituciones; no conviene, pues, decir especialmente que las
formas de gobierno son accidentales, porque toda institución lo es; toda
institución es un mero instrumento que, a fuer de tal, sólo puede ser
justificado por su eficacia. Abandonamos, pues, esta terminología escolástica
en que se nos habla de lo accidental y de lo sustancial; es menester que
traigamos la cuestión a su terreno propio, que es el de los medios y fines; los
medios, es decir, las instituciones, y los fines, es decir, la justicia humana
y la plenitud vital de la sociedad.
Puesto el tema
en este campo, que es el suyo, ¿cómo puede decirse que la institución máxima,
de la que depende la buena marcha de todas las demás, es cosa de menor cuantía?
No, esto quiere decir que se simpatiza con instituciones evanescentes y
evaporadas, cuya única misión es ésta, siendo así que quien tiene una noción y
un deseo de la política como de algo plenamente vivo en todos sus actos y
órganos, no puede lealmente pedir estas instituciones holgazanas.
Esto nos huele
demasiado a siglo XIX, que es para nosotros tan pasado como el X.
Bien está que
los republicanos de la Restauración, contaminados por la política abstracta,
irreal, de esta época; hombres que no sentían con la misma fe y con la misma
fuerza que el imperativo de la justicia el imperativo de la eficacia, creyeran
encontrar en no sé qué razones de no sé qué teorías motivos para decidirse por
una de estas formas de gobierno. Para nosotros, el problema de toda institución
nace y muere dentro de la órbita experimental de la historia. No entendemos,
pues, qué puede quererse decir con que la República es mejor en teoría; no hay
más teoría que una teoría de una práctica, y una teoría que no es esto, no es
teoría, sino simplemente una inepcia.
Se trata de
estructurar la vida española, se trata de obrar enérgicamente sobre esos
últimos restos de vitalidad nacional. Para esto, nosotros empezamos a trabajar
en la España que encontramos. Somos monárquicos, no tanto porque hagamos
hincapié en serlo, sino porque ella — España — lo es. No vemos en la
Restauración el fracaso de la Monarquía, sino también el de los republicanos.
Convencidos de
que a nadie en particular, sino a todos en general, correspondió el fracaso,
esperamos de la Monarquía, en lo sucesivo, no sólo que haga posible el derecho
y que se recluya dentro de la Constitución, sino mucho más: que haga posible el
aumento de la vitalidad nacional. No somos, pues, monárquicos porque dejemos de
ser republicanos; no somos, no podemos ser, no entendemos que se pueda ser
definitivamente lo uno ni lo otro. En esta materia no es decorosa al siglo XX
otra postura que la experimental.
Como Renán
decía que una nación es un plebiscito de todos los días, así la Monarquía tiene
que justificar cada día su legitimidad, no sólo negativamente, cuidando de no
faltar al derecho, sino positivamente, impulsando la vida nacional. Pues por
encima de la corrección jurídica piden los pueblos a sus instituciones una
imponderable justificación de su fecundidad histórica, y si no la dan, un día
antes o un día después, las instituciones son tronchadas. Mas para esto es
preciso que él pueblo vea bien claro que quien no ha cumplido es esa institución,
y para esto hace falta que vea a sus hombres mejores, a aquellos en quienes más
confía, trabajar dentro de ella.
En España,
señores, mientras no hubo republicanos hubo revoluciones; desde que hay
republicanos no hay revoluciones. Esa actividad republicana enorme, ubicua,
verdaderamente incansable durante cuarenta años, ha consistido en una
abundantísima producción oral, y con ser tan tenues, tan leves los cuerpos de
las palabras, han sido tantas las pronunciadas por los republicanos, que se han
condensado en un recio muro, puesto en torno a la Monarquía, a la Monarquía
tradicional, a la Monarquía lealista y extranacional, de tal manera que la
defensa más poderosa que hasta ahora ha tenido la Monarquía ha sido esa muralla
china de la oratoria republicana.
Señores:
conviene que Monarquía y República dejen de ser dos convenciones sin tránsito
fácil y vivo de la una a la otra; que no sea el declararse monárquico o
republicano algo que, como el nacimiento o la muerte, no se puede hacer más que
una sola vez en la vida. Nada viviente manifiesta estas rigideces; son propias
sólo de los esquemas.
La Monarquía,
en tanto, puede, si quiere, hacerse solidaria de las esperanzas españolas y
entretejerse hondamente con ellas; mas para esto es preciso, repito, que ser
monárquico signifique otra cosa de lo que significó para los dos partidos
restauradores.
Hay un momento
famoso, en el año 1878, en que Cánovas, habiendo oprimido oratoriamente a
Sagasta para que pronunciara la palabra fatal, la que le ligaba por siempre al
convencionalismo de la Restauración, tuvo la satisfacción de oír que Sagasta la
pronunciaba, y entonces, recogiéndola y remachándola, pronunció estas otras,
verdaderamente interesantes:
«La lealtad,
cuando se trata de Monarquía y cuando la frase se completa llamándola lealtad
monárquica —no la lealtad de las relaciones particulares—, tiene un sentido
histórico, y este sentido histórico es estar con la Monarquía sin condiciones,
de todas maneras, bien o mal, como la Monarquía se conduzca, de todas suertes
apegado a ella[1]. Este es el sentido histórico de la frase; esto es lo que
hasta aquí se ha llamado lealtad monárquica; por lo cual tampoco el señor
ministro de la Gobernación (Romero Robledo) ha dudado ni por un instante de la
lealtad del partido constitucional».[Así en el Diario de las Sesiones]
…El cual era el
partido liberal de la Restauración.
Sin embargo, no
creáis que esto ha pasado por completo. Si no en fórmula tan extrema ni tan
solemne, yo tengo aquí unas palabras del señor Maura en 1907, donde viene a
decir lo mismo: «Así como una mujer, para elevar sus plegarias a la Virgen,
necesita de una imagen para formarse una idea de ella, así la idea de la Patria
no está concebida sin el Rey».
Si se quiere
una fórmula, tal vez ruda, pero la única que juzgamos digna y seria y
patriótica, para expresar nuestra posición, diríamos que vamos a actuar en la
política como monárquicos sin leaüsmo. La Monarquía es una institución y no
puede pedirnos que adscribamos a ella el fondo inalienable, el eje moral de
nuestra conciencia política. Sobre la Monarquía hay, por lo menos, dos cosas:
la justicia y España. Necesario es nacionalizar la Monarquía.
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