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Los firmantes son Alberto Garzón, Pedro Montes, Héctor Illueca, Francisco Álvarez Molina, Lourdes Benería, Francisco Javier Braña Pino, Cristina Carrasco, Agusti Colom, Fernando Esteve Mora, Miren Etxezarreta, Ramón Franquesa, Alberto Garzón, Antonio González González, Adoración Guamán, Héctor Illueca, Juan López Gandía, Juan Francisco Martín Seco, José Luis Monereo, Pedro Montes, Rafael Muñoz de Bustillo, Vicenç Navarro, Juan Torres, Carlos Ochando, Albert Recio, Julio Rodríguez y Amat Sánchez.
Los firmantes son Alberto Garzón, Pedro Montes, Héctor Illueca, Francisco Álvarez Molina, Lourdes Benería, Francisco Javier Braña Pino, Cristina Carrasco, Agusti Colom, Fernando Esteve Mora, Miren Etxezarreta, Ramón Franquesa, Alberto Garzón, Antonio González González, Adoración Guamán, Héctor Illueca, Juan López Gandía, Juan Francisco Martín Seco, José Luis Monereo, Pedro Montes, Rafael Muñoz de Bustillo, Vicenç Navarro, Juan Torres, Carlos Ochando, Albert Recio, Julio Rodríguez y Amat Sánchez.
Tercerainformación
29/09/2013
En defensa del sistema público de pensiones
29/09/2013
En defensa del sistema público de pensiones
EL SISTEMA ESPAÑOL NO ES GENEROSO
El tema de las pensiones lleva ya muchos años acumulando tras de sí todo tipo de falacias y sofismas. Una de las más importantes quizá sea la afirmación de la OCDE y de otros organismos internacionales acerca de que las pensiones en España son muy generosas. Cosa curiosa, porque para generosidad la que estos organismos tienen con sus funcionarios. Trabajar unos pocos años en cualquiera de ellos garantiza una generosa pensión que ya quisieran para sí los trabajadores con mejor cualificación de nuestro país.
Esa versión alejada de la realidad de las pensiones españolas proviene de unos planteamientos que no se corresponden con los datos, Además, las comparaciones internacionales resultan muy complicadas en estos casos. Parten de la siguiente pregunta: ¿qué pensión le correspondería en relación con su último salario a un trabajador que hubiese cotizado el número mínimo de años para percibir la pensión máxima (en España, más de 35) y se jubilase a la edad legal (en nuestro país, 65 años, por ahora)? Este porcentaje, que se sitúa en España por encima del 90%, es superior al de muchos países de la Unión Europea, pero paradójicamente no a los de Portugal y Grecia. Por tanto, según este indicador, los países con menos ingresos de la Unión son los más generosos con sus jubilados.
En realidad, se trata de todo lo contrario, porque el indicador anterior es un porcentaje teórico que pasa por alto muchos factores: la dinámica del mercado de trabajo, la penalización de la jubilación anticipada, topes máximos, salario mínimo, bases sobre las que cotizan determinados regímenes, pensiones mínimas, sistema fiscal, etc. La tasa real en nuestro país está muy alejada de ese porcentaje. En vez del 90%, la cifra que se obtiene computando todos los factores, no alcanza siquiera el 60% del salario medio. En 2011, la media de las nuevas pensiones de jubilación ascendió a 1.200 euros mensuales, mientras que el salario medio bruto para el cuarto trimestre de ese año fue de 2.020 euros. El 20% de las pensiones contributivas y la totalidad de las no contributivas están por debajo del umbral de pobreza. En 2011, la cuantía de la pensión media de jubilación ascendió a 915 euros, y el 72% de los jubilados cobran en la actualidad menos de 1.100 euros mensuales (el 49% no sobrepasa los 700 euros).
SE PRETENDE FAVORECER LOS FONDOS PRIVADOS DE PENSIONES
Existen sospechas bien fundadas de que las múltiples campañas realizadas para sembrar dudas acerca de la viabilidad de las pensiones públicas tienen también como finalidad potenciar los fondos privados de pensiones. De ahí que en todas las reformas se plantee la necesidad de completar las pensiones públicas con pensiones privadas. Lo primero a considerar es lo incorrecto y cómo induce a engaño la denominación “pensiones” aplicadas a los fondos, al menos tal como se instrumentan en España, donde las aportaciones las realizan solo los particulares y no las empresas. De hecho, la única alternativa que se propone a las pensiones públicas es que cada persona de forma individual ahorre para la vejez. Pero para ese viaje no hacían falta tales alforjas. Si es así, lo que resulta aún más indignante es que pretendan decirnos en qué inversiones tiene que materializarse nuestro ahorro. ¿Por qué en fondos y no directamente en bolsa o en vivienda o en obras de arte o en cualquier otro activo? Los fondos de pensiones no son más que una forma de ahorrar y no precisamente de las más ventajosas para el inversor. Habrá que cuestionarse el motivo de incentivar un sistema de ahorro (los fondos de pensiones) en detrimento de otros.
Supeditar la solución de la contingencia de vejez a la cantidad de ahorro que cada individuo haya podido acumular a lo largo de su vida activa es condenar a la pobreza en su ancianidad a la gran mayoría de la población. Es bien sabido que el 60% de los ciudadanos carecen de capacidad de ahorro (no llegan a final de mes) y otro 30%, si ahorra, lo hace en una cuantía a todas luces insuficiente para garantizar el mínimo vital en la jubilación.
Los mal llamados fondos de pensiones solo benefician a las entidades financieras depositarias de las inversiones y que controlan a las gestoras. De hecho, dejarían de existir tan pronto como desapareciese la desgravación fiscal, tal como se encargaron de difundir sus propios defensores cuando se expandió el rumor de que iban a perder los beneficios fiscales. ¿Pero cuál es entonces la razón de ser de un producto financiero que sin desgravación fiscal nadie -ni ricos ni pobres- estaría dispuesto a demandar? Para el participante carecen de todo aliciente: ausencia de liquidez, carencia de control de la inversión, pago de importantes comisiones, etc. Pero, precisamente lo que son rémoras para el cliente, se convierten en ventajas para las entidades financieras: fondos cautivos que manejan a su antojo a través de las gestoras y que les dotan de enorme poder económico, a la vez que les permiten apropiarse mediante distintas comisiones de la casi totalidad de la rentabilidad que tales recursos puedan generar.
CAPITALIZACIÓN O REPARTO
Los propagandistas de los fondos de pensiones cantan las excelencias del sistema de capitalización sobre el de reparto, identificando el primero con el privado y el segundo con el público. En realidad, cuando se trata de un sistema público la distinción entre capitalización y reparto es más teórica que real. Si por una parte puede suponerse que las pensiones de los pasivos se financian con las cotizaciones de los activos -estaríamos entonces en un sistema de reparto- también puede suponerse, y esto sería más exacto, que en función de la unidad de caja del Estado todos los ingresos, incluidos impuestos y cotizaciones sociales, financian todos los gastos, también los de Seguridad Social.
Si esto es así, el sistema actual, al que llamamos de reparto, se convertiría en un sistema de capitalización. Podemos suponer que los recursos aportados hoy por las cotizaciones serían un préstamo que los trabajadores actualmente activos realizan al Estado y que este dedicará a financiar la inversión social y pública, desde la educación a la sanidad, pasando por carreteras, comunicaciones, tecnología, empresas públicas, etc. Dicho préstamo al Estado se devolverá junto con los intereses a los cotizantes de hoy en forma de pensiones. Del mismo modo, las prestaciones sociales que actualmente se pagan son el retorno a los jubilados de lo que cotizaron (préstamo al Estado) en el pasado. Que la distinción es más teórica que real se percibe con claridad en el hecho de que muchos fondos privados de pensiones terminan invirtiéndose en deuda pública, es decir, prestando al Estado. Lo que está en juego, por tanto, es la intermediación de las entidades financieras.
La argumentación anterior hace que carezca de sentido el reproche al sistema público de pensiones de que genera una situación intergeneracional injusta, ya que obliga a las generaciones futuras a mantener a un mayor número de pensionistas. Las cotizaciones y los impuestos de esos jubilados han hecho posible mediante la educación, las infraestructuras, la investigación, etc., que la productividad en una serie de años se haya multiplicado y que el trabajo de los activos de ahora y del futuro produzca mucho más y que la renta per cápita sea también mayor.
No obstante, todo lo hasta aquí afirmado responde a la óptica macroeconómica, analizando los efectos globales o a partir del análisis de la prestación promedio. Mas el punto de vista cambia cuando se trata de la conveniencia de un determinado particular, entonces sí puede haber una distinción radical y fundamental entre el sistema público y el privado. En el segundo, no se da ninguna redistribución de rentas. Existe una correspondencia unívoca entre cada prestación y la correspondiente cotización individual. Las diferencias que se pueden generar en el sistema privado son muy superiores a las de un sistema público, hasta el extremo de que para muchos colectivos los planes de pensiones son prácticamente inaplicables, teniendo que hacerse cargo el sector público en último término de las prestaciones.
CAMBIO EN LA DISTRIBUCIÓN DE LA RENTA
El pacto de Toledo tuvo al menos un efecto positivo que es el que ahora se intenta desterrar: el compromiso de las distintas fuerzas políticas acerca de que las pensiones se actualizarían anualmente de acuerdo con el incremento del índice de precios al consumo. La medida parecía justa y lógica. Justa porque así lo proclama nuestra Constitución y lógica porque con la inflación también se incrementan y a veces más que proporcionalmente los ingresos del Estado. Hay una afirmación que debería ser de común aceptación: mientras que la renta por habitante de una población se mantenga constante o crezca, ningún miembro de ella, bien sea pensionista, funcionario, escritor o bombero, tiene por qué ver empeorada su situación en cuanto a ingresos. La no actualización de las pensiones conduce a que los jubilados vean que su pensión se reduce año a año. El planteamiento de los expertos del Gobierno consiste en utilizar la inflación, aprovechando la ilusión monetaria, para reducir progresivamente las pensiones, de manera que se cierre el desfase existente por otras causas entre las cotizaciones y las prestaciones.
Si en un periodo determinado de tiempo las pensiones suben por término medio menos que lo que lo ha hecho la renta per cápita es porque otras rentas, bien sean las salariales, las de capital o las empresariales, lo hacen en un porcentaje mayor, es decir, se modifica la redistribución de la renta en contra de los pensionistas; ni que decir tiene que este efecto es mucho mayor cuando se pretende que ni siquiera mantengan el poder adquisitivo. Los expertos del Gobierno hablan de un factor de equidad intergeneracional, pero lo cierto es que todas las recomendaciones que ofrecen en su informe tienden a romper tal equidad, condenando a los pensionistas a un empobrecimiento progresivo en favor de otras rentas y es bastante lógico suponer que estas serán las de capital.
No es la pirámide de población, ni el incremento de la esperanza de vida lo que amenaza la sostenibilidad de las pensiones, sino la insuficiencia de nuestro sistema fiscal, presa del fraude y de las continuas reformas regresivas acometidas por los distintos gobiernos. El riesgo viene de una ideología liberal que contempla con satisfacción que la presión fiscal de España sea la más baja de la Europa de los quince (32,4%), inferior incluso a Grecia (34,9) y a Portugal (36,1), trece puntos de diferencia con Francia, y de diez y de ocho con Italia y Alemania, respectivamente (Eurostat), y de unos políticos que prefieren recortar las pensiones a los jubilados antes que acometer en serio la reforma fiscal. Esta sí que tendría que ser la primera y principal reforma que habría de llevarse a cabo.
ASEGURAR LAS PENSIONES PÚBLICAS ES TAREA DE TODO EL SISTEMA FISCAL
Asegurar pensiones públicas que permitan mantener un nivel de vida digno es una cuestión de la máxima importancia social y política. Los principios que deben regir la gestión de este derecho de la ciudadanía se encuentran en los textos fundamentales de nuestro ordenamiento jurídico. Ya hemos mencionado el artículo 50 de la Constitución, que garantiza a todos los ciudadanos de la tercera edad pensiones adecuadas y actualizadas periódicamente. En consecuencia, y como ya se ha argumentado anteriormente, en épocas de déficit de la Seguridad Social ese derecho debe ser sufragado a cargo de los Presupuestos Generales del Estado. Ese esfuerzo no debería ser ningún problema, si se aplicara el principio de progresividad, establecido en el artículo 31 de la Constitución, y si las principales empresas del país y las grandes fortunas pagaran las cantidades que en justicia les corresponden y en estos momentos eluden. No se trata de confiscar el dinero de nadie: una contribución similar a la de sus equivalentes en otros países europeos -Estados social y democráticamente más avanzados- sería suficiente.
Para todos los que luchamos por la democracia y la justicia social, el máximo referente normativo no puede ser otro que la Declaración Universal de Derechos Humanos. Su memorable artículo 25 hace una mención expresa a la tercera edad, en relación al derecho a un nivel de vida adecuado y al bienestar, derecho que todo ser humano posee. Es más, el artículo 22 establece que “toda persona, como miembro de la sociedad, tiene derecho a la seguridad social”.
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