Tal día
como hoy, en 1831, moría el filósofo alemán G.W.F. Hegel. Gigante del
pensamiento y la erudición, su filosofía viva, inquietante, incluso retadora,
expresa el designio principal de la modernidad: poner en conceptos el propio
tiempo.
Aspecto actual del conflicto entre la razón y la fe
El Viejo Topo
14 noviembre, 2021
La cultura ha
elevado de tal manera a nuestro tiempo por encima de la antigua oposición entre
Razón y Fe, entre Filosofía y Religión positiva, que esa contraposición entre
Creer y Saber ha adquirido un sentido muy diverso y se encuentra ahora
trasladada al seno mismo de la Filosofía. Que la Filosofía sea una sierva de la
fe, como se decía antiguamente, y contra lo cual la Filosofía afirmó
definitivamente su absoluta autonomía: tales representaciones o expresiones han
desaparecido, y la razón —si por lo demás es razón lo que se llama así—, se ha
hecho valer de tal manera en la Religión positiva, que hasta un ataque de la Filosofía
contra lo positivo, los milagros y asuntos semejantes se consideraría como algo
superado y oscurantista; y Kant no tuvo suerte alguna con su intento de revivir
la forma positiva de la Religión con un significado tomado de su filosofía, no
porque con ello se cambiara el sentido propio de aquellas formas, sino porque
no parecían ya merece r ese honor.
Cabe sin
embargo preguntar si la razón triunfadora no experimentó aquel destino que
suele acompañar a las fuerzas vencedoras de las naciones bárbaras, frente a la
debilidad subyugada de las naciones cultas: mantener la supremacía externa,
pero verse sometida en espíritu a los vencidos.
Si se mira a la
luz el glorioso triunfo reportado por la razón ilustrada sobre aquello que, de
acuerdo con su menguada comprensión de lo religioso, ella veía frente a sí como
fe, vemos que pasó lo mismo: ni siguió siendo religión aquello positivo contra
lo cual luchaba, ni ella siguió siendo razón al vencer, y el engendro que se
eleva triunfante por encima de esos cadáveres, como el hijo común que los une,
tiene en sí tan poco de razón como de auténtica fe.
Al haberse ya
rebajado la razón en sí y para sí, por haber comprendido la religión únicamente
como algo positivo y no de manera idealista, no pudo hacer nada mejor que, al
terminar la lucha, mirarse ella misma, lograr su autoconocimiento y reconocer
su nulidad, al colocar lo mejor de ella, por no ser ella más que entendimiento,
como un más allá, en una fe fuera de ella y por
encima de ella, tal como ha sucedido en las filosofías de Kant, de
Jacobi y de Fichte, convirtiéndose así de nuevo en sierva de una fe.
Según Kant, lo
suprasensible no es adecuado para que lo conozca la razón; la Idea suprema no
tiene a la vez realidad. Según Jacobi, la razón se avergüenza de mendigar y para
labrar la tierra no tiene manos ni pies; a los hombres sólo se les ha otorgado
el sentimiento y la conciencia de su ignorancia de lo verdadero, únicamente el
presentimiento de la verdad en la razón, la cual no es otra cosa que algo
subjetivo en general e instinto. Según Fichte, Dios es algo inconcebible e
impensable; el saber sólo sabe que nada sabe y tiene que refugiarse en la fe.
Según todos
ellos, el Absoluto no puede estar, siguiendo la antigua distinción, ni en pro
ni en contra de la razón, sino por encima de ella.
El
comportamiento negativo de la Ilustración, cuyo aspecto positivo eran sus vanos
aspavientos sin consistencia, se otorgó una consistencia al comprender su
propia negatividad y, por una parte, se liberó de su vanidad mediante la pureza
e infinitud de lo negativo, pero por otra parte precisamente por ello no puede
tener, como saber positivo, más que lo finito y lo empírico, mientras que lo
eterno está más allá, de modo que para el conocimiento es vacío, y no puede
llenar ese infinito espacio vacío sino con la subjetividad del anhelo y del
presentimiento, – y así, lo que en otro tiempo se consideraba la muerte de la
filosofía, el que la razón tuviera que renunciar a su estar en el Absoluto, que
se excluyera sin más de él y se comportara con respecto a él sólo de manera
negativa, se ha convertido ahora en el punto supremo de la filosofía, y el no
ser de la Ilustración, al haberse vuelto consciente, se ha convertido en
sistema.
Las filosofías
imperfectas pertenecen de manera inmediata, por su misma imperfección, a una
necesidad empírica, y por ello mismo se puede comprender el aspecto de su
imperfección en esa y desde esa necesidad; en tales filosofías lo empírico, que
se encuentra en el mundo como realidad vulgar, se halla unido a la conciencia
en forma de concepto y por ello mismo justificado. El principio subjetivo común
de las susodichas filosofías no es, por una parte, una forma restringida del
Espíritu perteneciente a un corto período o a un grupo reducido; mientras que,
por otra parte, la poderosa forma del Espíritu que constituye su principio
alcanza sin duda en ellas la plenitud de su conciencia y de su formación
filosófica como para ser expresada plenamente al conocimiento.
Ahora bien, la
gran forma del Espíritu universal que se ha dado a conoce r en esas filosofías
es el principio del Norte y, viéndolo religiosamente, del Protestantismo: la
subjetividad, en la cual se expresan la belleza y la verdad en sentimientos y
convicciones, en el amor y el entendimiento.
La Religión
edifica sus templos y altares en el corazón del individuo, y los suspiros y las
oraciones buscan al Dios de cuya contemplación él se priva, porque está
presente el peligro del entendimiento que podría tomar lo contemplado como una
cosa, al bosque como leña.
Es cierto que
también lo interior debe exteriorizarse, la intención alcanzar efectividad en
la acción, el sentimiento religioso inmediato expresarse en movimientos
externos, y la fe, que escapa a la objetividad del conocimiento, objetivarse en
pensamientos, conceptos y palabras; pero el entendimiento separa estrictamente
lo objetivo de lo subjetivo, y lo objetivo viene a ser lo carente de valor y lo
malo , así como la lucha de la belleza subjetiva debe esforzarse para
salvaguardarse adecuadamente de la necesidad por la cual lo subjetivo se vuelve
objetivo, y lo que debería omitirse por completo es aquella belleza que se
vuelve así real y se entrega a la objetividad, así como la conciencia que
pretende orientarse hacia su manifestación y hacia la misma objetividad, a conformar
el fenómeno o, una vez conformado, a moverse en él; porque ello sería un exceso
peligroso y un mal, ya que el entendimiento podría convertirlo en algo, así
como sería una superstición todo bello sentimiento que se convirtiera en
contemplación sin dolor.
Este poder que
le es otorgado al entendimiento por la belleza subjetiva, y que a primera vista
parece contradecir el anhelo de esa misma belleza que vuela más allá de lo
finito y para el cual eso finito no es nada, es un aspecto tan necesario para
ella como su esfuerzo contra él; y se da a conoce r en la exposición de las
filosofías de esa subjetividad. Precisamente por su huida frente a lo finito y
por el afincarse de la subjetividad, la belleza se les convierte en cosas sin
más, el bosque en leña, las figuras en cosas que tienen ojos y no ven, oídos y
no oyen, y como los ideales no pueden ser tomados en la realidad completa
propia del entendimiento como troncos y piedras, se les convierten en
ficciones, y toda relación con ellos aparece como un juego insustancial o como
dependencia de objetos y como superstición.
Pero junto a
ese entendimiento, que por todas partes sólo ve finitud en la verdad del ser,
la religión como sentimiento, como amor eternamente anhelante, tiene su aspecto
sublime al no quedarse adherida a ninguna contemplación o goce pasajero, sino
anhelar la belleza y la libertad eterna. Como anhelo ella es algo subjetivo;
pero lo que busca y no le es dado contemplar es lo Absoluto y Eterno.
Ahora bien, si
el anhelo encontrara su objeto, la belleza temporal de un sujeto en cuanto
singular sería su felicidad, la perfección de una entidad perteneciente al
mundo; pero en la medida en que la belleza individualizara efectivamente la
felicidad, dejaría de ser belleza. Sin embargo, como cuerpo de la belleza
interior, la existencia empírica misma deja de ser temporal y algo propio. La
intención no se ve manchada por su objetividad como acción, y la acción, así
como el goce , no se ven elevados por el entendimiento a ser algo opuesto a la
verdadera identidad de lo interior y de lo exterior.
El conocimiento
supremo consistiría en saber qué cuerpo es aquel en el cual el individuo no
sería un singular y en el que el anhelo llegaría a la contemplación perfecta y
al goce bienaventurado.
Capítulo primero del libro de Georg W. F. Hegel Creer y
saber, publicado en 1803. Traducción de Jorge Aurelio Díaz.
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