El malestar europeo del campo
evidencia las incoherencias del neoliberalismo verde
Por Enric Bonet
Rebelion
09/02/2024
Fuentes: El
salto
Desde Polonia hasta España, pasando por Alemania y Francia, la oleada de
protestas de agricultores refleja la dificultad de llevar a cabo una transición
ecológica del sector con los postulados económicos actuales.
El fantasma de
una revuelta campesina planea sobre Europa. Los agricultores han multiplicado
en las últimas semanas las tractoradas, cortes de carretera y otras acciones de
contestación en numerosos países del Viejo Continente. Alemania, Francia,
Polonia, Países Bajos, Rumania, Italia… Es larga la lista de los Estados donde
se ha producido este tipo de movilizaciones, que también tienen lugar en los
últimos días en España. Aunque las protestas de los sindicatos agropecuarios
resultan un clásico, sorprende la rápida propagación por Europa. Un efecto de
bola de nieve que evidencia la dimensión estructural del malestar del campo.
“Se trata
de un movimiento social de envergadura que no habíamos visto desde la
crisis lechera de 2009. Entonces, ya hubo grandes movilizaciones”,
recuerda Edouard Lynch, historiador del mundo agrícola y profesor en la
Universidad Lumière-Lyon 2, en declaraciones a El Salto. Desde los grandes
medios y buena parte de la clase política —desde el centro hasta la
ultraderecha—, se ha impuesto una interpretación parcial e interesada: se trata
de un pulso entre un pulso entre los agricultores y los ecologistas. “Me parece
muy simplista decir que todo esto se debe a las normas medioambientales”,
asegura el economista Maxime Combes. Más que un rechazo de la transición verde
del sector primario, esta indignación es el fruto de las incoherencias del
neoliberalismo verde.
En realidad, el
sector primario europeo sufre una crisis capitalista de manual. Los
agricultores y ganaderos están muriendo de éxito. La industrialización y la
modernización durante la segunda mitad del siglo XX aumentaron la productividad
del campo y convirtieron a Europa en una potencia agrícola que exportaba sus
excedentes. Pero desde principios de este siglo ese modelo se encuentra
estancado. Y buena parte de los campesinos europeos viven atrapados en esta
lógica productivista: intentan invertir en maquinaria más moderna sin lograr
incrementos significativos de productividad, pero sí que aumentan sus deudas y
emisiones de dióxido de carbono.
La PAC se rige por criterios productivistas y poco sociales
A eso se le
suman las incongruencias de las políticas públicas en el Viejo Continente. El
sector recibe una gran cantidad de ayudas, sobre todo, los 41.400 millones de
la Política Agraria Común (PAC) de la Unión Europea. No obstante, estas
subvenciones se distribuyen de manera desigual y con una lógica (basada en la
cantidad de hectáreas) en las antípodas de la justicia social, además de
resultar insuficientes para impulsar una transición verde del sector. En 2020,
el 0,5% de las explotaciones europeas más grandes recibieron el 16,6% de los
fondos de la PAC, con ayudas individuales superiores a los 100.000 euros,
mientras que el 75% de los pequeños y medios percibieron apenas el 15%, con
menos de 5.000 euros cada uno.
En 2001 se pagaba a los productores 0,25 euros por un litro de leche,
mientras que en 2022 había bajado a 0,24. El precio del litro envasado en los
supermercados ha subido de 0,53 a 0,83
Pese a las
considerables cantidades de dinero público que recibe, el sector primario
destaca por su desregulación. El intervencionismo en los precios y excedentes
establecido cuando se creó la PAC en 1962 siguiendo criterios keynesianos —esa
medida se inspiró en el New Deal del estadounidense Franklin Delano Roosevelt—
ha ido desapareciendo durante las últimas décadas de hegemonía neoliberal.
Además, se han suprimido los aranceles sobre los alimentos extranjeros con la
firma de acuerdos de libre comercio.
Esta
liberalización ha perjudicado a los productores en beneficio de las empresas
alimentarias y la gran distribución. Tampoco los consumidores han salido
especialmente beneficiados. El ejemplo del precio de la leche en Francia
resulta cristalino. En 2001 se pagaba a los productores 0,25 euros por un
litro, mientras que en 2022 había bajado a 0,24. Durante las dos últimas
décadas, en cambio, el precio del litro envasado en los supermercados ha subido
de 0,53 a 0,83. Los márgenes de la industria agroalimentaria se han
incrementado un 64% y los de la gran distribución, un 188%, según un estudio reciente de la Fundación para la Naturaleza y
el Hombre.
“Hace falta dinero público” para la transformación ecológica
El modelo
agrícola europeo se asienta sobre unos cimientos tan frágiles como
contradictorios. Sus incongruencias dificultan la posibilidad de llevar a cabo
una ambiciosa transición verde, a pesar de las promesas en ese sentido de los
Gobiernos y la Comisión Europea. “Los Estados no asumen que, si quieren llevar
a cabo la transformación ecológica, hace falta invertir más dinero público”,
sostiene Lynch, quien recuerda que “la modernización agrícola a partir de la
década de los sesenta se llevó a cabo con grandes inversiones nacionales y
europeas”.
Impulsadas
entonces para modernizar el sector, las ayudas públicas se han convertido en un
medio de supervivencia para una profesión tan desigual como precarizada. El
ingreso medio neto de los agricultores en Francia resulta inferior al salario
mínimo. Un 18% de ellos viven por debajo del umbral de la pobreza, un
porcentaje claramente superior al 13% del conjunto de los activos. “Excepto los
grandes viticultores y productores de cereales, una parte significativa del
mundo campesino no logra vivir de su trabajo”, explica Combes, buen conocedor
del sector primario y miembro del AITEC, sobre la situación de la agricultura
francesa que no resulta muy diferente a la de otros países europeos.
“Cuando llego a
final de mes, no me queda ningún ingreso neto. Vivo gracias al salario de
mi mujer”, reconocía Yves, de 58 años, un agricultor de trigo ecológico
entrevistado por El Salto en Agen, una pequeña de localidad del suroeste de
Francia donde los cortes de carretera y acciones diarias empezaron desde el 22
de enero. “Dieron ayudas para que hiciéramos agricultura ecológica, pero ahora
la oferta resulta superior a la demanda”, lamentaba. La crisis de la comida biológica
ejemplifica los límites del neoliberalismo verde. La elevada inflación de los
últimos años ha menoscabado la venta de estos alimentos más caros. En el caso
de Francia, su parte del mercado ha caído al 6%, el mismo porcentaje que en
Estados Unidos.
“El mensaje que
están dando a los agricultores es que sobre todo no deben convertirse a los
cultivos ecológicos, puesto que, si lo hacen, tendrán grandes problemas”,
advierte Aurélie Catallo, una especialista en políticas agrícolas europeas. Los
dirigentes “se han olvidado de impulsar una evolución simultánea de la oferta y
la demanda” de los alimentos bio, añade esta experta del IDDRI, un laboratorio
de ideas de París. Recuerda el caso de una ley aprobada en 2022 en Francia que
estableció un mínimo de 20% de comida de ese tipo en las cantinas estatales
(escuelas, hospitales, administración…), un objetivo que, de momento, ha
resultado imposible de cumplir.
Las concesiones hechas a los dos principales sindicatos
agropecuarios han dejado la agricultura ecológica como la gran sacrificada
Según Catallo,
“el hecho de que la PAC continúe repartiéndose en función de las hectáreas
impone la lógica del productivismo, pero no se puede efectuar una transición
agroecológica produciendo el máximo posible. No se dice a los campesinos que ya
no estamos en la década de los setenta y que el desafío ahora es una
alimentación más sana y que respete el medioambiente”. Unos objetivos que, de
momento, se encuentran lejos de la realidad. El sector primario emite el 20% de
las emisiones de CO2 en Francia, mientras que España tiene el triste privilegio
de encabezar el podio de los países que utilizan más pesticidas en el Viejo
Continente.
Antes neoliberal que verde
A pesar de que
el actual malestar del campo refleja las incoherencias del neoliberalismo verde
y la dificultad de llevar a cabo una transición ecológica si persiste el
problema de la baja remuneración de los campesinos, la primera reacción de la
clase dirigente ante estas protestas del campo ha resultado previsible: si
deben elegir entre lo neoliberal y lo verde, se quedan con lo primero.
“Vamos a hacer
que rimen el clima con el crecimiento”, aseguró la semana pasada el primer
ministro francés, Gabriel Attal, durante su discurso de política general. Pese
a su juventud —con 34 años es el responsable del Gobierno más joven en la
historia de la Quinta República—, Attal ha aportado una respuesta a la rabia
del campo que supone un viaje al pasado. Las concesiones hechas a los dos
principales sindicatos agropecuarios —defensores incondicionales de la agricultura
industrial a diferencia de otras organizaciones, como la Confédération
Paysanne, que continúan con las protestas— han dejado la agricultura ecológica
como la gran sacrificada.
El marco discursivo anhelado por la ultraderecha, el campo contra la
ecología, no solo ha sido aceptado por una parte de los sindicatos agrícolas,
sino también por los partidos y medios mainstream
Primero, el
Gobierno de Emmanuel Macron y Attal renunció a una supresión progresiva de la
subvención fiscal del diésel rural. Luego, suspendió la aplicación de un plan
para reducir el uso de pesticidas, impulsado en 2008 por el conservador Nicolas
Sarkozy y que había dado muy pocos resultados hasta ahora. También consiguió
que la Comisión Europea derogara el 4% de tierras en barbecho como uno de los
pocos criterios medioambientales en la repartición de la PAC. Con menos
concesiones que en Francia, el Ejecutivo alemán de Olaf Scholz también ha
cedido a las reivindicaciones productivistas de los principales sindicatos
agrícolas. En Alemania, la subvención del combustible rural no se aplicará este
año, sino de manera progresiva.
“El gran
problema es el Green Deal (Pacto Verde de la UE) y su visión claramente basada
en el decrecimiento, ya que esto hará que bajemos nuestra producción en un
momento en que las importaciones no paran de aumentar”, afirmó a finales de
enero el presidente de la FNSEA —principal organización agrícola en Francia—,
Arnaud Rousseau, conocido por poseer más de 700 hectáreas y cuyos intereses se
encuentran a las antípodas de los pequeños y medianos campesinos. El marco
discursivo anhelado por la ultraderecha, el campo contra la ecología, no solo
ha sido aceptado por una parte de los sindicatos agrícolas, sino también por
los partidos y medios mainstream.
El rechazo a Mercosur, ¿una posición electoralista?
Esto ha venido
acompañado por ciertas dosis de un nacionalismo banal —desde la defensa por
parte de Pedro Sánchez del “imbatible” tomate español hasta la promesa de Attal
de impulsar una ley sobre la “soberanía alimentaria”— para responder a la
indignación rural. Aunque poner un freno al comercio mundial y priorizar la
producción de proximidad resulta una opción defendida tanto por los sindicatos
agrícolas de derechas e izquierdas, las declaraciones de las últimas semanas corren
el riesgo de quedarse en meras palabras.
“De ninguna
manera, Francia aceptará este tratado”, afirmó la semana pasada Attal
refiriéndose al acuerdo de libre comercio que la Unión Europea negocia con
Mercosur (principales países de América Latina). Pese a esta contundencia
discursiva, las ONG temen que se trate de una posición de cara a la galería,
sobre todo con la mirada puesta en las elecciones europeas del 9 de junio, en
que la ultraderecha amenaza con sacar un rédito electoral a la rabia del campo.
Aunque Macron
ya había expresado en 2019 su rechazo al tratado con Mercosur, este se siguió
negociando. El Gobierno francés había dado en 2021 señales de que terminaría
aceptándolo. “La UE está encerrada en unas contradicciones enormes y está
dispuesta a perjudicar la agricultura para favorecer las exportaciones
industriales y de servicios”, critica Combes, quien menciona otros tratados de
libre comercio (Chile, Kenia o Nueva Zelanda) adoptados recientemente. “Todo
esto provoca el sentimiento de que se está sacrificando la agricultura”,
concluye.
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