Covid-19, capitalismo y fin de la normalidad
Jaime Pastor
Vientosur
27.03.2020
Tomando
prestado el título de la obra de James K. Galbraith, El fin de la normalidad,
parece ya indiscutible que ésta se acabó definitivamente y que ahora nos
hallamos en un punto de inflexión inédito en nuestra historia contemporánea y,
sobre todo, en la de un capitalismo globalizado que se había impuesto como el
único sistema posible. Porque ahora es este el que ha de ser cuestionado con
más contundentes razones.
Si en el ámbito
científico hay debate sobre los orígenes de la pandemia, sí parece haber
evidencias suficientes de que la difusión se encuentra estrechamente
relacionada con “la olla a presión evolutiva de la agricultura y la
urbanización capitalista” (Contagio social: guerra de clases microbiológica en China) y
con factores como “la alteración global de ecosistemas asociada a la crisis
ecosocial y climática, la deforestación del Sudeste asiático, los cambios
masivos en el uso de la tierra, la fragmentación de los hábitats, la
urbanización, el crecimiento masivo del turismo y de los viajes en avión, la
debilidad y mercantilización de los sistemas de salud pública”, como explica
Joan Benach: "El coronavirus és una amenaça per als barris més
pobres". Un conjunto de factores, en suma, que exigen una impugnación
radical del modelo civilizatorio injusto e insostenible que ha ido conformando
el capitalismo a lo largo de su historia y que ha llegado a su punto más alto
bajo el neoliberalismo.
Un capitalismo
que ni siquiera se ha mostrado compatible con la tarea de garantizar un derecho
universal tan fundamental como el de la salud. Todo lo contrario: lo ha ido
restringiendo mediante el saqueo, la privatización, los recortes y la
sobreexplotación de la sanidad pública y sus trabajadores y trabajadoras para
ir poniéndola en manos privadas, únicamente motivadas por la lógica del máximo
beneficio. Todo esto es lo que ha ido creando las condiciones del colapso del
sistema que se está produciendo ahora en el mal llamado y presuntamente
modélico Primer Mundo, con la consiguiente tragedia humana que estamos
observando con creciente indignación todos estos días.
Así que, si
antes de esta crisis cabían dudas, ya no debería haberlas para convencerse de
que hemos entrado en la era del capitalismo del desastre (Klein), con la
crisis climática como la principal amenaza a la vida en el planeta, pero con el
que interactúan otras, como la sanitaria, junto a las derivadas de la
agravación de desigualdades de todo tipo que convierten a un número creciente
de personas en desechables. Y con un panorama de salida de la crisis aún
peor ante la inminente entrada en una nueva Gran Recesión, probable ya antes de
la irrupción del Covid-19, que llegará con mayor fuerza debido al enorme
aumento de la deuda global que se está generando y con la consiguiente presión
de los grandes poderes económicos transnacionales para que los Estados les rescaten
de nuevo y, a su vez, éstos compitan más entre sí en medio de la inestabilidad
geopolítica general.
En medio de
este repliegue nacional-estatal casi generalizado, podemos encontrarnos pronto
–incluso en una Unión Europa que está mostrando toda su impotencia cuando se
trata de dar una respuesta solidaria, como explican Manuel Garí y Fernando
Luengo Unión Europea, una nueva decepción- ante una
ofensiva austeritaria neoliberal más dura que la anterior. Si bien es posible
que esa nueva vuelta de tuerca vaya acompañada, en el mejor de los casos, de
algunas medidas compasivas temporales dirigidas a neutralizar el
malestar social, como está ocurriendo ahora, pero que no van a compensar la
brutalidad del recurso a los ERTE por parte de la patronal, como se recuerda en
este artículo: España se va al ERTE: el gobierno rescata a las grandes
empresas con beneficios. Un malestar que ya se estaba expresando
antes de la pandemia mediante revueltas populares en muchos lugares del
planeta, estimuladas por las movilizaciones impulsadas desde el ecologismo y el
feminismo, y que esperemos se reactiven frente a esa probable estrategia del
shock, ya sea bajo una u otra variante nacional-estatal en función de las
diferentes relaciones de fuerzas sociales y políticas.
Una (sin)razón
del mundo en quiebra
Con todo, no va
a ser fácil que un neoliberalismo que se había convertido en nueva razón del
mundo (Laval y Dardot) recupere la legitimidad perdida en esta crisis. En
efecto, hemos visto cómo la respuesta a la pandemia se ha mostrado incompatible
con la cultura del individualismo propietario y del emprendimiento y exige
buscar soluciones colectivas en defensa de lo público –a no confundir con lo
estatal–, de los bienes comunes, de la solidaridad y el apoyo mutuo en los
cuidados. Entre esos bienes públicos, la reivindicación de una sanidad pública,
universal, gratuita, de calidad y bajo control social en cualquier parte del
mundo es ahora la más urgente. Una lucha que ya se está manifestando mediante
una cantidad enorme de iniciativas desde abajo que, incluso en condiciones de
confinamiento y haciendo de la necesidad virtud, anuncian un salto adelante en
la construcción y refuerzo de redes de auto-organización comunitaria en muchas
ciudades, barrios y pueblos de todo el Estado.
También, la
obligada paralización de una larga lista de actividades económicas, muchas
veces bajo la presión de la clase trabajadora en torno al eslogan Nuestras
vidas valen más que vuestros beneficios, como ha ocurrido en la industria o
en la construcción, para ir reduciéndola a las esenciales, está permitiendo dar
credibilidad a propuestas de decrecimiento selectivo –incluyendo el
cuestionamiento del modelo de consumo, distinguiendo entre necesidades y falsos
deseos-, procedentes del ecologismo; a la revalorización del trabajo de
cuidados que viene exigiendo desde hace tiempo el feminismo; a la
prefiguración, en resumen, de una economía moral alternativa frente al
fetichismo del crecimiento económico y la economía política del capital.
No va a ser
fácil, por tanto, para los think tank neoliberales repetir la historia
de 2008 buscando culpabilizar demagógicamente a los y las de abajo por haber
“vivido por encima de nuestras posibilidades” y convertir en su versión
ordoliberal al Estado en salvador de las grandes corporaciones. El marco
hegemónico está en disputa y con ello emerge la sensación colectiva de que esta
crisis lo cambia todo o, al menos, debería cambiarlo. Empezando por la
socialización de los sectores estratégicos de la economía, de la producción y
reproducción de la vida y, por tanto, apuntando hacia una respuesta a la crisis
que, frente al keynesianismo perverso que anuncian los Estados en
beneficio del 1%, ponga por delante la necesidad de una redistribución radical
de la riqueza de arriba abajo y Planes de Choque Social similares a los que
están proponiendo más de 200 colectivos sociales en el caso español.
Habrá que poner
todo el esfuerzo en impedir la vuelta a la normalidad anterior a esta
crisis, exigiendo una ruptura radical con el ya viejo sentido común y forzando
el desmantelamiento del conjunto de las políticas que han predominado durante
la larga onda neoliberal. No se trata, por ejemplo, de que se suspendan
temporalmente la Ley de Estabilidad Presupuestaria o el artículo 135 de la
Constitución española, sino de derogarlas, como ya han propuesto algunas
fuerzas de izquierda en el reciente debate en el parlamento español.
Porque ahora sí
parece evidente que el tiempo del reformismo sin reformas que ha
representado el social-liberalismo ha terminado. Discursos como el de Pablo
Casado están mostrando ya el temor de las derechas a que después de esta crisis
se vean cuestionados todos los recortes y privilegios realizados en nombre de
la preservación de la sagrada propiedad privada; y no habrá que dejarse
amedrentar, sino todo lo contrario. Porque vamos a asistir a una mayor
polarización de intereses, valores y razones en conflicto, y no valdrán ya las
medias tintas. Habrá que proponer medidas que, de una vez por todas, conduzcan
a una transición radical hacia una ruptura civilizatoria, reformas que
cuestionen la lógica de este capitalismo cada vez más destructivo en el que
estamos inmersos y no sirvan simplemente para un lavado de cara de este sistema.
Seguridad(es)
humana(s) vs. Neoliberalismo de excepción
Existe, en
cambio, otro campo de lucha más complejo y difícil de afrontar pedagógicamente
a raíz de las medidas adoptadas por los gobiernos en la lucha contra la
pandemia. Es el que tiene que ver con la suspensión de derechos fundamentales,
derivada de la aplicación del estado de alarma o de alerta según los países.
Porque, si bien está justificada la adopción de medidas de confinamiento y
otras dirigidas al objetivo de frenar el contagio (aunque algunas de ellas sean
consecuencia de la ausencia de una política preventiva que debía haber tenido
en cuenta las alertas procedentes de al menos una parte de la comunidad
científica), no lo son el recurso a un discurso belicista, con el protagonismo
de altos mandos militares en ruedas de prensa y su apelación a la ciudadanía a
convertirse en soldados, ni el protagonismo del ejército en tareas
asistenciales que podrían haber sido asumidas por servicios de protección civil
si se les hubiera preparado para ello con antelación, como argumenta Pere
Ortega en El coronavirus y las fuerzas armadas.
Detrás de esa
opción autoritaria está la falsa concepción de la lucha contra la pandemia como
una guerra y, con ella, la intención de ir restringiendo sin proporcionalidad
alguna nuestras libertades y derechos en nombre de una “unidad patriótica” (con
el corrupto Felipe VI al frente) que pretende ignorar que la pandemia sí
entiende de clases sociales, de géneros, de color de piel, de edades, de
diversidad funcional, de territorios y de otras desigualdades. Un discurso que
está sirviendo de coartada para exigir un cierre de filas total y, en
particular, la exhibición y el abuso de la fuerza por miembros de las fuerzas
policiales y militares en las calles e incluso, lo que es peor, el fomento de
un populismo punitivo contra personas y grupos sociales vulnerables, como ya se
ha denunciado desde colectivos jurídicos.
No enfrentamos,
por tanto, a la amenaza real de un nuevo salto adelante en el proceso de
desdemocratización que ya sufríamos antes de este estado de alarma y por eso es
muy necesario fomentar desde ahora lo que Jordi Muñoz ha definido, en Tres preguntas para después de la pandemia, como una “cultura
democrática de excepción” que permita contrarrestar una cultura de súbditos
obedientes a un Estado autoritario y recentralizador que aspira a salir más
reforzado después de esta crisis.
En resumen, en
este estado de alarma debemos vigilar a quienes nos vigilan si queremos
evitar que la excepción se convierta en norma y también aquí se extienda la
tendencia al Panóptico digital en marcha. Un peligro nada irreal sino cada vez
más cercano, como estamos viendo bajo sus formas extremas en países como China,
la gran potencia que, por cierto, puede salir ganadora a corto plazo de esta
crisis dentro del juego geopolítico global. Emerge un nuevo paradigma de control
social de la disidencia, como denuncia el colectivo Chung, ya que “a medida que
la crisis secular del capitalismo adquiera un carácter aparentemente no
económico, nuevas epidemias, hambrunas, inundaciones y otros desastres naturales
se utilizarán para justificar la ampliación del control estatal, y a respuesta
a esas crisis funcionarán cada vez más como una oportunidad para ejercer nuevas
herramientas no probadas para la contrainsurgencia”.
Todo esto en
nombre de un concepto estrecho de seguridad, asimilado a la preservación del
orden público en un mundo orwelliano y en la nueva economía de guerra
capitalista que se nos quiere vender. Frente al mismo habrá que propugnar un
concepto complejo y multidimensional de seguridades humanas (que habría
que hacer extensivas a otros seres sintientes y sufrientes), como ya
reivindicaba, entre otras voces premonitorias, Elmar Altvater, defensor, por
cierto, de un horizonte cada vez más necesario de comunismo solar.
27/03/2020
Jaime Pastor, politólogo, editor de viento sur
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