La izquierda debe considerar el marco geoestratégico de la guerra en Ucrania. Pero el “No a la guerra” necesita declinarse de modo concreto. La exigencia del momento es la retirada de las tropas rusas de Ucrania y la solidaridad con su población.
La izquierda ante la guerra
El Viejo Topo
2 marzo, 2022
La guerra
siempre ha planteado severos desafíos a la izquierda. Ha causado incluso los
más dolorosos desgarros en sus filas. Si la guerra representa la prosecución de
la política por otros medios, éstos son de tal violencia y arrastran en su
furia las pasiones y el destino de tantos seres humanos que la razón se
tambalea. No resulta fácil mantener la cabeza fría en medio de la vorágine, ni
discernir la verdad, primera víctima de todas las guerras. Basta con recordar
el colapso de la Internacional Socialista en 1914, cuando sus principales
partidos fueron arrastrados por el fervor patriótico de sus respectivas
naciones. O el desconcierto del movimiento obrero europeo al inicio de la
Segunda Guerra Mundial, aún bajo la conmoción causada por el pacto
germano-soviético.
La odiosa agresión
de Putin contra Ucrania suscita, desde luego, una repulsa
unánime en las filas de la izquierda y entre la opinión pública democrática.
Incluso la extrema derecha, profundamente identificada con el modelo
autoritario del presidente ruso, se ve obligada estos días a adoptar un perfil
bajo. Aquí y allá surgen manifestaciones contra la guerra, movimientos de
solidaridad con la población ucraniana. A pesar de todo ello, sin embargo,
subsisten muchos matices en el enfoque que se da a esta gravísima crisis desde
la izquierda. Y su discurso no siempre resulta inteligible para una ciudadanía
perpleja ante los acontecimientos.
La tradición
marxista aconseja orientarse siguiendo criterios de clase. Por supuesto, la
guerra no se reduce a ese factor, ni expresa el enfrentamiento en términos
nítidos. El desarrollo concreto de una guerra pone en movimiento agravios
seculares, conflictos nacionales, étnicos o culturales mal resueltos… Eso es
innegable en el caso de Ucrania, si consideramos la atribulada historia de esta
República desde su nacimiento al calor de la Revolución de Octubre hasta la
caótica desintegración de la URSS. Pero la guerra desatada por la invasión rusa
no responde tan solo a esos factores nacionales y regionales. En realidad,
Ucrania es teatro – y víctima – de una confrontación mucho más amplia y
prolongada, una confrontación de naturaleza imperialista. La
caída del muro de Berlín y el colapso del bloque soviético situó a Estados
Unidos en la vía de una nueva expansión de su influencia económica, diplomática
y militar. Pero esa expansión hacia el Este de Europa no podía “engullir” sin
más a Rusia: a pesar del hundimiento del régimen burocrático y del
desmembramiento de la URSS, Rusia conservaba una extensión territorial, una
población, unos recursos naturales, un desarrollo industrial, una capacidad
militar y una conciencia nacional que seguían haciendo de ella una gran
potencia.
Algunos
comentaristas hablan del “error” que habría supuesto en su día
no afianzar la amistad con Rusia cuando ésta tendía sus brazos a Occidente.
¿Por qué no haber tratado de integrarla en la OTAN? ¿No hablaba acaso Gorbachov de
levantar “una casa común europea”? ¿Por qué no,
si Moscú abrazaba con entusiasmo la economía de mercado? Quienes así razonan
pierden de vista algo esencial: la globalización ha supuesto un salto
cualitativo en la interdependencia de las distintas economías del planeta, pero
no ha disuelto la base del Estado-nación sobre la que se levantó el
imperialismo. Un imperialismo cuya armadura militar recubre en nuestra época
moderna la política de expansión del capital financiero dominante.
Más allá de titubeos y matices entre sucesivas administraciones, no hubo “error” en
la política americana de las últimas décadas, sino la expresión de una
implacable lógica interna. Estados Unidos no quiere una Europa con autonomía en
la arena mundial, ni podía convivir en un mismo marco de dominación con Rusia.
Con la hegemonía pasa como con el mando en el ejército: se ejerce o se acata,
pero nunca se comparte.
Estados Unidos
se ha aprovechado de la lentitud de la construcción europea para subordinar a
su estrategia a los distintos países de la UE – países cuyo peso, tomado
separadamente, es cada vez menos decisivo en un mundo globalizado. La OTAN ha
cumplido esa función, ya sea dando cobertura a aventuras como la de Afganistán,
o incorporando en oleadas sucesivas a la alianza militar a los países que
habían estado bajo la órbita soviética. Ucrania representa una pieza clave en
esa estrategia. Las crisis políticas que ha vivido en la última década, así
como la exacerbación del nacionalismo, han estado inequívocamente
marcadas por la voluntad desestabilizadora occidental, deseosa de tener un
gobierno “amigo” en Kiev. Pero nada sería más ingenuo que
considerar la intervención de Putin como una “guerra
defensiva” o una “acción preventiva”. Su régimen
autocrático representa los intereses de una oligarquía cuyas aspiraciones no
son menos imperialistas. Putin ni siquiera reconoce la
singularidad cultural y nacional de Ucrania, que tacha de creación artificial
leninista. A estas alturas de la invasión, parece evidente que su deseo sería
instalar un régimen vasallo en Kiev por la fuerza de las armas. Semejante
proyecto resulta más que dudoso, dada esa tozuda realidad nacional que
desprecia el amo del Kremlin. Pero, en este caso también, más que de “error” habría
que hablar de la lógica de conquista de un poder plenamente imperialista. Putin no
se defiende de la presión occidental por métodos democráticos, sino mediante la
agresión y la represión de su propio pueblo.
La izquierda
debe considerar el marco geoestratégico que envuelve la guerra en Ucrania. Pero
no por ello debe confundir los distintos planos ni los tiempos del conflicto.
El “No a la guerra” necesita declinarse de modo concreto,
proponiendo objetivos a la movilización ciudadana y formulando exigencias a los
gobiernos. La huida hacia delante de Putin ha reforzado a la
OTAN y al liderazgo americano. Más allá de las franjas militantes o muy
politizadas, una amplia opinión pública difícilmente puede asimilar en estos
momentos consignas tradicionales del movimiento contra la guerra como “OTAN
no, bases fuera”. Hoy por hoy, eso puede ser entendido como una actitud
neutral. O peor, como una pose de superioridad moral por parte de la izquierda.
Hay que dar tiempo al tiempo. La conciencia política progresa bajo el impulso
de la experiencia. En la fase actual, se libra un combate desigual entre una
gran potencia y la República de Ucrania. Eso es lo que ve la gente. La OTAN se
mantiene en segundo plano. Es percibida como una alianza defensiva frente a la
agresividad desmedida de Putin, capaz de amenazar a Suecia y
Finlandia o de poner en alerta su fuerza nuclear. La exigencia del momento es
la retirada de las tropas rusas de Ucrania y la solidaridad con su población.
La resistencia popular es legítima, por encima de las discutibles credenciales
del régimen ucraniano, que arrastra un pasivo de represión antisindical y de
connivencia con fuerzas abiertamente fascistas. Tanto es así que el gobierno
alemán, opuesto por razones históricas a brindar apoyo militar a cualquier
contendiente de un conflicto bélico, acaba enviando armas a la República
asediada.
La cuestión no
es menor. España “es territorio OTAN”, como le gusta decir a Enric
Juliana. Su posición estratégica se ha acrecentado notablemente. En
particular por lo respecta al abastecimiento energético del continente, que
puede verse comprometido en el próximo período. El gobierno de Pedro
Sánchez es consciente de ello y por eso se afirma tan ostensiblemente
como un socio comprometido de la alianza. La nueva posición de España
condicionará todo el desarrollo de su política interna, empezando por las tensiones
territoriales. Unidas Podemos sabe que no es momento de “moverse en
formación”. Es necesario hilar muy fino para explicar las cosas. Es
cierto, la izquierda alternativa – y, al cabo, el conjunto de la izquierda – no
pueden y no podrán ser indefinidamente atlantistas. La OTAN es un dispositivo
de naturaleza imperialista que maniata a Europa y no corresponde a sus
intereses, al progreso de sus pueblos. Si la OTAN no desapareció con la guerra
fría fue por la necesidad americana de proseguir una expansión que parecía
encontrar una vía expedita a finales del siglo XX. Pero Europa sólo puede
superar ese marco avanzando en la integración política de la UE. Es decir, a
través de una construcción federal que le permita tener un
peso específico determinante en la economía-mundo y en la arena internacional,
con una firme acción diplomática a favor de la paz, con voluntad de cooperación
y un sistema autónomo de defensa. La UE aún se asemeja demasiado a un club
presidido por viejas potencias venidas a menos, que no han tomado conciencia de
su debilidad. El proyecto federal constituye la única manera de rebasar esa
impotencia, que sólo puede engendrar reacción y vasallaje. El retraso histórico
del proyecto federal facilita que, una vez más, los conflictos imperialistas se
diriman a costa de las castigadas naciones de Europa.
Pero la
conciencia de tal necesidad – de esa urgencia – sólo se abrirá
paso entre la ciudadanía a la luz de los acontecimientos. La izquierda debe
exponer con paciencia su perspectiva y acompañar esa evolución. No hay atajos.
Fuente: Blog de Lluís Rabell.
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