Las sanciones no han
logrado doblegar a Putin, y Occidente se está quedando sin misiles ni balas.
Jeremy Stern da cuenta, desde un punto de vista occidental y atlantista, de
cómo las cosas no están saliendo como los socios de la OTAN hubieran querido.
Un devastador momento de claridad en Ucrania
El Viejo Topo
9 marzo, 2023
Viendo a Volodymyr Zelensky luchar contra las lágrimas mientras se dirigía a sus soldados en la Plaza de Santa Sofía de Kiev el viernes pasado, era difícil no pensar en dos de los comentarios más comunes del año pasado. El primero es que, en su determinación de eliminar Ucrania como concepto nacional, Vladimir Putin ha hecho más que ningún otro hombre en la historia para consolidar el sentimiento nacional ucraniano. El segundo es que, en su intento de demostrar la decadencia de Occidente, Putin ha insuflado más vida a la alianza occidental de la que ha tenido desde el final de la Guerra Fría.
Es cierto que Occidente, con el apoyo de la opinión oficial, pública y de las élites, ha formado un frente unido para defender los principios de integridad territorial y soberanía nacional en Europa. Lo hemos hecho al tiempo que hacíamos grandes sacrificios económicos propios y caminábamos por la cuerda floja de evitar la confrontación directa con Rusia incluso mientras ayudábamos a Ucrania a construir el ejército de tierra más formidable de Europa. Por tanto, se puede perdonar al votante medio estadounidense o europeo si cree que la guerra ha fortalecido en vez de debilitar la idea de Occidente, del mismo modo que ha fortalecido en vez de debilitar la idea de una Ucrania libre e independiente.
Pero esta perogrullada, que se repite tanto en Estados Unidos como en Europa,
es al menos un tanto ilusoria. En realidad, la guerra ha revelado que la
posición de Occidente es más contingente y aislada de lo que pensábamos,
mientras que las perspectivas de libertad de Ucrania pueden descansar sobre un
conjunto de promesas y expectativas que Occidente no está dispuesto a cumplir.
Pocas cosas reflejan mejor la fragilidad de la alianza occidental que la
discreta cuestión de los tanques. Durante meses, el canciller alemán Olaf
Scholz fue considerado el único obstáculo para proporcionar a Ucrania dos
batallones de carros de combate Leopard 2 de fabricación alemana, que se
mantienen en arsenales por toda Europa. Scholz alegó que simplemente buscaba
garantías de que un paquete de carros de combate para Ucrania sería visto como
una iniciativa occidental y no alemana; sus críticos, incluido el autor,
sospechaban que en realidad sólo buscaba adelantarse a una victoria ucraniana
para proteger las relaciones alemanas con Rusia. Scholz finalmente cedió a
finales de enero bajo la presión de los aliados de la OTAN y de sus socios de
coalición en el gobierno alemán, y tras obtener el compromiso de la administración
Biden de enviar sus propios tanques M1 Abrams.
Sin embargo, pocas semanas después, la coalición de tanques empezó a
deshacerse. Portugal anunció que enviaría tres carros, España seis y Noruega
ocho. Pero Holanda, que se había comprometido a enviar 18 tanques, revisó
repentinamente su oferta a cero. Lo mismo ocurre con Dinamarca, que no ofrecerá
ninguno de sus 44 Leopard 2 a Ucrania. Grecia, que posee más carros de combate
que cualquier otro país excepto Alemania, también ha declinado participar. Suecia
señaló que no proporcionaría ningún carro de combate a Ucrania hasta que se
convirtiera en miembro de la OTAN, un proceso que podría durar más que la
guerra. Finlandia suministrará tres vehículos Leopard para la limpieza de
minas, pero no tanques. El esfuerzo por reunir dos pequeños batallones –sólo 62
carros Leopard 2 de un inventario europeo de 2.000– estuvo a punto de fracasar,
dejando a Alemania (y Polonia) en la estacada.
Algunos de los daños se han revertido desde entonces – Suecia ha ofrecido
«hasta 10» tanques, España podría añadir cuatro más a finales de este año, y los
holandeses y daneses suministrarán ahora Leopard 1 de 40 años de antigüedad
para finales de año– pero sólo después de la furiosa actividad de Berlín, que
aumentó su propio compromiso para completar un batallón de Leopard 2 de modelo
avanzado. La coalición de carros de combate parece ahora una empresa «alemana»,
precisamente la situación que Scholz había dicho que necesitaba evitar.
Las consecuencias políticas del fiasco de los carros de combate no deben
pasarse por alto. Un gran porcentaje de los votantes alemanes ya se oponen por
principio al suministro de armas a Ucrania; ahora, los medios de comunicación y
los líderes de opinión pública alemanes tendrán dificultades para quejarse de
la política visceral de vacilación y reticencia de Scholz, que Europa Occidental
y del Norte han revelado como justificada. El episodio de los tanques
debilitará asimismo la posición de los alemanes a favor de más ayuda militar,
como aviones de combate y misiles de largo alcance, lo que significa que esas
peticiones podrían tener que abrirse camino a través de Europa occidental,
septentrional y meridional sin el respaldo decisivo de Berlín. Los socios de
coalición más belicistas de Scholz, los Verdes y el Partido Democrático Libre,
se han visto perjudicados, y las fuerzas que se oponen a la OTAN y a un mayor
gasto en defensa se han reforzado. Estados Unidos y Europa siguen más unidos en
Ucrania de lo que nunca estuvieron en Serbia o Irak, pero hay motivos para
preocuparse por el futuro y el valor de la solidaridad occidental.
Los vientos
cruzados políticos que azotan ahora a los partidarios alemanes de Ucrania
sugieren que la carga de la provisión de armas en 2023 y más allá probablemente
recaerá aún más sobre Estados Unidos, cuyas contribuciones al esfuerzo bélico
de Ucrania ya empequeñecen las de los otros 30 principales países donantes
juntos: Entre el 24 de enero de 2022 y el 22 de enero de 2023, Estados Unidos
comprometió 47.000 millones de dólares en ayuda militar a Ucrania, frente a los
5.800 millones de Gran Bretaña, los 2.600 millones de Polonia, los 2.500
millones de Alemania y los irrisorios 700 millones de Francia. (Si se
contabilizan todos los compromisos bilaterales como porcentaje del PIB,
incluidos los costes de asentamiento de refugiados, Polonia, los países bálticos
y la República Checa son los que más han aportado).
Las limitaciones físicas para que esta tendencia continúe mucho más allá son
evidentes: como se desprende de un reciente ensayo de Niall Ferguson en Bloomberg y
de una entrevista del New Yorker con el historiador Stephen
Kotkin, Ucrania está utilizando cada día mucha más munición, artillería,
cohetes y misiles de los que la base industrial de defensa de Estados Unidos es
capaz de reponer, por no hablar de reservar existencias para posibles conflictos
en el estrecho de Taiwán o en Oriente Próximo. El Pentágono ha ordenado una
revisión de los arsenales de armas estadounidenses, y es probable que se
asignen nuevas partidas presupuestarias para aumentar la producción. Pero no
está claro que Estados Unidos pueda librarse de las consecuencias de un frenesí
de deslocalización industrial de 20 años en un plazo de tiempo relevante para
las necesidades militares de Ucrania.
Quizá los límites políticos sean aún más severos que los físicos. Por ahora,
los rumores sobre la disminución del apoyo del Partido Republicano a Ucrania
son en su mayoría exagerados: una reciente resolución de la Cámara de
Representantes pidiendo el fin de la ayuda militar y financiera a Ucrania
obtuvo el apoyo de sólo el 5% de la bancada del Partido Republicano. Pero el
escenario está claramente preparado para la lucha. A medida que la Reserva
Federal endurece su política para reducir la inflación, una recesión real o
percibida en Estados Unidos puede no estar lejos, incluso cuando Ucrania –que
ya está luchando contra una inflación del 30%, una devaluación de la moneda de
alrededor del 70% y quemando sus reservas de divisas– se vuelve más desesperada
por un chaleco salvavidas financiero.
Según encuestas recientes, entre marzo de 2022 y enero de 2023, el porcentaje
de votantes republicanos favorables a la ayuda militar a Ucrania cayó del 80% a
menos del 50%. Independientemente del apoyo férreo de los líderes republicanos
del Congreso y de los condenados aspirantes presidenciales del GOP como Nikki
Haley, Mike Pence y Mike Pompeo, cada dólar adicional de ayuda estadounidense a
Ucrania juega a favor de Donald Trump y Ron DeSantis, quienes probablemente
argumentarán, con una probabilidad de éxito totalmente predecible, que el apoyo
fiscal que podría haber ido a las familias estadounidenses pobres y de clase
trabajadora va en su lugar a Europa del Este.
No importa que el gasto militar estadounidense en Ucrania como porcentaje del
PIB haya sido sólo un tercio de lo que gastamos en un año medio en Irak, y un
tercio del gasto anual en Vietnam. Ni Joe Biden ni ningún otro demócrata quiere
entrar en 2024 contra DeSantis o Trump como el candidato del apoyo fiscal
indefinido a Ucrania, especialmente a medida que disminuyen las esperanzas de
que alguna vez haya un final para esta guerra que parezca y sepa a victoria
real.
Hasta aquí las armas y la política. Pero, ¿qué hay del régimen de sanciones
occidentales sin precedentes? Nuestra estrategia económica desde hace un año ha
sido acelerar el fin de la guerra negando a Rusia los medios para seguir
financiándola, o avivando la agitación interna en Rusia lo suficiente como para
que Vladimir Putin se sienta obligado a negociar un acuerdo. ¿Ha funcionado,
aunque fuera sólo en parte?
Si echamos la vista atrás a un año de guerra, la realidad es que las sanciones
han funcionado como medio de castigo, pero no como medio de victoria o incluso
de acelerar el fin del derramamiento de sangre. Tal vez incluso más que los
retos que plantean la continuidad de la ayuda militar, la gestión de las
alianzas y la política interna, las deficiencias del régimen de sanciones
auguran problemas.
Consideremos que, el año pasado, el FMI predijo que el PIB ruso se contraería
un 8,5% en 2022 y un 2,3% en 2023; por su parte, la Casa Blanca preveía un
descenso interanual del PIB ruso del 15%. El mes pasado, el FMI revisó su
estimación de crecimiento para Rusia al 0,3% para 2023 y al 2,1% en 2024, por
encima de la zona euro y el Reino Unido.
¿Qué ha ocurrido? Durante los primeros ocho meses de la guerra, gracias a un aumento del 250% en los precios de los hidrocarburos combinado con un retraso inevitable en el cierre de las importaciones, las sanciones occidentales en realidad aumentaron los ingresos rusos procedentes de las exportaciones a la Unión Europea. Las sanciones sólo empezaron a infligir daños significativos al Kremlin a finales de 2022, tras lo cual el Ministerio de Finanzas ruso informó de un déficit presupuestario de casi 25.000 millones de dólares en enero, y de un descenso global de los ingresos del 35%. Mientras tanto, sin embargo, Rusia se las arregló para explotar los mercados de comercio gris y negro en Oriente Próximo, África y Asia, al tiempo que seguía vendiendo petróleo en todo el mundo y prestando servicios petrolíferos como el transporte marítimo y los seguros. La UE ha admitido desconocer la cantidad o la naturaleza de los activos del banco central ruso que supuestamente ha bloqueado. Al mismo tiempo, gracias a China, Rusia importa ahora más semiconductores que antes de la guerra.
Según un estudio suizo que recopiló datos de febrero a noviembre de 2022, la
señalización virtuosa de las empresas occidentales tampoco ha llegado muy
lejos. El porcentaje de empresas de la UE y del G7 que desinvirtieron en al
menos una de sus filiales rusas es de apenas el 8,5%: 120 empresas de un total
de 1.400 posibles. Según el estudio, lo han hecho menos del 18% de las empresas
estadounidenses, el 15% de las japonesas y el 8% de las europeas. Esta no es la
Rusia de McDonald’s cerrados y iPhones desaparecidos que saturó la prensa
occidental en los primeros meses de la guerra.
De todo ello pueden extraerse al menos dos conclusiones. La primera es que las
sanciones occidentales son lo bastante poderosas como para empobrecer y
debilitar a Rusia, pero no lo bastante como para forzar el fin de la guerra o
el tipo de malestar interno que podría romper el régimen de Putin. En otras
palabras, a pesar de la naturaleza arrolladora de las sanciones, no están
funcionando como se supone que deberían, o al menos no como se han vendido a
los votantes de las democracias occidentales, que también están soportando las
cargas de la inflación de los productos básicos y la desvinculación económica.
La segunda conclusión es que, por primera vez desde el final de la Guerra Fría,
y en gran parte gracias a las sanciones occidentales, puede estar surgiendo
realmente un bloque comercial no occidental viable. Además de aumentar las
importaciones energéticas y agrícolas procedentes de Rusia, China también se ha
comprometido a incrementar los proyectos sino-rusos de petróleo y gas, la
inversión en infraestructuras rusas y a sustituir la pérdida de determinados
bienes de capital y componentes tecnológicos occidentales (incluidos los
productos de «doble uso»), todo ello mediante transacciones en yuanes y rublos
en lugar de dólares o euros.
Junto con Irán y gran parte de África, y con la ayuda de democracias y aliados
de Estados Unidos como India, Turquía, Sudáfrica y Brasil, China y Rusia se
esfuerzan por superar la escasez impuesta por Occidente creando industrias y
mercados competidores. Al mismo tiempo, según informes recientes, Rusia está en
proceso de conectar su sistema bancario con el de Irán, que tiene una larga
experiencia en eludir el SWIFT y trabajar a través de entidades interpuestas
(«empresas amigas») difíciles de controlar.
A corto plazo, nadie cree que estos acuerdos ad hoc vayan a rivalizar
seriamente con el sistema comercial y financiero internacional liderado por
Occidente. Pero podrían bastar para permitir a Putin capear el apoyo occidental
a Ucrania en un futuro previsible. Sin duda ayuda a China, cuyas empresas
asumirán de buen grado cualquier posición de mercado clave que deje vacante
Occidente. Mientras tanto, las sanciones pueden llegar a ser vistas como una
herramienta cada vez más vana e ineficaz de la política exterior occidental.
Este es un momento de claridad más devastador de lo que podría parecer a
primera vista. La promesa de las sanciones económicas nunca fue que castigarían
a personas y empresas de países autoritarios con el fin de proporcionar una
satisfacción emocional vicaria a los votantes occidentales; la esperanza era
que las sanciones pudieran reforzar simultáneamente la diplomacia y, al mismo
tiempo, sustituir más o menos a la fuerza militar como instrumento de coerción.
El dominio occidental de las tecnologías clave, la banca, las rutas comerciales
y las instituciones internacionales como el FMI, el Banco Mundial y el Club de
París –así se pensaba– nos permitiría imponer los resultados deseados no sólo
a regímenes irritantes como Cuba, Venezuela y Myanmar, sino también a
competidores similares como Irán, China y Rusia. Y podríamos hacerlo todo sin
tener que disparar un tiro.
Esa esperanza parece ser otra de las víctimas de la guerra en Ucrania, donde la
euforia inicial del primer año –cuando Occidente se unió para defender sus
valores más preciados en nombre de otra democracia– está dando paso a los
reveses y desilusiones del segundo.
Fuente: https://www.tabletmag.com/
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