¿Qué propósitos escondía la ocupación estadounidense de
Afganistán? Veinte años después, ¿por qué las tropas norteamericanas se retiran
del país? ¿Washington seguirá influyendo sobre Kabul o se impondrán las agendas
de otros países dispuestos a colaborar con el talibán? ¿Cabe esperar una
reconfiguración geopolítica de Asia Central?
Un país llamado desolación
El Viejo Topo
1 octubre, 2021
Cuando el último
día de agosto de 2021 el general de división Chris Donahue subió en Kabul al
avión de carga estadounidense C-17, se cerraba la guerra más larga de las que
ha participado Estados Unidos. Habían transcurrido veinte años de muerte y
devastación en Afganistán. Tras el caos en el aeropuerto internacional, donde
los soldados norteamericanos llegaron a disparar contra la multitud, el mundo
contempló la destrucción de documentos y material bélico, los últimos
bombardeos con drones que asesinaron a siete niños que jugaban en un patio de
Kabul, y la retirada del último militar norteamericano, que mostraba la
humillación y la vergüenza del país que todavía pretende dirigir el planeta.
Atrás, quedan numerosas matanzas, impunes por el momento, como la que exterminó
a treinta campesinos afganos, en 2019, en la provincia de Nangarhar, que el
Pentágono achacó a un «error» de los drones. Afganistán ha padecido muchos
errores semejantes. Cuando despegaba el último avión norteamericano, Blinken,
el viejo ‘halcón’ que dirige el Departamento de Estado, declaraba que su país
dirigirá su diplomacia con Afganistán desde Doha, la capital aliada de una
monarquía medieval.
Mientras tanto,
en el Pentágono, ante la prensa, el general Kenneth F. McKenzie, un veterano de
las sangrientas campañas en Iraq y Afganistán, jefe del United States Central
Command (USCENTCOM), Comando Central estadounidense, intentaba dar la impresión
de que su país no abandonará a todos aquellos colaboracionistas con la
ocupación estadounidense que se han quedado atrás, varados en un país en manos
del talibán. Y el jefe del Pentágono, el general Lloyd Austin, declaraba su
orgullo por la misión, aunque no podía esconder la evidencia de la humillación.
Dejaban atrás un Afganistán donde no solo vuelven a gobernar aquellos que
Estados Unidos desalojó veinte años atrás, sino que ni siquiera han conseguido
desmantelar las bases del terrorismo islamista, objetivo que sirvió de pretexto
para la invasión. Porque la invasión de Afganistán no fue soviética, sino
estadounidense: la URSS había firmado un tratado con el gobierno revolucionario
afgano de Najibulá, y acudió a su solicitud de ayuda. En la conmoción de los
atentados del 11 de septiembre de 2001, Estados Unidos entró a sangre y fuego
en el país unas semanas después, armado de la seguridad de su enorme poder
militar y de la avidez del programa neocon (Project for the New American
Century que agrupó a los Bush, Cheney, Wolfowitz, Rumsfeld, Perle y otros).
Pero los planes definidos por los neocon eran demasiado ambiciosos.
Pese a algunas
iniciativas, visibles sobre todo en Kabul, Estados Unidos no ha reconstruido el
país, y lo abandona como el mayor productor de opio del mundo, con redes de
traficantes de las que participan sus protegidos en el país, aunque algunos,
como el primer presidente que impusieron, Hamid Karzai, negocien con los
talibán e incluso critiquen a sus antiguos protectores norteamericanos.
Washington tampoco deja organismos democráticos: tras una fachada electoral
levantada para consumo del mundo, han gobernado de facto los ‘señores de la
guerra’, beneficiarios y cómplices de la corrupción, del robo de las ayudas
internacionales, del tráfico de drogas y de los subsidios, y las instituciones
democráticas han sido siempre una mentira, con elecciones fraudulentas y
gobiernos títeres. Las dos décadas de ocupación norteamericana y de la OTAN han
sido un magnífico negocio para las empresas de armamento, las compañías de
mercenarios, los intermediarios y traficantes de droga, los comisionistas de la
guerra, los políticos corruptos estadounidenses y afganos, y los grupos de
notables colaboracionistas. Ha servido también como campo de pruebas de nuevas
armas y formas de bombardeos letales. Pero veinte años de ocupación es
demasiado tiempo, y afectaba gravemente al presupuesto: según un estudio de la
Universidad Brown, en esas dos décadas Estados Unidos ha gastado en Afganistán
2’3 billones de dólares y 243.000 personas han muerto a causa de la guerra.
Además, Washington necesita limitar la carga de Oriente Medio para concentrarse
en la «contención» de China.
El pacto con
los talibán en Doha para la retirada militar norteamericana fue gestado por el
gobierno Trump. Obedecía al objetivo de limitar el gasto, tan gravoso para el
presupuesto, al temor de seguir sufragando una guerra interminable, a la
reorganización de su dispositivo militar para orientarlo hacia los océanos
Índico y Pacífico y el Mar de China meridional, y a la esperanza de Trump de
que la finalización de la guerra afgana le reportaría beneficios electorales
para ganar las elecciones de 2020 ante Biden. Pero los estrategas del Pentágono
y del Departamento de Estado calcularon mal, basando decisiones en informes que
estaban lejos de responder a la realidad, como había puesto de manifiesto ya en
2019 The Washington Post publicando los «The Afghanistan Papers», donde muchos
responsables militares y políticos reconocían las mentiras con que los
gobiernos de Bush, Obama y Trump ocultaron la verdad sobre la situación en el
país.
Estados Unidos
no esperaban un desenlace tan rápido: los helicópteros, blindados y aeronaves
abandonados en los hangares son la constatación de una humillante estampida,
que ha alarmado a sus propios aliados: Dominic Raab, ministro de Asuntos
Exteriores británico, intentaba explicar en la Cámara de los Comunes el
incuestionable desastre, aludiendo a que los informes de los servicios secretos
compartidos por los británicos con los norteamericanos negaban, pocas semanas
antes de su caída, que Kabul estuviese en riesgo de pasar a manos de los talibán.
Con el fin de
la guerra, el nuevo régimen debe gestionar el gasto público, además de la
difícil situación en que queda el país. Los talibán son un movimiento local,
con ramificaciones en Pakistán, que forma parte del confuso mundo del fascismo
islamista, y cuyos milicianos son incluso más extremistas que los de veinte
años atrás, aunque sus actuales dirigentes intentan un ejercicio de pragmatismo
ante la dura realidad del país: afirman que su nuevo gobierno impondrá la
sharia, es decir un conjunto de disposiciones y leyes que creen son voluntad
divina (aunque en su interpretación discrepen de otros grupos islamistas), pero
deberán regirse por algunas concesiones porque no disponen de técnicos y
funcionarios para reactivar el aparato del Estado, y su aparente moderación es
una muestra de que pretenden negociar con otros sectores de la sociedad afgana
y encontrar un acomodo internacional que les permita el acceso a capitales,
fuentes de financiación e inversiones, más allá del que puedan facilitar Arabia,
Qatar y Pakistán, ahora que los fondos aportados por Estados Unidos se han
terminado. Es posible incluso que el mulá Abdul Ghani Baradar y los suyos
incluyan en el gobierno a representantes de las minorías (uzbekos, tayikos,
etc.) y de los sectores que gobernaron con los norteamericanos, como indican
sus negociaciones con Karzai y Abdullah, aunque siempre subordinados al
talibán. Sus dirigentes afirman que van a gobernar para terminar con la
corrupción, y saben que si la ayuda internacional desaparece, la crisis y la
hambruna serán inevitables. Si los talibán quieren acabar con el cultivo de la
adormidera, como hicieron en su anterior gobierno, deberán asegurar otros
medios de vida a los campesinos que la siembran. Y van a gobernar impregnados
del viejo anticomunismo islamista y con resortes neoliberales semejantes a los
que impone la autocracia saudí. Y saben que Estados Unidos puede convivir
perfectamente con ello, como hace con Riad. Deben afrontar los problemas de la
gobernación: Afganistán necesita alimentos, vacunas contra la Covid-19,
medicamentos; padece la falta de recursos, inexperiencia, falta de técnicos: la
reapertura parcial del aeropuerto de Kabul ha sido posible gracias a los
controladores enviados por Qatar. Los talibán quieren recibir ayudas de China,
Rusia, Pakistán, Turquía, de los países árabes, y también de la Unión Europea y
de Estados Unidos. La «ayuda humanitaria» no depende de condiciones políticas,
pero sí las tienen las «subvenciones al desarrollo».
La derrota
americana afectará a su diplomacia y prestigio, a su influencia política, a la
proyección de su fuerza militar, incluso a su hegemonía en la OTAN, y centrará
su actividad en el «pivote hacia Asia» que lanzaron Obama y Hillary Clinton.
Estados Unidos invadió Afganistán movido por el ansia de venganza por los
atentados del 11 de septiembre de 2001, pero también porque pretendía diseñar
el nuevo mapa de Oriente Medio, controlar los yacimientos de hidrocarburos y
las rutas de abastecimiento, con el dominio del gasoducto que uniría
Turkmenistán y la India a través de Afganistán. También, para asegurar que las
antiguas repúblicas soviéticas no volvieran a agruparse bajo la dirección de
Moscú, hundiendo una cuña en el corazón del continente, y ampliando su
dispositivo militar con nuevas bases en una región desde la que podía
monitorizar, y eventualmente atacar, a China, Rusia e Irán. Washington no
perdía de vista que, apenas tres meses antes, Pekín y Moscú habían creado la
Organización de Cooperación de Shanghái, con el implícito pero no confesado
objetivo de evitar la hegemonía norteamericana sobre las antiguas repúblicas
soviéticas centroasiáticas.
Esa aventura se
cierra ahora con un régimen teocrático en Afganistán al que se puede calificar
de fascista aunque tenga también otras características, propias del islamismo
radical, que debe lidiar con los opositores del Panjshir (con el hijo de Maud,
el viejo ‘señor de la guerra’) y con Daesh, Estado Islámico en Iraq y
Levante-Jorasán (EIIL-J, dirigido por veteranos del yihadismo creado y financiado
por Estados Unidos contra los soldados soviéticos, y por desertores del
talibán). Las milicias talibán son un conjunto de hombres reclutados entre los
sectores más pobres de la población afgana, que reciben su salario de ‘señores
de la guerra’ que controlan el mercado de la droga, y de potencias que les
financian como Arabia, Qatar y Pakistán, y también de jóvenes campesinos que
querían vengarse porque vieron morir a muchos de los suyos en el diluvio de
bombas que Estados Unidos lanzó: lo hicieron en 2001, con miles de ataques
aéreos y no dejaron de bombardear durante veinte años. El nuevo gobierno afgano
de Baradar convertirá esas milicias en el nuevo ejército afgano, aunque
encontrará obstáculos: muchos de los trescientos mil militares del ejército que
organizaron Estados Unidos y la OTAN con Karzai y Ghani han quedado a la
intemperie (aunque muchos solo existían en la nóminas que cobraban altos mandos
y políticos del régimen títere de Washington), y una parte intentará buscar
nuevos patrocinadores; por otra parte, la lealtad de muchos grupos que han
hecho de la guerra su forma de vida es precaria, como muestra la historia de la
organización muyahidin de Jalaluddin Haqqani, cuya red luchó contra la
república de Daud (el defenestrador del último rey afgano), atacó al gobierno
comunista de Najibulá recurriendo a saqueos, decapitaciones y violaciones,
trabajó para Estados Unidos, cobró de la CIA, más tarde colaboró para los
servicios secretos pakistaníes (ISI) y después se hizo talibán cuando las tropas
del mulá Omar conquistaron Kabul, y combatió a las tropas norteamericanas,
cobrando también de Arabia y de los Emiratos Árabes Unidos. Su hijo, Sirajuddin
Haqqani, es ahora ‘hombre fuerte’ en el gobierno del mulá Baradar. Pero Estados
Unidos intentará acomodarse a la nueva situación e incluso mantener bases
militares en Afganistán. No abandona la región, quiere seguir influyendo,
directamente y a través de su alianza con Arabia y las monarquías del golfo, e
Israel, y quiere mantener una cierta inestabilidad en Afganistán para evitar
que China desarrolle proyectos económicos en el país.
Para el
gobierno de Pekín no hay duda de que la lógica de la retirada norteamericana de
Iraq y Afganistán, sin admitir la derrota, radica en el hecho de que Estados
Unidos necesita concentrar sus fuerzas en la contención de China, y Oriente
Medio se había convertido en un pesado fardo. Pese a su distancia y prevención
con los talibán, China ha celebrado el final de la ocupación militar
estadounidense y afirma respetar la soberanía afgana. Está también dispuesta a
colaborar en la reconstrucción del país, siempre que deje de ser un refugio del
terrorismo islamista: es una de las condiciones que pone Pekín para su
cooperación económica, aunque en el seno del movimiento seminarista coexisten
diferentes posiciones al respecto. Suhail Shaheen, portavoz talibán, ha
declarado que esperan la colaboración de China en la reconstrucción, y aunque
Pekín se muestra muy prudente ante la situación en el país, y espera la
evolución de los acontecimientos, está dispuesto a facilitar asistencia
humanitaria y ayuda para superar la devastación. El uzbeko Abdul Salam Hanafi,
dirigente talibán y uno de los responsables de la oficina del movimiento en
Qatar, mantiene conversaciones con el ministerio de Asuntos Exteriores chino, y
se declara partidario de que Afganistán participe en el desarrollo de la nueva
ruta de la seda. Pero otros asuntos acaparan también la atención de China: está
alerta a la actividad de los destacamentos terroristas, y teme que grupos
uigures utilicen Afganistán como base para sus ataques en el Xinjiang. Le
preocupa también el mercado de la droga: bajo la dominación norteamericana,
Afganistán se convirtió en el mayor productor del mundo de heroína, casi el
noventa por ciento del total, y una parte de ese volumen fue introducido
clandestinamente en China.
Y no olvida la
exigencia de responsabilidades por una de las guerras más sangrientas del siglo
XXI: en el debate sobre la resolución del Consejo de Seguridad acerca de la
situación en Afganistán, donde China y Rusia se abstuvieron, el embajador chino
exigió a Estados Unidos que dejase de bombardear a la población civil afgana y
afirmó que debía tener responsabilidad penal por el asesinato de civiles.
Además, China ha exigido públicamente que se investiguen los crímenes cometidos
por Estados Unidos y la OTAN durante sus dos décadas de ocupación, a través de
una comisión internacional. Aunque Estados Unidos no tiene la menor intención
de hacerlo: dos días después de su retirada, el Pentágono calificaba de «justo»
el bombardeo que acabó con la vida de siete niños en Kabul, justificándolo
porque consideraban que el coche donde jugaban era una amenaza terrorista
inminente.
China quiere,
sobre todo, estabilidad en la región: le preocupa la llegada de islamistas al
Xinjiang, y le preocupa la actividad de los grupos monitoreados por la CIA y el
Pentágono, consciente de que siguen siendo uno de sus instrumentos de
intervención, desde Siria a Irán pasando por Pakistán o el Cáucaso. También recela
de la actividad del uigur Movimiento Islámico de Turkestán Oriental (ETIM), que
fue creado en Pakistán en la década de los noventa y que mantiene lazos con la
CIA norteamericana. El ramal pakistaní de la nueva ruta de la seda padece los
embates de «misteriosos» grupos terroristas, y del Ejército de Liberación de
Beluchistán (ELB), que se adjudicó el atentado de julio de 2021 en Dasu que
causó la muerte de nueve ingenieros chinos, y que volvió a repetirse con el
atentado contra trabajadores chinos de la autopista Gwadar Eastbay Expressway
Projet que forma parte del ‘Corredor económico chino-pakistaní’, sin ser
reivindicado. En el Beluchistán operan otros grupos terroristas, como
Tehreek-i-Taliban Pakistan (TTP), que mantiene excelente relación con los talibán
afganos, y el Mossad interviene en la región en su plan de acoso al vecino
Irán. Washington califica como terrorista al ELB, pero sus servicios secretos
lo respaldan extraoficialmente por dos motivos: es útil para atacar intereses
chinos en Pakistán, y podrían aumentar su apoyo para lograr la fragmentación
del Pakistán si Islamabad fortalece sus lazos económicos con Pekín. India
también apoya al ELB, como carta contra Pakistán, eterno rival. La retirada
norteamericana de Afganistán va a influir también en otros escenarios que
interesan a Pekín: el Mar de China meridional, el estrecho de Taiwán, y todo el
arco marítimo que va desde Japón hasta Singapur, así como la evolución del
QUAD, el foro estratégico creado por Cheney y el japonés Abe, donde Estados Unidos
pretende consolidar un frente político y militar con Japón, India y Australia
para acosar a China.
Rusia critica
también con dureza la aventura norteamericana, y considera a los talibán un
sanguinario grupo terrorista, aunque es consciente de que deberá enfrentarse a
los litigios que crea el nuevo régimen. Por ello, como Washington y Pekín, ha
mantenido contactos con los talibán y definirá su actitud conforme al proceder
del nuevo régimen teocrático. Putin ha calificado la situación en Afganistán como
una catástrofe, y quiere evitar una desestabilización que afecte a Tayikistán,
Uzbekistán y Turkmenistán, convertido este último en una dictadura hermética,
aunque con intereses para hacer llegar sus hidrocarburos a través de
Afganistán. China también está preocupada por esa hipótesis desestabilizadora,
porque algunas rutas de transporte atraviesan esa región y además es fuente de
hidrocarburos, y su apuesta por la cooperación económica en la región es bien
vista por Moscú, consciente de que si abre paso contribuirá a la estabilidad en
Afganistán y limitará los riesgos y las amenazas para las repúblicas de Asia
central, con las que Rusia quiere seguir recomponiendo los lazos con que
estaban unidas a ella en la Unión Soviética. Pero esas previsiones dependen de
la actuación norteamericana, y Moscú no olvida los antecedentes y la
responsabilidad de los servicios secretos estadounidenses en el envío y la
infiltración terrorista en Chechenia y el Cáucaso ruso y su actividad desde
Azerbeiján, uno de los centros operativos de la CIA en la región.
La Unión
Europea teme las consecuencias de la derrota norteamericana, y no se atreve a
sacar conclusiones: buena parte de sus miembros fueron arrastrados a una guerra
en Afganistán y ni siquiera les consultaron cuando Washington decidió la
retirada, y ahora teme una nueva oleada de refugiados, un «éxodo masivo hacia
Europa» como lo definió el ministro de Asuntos Exteriores italiano, problema
con el que Estados Unidos no debe lidiar: al igual que ocurrió con la guerra y
el éxodo sirio, cuyo promotor fue Washington, la posible llegada masiva de
refugiados afganos afectará a Europa y no a Estados Unidos. Afectará también a
los países vecinos. Según cifras de ACNUR, en 2020, dos millones doscientos mil
refugiados afganos se encuentraban en Irán y Pakistán, mientras que en Estados
Unidos apenas había dos mil. Estados Unidos, pese a ser el principal
responsable de la devastación y la crisis, se desentiende del problema,
mientras los ministros de Justicia e Interior de la Unión Europea proponen
«ayudar» a los países limítrofes de Afganistán, con el estrafalario argumento
de que los refugiados «deben quedarse en la región». Es decir, la Unión Europea
quiere comprar con dinero la voluntad de algunos gobiernos, como hizo con
Turquía para frenar a los refugiados sirios.
Bruselas ha
decidido establecer una delegación (como camuflaje de embajada) en Kabul y
plantea cinco condiciones al talibán: que no se convierta en refugio del
terrorismo, que respete los derechos humanos y los de las mujeres y que permita
la libertad de prensa en el país, además de formar un gobierno amplio e
«inclusivo» (que los talibán ya preparan y Pakistán impulsa), que permita
la libre salida del país de quienes opten por ello y una justa gestión de la
ayuda humanitaria. En realidad, la Unión Europea sabe que ninguna de esas
condiciones va a cumplirse, pero le sirven para justificar su permanencia en el
país, aunque de momento no reconozcan formalmente la dictadura talibán. Después
de todo, tampoco esas condiciones son cumplidas por Arabia, Qatar o los
Emiratos Árabes Unidos, sin que ello suponga el menor obstáculo para que
mantengan magníficas relaciones con la Unión Europea y con Estados Unidos.
Hablar de la Unión Europea es hablar de Berlín y París, y si la Comisión de
Bruselas defiende mantener el diálogo con los talibán, es por temor a perder
influencia en el país y en la región. La solitaria Gran Bretaña, tras el
Brexit, permanece como solícito aliado de Estados Unidos, sin que ello le
suponga más reconocimiento internacional ni mayor influencia. Afecta también a
Europa, la desairada posición de la OTAN, que ha sufrido un golpe demoledor,
llegando Jens Stoltenberg incluso a reconocer que su función en Afganistán era
de mera ayuda a Estados Unidos, olvidadas ya las falaces proclamas de libertad
y democracia con que disfrazaron una operación imperialista más. Todo ello
debería afectar a los países miembros, y mientras Francia sigue jugando con la
idea de un ejército europeo, sin mayores consecuencias aunque la Unión decida
la creación de un «fuerza de reacción rápida», idea mal acogida por Estados
Unidos y Stoltenberg, otros países, como España, deberían iniciar el proceso
para liquidar las bases norteamericanas, que ni sirven para la defensa de cada
país ni ayudan a definir una nueva política exterior europea que abandone la
subordinación a Washington y tienda la mano a Pekín y Moscú.
La India es uno
de los grandes perdedores de la caída del gobierno Ghani, al que apoyaba, y el
nuevo gobierno afgano aviva su enemistad con Pakistán, con quien se enfrenta en
Cachemira a través de grupos terroristas que convierten a esa región en un
peligroso polvorín por la posesión de armas nucleares de Delhi e Islamabad.
Pakistán acusa además a la India de «sabotear» la paz en Afganistán, y se niega
a asumir sus responsabilidad en los frecuentes atentados en terrirorio indio,
donde operan decenas de organizaciones terroristas, muchas con dependencia del
ISI pakistaní. Junto a ello, las diferencias con Pekín se mantienen, agravadas
por el riesgo que representa el QUAD al que Estados Unidos arrastró a
Delhi. Y la presencia en el gobierno talibán de Sirajuddin Haqqani (hijo de
Jalaluddin Haqqani, activo organizador del terrorismo contra la India) inquieta
en Delhi: los Haqqani, hoy en el bando talibán, son los feroces asesinos
muyahidin organizados por Washington que en 1987 rodeaban la ciudad de Jost,
durante el gobierno de Mohammad Najibulá de la República Democrática de
Afganistán aliada de la Unión Soviética. Los Haqqani son expertos en organizar
atentados suicidas.
A su vez,
Pakistán, que estuvo en el origen del nacimiento talibán, y en el de los
muyahidin que crearon y financiaron Estados Unidos y Arabia, sigue siendo su
principal apoyo. Pocos días después del fin de la ocupación norteamericana, el
4 de agosto, el general Faiz Hameed llegaba a Kabul para discutir la
composición del nuevo gobierno afgano. Casi dos millones de afganos viven
refugiados en el país, pero Islamabad no quiere admitir más. Los generales
pakistaníes son aliados de Washington, y su gobierno quiere mantener también
buena relación con Pekín y Moscú, mientras que Irán (que influye culturalmente
en Afganistán: el darí, lengua oficial junto al pastún, es un dialecto del
persa) desconfía de Pakistán, aliado a su vez de Arabia y gran enemigo de
Teherán en muchos de los conflictos regionales. Islamabad quiere controlar la
frontera con Afganistán, y que no perjudique a China, y se compromete a seguir
vigilando el terrorismo del TTP (los Tahrik-e-Taliban pakistaníes, muy activos
con coches-bomba), de Daesh, y del ETIM (Movimiento Islámico de Turkestán
Oriental, que Estados Unidos, con Trump y Pompeo, borró de su lista de
organizaciones terroristas en su campaña antichina), aunque su capacidad para
hacerlo es limitada. En Pakistán operan más de diez grupos islamistas que
recurren al terrorismo, y no hay que olvidar que los atentados han causado en
las dos últimas décadas decenas de miles de muertos pakistaníes y que, de
hecho, ha sido el país más afectado por la guerra afgana.
Irán, otro
régimen teocrático en la región, está enfrentado a Arabia e Israel, y duramente
afectado por las sanciones económicas norteamericanas. Pese a su patente
enemistad con Estados Unidos, apoyó a las tropas norteamericanas para derribar
el gobierno talibán en 2001, aunque la larga ocupación posterior hizo cambiar a
los ayatolás iraníes de estrategia: temían que Afganistán pudiese convertirse
en plataforma para atacar a Irán.
Arabia conecta
con los talibán, a quienes apoya y sirve de modelo para gobernar, y quiere
aumentar su influencia en la región, mientras Qatar, donde se desarrollaron las
negociaciones con Trump, mantiene una relación cercana con el mulá Baradar,
apoya a los talibán, y va a colaborar en la gobernación del país. Emiratos
Árabes Unidos reconoció el anterior gobierno talibán, y junto a Qatar ya han
enviado ayuda humanitaria a Kabul. A su vez, Turquía, pese a ser miembro de la
OTAN, mantiene buenos lazos con los talibán, e incluso ha ofrecido ayuda para
volver a poner en funcionamiento el aeropuerto internacional y otros
organismos: junto a Qatar se ofrece para gestionar el aeropuerto de Kabul, tal
vez con ayuda holandesa.
El nuevo
emirato islámico talibán, con el mulá Abdul Ghani Baradar (que fue joven
muyahidin contra la República Democrática de Afganistán) como jefe del
gobierno, y el siniestro ulema Haibatulá Ajundzadá (que se encargó de aplicar
la sharía tras la victoria talibán de 1996) como guía supremo y emir, domina ya
la totalidad del país, tras la toma del Panjshir.
Estados Unidos
fue a Afganistán para vengarse, y para desarrollar un plan de dominio
planetario que tenía en Oriente Medio un objetivo central. Hoy, llora por sus
últimos soldados muertos, por los dos mil quinientos militares y cuatro mil
mercenarios caídos, pero no repara en los centenares de miles de muertos que ha
causado su implacable máquina de guerra. Ahora las diversas piezas del
rompecabezas de Oriente Medio se recomponen, aunque sigue la guerra en Siria,
Israel no ha renunciado a impedir el poder atómico de Irán, aun a costa de la
guerra, Arabia sigue apoyando el terrorismo wahabita y el fascismo islamista, y
Turquía juega con el espejismo otomano. El talibán va a tener serias
dificultades para gobernar, y ya ha empezado a aplicar la venganza y los
castigos del yihadismo, aunque necesite mostrar un rostro más moderado para
afianzar su poder ante el mundo. El ansiado final de las guerras afganas no
debería suponer dejar el país en manos del fascismo islamista.
En Afganistán
no ha muerto el imperialismo norteamericano, aunque ha recibido una derrota que
tendrá grandes consecuencias estratégicas. Pero las ansias de dominación
imperial siguen ahí, sobre todo porque Washington va a seguir utilizando su
extensa red militar en el mundo (800 bases operativas) y no quiere renunciar a
su hegemonía planetaria. Ha perecido el viejo proyecto que quiso hacer del
siglo XXI el siglo americano, y enfrenta el temor a la decadencia y la
conversión definitiva de China en la mayor potencia económica del mundo. Y,
aunque sea un difícil objetivo, tras la montaña de mentiras y el horror de la
guerra que termina, el mundo debería llevar ante un tribunal internacional a
todos los presidentes norteamericanos que, desde George W. Bush, han
bombardeado sin piedad las tierras afganas. La ocupación norteamericana ha
terminado, pero continua la guerra contra China, y no podemos saber que
deparará el futuro a Afganistán, ese país llamado desolación.
No hay comentarios:
Publicar un comentario