Traidores a la patria. Apuntes tras las elecciones del 10N
pasoalaizquierda
Hace 2 semana
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Hace treinta años caía el Muro de Berlín. La noche del 9 al
10 de noviembre de 1989 marcó, simbólicamente, el fin de una experiencia
y de un mito: los del comunismo en tierras europeas. Con el derrumbe de
aquellas piedras se fue también, en una primera fase, una manera de
entender la vida social, un paradigma sociopolítico, una filosofía de
vida. En una segunda fase, como no podía ser de otra manera, se
debilitaron e incluso en algunos casos desaparecieron las antítesis de
aquel proyecto, los modelos políticos y sociales que dieron sentido a la
lucha contra el comunismo durante el periodo de la Guerra fría:
partidos socialcristianos, liberales e incluso socialdemócratas dejaron
su función predominante en sus respectivas sociedades y dieron paso a
nuevas formulaciones políticas que tenían poco que ver con el contraste
paradigmático “comunismo/social-liberalismo” de los treinta años gloriosos.
Tras la desaparición del comunismo, se le fue incorporando al modelo
liberal occidental, a lo largo de un lento proceso durante estos últimos
treinta años nada gloriosos, un conglomerado de representaciones
políticas heterogéneas, amorfas, mutantes y con señas de identidad
distintas y a la vez unívocas. Un capitalismo completamente cambiado y
transformado ha sido el ecosistema que ha provocado el nacimiento de una
heteróclita malla de formaciones populistas, nacionalistas,
independentistas, soberanistas que pueblan la geografía europea y ponen
en cuestión la estabilidad de sus sociedades, todavía sustentadas por
formaciones socialdemócratas, liberales o conservadoras.
Paradójicamente, o precisamente por ello, la crisis de este particular
Estado-Nación ha provocado el surgimiento de fuerzas nacionalistas
provenientes, a su vez, de la destrucción de los tradicionales lazos de
cohesión social y de identidad (de clase, de nación, de ideología)
resultados por un lado del sistema comunista y, por otro y
paralelamente, del sistema industrial fordista de las sociedades
capitalistas.
Este nuevo capitalismo, financiero, globalizado, invasivo,
digitalizado, ha terminado por destruir las viejas identidades sin crear
nuevas señas de identidad colectivas ni nuevas correas de seguridad.
Este innovador capitalismo es quizás el actor principal de toda esta
obra que dura más de dos décadas: ser rico, sin límites para apropiarse
de todo cuanto esté a su alcance, sea esto un startup, un
colegio o una demanda de salud. Estamos en un territorio de selva, sin
leyes consensuadas, sin referentes de ruta, con horizontes desconocidos.
Y el saldo de este estado colectivo de ánimo es preocupante: sociedades
indefensas, objetiva y subjetivamente, castigadas por la agresión de
poderes económicos conocidos y con nombre y apellido, y huérfanas de un
Estado paralizado y a su vez maniatado por deudas públicas equivalentes
al cien por cien de su PIB. Deuda que ha venido a constituirse en el
“sistema natural de financiación” de los Estados y que tiene atados a la
mayoría de los países del capitalismo avanzado: Francia (98%), Estados
Unidos (104%), Bélgica (102%), Singapur (113), Italia (132%), Portugal
(121%), Japón (234%). Concretamente, España tenía en 2007 una deuda del
35% de su PIB, hoy llega casi al 100%.Estamos, por tanto, en un momento
crítico donde la destrucción social se contrapesa con una reconstrucción
por la base y por la cúspide de nuevos dispositivos de (des)conexión
productiva, de (re)organización social y de (des)composición política.
En fin, un momento no precisamente dulce.
Este
nuevo capitalismo, financiero, globalizado, invasivo, digitalizado, ha
terminado por destruir las viejas identidades sin crear nuevas señas de
identidad colectivas ni nuevas correas de seguridad
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En esta tesitura destructiva y reconstructiva, en España llevamos ya
cuatro elecciones generales a lo largo de cuatro años (2015-2019). Y sin
conseguir todavía los resultados que den una fórmula de estabilidad y
durabilidad al gobierno de los españoles. La crisis española de 2008,
concreción nacional de la internacional, se llevó por delante el
bipartidismo de nuestros peculiares treinta gloriosos, cuando
PSOE y PP se intercambiaban gobiernos nacionales, regionales,
diputaciones y ayuntamientos permitiendo en sus márgenes la existencia
de una pequeña fuerza de izquierda (IU) y de los dos polos referentes de
la cara nacionalista periférica del país (PNV y CiU).Estas segundas
elecciones de 2019 han demostrado que el bipartidismo se ha
debilitado,aunque no ha desaparecido. Ha perdido fuerza y capacidad de
absorción, pero los partidos que le dieron sentido no dejan de ser ejes
centrales de combinaciones parlamentarias [Gráfico 1].
Estas
segundas elecciones de 2019 han demostrado que el bipartidismo se ha
debilitado, aunque no ha desaparecido. Ha perdido fuerza y capacidad de
absorción, pero los partidos que le dieron sentido no dejan de ser ejes
centrales de combinaciones parlamentarias
Se ha confirmado: ni Unidas Podemos desbanca al PSOE ni C’s da el sorpasso
al PP. Aquel proyecto de los nuevos sujetos políticos nacidos en 2015
no ha tenido éxito: uno, Ciudadanos, casi ha desaparecido y el otro,
Podemos, pasa por aprietos. Aun perdiendo votos, y muchos, desde 2015
tanto PSOE como PP siguen siendo los bastiones de la correlación
izquierda/derecha, una correlación que por otra parte sigue estabilizada
[Gráfico 2]
3
El nacionalismo periférico –hay que distinguirlo del nacionalismo centralista–
abunda en siglas pero poco más: su incremento en votos populares es
mínimo y sigue estando desequilibrado frente a las opciones estatales
[Gráfico 3]. Hablamos de un conjunto de 650.000 votos en Euskadi, los
que reúnen PNV y Bildu de un total de electores de 1.183.000 votos, lo
que supone aproximadamente el 55 por ciento del voto vasco. Y en
Cataluña son 1.640.000 los votantes soberanistas (ERC, JxCat, CUP), que
suponen el 42,3 por ciento del voto expresado en Cataluña.En Galicia la
fuerza estrictamente nacionalista, el BNG, no llega a los 120.000 votos,
lo que supone el 8 por ciento del de esa comunidad. El voto en el País
vasco y en Cataluña sigue manifestando un alto porcentaje de voto
nacionalista o soberanista o independentista, pero con dos vectores
internos en tensión permanente: por un lado, la capacidad de hegemonía
del PNV en su país hay que compensarla con el otro sujeto soberanista
como es Bildu; y en Cataluña asistimos de nuevo al debate histórico
entre ex-convergentes y esquerras republicanas por ver quién hegemoniza
el procés. El otro vector sin duda es el de la diversidad,
complejidad o particularidad identitaria de las sociedades vasca y
catalana, manifestadas indefectiblemente desde 1977: son electorados
partidos por la mitad entre nacionalismo particularista e identidad
española. Son sociedades donde la coexistencia de identidades subjetivas
diferentes ha sido a la vez un modo de convivencia y una fuente de
conflictos, sin síntesis completa hasta el momento para que podamos
definirla como síntesis superadora del conflicto. Más bien en estos
momentos estamos en estado de conflictividad de esa cohabitación.
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De los resultados estrictamente matemáticos, podemos deducir que la
mayoría de los partidos de ámbito estatal pierden y solo Vox gana.
Políticamente, sin embargo, puede que haya otros ganadores y otros
perdedores, cosa que veremos conforme avancen las semanas hacia la
previsible investidura de Pedro Sánchez con un gobierno de coalición
entre PSOE y UP.
De
los resultados estrictamente matemáticos, podemos deducir que la
mayoría de los partidos de ámbito estatal pierden y solo Vox gana.
Políticamente, sin embargo, puede que haya otros ganadores y otros
perdedores
Ahora bien, los resultados son malos para casi todas estas fuerzas
porque ninguna de las estatales, salvo Vox, se puede decir que gana
sensiblemente respecto a hace cuatro años. Ninguna fuerza política sale
de estas elecciones pudiendo decir que es la gran ganadora. Es el PSOE
sin duda el que, aun no cumpliendo ninguno de los objetivos que se marcó
en el verano, puede sacar mejores réditos de estas elecciones al poder
articular un gobierno bajo su guía. Y es UP quien estando septiembre a
punto de perder todas sus bazas ahora se encuentra, en el mapa de
correlaciones políticas, algo mejor que hace un año. Paradojas de la
política.
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Detengámonos en el voto de Vox y en sus causas. Y tengamos cuidado
con la fácil comparación con los “populismos” de otros países, llámense
Liga en Italia, Rassemblement National en Francia o Alternative en
Alemania por ejemplo. Vox es a la vez un fenómeno con similitudes
europeas pero con raíces muy españolas. La propuesta del partido de
Abascal ha capturado una importante franja de voto de esos sectores
socioeconómicos que podemos decir que están influidos por la
«antipolítica»: es un voto del cabreo, de la protesta, del rechazo a un
sistema político y económico que castiga o margina a parte de sus
ciudadanos. Se parece, en ese sentido, a los «chalecos amarillos»
franceses, pero nada más. Por otra parte, el votante de Vox es un
votante que generalmente lo hizo en las anteriores elecciones al PP y
Ciudadanos, es un voto del campo de la derecha. Como se ha explicado en
diversos medios por distintos analistas, hay dos impulsos que han sido
determinantes para configurar ese desplazamiento del voto del bloque
PP/C’s hacia Vox. Esos dos desencadenantes habrían sido el de la llamada
«identidad nacional» agredida por la otra marca separatista catalana, y
el de la «presencia del extranjero» entre nosotros, extranjero que nos
quitaría a los españoles el trabajo, la vivienda, la protección del
estado. Ambas cuestiones están relacionadas entre sí y afectan al campo
de las subjetividades y de los valores más que al de los intereses
económicos como grupo social. En este sentido, el votante de Vox está
relacionado con ese voto social caracterizado por la sensación de
indefensión ante la potencia del impacto globalizador y transformador
del capitalismo. No es tanto el voto «españolista» en clave histórica de
raza o de franquismo sociológico –nuestro «fascismo español»– aunque
también lo sea en muchos casos, como un voto de protesta difusa y amorfa
ligada al deterioro de las condiciones de vida de capas medias
golpeadas por la inseguridad y el aumento de las desigualdades [ver Los orígenes del populismo. Estudio sobre un cisma político y social
en este mismo número de PI]. Vox por tanto es la expresión de un voto
simple, diáfano, de rechazo al sistema actual de convivencia, pero al
mismo tiempo aporta datos que hacen más compleja y dificultosa la
relación de las propuestas de una izquierda actual con el conjunto de
una sociedad disgregada y agredida.
Pasado el voto viene la acción política. ¿Cómo se va a actuar en
relación con un partido que propone, aun basándose artificiosamente en
ella, la derogación del cuerpo básico de la nuestra Constitución? No
otra cosa es la invitación que nos ha hecho Vox a eliminar el Estado de
las Autonomías y el rechazo precisamente del artículo primero de
nuestra CE: «España se constituye en un Estado social y democrático de
Derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento
jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo
político.» La presencia de Vox en el Congreso con 52 diputados es el
factor tóxico más agresivo de toda nuestra democracia en sus 42 años de
existencia. Hasta ahora, ese factor tóxico ha desarrollado una potente
capacidad de envenenar y pervertir a buena parte de la tradicional
derecha española: véanse especialmente los casos de Andalucía y
Comunidad de Madrid, donde la coalición de PP y C’s gobierna con el
apoyo necesario de Vox. La experiencia de Ciudadanos, convertido en
liebre del ascenso de Vox (Ernest Juliana dixit), es lo suficientemente
clarificadora como para plantearse qué gana y qué pierde el PP aliándose
con Vox. Hasta ahora el partido de Casado sigue jugando a las casitas
con el partido xenófobo creyendo que lo va a manejar sin darse cuenta
del riesgo sistémico que tiene para nuestra democracia–de la que también
forma parte desde su inicio el partido fundado por Fraga–cualquier
veleidad combinatoria con Vox. Pero, por la otra parte, queda pendiente
la reflexión de nuestra izquierda política a partir de esos 3.600.000
votos cosechados por Vox. ¿Es responsabilidad de esa izquierda –PSOE y
UP entre otros– que haya crecido aquel partido? ¿Tienen algo que ver los
errores, deficiencias, incapacidades y contradicciones de nuestros
exponentes progresistas que siguen hablando del dedo que señala la luna
en vez de fijarse en esta? Ha llegado seguramente la hora de análisis
más complejos y más allá de nuestro perímetro de salvación.
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De todos los mapas y gráficos que han venido publicándose en estos
días postelectorales hay uno que me parece significativo. Es el que publicó el diario El País donde se recogen los resultados por municipio, coloreando el ganador [Gráfico 4].
De ese mapa se deduce una España organizada políticamente en torno a
las siguientes representaciones: 1) una nación con el PSOE asentado en
buena parte de su territorio, en el centro-sur, en el este levantino y
en el norte asturiano y aragonés; 2) otra España del centro-oeste donde
predomina el PP; 3) un centro metropolitano madrileño donde vence el PP
pero con impulso de Vox; 4) dos periferias nacionalistas, la primera en
Euskadi con el PNV-Bildu, según el territorio foral que sea, y en el
caso de Cataluña, ERC o Junts, con la salvedad de que en las zonas
litorales de este territorio, las más pobladas, y con la segunda
metrópolis de España, Barcelona, dominan la conjunción del PSC y
Comunes.
Ese mapa expresa bastante bien algunas de las actuales coyunturas y
expectativas de España como historia y como proyecto de sociedad.
Por un lado, nos encontramos con «dos Españas», no tanto en clave
ideológica como de nivel de desarrollo. Una, situada por encima del Ebro
y hacia el Este, con los ejes económicos vasco, catalán, el levante
valenciano y en menor medida el zaragozano, y lanzada a una carrera por
incorporarse a los nuevos y decisivos estadios de la nueva organización
económica global. Otra, de Madrid hacia abajo, con las tres regiones con
menos desarrollo del país, Andalucía, Castilla-La Mancha y Extremadura.
No
podemos descuidar la presencia de dos grandes polos poblacionales y
económicos que se constituyen en los ejes articuladores de una nueva
realidad global y de un conflicto territorial. Me refiero a la tensión
entre las dos metrópolis globales, Madrid y Barcelona
En segundo lugar, destacaría la configuración de «tres modelos
políticos de país»: una España territorial y electoralmente organizada
en torno a los dos grandes partidos de Estado, PP y PSOE, y que
respondería al sentido de «España como Nación»; y otra articulada en
torno a dos realidades culturales e históricas diversas, Euskadi y
Cataluña, con hegemonías relativas de sus formaciones nacionalistas. En
este diseño cartográfico se centra el presente debate sobre el modelo de
Estado y las cuestiones que de él se suscitan: ¿de la España de las
Autonomías a una España bilateralmente relacionada con País Vasco y
Cataluña? ¿Hacia una España federal que supere las Autonomías sin
eliminarlas y donde cada una de estas establezca su propia bilateralidad
con el Estado? ¿Son estas las preguntas pertinentes y acaso tenemos hoy
día las respuestas a las mismas?
Pero, en tercer lugar, no podemos descuidar la presencia de dos
grandes polos poblacionales y económicos que se constituyen en los ejes
articuladores de una nueva realidad global y de un conflicto
territorial. Me refiero a la tensión entre las dos metrópolis globales,
Madrid y Barcelona, tensión que según Jacint Jordana «han tomado un
enorme protagonismo en el marco de la globalización y cuyo crecimiento
en las últimas décadas ha tensionado, y mucho, las dinámicas políticas
tradicionales»1.
Más de 11 millones de españoles viven en Madrid o Barcelona, casi 1 de
cada 4 ciudadanos. Madrid es la segunda metrópolis europea y Barcelona
la cuarta y, como nos dice Jordana, «ambas forman parte de un grupo
reducido de ciudades, no más de una docena en Europa, donde circulan
recursos e información a gran velocidad, en un juego de dimensiones
planetarias»2.
En estos dos polos se ha concentrado históricamente el núcleo
fundamental de las elites económicas, financieras, culturales y
políticas del país, y el Estado de las Autonomías de 1978 no vino a
contrapesar esta tensión sino que, a partir de una obsesión
centralizadora de considerar “Madrid como centro y cúspide del Estado”,
posiblemente la ha aumentado.
De ahí la necesidad de repensar el conflicto territorial no en clave
historicista sino a la luz de los procesos modernizadores en marcha, las
dinámicas globalizadoras, las reconversiones tecnológicas y el contexto
europeo. En mi opinión, no existe una “deuda histórica” con las
naciones o nacionalidades periféricas, no hay que atribuir a las
actuales generaciones una pretendida deuda de reconocimiento que las
anteriores no pagaron. Más que a una resurrección de la querella
histórica hoy estamos ante un problema de recolocación de fuerzas
económicas, de reajustes sociales, productivos y tecnológicos, y de
respuesta de los grupos dirigentes territoriales y de otros componentes
sociales ante esos procesos.
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La izquierda tiene una oportunidad a partir de este 10N. PSOE y UP
han reaccionado con presteza y habilidad tras haber fallado
estrepitosamente tres meses antes. Tienen ante sí el reto de conformar
un ejecutivo dispuesto a acometer –me parece muy exagerado el término
‘resolver’– los grandes desafíos que tiene esta sociedad en proceso de
profundas transformaciones. El primero de todos ellos es el de variar el
rumbo de la dirección que ha venido teniendo los procesos productivos y
del trabajo. No es nada fácil y necesitará, eliminando cualquier
tentación jacobina o autoritaria, del diálogo y el acuerdo de los
grandes agentes sociales –patronal y sindicatos– además de los
políticos. Un segundo eje se debe situar en la mejora y reforma del
estado de bienestar, especialmente de los dispositivos de protección
social, de la sanidad y de la enseñanza, ésta de nuevo en fase de
confrontación polémica dado el papel ultramontano de la patronal del
sector. Sería una insensatez que el gobierno que salga del preacuerdo
firmado el pasado día 12 de noviembre dedicase todas las energías a la
resolución –otra vez un término exagerado– del llamado ‘problema
territorial’. Es evidente que le debe prestar atención pero este solo
tendrá salida a partir de tres condiciones, hoy difícilmente hacederas:
la salida de los independentistas de su bucle autista, salida que
vendría marcada por la división en la aparente unidad entre ERC y JxCat;
la en cierto modo reconversión de un PP ‘aznarista’ hacia un modelo de
partido conservador que entienda la cuestión territorial española a la
luz de los tiempos actuales; y, finalmente, la capacidad de la izquierda
española –incluyendo a las izquierdas periféricas– por superar también
viejos esquemas y abrirse hacia una nueva vía federal, encaje que me
parece el más flexible para alcanzar alguna estabilidad duradera. Sin
esas tres condiciones será imposible cualquier reforma constitucional o
constituyente, único modo de avanzar hacia un modelo de Estado compuesto
adecuado.
La
izquierda tiene una oportunidad a partir de este 10N (…) Tiene ante sí
el reto de conformar un ejecutivo dispuesto a acometer –me parece muy
exagerado el término ‘resolver’– los grandes desafíos que tiene esta
sociedad en proceso de profundas transformaciones
Una coda
Ni sueño húmedo ni pesadilla. Lo que debemos pensar, tras los
funestos sucesos de julio y septiembre y tras el preacuerdo del 12N, es
que algo ha empezado a funcionar y que, más tarde que pronto, algunos se
han arremangado y puestos a la obra de tratar los problemas del país.
No sabemos hasta dónde va a llegar –caso de que obtenga el voto
favorable en la Cámara–este posible gobierno progresista; un gobierno
inédito en la historia política española desde noviembre de 1936 cuando,
por primera vez, se configuró, en plena guerra, uno de amplio acuerdo
republicano, incluidos socialistas, comunistas y anarquistas bajo la
presidencia de Largo Caballero. Este de 2019 sería un gobierno
denominado “progresista” que viene con una mochila poco esperanzadora,
más bien muy negativa en lo que se refiere a la cultura de diálogo y de
respeto entre las izquierdas. Algunos se van a tener que tragar las
palabras que durante estos últimos años pronunciaron en multitud de
foros y publicaciones. No voy a ser yo quien se las recuerde porque
ahora toca hablar del futuro, de los horizontes. Hay mucho que hacer y
por eso solo podemos sino manifestar nuestro escéptico optimismo, o
nuestro escepticismo optimista, ante este nuevo periodo que se abre en
la crónica política de un país atormentado y machadianamente complejo.
Finalizo con la provocación retórica que es una llamada a la
traición. Necesitamos traidores, dirigentes que sean capaces de
enfrentarse a las corrientes rutinarias de la política y provocar un
giro, enfrentarse a veces a sus propias bases corporativizadas y
seguidistas. Un cambio de rumbo que replantee la necesidad de un
proyecto capaz de abrir vías en esta selva social rompiendo viejos
esquemas, antiguos posicionamientos y planteamientos instalados en el
orden y la norma. Venimos oyendo hablar de que el procés necesita traidores, ese tipo de dirigente capaz de imprimir una vuelta de hoja y por ello susceptible de ser vilipendiado de botifler,
pero a quien los años posteriores le darán seguramente la razón. Pero,
¿no es menos verdad que nuestra izquierda española necesita también de botiflers,
impíos e iconoclastas? Incrédulos que, sin mirar lo que dirán los
medios de las 8 de la mañana ni los seguidores de Instagram, comiencen a
penetrar en terrenos donde lo único que les espera, seguramente, es el
peligro y la trampa pero que, a la vez, es el único medio para alcanzar
una tierra que merezca la pena. Como escribiera Eliot en su poema La tierra baldía:
«Aquí no hay agua solo roca/roca y no agua por un camino
arenoso/serpenteante sobre las montañas/que son montañas de rocas sin
agua…»3
En la costa gaditana, frente a Tánger, 17 de noviembre de 2019.
Javier Aristu. Ha sido profesor de Lengua y Literatura Española. Coordina el blog de opinión En Campo Abierto y es coeditor de Pasos a la izquierda.
NOTAS
1.- Jordana, Jacint. Barcelona, Madrid y el Estado. Los Libros de La Catarata, 2019. [^]
2.- Ibídem. [^]
3.- Agradezco las sugerencias de Antonio Sánchez López y Javier Tébar, que sin duda mejoraron el contenido. [^]
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