Una cosa es
construir una fuerza alternativa de la izquierda, con voluntad de mayoría y de
gobierno, y otra diferente un partido bisagra aliado estratégico del PSOE.
¿Cuál es el proyecto de Yolanda Díaz? ¿Qué propuesta hace falta?
La izquierda y la España que dejó de ser problema
El Viejo Topo
4 marzo, 2022
El otro relato olvidado de una transición ejemplar
Al principio
fue una aspiración colectiva: ser como ellos, poner fin a una historia de
guerras civiles, de golpes de Estado y de una dictadura eterna. España era el
problema y Europa la solución. Fue la consigna, se malinterpretó a Ortega, pero
no importaba. Sutilmente, el acento se puso en Europa: ella nos salvaría.
Nuestro europeísmo fue una huida de España y de sus problemas. La nueva
generación política que llegó al gobierno con Felipe González fue más lejos:
España no era capaz de autogobernarse, tendría que hacerlo un Mercado Común que
pretendía ir hacia una mayor y superior integración europea.
Ni el ingreso
en el Mercado Común ni la integración en la OTAN eran elementos de una política
exterior a la altura de los tiempos. Era algo más profundo, más sustancial.
Puesto que no éramos capaces de autogobernarnos; puesto que, de una u otra
forma, llevamos siglos intervenidos por las grandes potencias, era necesario un
anclaje en estructuras de poder externas que consolidaran el poder de las
clases económicamente dominantes en España y que impidieran, de una u otra
forma, que la correlación real de fuerzas fuese cuestionada. Las bases
norteamericanas no bastaban, había que alinearse claramente con una potencia hegemónica
que estaba derrotando al “imperio del mal”. La OTAN era la definición precisa
de donde y con quién estábamos. Lo del Mercado Común era algo más complejo; les
pasaba igual a todas las economías del sur de Europa: problemáticas
económicamente, ingobernables socialmente y con aspiraciones políticas
demasiado avanzadas.
El Tratado de
Maastricht fue la salvación: perder soberanía a cambio de ganar estabilidad
macroeconómica para disciplinar a un movimiento obrero demasiado fuerte;
subordinar a unas izquierdas que no habían interiorizado que el muro cayó y que
el tiempo del reformismo terminó. Fue la “gran audacia” del PSOE de González:
gobernar la globalización neoliberal e impulsarla sin reservas en estrecha
alianza con los grandes poderes. Con un poco de suerte y algo de habilidad se
podría conseguir que los trabajadores alemanes terminaran financiando nuestro
incipiente y débil Estado de Bienestar.
España, por
fin, dejaba de ser un problema. Su futuro ya no dependía de ella. Estaba
sólidamente determinada por una alianza política armada y por una integración
europea que empezaba a dirigir de facto nuestra política económica. El futuro
de España era dejar de ser un Estado y convertirse en una “comunidad autónoma”
de una forma-dominio político esencialmente no democrática y bajo el control de
unas élites que conseguían institucionalizar las reglas jurídico-económicas
neoliberales. Eso sí -paradoja de las paradojas- bajo la hegemonía del poderoso
Estado alemán.
La otra parte
del relato se empezó a escribir desde aquí. La vieja cuestión
nacional-territorial que siempre estuvo ahí, volvió a emerger. Las burguesías
nacionalistas vasca y catalana -Galicia siempre fue otra cosa- acompañaron
entusiásticamente el diseño de unas políticas que, de una u otra forma, garantizaban
la economía capitalista, la democracia liberal y, sobre todo, la integración
supranacional militar, económica y política. La idea era simple pero clara:
puesto que el Estado español era una entidad a desaparecer en el marco de una
Europa federal, había que apostar decididamente por su desmantelamiento y por
una Cataluña y una Euskadi, primero regiones y luego Estados. Más Europa
significaba menos España soberana e –inevitablemente- menos España democrática.
El demos decidía muy poco en la política real y la democracia
se cuarteaba entre la impotencia y la dictadura de una oligarquía omnipresente.
El 15M fue la consecuencia, en gran parte fallida, de todo esto.
La operación
era, al menos, curiosa. Se negaba el concepto de soberanía como antigualla en
un mundo felizmente globalizado. A la vez, se reafirmaba la soberanía
originaria de Euskadi y Cataluña y, finalmente, se apostaba por una Europa
estatalmente organizada. Por decirlo de otro modo, se reconocía como hecho positivo
que España era una democracia limitada; se aceptaba que la UE era el futuro y,
coherentemente, se apostaba por su desmantelamiento. Lo que decían realmente
los nacionalistas vascos y catalanes es que preferían ser regiones de la UE que
comunidades autónomas de un Estado español condenado a la extinción. El paso al
independentismo fue su consecuencia lógica. Algunos creyeron que se podía
romper el Estado español sin que nada pasase y con el apoyo de una Unión
Europea todopoderosa. Los resultados están a la vista: ruptura de la comunidad
política catalana, emergencia de un nacionalismo español de masas y giro a la
derecha en los aparatos del Estado en un proceso de automatización todavía no
desvelado del todo, pero que se deja sentir cada vez con más fuerza.
Hablar de izquierda en serio: veracidad y radicalidad
De nuevo se
habla de (re) fundar la izquierda. De abrir un debate de masas sobre su futuro,
de escuchar mucho e iniciar una conversación sincera entre política y
ciudadanía, entre política y clases trabajadoras en un mundo que cambia y no
sabemos muy bien hacia dónde. Yo quisiera contribuir a este dialogo desde la
realidad, intentando que esta no sea ocultada en los frondosos bosques de la
retórica y, mucho menos, negada en el cotidiano quehacer del gobierno.
Por eso he querido comenzar por este “otro relato” conocido y casi
siempre eludido: España es una democracia limitada, parte del dispositivo
político-militar norteamericano en Europa, que no decide, desde hace años,
sobre su política de seguridad y defensa; parte de la Unión Europea, que no
decide, desde hace años, sobre su política monetaria, económica y fiscal. La
que ya no tiene “derecho a decidir” es España. El otro lado de la contradicción
es la crisis del Estado español; es decir, su cuestionamiento sustancial por
dos movimientos nacionalistas que hacen del independentismo identidad y
programa, en un proceso ampliado de desintegración y desarticulación espacial
puesto en evidencia por las demandas de eso que se ha dado en llamar oblicuamente
la “España vaciada”.
Quizás la
primera cosa que habría que reivindicar es una visión crítica del pasado
reciente. Venimos de una refundación y vamos hacia otra en apenas cinco años. ¿
Qué se hizo mal?; ¿qué se hizo bien?; ¿dónde poner los acentos y qué instrumentos
reivindicar?. Además, se está gobernando: ¿algún balance?; ¿cambió la Unión
Europea de paradigma? Los fondos europeos, ¿se orientan a transformar realmente
el modelo productivo? ¿Este gobierno está reforzando efectivamente el Estado
social, democratizando la economía, asegurando el futuro de las pensiones y
poniendo freno al poder omnímodo empresarial en la relaciones colectivas e
individuales del trabajo?
Las personas
cuentan. Pablo Iglesias combinaba radicalidad verbal al servicio de un reformismo
a ras del suelo. La agresividad cobarde de las derechas; unos medios de
comunicación controlados por los poderes económicos, construyeron una
figura-símbolo que concitaba grandes rechazos y significativos consensos.
Decidió que había que aliarse con el PSOE de Pedro Sánchez para poder gobernar;
es decir, con su principal rival electoral y, él lo sabía muy bien, con el
auténtico partido del Régimen. La clave, según él, era dejar atrás a una
izquierda que teme gobernar, que no está en disposición de asumir riesgos y
mancharse las manos con la política de cada día; una izquierda que prefiere la
comodidad de la oposición al duro quehacer para mejorar la vida de las gentes.
Se aceptó como inevitable la pérdida de más de millón y medio de votos y la
reducción a la mitad del grupo parlamentario. Menos fuerza social y electoral,
pero más poder; las cuentas salían o lo parecía. Gobernar desde el BOE y
gestionar con pericia las relaciones con los medios, esa era la política
ganadora.
Había que ser
realista. Negociar un programa de gobierno de verdad no era posible dadas las
diferencias (reales o imaginarias) entre el PSOE y UP. La dirección de la
coalición lo que hizo fue presentar una plataforma social y económica
acompañada con sus mecanismos de financiación, centrando sobre ella la
negociación. Los llamados “temas de Estado” nunca estuvieron en la agenda, solo
declaraciones generales. Se dejaron en manos del PSOE la definición y la
gestión exclusiva de todo lo referente a la política exterior, defensa y seguridad
en momentos donde los cambios geopolíticos se aceleraban y, hay que subrayarlo,
la crisis político-militar entre los EEUU y China se hacía presente con toda su
importancia. Se aceptó que Pedro Sánchez se responsabilizara de todo lo
referente a una Unión Europea obligada a diseñar nuevas políticas y se fue
asumiendo la idea de que esta estaba cambiando de paradigma. Los fondos
europeos eran la señal inequívoca de las nuevas orientaciones que, se decía,
ponían fin a las etapas de austeridad.
Lo más sorprendente
fue que nada se propusiese realmente para intentar resolver los variados
problemas de la llamada “crisis territorial” más allá de las conocidas
apelaciones al dialogo, a las buenas formas y a los consensos democráticos
básicos. Cuestiones decisivas como democratización sustancial de la justicia,
la reforma en profundidad de las administraciones públicas o de la urgente
necesidad de organizar y diseñar nuevas estructuras para la gestión estatal de
las políticas sociales, fueron dejadas prudentemente a un lado. La transición
energética y ecológica, tema central, se asumió al modo PSOE; es decir,
respetando el control del sector que tienen los grandes oligopolios. Se podía
continuar. O se aceptaba este tipo de acuerdo o no habría gobierno de coalición
posible. De camino, se clausuraban debates esenciales y se eludían otros: OTAN,
bases militares, la Unión Europea del euro y el alineamiento férreo con los
EEUU en su lucha existencial para mantener su orden y poder contra una China
cada vez más fuerte, en alianza con Rusia, devenida, una vez más, en el
“Imperio del mal”.
La salida de
Pablo Iglesias del gobierno y, por ahora, de la política hubiese sido un buen
momento para hacer un balance de los resultados de la coalición PSOE-UP. No se
hizo así y lo que es peor, nombró a una “heredera” que, como era natural, hizo
todo lo posible por separarse de quien le designó. ¿Qué tenemos? Un gobierno de
coalición que no es capaz de dar un mensaje en positivo de cambio, una
oposición hegemonizada por el discurso de la extrema derecha y un bloque que
hizo posible el gobierno de Pedro Sánchez compuesto por nacionalistas e
independentistas catalanes, vascos y gallegos que no acaban de sintonizar con
las políticas que se promueven. En pocos días habrá elecciones en Castilla y León
y parece que en primavera llegarán las andaluzas. Todo esto en un contexto
presidido por la pandemia y una recuperación que arranca con menos fuerza de lo
esperado y con una inflación que amenaza el crecimiento económico futuro.
La esperanza se
ha ido depositando en Yolanda Díaz. Por ahora los medios la tratan bien. Su
estilo reposado, dialogante y educado sintoniza con una parte significativa de
la ciudadanía. Su gestión está bien valorada y sus políticas han significado,
no sin una fuerte discusión, avances en determinados aspectos laborales y en
mejoras económicas. Desde fuera se tiene la impresión que hay una complicidad
personal fuerte entre ella y Pedro Sánchez que periódicamente tiene que ser
renovada ante los conflictos recurrentes en el gobierno. El debate sobre la
reforma laboral sigue abierto. Aquí, como en otros temas, los grandes
calificativos acaban por oscurecer los avances reales. Más allá de las
palabras, ¿se ha conseguido derogar la reforma laboral del PP? A mi juicio, no.
¿Los avances son positivos? Sí. Entre otras cosas porque la reforma laboral del
PP estaba relacionada íntimamente con la reforma previa del PSOE. Queda por ver
si la “reforma de la (contra)reforma” produce o no el fortalecimiento del poder
contractual de las clases trabajadoras que siempre fue la clave de la
negociación. De ello depende la mejora de los salarios, el fortalecimiento del
sindicalismo y la estabilidad en el empleo. Veremos.
No me equivoco
mucho, creo, si afirmo que el proyecto de la Vicepresidenta segunda del
gobierno tiene un carácter fundacional; es decir, pretende abrir una página
nueva más allá de lo que hoy es Unidas Podemos. No habría que dejarse
confundir: todo proyecto nuevo, en cierto sentido, es transversal ya que
pretende ir más allá de los alineamientos políticos establecidos y crear un
mapa electoral sustancialmente diferente al actual. La palabra clave es
autonomía: político-programática frente al PSOE y estratégico-organizativa
frente a los partidos políticos que componen Unidas Podemos. Esta última
cuestión no será fácil. Sin las organizaciones que componen Unidas Podemos no
es posible construir algo nuevo; con ellos puede haber dificultades. La clave
es gobernar el proceso, crear dispositivos que amplíen las alianzas, que sumen
colectivos sociales, personas independientes, cuadros y militantes.
Habría que
aprender de errores pasados. La forma dominante actual de hacer política no
creo que pueda servir para construir una fuerza alternativa de la izquierda. Lo
normal hoy es que una fuerte personalidad política se reúna con un grupo de
notables y se relacione con la población a través de los medios de
comunicación. Luego viene la construcción de un grupo parlamentario homogéneo
y, desde ahí, disputar el gobierno. Esto no ha funcionado ni creo que funcione
en el futuro, insisto, para una fuerza que pretende ser alternativa; es decir,
comprometida con la defensa de los derechos sociales, la democracia económica,
el fortalecimiento del poder de las clases trabajadoras y la defensa
intransigente de la soberanía popular.
No se debería
confundir a una ciudadanía cansada de engaños y falsas promesas. Una cosa es
construir una fuerza alternativa de la izquierda y otra, digamos que diferente,
un partido bisagra aliado estratégico del PSOE y con la misión de hacerlo girar
a la izquierda. Para esto no haría falta construir algo nuevo; basta con tirar
con lo que hay, potenciar la imagen de la Vicepresidenta y fomentar relaciones
públicas ampliadas y desarrolladas. Para una fuerza alternativa con voluntad de
mayoría y de gobierno, la esperanza tiene que ser organizada, convertida en
compromiso político, sólidamente enraizada en el territorio, en los lugares
donde se trasforma el sentido común y se potencia imaginarios críticos y
rebeldes. La condición previa es la POLÍTICA entendida como proyecto de país,
con mayúsculas y a lo grande.
Una propuesta nada modesta
Tres conceptos:
proceso, consenso y programa en sentido fuerte. Repito lo ya dicho, una fuerza
alternativa de la izquierda no se puede construir con las mismas formas y
métodos que las de derechas. Hace falta dispositivos políticos que fomenten la
(auto) organización, la pertenencia y la identidad. Los viejos partidos de
integración de masas tienen que ser reformulados, adaptados a un tipo de
sociedad que ha cambiado radicalmente para cumplir un papel imprescindible:
crear poderes sociales, movilizar a la población y organizar la participación
política.
Proceso para ir
de menos a más, consenso en torno a los métodos organizativos y programa como
construcción de un proyecto de país. Lo primero, definir una dirección política
del proceso. No quiero entrar en temas delicados. Hace falta un núcleo
político-organizativo que dirija el proceso, que tome decisiones y que promueva
la idea de equipo, de colectivo dirigente. Se es grande cuando se cabalga a
hombros de gigantes. Lo segundo, preparar a fondo una conferencia que apruebe
un manifiesto-político dirigido al país y, lo tercero, ir a una constituyente
para una nueva formación política.
Me quiero
centrar en el tipo de conferencia política. El objetivo es aprobar un
manifiesto que exprese un análisis veraz de las grandes transformaciones en
curso y un conjunto de ideas-fuerza que promuevan un imaginario alternativo que
dé cuenta de un proyecto de país. Lo normal sería un decálogo claro, preciso,
transformador que impulse el debate público, el compromiso político y la
organización. Programa, sujeto y organización están muy unidos. El método
podría ser en dos fases: una conferencia que aprobara un borrador de manifiesto
político; este sería discutido territorial y sectorialmente en un debate
público lo más amplio posible que podría durar 3 o 4 meses. En la segunda fase
se aprobaría y se convertiría en la base del programa de una nueva fórmula
electoral.
Este manifiesto
político tendría que definirse y decidir sobre algunas cuestiones fundamentales
mal resueltas en Unidas Podemos y que fundamentarían una propuesta autónoma
formulada en positivo. Estas deberían ser las siguientes: a) posición sobre los
cambios geopolíticos y caracterización del orden multipolar en gestación. b)
Plantearse con rigor una política de defensa y seguridad que supere a la OTAN y
que consolide una política internacional al margen de la dependencia de EEUU.
c) Caracterización de la UE, de su política económica centrada en el euro; su
relación con la soberanía popular y el constitucionalismo social. d) Definición
de lo que se entiende aquí y ahora por Estado federal en el marco de una
propuesta constituyente. e) La democracia económica como consolidación y
ampliación del Estado social, como democratización de los poderes económicos y
revitalización del poder de las clases trabajadoras.
Se podría
continuar. Esta (in)modesta proposición trata de propiciar el debate y la
polémica. No acepta que la conversación con los ciudadanos sea solo a través de
los medios de comunicación y eludiendo los debates básicos. Hay que aprender de
las derechas y de las derechas extremas. Esperanza Aguirre, la señora Ayuso y
el señor Abascal hacen de lo que ellos llaman el debate cultural, el núcleo
duro. Cada día hablan más de ideología, proyecto, programa. La respuesta usual
de la izquierda es eludir la ideología y centrarse en las medidas concretas; es
decir, oponen tecnocracia a la política. Esta estrategia es perdedora, les deja
la iniciativa a las derechas, sitúan a la izquierda a la defensiva y se entra
en el territorio de la post verdad. La clave es la de siempre: ideas, proyecto
que suscite compromiso político y que promueva la organización y la
movilización social.
Fuente: La Casamata.
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