El mito de la persecución religiosa republicana
Ángel Luis López Villaverde Profesor Titular de Historia Contemporánea. Universidad de Castilla-La Mancha
Sociología Crítica 10-01-2019
En el
mundo académico, el empleo de conceptos más propios del pasado (valga como
ejemplo “fascismo”) suele provocar debates enconados si se trata de
actualizarlos en formas y expresiones del presente, saliendo a colación el
necesario rigor mientras se denuncian deslices presentistas. Sin embargo, hay
otras expresiones o usos del pasado que han derivado del orden propagandístico
al historiográfico sin pasar suficientemente por sus filtros. Es el caso de la
denominada “persecución religiosa republicana”.
La
magnitud de la tragedia ha facilitado las cosas. Pero en unos tiempos tan dados
a la hipérbole, conviene separar mito y logos. No se puede negar lo obvio. Los
6.832 clérigos asesinados durante la violencia revolucionaria de 1936 indican
que una de cada nueve de las víctimas mortales del denominado “terror rojo” era
eclesiástico. No menos grave es que, al derramamiento de sangre, se añadan
ataques masivos a objetos y espacios sagrados, perdiéndose irreparablemente
buena parte del patrimonio artístico y religioso a causa de la “ira sagrada”,
en expresión del antropólogo Manuel Delgado. Ahora bien, reconocer la
trascendencia de la violencia ejercida contra el clero y los bienes y símbolos
religiosos no implica mantener sin más que formara parte de una verdadera “persecución”,
o que su base fuera esencialmente “religiosa”. Menos aún que formara parte de
un proyecto gestado en los albores de la República y culminado durante la
guerra.
Este
artículo trata de traducir en lenguaje comprensible lo que suele quedar en
terrenos más eruditos y separar la realidad histórica de la mitificación
interesada. Para ello, recuperaré y actualizaré lo que ya he escrito en algunas
de mis publicaciones, que figuran citadas al final, deudoras del resto de
autores referenciados.
La importancia del relato
La
semántica no es inocua. El lenguaje es un instrumento clave en la pugna
política y su buen uso resulta esencial en el análisis científico. Aplicado en
nuestro caso, no es comprensible la violencia anticlerical de los años treinta
sin insertarla en la llamada “cuestión religiosa”, un conflicto
político-religioso de largo recorrido que llegó al paroxismo en los años
treinta y abarcó dos vertientes: una “desde arriba” –las relaciones entre la
jerarquía eclesiástica española y vaticana con el Gobierno y las Cortes— y otra
“desde abajo” –la pugna por el control del espacio público entre las bases
católicas y anticlericales para evitar, en un caso, o avanzar, en el otro, en
su secularización—. Adentrarnos en su análisis obliga a revisar los significados
usados habitualmente.
Cuando
hablamos de “anticlericalismo” debemos entender una subcultura política, nacida
un siglo antes, en plena revolución liberal, basada no sólo en la crítica de
las injerencias eclesiales en asuntos mundanos, sino capaz de generar una
identidad colectiva y un recurso movilizador o de redimensionar el papel del
hombre en una sociedad que se iba secularizando. Este anticlericalismo
“moderno”, a diferencia del “primitivo” –de raíces medievales y crítico con los
excesos del clero— trascendió las palabras o las sátiras y llegó a tener una
vertiente violenta, fruto de un credo político y de una acción movilizadora
propia, inexistente en el Antiguo Régimen. Sus manifestaciones más extremas
fueron la “clerofobia” (la represión y el terror contra los clérigos, que se ha
llegado a traducir como “clericidio”) y la “iconoclastia” (el ataque,
destrucción y profanación de las cosas sagradas y los símbolos religiosos).
El
“laicismo” es otra cosa. No tiene por qué ir de la mano del anticlericalismo,
aunque puedan resultar también complementarios. Laicismo es la doctrina que
defiende la independencia de la sociedad y el Estado respecto de las
confesiones y organizaciones religiosas. Ni es, por naturaleza, antirreligioso,
ni implica hostilidad o indiferencia en relación a lo religioso. Tampoco se
debe confundir con “secularización”. Este último es un concepto sometido a
debate –considerado un producto básicamente europeo— entendido como un proceso
complejo, más referido a la dinámica social que a la jurídica, que implica la
pérdida de control de la sociedad por la Iglesia, y sus dimensiones son
plurales: declive de la religión, interés por lo mundano, desacralización,
modernización de la sociedad y trasposición de formas institucionales religiosas
al ámbito mundano.
Edificio religioso incendiado en
Madrid en mayo de 1931
Frente
a los anteriores términos, de uso científico, la llamada “persecución
religiosa” contiene perfiles más subjetivos. Se utilizó de manera interesada
desde los orígenes de la Segunda República, en 1931, y sirvió de excusa para
elaboración del mito de la “cruzada”, exitoso para los sublevados en 1936. En
estas circunstancias, ¿es apropiado para explicar la magnitud de la sangre
vertida por los religiosos y la destrucción sufrida por sus bienes y símbolos
en 1936? Convendría apelar al rigor. Todo plan persecutorio debe ser bien
definido por alguna autoridad y ejecutado por los subordinados sistemáticamente.
Y si tiene un carácter religioso, su finalidad última se dirige a extirpar sus
creencias, valores y símbolos y, en ese caso, quienes mueren en defensa de la
Fe no serían simples víctimas, sino mártires. ¿Estamos hablando de esto
realmente?
La tesis persecutoria y sus sesgos
En
una carta pastoral dirigida al clero español, fechada en septiembre de 1945,
con el nazismo ya derrotado, un representante genuino del nacionalcatolicismo,
el cardenal primado Enrique Pla y Deniel, seguía uniendo “persecución religiosa”
y “cruzada” y advertía de que no podía cuestionarse esa simbiosis: “que la
hora de la paz mundial sea también la hora de la consolidación de la paz
interna de España. La pasada guerra civil y Cruzada vino a ser un plebiscito
armado que puso fin a la persecución religiosa. No se quiera por nadie una
innecesaria revisión, que pudiera llevarnos a una nueva guerra civil“.
Una idea que mantuvo hasta el final de su pontificado, en los años sesenta,
pues defendía que la guerra había sido una “cruzada por Dios y por España”.
A
comienzos de esa década, que inicia el segundo franquismo y trae aires
eclesiásticos renovadores, Antonio Montero, director del órgano de expresión de
Acción Católica, Ecclesia, desvinculaba, en un libro ya clásico, la
“cruzada” de la “persecución religiosa”, al tiempo que reducía sustancialmente
el cálculo de eclesiásticos asesinados durante la guerra, fijando la cifra
canónica arriba expresada. Su recuento, más completo y riguroso, reactivó la
edición de nuevos relatos sobre la “persecución” nada renovados.
En
plena reactivación de la literatura martirial, la aparición de una publicación
del norteamericano Herbert R. Southworth desmontaba el “mito de la cruzada”.
Tirada en Francia por la editorial antifranquista Ruedo Ibérico, provocó que el
régimen montara un servicio de contrainformación dirigido desde el ministerio
de Información y Turismo, donde Manuel Fraga creó el Gabinete de Estudios sobre
Historia, con una sección sobre la guerra, al frente del cual estaba el
historiador Ricardo de la Cierva.
En la
última década del siglo pasado, superado el mito de la cruzada, pero con un
Papa (Juan Pablo II) dispuesto a retomar unos procesos beatificadores que su
antecesor no había juzgado oportunos, se reactualizaba el de la “persecución religiosa
republicana”. Para su mayor exponente, Vicente Cárcel Ortí, la “persecución”
habría empezado ya en 1931 y fue evolucionando hasta llegar a la “persecución
sangrienta de 1936”. La interpretación de este sacerdote, encaminada a
justificar las beatificaciones de los mártires, tiene unos sesgos evidentes, al
exagerar la obsesión de los gobiernos de Azaña contra la Iglesia, centrar la
violencia revolucionaria en sus propósitos antirreligiosos y separar la
víctimas civiles de las consagradas.
Menor
reproche historiográfico muestra la tesis persecutoria del historiador italiano
Gabriele Ranzato. La usa con una finalidad instrumental y laica, como sinónimo
de exterminio, y la limita a los años de la guerra civil. Aunque no duda en
calificar de “religiosa” una “persecución” dirigida tanto hacia las personas
consagradas a la fe como a las cosas sagradas, en su modelo se cae el segundo
calificativo que solía acompañar a la “persecución religiosa”, que no ya no
iría ligada al orden republicano, sino a la subversión provocada durante el
fragor revolucionario.
El
primer cuestionamiento serio del paradigma persecutorio ha sido planteado por
un historiador especializado en la violencia de la retaguardia republicana.
José Luis Ledesma ha identificado la “persecución” con la violencia política
republicana durante el período más álgido de la revolución social, pero pone en
duda que fuera “religiosa”, pues no atacó tanto a las creencias como a la
institución eclesiástica, aliada con los poderosos. Los revolucionarios no
buscarían tanto, en su opinión, destruir el poder sagrado de los símbolos
religiosos como mostrar la pérdida de poder de la Iglesia y su vulnerabilidad
mundanal, en un contexto de derrumbe de los emblemas del pasado.
Cuestionar
la manera de llamarlo (el sustantivo y el calificativo) no resta importancia al
hecho histórico, la mayor masacre del clero español. Pero hay que encuadrarla
en lo que Manuel Azaña llamó “políticas de venganza y exterminio”, un fenómeno
practicado en ambas retaguardias, con diferentes sujetos y objetos. Por tanto,
ligadas a la guerra, que estalló a raíz de una sublevación militar que destruyó
el orden constitucional republicano y fue el origen del trauma posterior. En la
retaguardia republicana, la Iglesia católica se llevó la peor parte, siendo la
anticlerical la manifestación más obsesiva, radical y simbólica de la violencia
revolucionaria.
La expulsión del cardenal Pedro
Segura en 1931, uno de los hitos de la tesis persecutoria
Someter
a crítica los usos del lenguaje o limitar cronológicamente su incidencia no
excluye que los protagonistas vivieran como cierta tal “persecución religiosa”.
Los incendios de los días 10 y 11 de mayo de 1931 alimentaron esos temores y la
expulsión del cardenal Segura, a mediados de junio de ese año, fue interpretada
como su primer mártir. La ola de milagros, profecías y apariciones marianas
(como la de Ezkioga, en el verano de 1931) iban también en la línea de
contrarrestar el laicismo consagrado en la Constitución de 1931 y desarrollado
en los dos años siguientes. En periódicos católicos se pueden rastrear
alusiones a Azaña como el “Nerón” español y los ataques a la Iglesia como
parte de una lucha eterna entre Dios y el mal durante la historia de la
humanidad. La persecución republicana vendría a ser una continuación de la
sufrida por los primeros cristianos. A modo de profecía autocumplida y merced a
un aparato propagandístico que abusó del término, la retórica del martirio
facilitó a los monjes de Barbastro la aceptación, en el verano de 1936, del
sacrificio por Dios como un camino de perfección, según F. Javier Ramón Solans.
Y, en clave política española, se consideraba la continuación de una guerra
cultural que entroncaba con la revolución liberal y el Sexenio democrático.
La
ruptura del verano de 1936
Si
sustituimos la retórica persecutoria por la del “conflicto político-religioso”
y lo resituamos en una perspectiva histórica, podremos observar las
reminiscencias y novedades que alcanza en los años treinta. Del mismo modo, la
perspectiva comparada nos descubre otros casos (europeos y latinoamericanos)
que niegan la excepcionalidad española respecto a las atrocidades contra el
clero. Esa es la tesis que mantiene Julio de la Cueva, una de las principales
autoridades historiográficas en la materia.
La
violencia anticlerical en el quinquenio republicano está ligada a la
conflictividad social y resulta, ante todo, una respuesta frente al poder
establecido si nos centramos en sus momentos álgidos: los incendios de mayo de
1931 (cuando aún permanecía la privilegiada situación eclesiástica de antaño) y
octubre de 1934 (en plena rectificación de la República). Que los
revolucionarios de Asturias recurrieran a la clerofobia como instrumento
revolucionario parece anunciar, en pequeña escala, lo que se haría moneda común
en la retaguardia republicana tras la sublevación militar. Pero no inventaban
nada. La revolución liberal, un siglo antes, había situado a los religiosos
como chivo expiatorio durante el transcurso de otra guerra civil, la carlista,
provocando una orgía de sangre en Madrid en 1834 (con más de setenta frailes
degollados) y, de nuevo, un año después, en Barcelona y Reus. Del mismo modo,
en la capital catalana, durante la “Semana Trágica” de 1909, un motín
antimilitarista había derivado en uno iconoclasta.
Pero
los excesos cometidos contra los intereses eclesiásticos y sus ministros a
partir del 18 de julio de 1936 rompen bruscamente con los precedentes de
1834-35, 1909, 1931 o 1934. Se produjeron en un contexto que Eduardo González
Calleja define de “brutalización de la política y banalización de la violencia
en la España de entreguerras”. Sin un levantamiento militar fallido, ni hubiera
estallado la revolución social, ni hubieran tenido lugar tan tremendas
matanzas. En este sentido, la violencia anticlerical marcó un punto de
inflexión durante el verano de 1936, pues formó parte de una “guerra de
exterminio”. Como ocurrió en las revoluciones en México o Rusia, también en
España se conjugó el trinomio guerra civil, revolución y violencia
anticlerical.
El
gran problema de la teoría persecutoria es lo difícil que resulta demostrar su
presunto interés por aniquilar a la Iglesia por propósitos antirreligiosos.
Desde luego no fue ese el caso de las autoridades republicanas en 1931. Ni
siquiera en 1936. Durante el terror “en caliente”, posterior a la sublevación,
la violencia anticlerical fue un recurso simbólico de los comités de defensa o
de enlace frentepopulista como pistoletazo de salida de una revolución social
que los golpistas decían querer evitar y que, sin embargo, aceleraron. Los
sublevados actuaron de bomberos-pirómanos. Los incendios de templos abrieron el
camino a matanzas masivas de religiosos –su concentración en conventos o
monasterios facilitaba la tarea de los victimarios— que, a su vez, coincidieron
o antecedieron a otras de civiles, también extrajudiciales y colectivas. Sin
embargo, un propósito persecutorio real no hubiera consentido tantas variedades
territoriales.
Los
estudios microhistóricos demuestran una realidad muy diversa. Si tomáramos como
referencia la diócesis de Barbastro, cabrían pocas dudas de tal persecución
durante el llamado “terror en caliente”, pues nueve de cada diez sacerdotes
incardinados fueron asesinados, además de setenta y ocho religiosos (entre los
que se encontraban cincuenta y un claretianos, ejecutados en varias sacas en
días sucesivos). Pero es un caso bastante singular, protagonizado por milicias
confederales catalanas. Veamos qué pasó a más de seiscientos kilómetros más al
sur. Por las mismas fechas que los claretianos barbastrinos, a mediados de
agosto de 1936, fueron ejecutados quince dominicos en Almagro. La carnicería se
aceleró cuando los dirigentes de su Ateneo Libertario constataron que las
autoridades municipales habían negociado con el Gobierno la llegada de guardias
de Asalto con la misión de trasladar a Madrid a los frailes concentrados en una
casa particular. En esta localidad manchega, los curas no fueron tocados, mientras
fue liberado un franciscano que había acompañado a los dominicos ejecutados.
Almagro fue uno de tantos municipios que, careciendo de antecedentes violentos,
asistió a una improvisación de la “ira sagrada” por unos comités obreros que
pretendían demostrar cómo habían cambiado las relaciones de poder. Representa
también cómo las autoridades municipales y gubernativas, lejos de amparar la
violencia, pretendieron, inútilmente, evitarla.
Claretianos de Barbastro, 51 de
los cuales fueron asesinados
en agosto de 1936
en agosto de 1936
¿Es
compatible con una verdadera “persecución religiosa republicana” que el poder
municipal, a lo largo de toda la retaguardia, quedara desbordado por los
comités obreros y el papel de los ediles fluctuara desde una cierta complicidad
hasta la oposición a las atrocidades de aquéllos? El mayor error de las
autoridades republicanas fue no poner suficiente distancia desde el principio
de una violencia anticlerical que condenaron tarde. Pero una ofensiva
descristianizadora y persecutoria no concuerda con el relativamente bajo nivel
de condena que recibieron los eclesiásticos por los tribunales populares.
Tampoco
parece compatible la tesis persecutoria con la “política religiosa” encabezada
por un católico, el nacionalista vasco Manuel Irujo, en los gobiernos de Largo
Caballero y de Negrín. Habían sido los comités quienes obligaron al cierre de
las iglesias al culto, no las autoridades republicanas. Éstas, desbordadas por
los acontecimientos, reaccionaron con más agilidad frente a la rapiña del
tesoro artístico que hacia la conculcación de la libertad religiosa de los
católicos, situación que, de buena fe, pero sin éxito, intentó reconducir Irujo
en 1937. Pero difícilmente podrían reabrirse al culto unos templos que habían
sido pasto de las llamas, saqueados, desacralizados y reutilizados con fines
civiles.
Además,
cómo explicar el guion persecutorio y antirreligioso si hubo “otra Iglesia”,
minoritaria, sin duda, pero real, de clérigos disidentes y fieles a la
República, que fueron represaliados por el franquismo por su compromiso con la
justicia social. Algunas de sus biografías se han resumido en un libro
coordinado por Feliciano Montero, entre otros. Uno de esos curas, Leocadio
Lobo, propagandista de la causa republicana durante la guerra, confesó en un
mitin en Madrid (ABC, 22-9-1936) que estaba al lado de “las masas que
se rebelan contra un sistema económico absurdo y brutal” porque “a su
lado está la Iglesia desde hace mucho tiempo, aunque nuestros egoísmos hayan
olvidado las enseñanzas de los papas”; y sobre la violencia, reconocía que
los dos bandos habían cometido atrocidades, pero “la responsabilidad moral
de la barbarie residía en los que habían desencadenado la guerra (…) alzados
contra el poder establecido”.
Atilano Coco, pastor protestante
asesinado por los sublevados en diciembre de 1936
Por
otra parte, ¿cómo entender –si los republicanos perseguían lo religioso— que
los pelotones de fusilamiento franquistas se llevaran por delante a alrededor
de una veintena de sacerdotes opositores (no sólo vascos)? ¿Aplicaron una
particular misión “religiosa” asesinando al inicio de la guerra a cinco
reverendos protestantes andaluces y dos castellanos, mientras otros pastores
eran encarcelados o debieron ocultarse? ¿Cómo explicar, tras el cierre al culto
de iglesias católicas en la retaguardia republicana, que en la nacionalista se
clausuraron las escuelas o capillas protestantes abiertas durante la República?
La ofensiva católica contra los evangelistas españoles tuvo gran repercusión en
Gran Bretaña, donde un grupo de pastores anglicanos y metodistas elaboraron un
informe, a principios de 1937, que afirmaba que en “España no había evidencia
como en Rusia de un movimiento anti-dios, y que sus gobernantes [republicanos]
estaban informados de un gran espíritu de tolerancia religiosa”.
Por
último, tan hiperbólico sería mantener “persecución religiosa republicana” como
categoría científica como crear otra, variando el orden de los dos
calificativos, y hablar de “persecución republicana religiosa”, donde víctimas
y victimarios intercambiarían sus papeles en la otra retaguardia y al final de
la guerra. Conviene recordar que el ministro Irujo afirmó que la Iglesia fue, a
la vez, víctima y verdugo. Varios historiadores han aportado numerosos ejemplos
de eclesiásticos que se sumaron a los sublevados o se convirtieron en colaboradores
necesarios del proceso depurador, implicándose en la trama de delaciones,
informes y denuncias durante la fase de violencia “legal” franquista. Francisco
Espinosa y José María García Márquez han denunciado el papel de la Iglesia en
la maquinaria judicial militar y la purga de maestros. Y Julián Casanova
asegura que “el refugio de la religión” permitió aliviar la crudeza del
exterminio. Aunque, también en este caso, hay ejemplos en un sentido y en el
contrario. El propio Casanova recuperó el testimonio del padre capuchino
Gumersindo de Estella (cuyo nombre real era Martín Zubeldia), capellán de la
cárcel zaragozana de Torrero, que dejó escritas unas memorias cargadas de
repugnancia, protesta y perdón por la complicidad del clero ante los
fusilamientos de “rojos”.
Obispo y sacerdotes de Cáceres, brazo en alto entre autoridades militares y falangistas, en los primeros días del Alzamiento
A modo de conclusión
Resulta
falaz hablar de “persecución religiosa republicana”. No existió un propósito
antirreligioso claro y genérico de las autoridades republicanas, pese a la
propaganda de la literatura martirial. Lo que hubo entre 1931 y mediados de
1936 fue un choque cultural entre dos modelos identitarios, en pugna por el
concepto de ciudadanía, representados, respectivamente, por lo que Rafael Cruz
llama “comunidad popular” frente al “pueblo católico”. Se puede admitir la
tesis persecutoria en un sentido instrumental, restringida en el tiempo (la
guerra civil), en el espacio (unas zonas de la retaguardia republicana más que
otras) y en sus promotores (los comités de defensa o de enlace). Es
comprensible que quienes sufrieron la ofensiva laicista, no exenta de excesos
anticlericales, se consideraran perseguidos desde la proclamación de la
República y que la violencia revolucionaria de 1936 viniera a corroborarlo.
Pero abordar un tema como éste desde un plano estrictamente académico obliga a
hacerlo con herramientas científicas. Como ha demostrado Julio de la Cueva, el
caso español no es tan excepcional en cuanto a los repertorios de acción
desplegados por los anticlericales o respecto al uso político de la religión en
una guerra civil. Sus especificidades están en las abultadas (y concentradas en
pocos meses) cifras de víctimas en el caso español; y que, a diferencia de la
revolución rusa o mexicana, la violencia en la revolución española no fue
responsabilidad del poder estatal, sino de su debilitamiento. Tampoco es menor
otra diferencia: mientras unos morían por la cruz, en la otra mitad de España
se mataba en su nombre.
Quemar
la iglesia formó parte del ritual revolucionario en el verano de 1936. Asesinar
al religioso, también. Pero ni la tea incendiaria fue uniforme, ni todos los
eclesiásticos sufrieron el mismo acoso criminal. Unas órdenes religiosas fueron
más atacadas que otras y, desde luego, los frailes y monjes más que los curas y
monjas. Si a ello sumamos que las autoridades republicanas se volcaron en la
preservación del patrimonio religioso no destruido por la “ira sagrada”, que
abundan ejemplos de alcaldes y concejales que arriesgaron su vida por salvar la
de algunos curas y religiosos, difícilmente se puede demostrar un supuesto
programa persecutorio.
Si,
por otra parte, lo religioso fue un elemento propagandístico central durante la
guerra civil y la Iglesia administró la victoria en la guerra como forma de
venganza de sufrimientos pasados, convendría usar sustantivos y calificativos
adecuados para referirse al fenómeno de la represión contra el clero y las
cosas sagradas o los símbolos religiosos en la España republicana. Contamos con
un acervo semántico exento de tintes subjetivos (como “violencia anticlerical”,
“represión contra el clero”, “clerofobia”, “clericidio” o “iconoclastia”) que
no resta un ápice a la magnitud de las atrocidades cometidas contra la Iglesia
católica en 1936 y que, a la vez, permite mejorar nuestro conocimiento de un
pasado traumático tan expuesto a memorias enfrentadas y a mitificaciones
interesadas.
Bibliografía mencionada
CÁRCEL
ORTÍ, Vicente: La persecución religiosa en España durante la Segunda
República (1931-1939), Madrid, Rialp, 1990. Del mismo autor: La
gran persecución. España, 1931-1939, Barcelona, Planeta, 2000.
CASANOVA,
Julián: La Iglesia de Franco, Madrid, Temas de Hoy, 2001
CRUZ,
Rafael: En el nombre del pueblo. República, rebelión y guerra en la
España de 1936, Madrid, Siglo XXI, 2006
CUEVA
MERINO, Julio de la: “El asalto de los cielos. Una perspectiva comparada para
la violencia anticlerical española de 1936”. En Ayer, núm. 88
(2012-4), pp. 51-74.
DELGADO,
Manuel: La ira sagrada. Anticlericalismo, iconoclastia y
antirritualismo en la España contemporánea, Barcelona, RBA, 2012 (1ª ed.
1992).
ESTELLA,
Gumersindo: Fusilados en Zaragoza, 1936-1939: tres años de asistencia
espiritual a los reos, Zaragoza, Mira, 2003.
ESPINOSA,
Francisco, GARCÍA MÁRQUEZ, José María: Por la religión y la patria. La
Iglesia y el golpe militar de julio de 1936, Barcelona, Crítica, 2014.
GONZÁLEZ
CALLEJA, Eduardo: “Brutalización de la política y banalización de la violencia
en la España de entreguerras”. En C. Navajas Zubeldia, D. Iturriaga Barco
(coords.) Crisis, dictaduras, democracia, Logroño, Universidad de
La Rioja, 2008, pp. 23-38.
LEDESMA,
José Luis: Los días de llamas de la revolución: violencia y política en
la retaguardia republicana de Zaragoza durante la guerra civil, Zaragoza,
Institución “Fernando el Católico”, 2003.
LÓPEZ
VILLAVERDE, Ángel Luis: El gorro frigio y la mitra frente a frente.
Construcción y diversidad territorial del conflicto político-religioso en la
España republicana, Barcelona, Rubeo, 2008.
—:
“La Iglesia de la cruzada. La elaboración del mito de la cruzada”. En M. Ortiz
Heras (coord.) De la cruzada al desenganche: la Iglesia española entre
el franquismo y la transición, Madrid, Sílex, 2011, pp. 21-50.
—:
“Iglesia y República: ¿conflicto o persecución religiosa?”. En A. Martínez
Collado y Raquel Sánchez (eds.) Las dos repúblicas en España, Madrid, Editorial
Pablo Iglesias, 2018, pp. 303-327.
MONTERO,
Antonio: Historia de la persecución religiosa en España, 1936-1939,
Madrid, BAC, 1961.
MONTERO,
Feliciano, MORENO CANTANO, Antonio C., TEZANOS GANDARILLAS, Marisa
(coords.): Otra Iglesia. Clero disidente durante la Segunda República y
la guerra civil, Gijón, Trea, 2013.
RAMÓN SOLANS, F. Javier: “They walked towards their
death as if to a Party. Martyrdom, Agency and Performativity in the Spanish
Civil War”. En Politics, Religion & Ideology, núm. 17
(2016), pp. 33-51.
RANZATO,
Gabriele: “Dies irae. La persecuzione religiosa nella zona republicana durante
la guerra civile spagnola (1936-1939”. En Movimento operaio e
socialista, núm. 11 (1988), pp. 195-220.
SOUTHWORTH,
Herbert Rutledge: El mito de la cruzada de Franco. Crítica bibliográfica,
París, Ruedo Ibérico, 1963.
VILAR,
Juan Bautista: “Los protestantes españoles ante la guerra civil (1936-1939).
En Cuenta y Razón del pensamiento actual, núm. 21 (1985), pp.
213-230.
*++
No hay comentarios:
Publicar un comentario