Pacifismo y ecologismo en la lucha política
contemporánea
Hoy
se cumplen 21 años del fallecimiento de F. Fernández Buey, quien no ha dejado
de estar entre nosotros. Lo recordamos con este texto, probable material para
una conferencia, escrito el 8/1/1988 y rescatado para la posteridad por S.
López Arnal.
El Viejo Topo
25 agosto, 2023
Mi intención es
argumentar la necesidad en que nos encontramos de incorporar la problemática
ecológica y el punto de vista pacifista a la hora de continuar y renovar la
lucha secular en favor de la emancipación, o sea, en favor de una sociedad más
justa e igualitaria en un mundo habitable.
La era nuclear
en la cual nos ha tocado vivir se caracteriza por la proliferación (desde el
final de la segunda guerra mundial, pero aceleradamente en la última década) de
las armas atómicas, químicas y bacteriológicas. El armamentismo y el belicismo
no son fenómenos nuevos; armas químicas y bacteriológicas habían sido empleadas
ya durante la primera guerra mundial. Lo nuevo, lo que representa un cambio
sustancial en la historia de la humanidad tampoco es la cantidad de armas que
llegan a fabricarse, sino su potencial destructivo, su capacidad potencial para
terminar con toda civilización, para eliminar a la especie humana y a otras
muchas especies de la faz de la Tierra.
De ahí la
sensación que hoy en día tenemos de estar viviendo como de prestado, siempre
con la espada de Damocles colgando sobre nuestras cabezas.
Pero es que, además,
ya la mera existencia del arsenal nuclear, químico y bacteriológico –aunque no
se utilice– tiene otras implicaciones o consecuencias que conviene no
desconocer. La primera y principal de esas implicaciones o consecuencias es que
la existencia, conservación, proliferación y constante renovación de tales
armas requiere un tipo de poder, una articulación del poder y del control
social, que hace de las poblaciones rehenes de los dominadores del mundo, de lo
que suele llamarse el complejo industrial-militar-político. Pues tantas y tan
peligrosas armas exigen nuevos tipos de vigilancia sobre los ciudadanos.
En efecto,
aunque no fuera más que para conseguir que tantos ciudadanos olviden
diariamente que están viviendo así, de precario, con la espada de Damocles
colgando sobre sus cabezas, con el peligro de ser liquidados sin saber por qué,
aunque no fuera más que por eso –digo– hace falta un enorme control de
individuos, grupos y colectividades (incluyendo en esto la vigilancia de las
naciones por los gendarmes mundiales). Este enorme control de individuos,
grupos y colectividades se consigue habitualmente de dos formas: mediante la
represión y la violencia pura y simple y mediante la desinformación e
intoxicación de las grandes masas. Las dos formas existen en nuestras
sociedades. En los países dependientes suelen predominar la primera, en las
sociedades donde hay democracia indirecta o «representativa» o formal, los
gobiernos solo recurren a la represión pura y simple en última instancia,
mientras tanto intoxican y desinforman a través de medios técnicos
sofisticados. Como hemos tenido una experiencia reciente en este sentido, con
motivo del referéndum sobre la OTAN, podemos ahorrarnos los detalles. No sin
antes subrayar que la brutalidad de la represión y de la guerra en los países
de África, Asia y América Latina descalifican a quienes defienden que la
existencia de las armas nucleares es una bendición porque gracias a ellas no ha
habido guerra desde 1945. Este es un punto de vista «occidentalista» que solo
llama «guerras» a las que tienen lugar en el centro del Imperio.
Es verdad que
la militarización, el aumento constante de las fuerzas de policía y la
multiplicación de los controles sociales no son una consecuencia únicamente del
armamentismo nuclear. Pero, como señalara Einstein después de la segunda guerra
mundial, el arma atómica favorece la afirmación del poder desnudo.
Precisamente por eso el historiador británico y luchador desde antiguo en el
movimiento pacifista, E. P. Thompson, ha dicho de nuestro tiempo que es
una época exterminista, una en la cual muchas especies y, desde
luego, toda nuestra civilización pueden ser exterminadas; una época en la cual
el poder generado por las armas se va haciendo autónomo, escapa a los controles
parlamentarios y –como se basa en el secreto– se presenta cada vez más como
poder independiente de los partidos políticos y de los gobiernos elegidos. De
manera que poco a poco se va creando una situación que recuerda la
caricaturizada por Kubrick en Doctor Extrañoamor.
Es esa
situación la que explica el resurgimiento de los movimientos pacifistas, que en
los últimos años han sido sobre todo movimientos antinucleares. El origen
reciente estuvo en la oposición al despliegue de los euromisiles de la OTAN en
Europa. De ahí que la protesta haya sido mayor precisamente en Europa que en
USA o Japón. Y de ahí que, al firmarse recientemente el acuerdo de limitación
de armas de medio alcance, algunas personas se hayan hecho la ingenua idea de
que el problema que motivó la protesta está ya resuelto. Aunque el nuevo
Tratado es sin duda un alivio de la tensión internacional, no hay que hacerse
ilusiones al respecto. Es muy posible que ese mismo Tratado abra una nueva
etapa de sustitución de armas obsoletas por otras nuevas y más sofisticadas (lo
que en este caso quiere decir más mortíferas todavía). Es decir, que la
limitación del arsenal existente no impedirá seguramente el paso a los
proyectos que se conocen con el nombre de «guerra de las galaxias». Eso es al
menos lo que piensan la mayor parte de los analistas informados.
De ahí hay que
sacar necesariamente una conclusión: por algún tiempo todavía la denuncia del
armamentismo y la lucha contra la proliferación nuclear seguirá estando en
primer plano, seguirá siendo una cuestión central para todos aquellos que
quieran mejorar la situación social. Y en primer lugar para los socialistas y
los comunistas europeos.
En la medida en
que el movimiento pacifista sea consciente de esta continuidad de la lucha en
la era nuclear y mantenga su independencia respecto de los dos bloques
militares tendrá que plantearse y contestar a algunas preguntas hoy pendientes,
como las siguientes: ¿qué pacifismo? ¿Un pacifismo fundamentalista o un
pacifismo pragmático? ¿Cómo conciliar el punto de vista pacifista con el apoyo
a movimientos armados que luchan en el tercer mundo por la liberación, cómo
conciliar pacifismo y emancipación social? ¿Cómo conciliar el pacifismo y la
soberanía nacional? Algunas de esos problemas están ya hoy en el centro de la
discusión en el seno del movimiento pacifista europeo, el cual, como es obvio,
ha perdido fuerza en estos dos últimos años. Es muy posible que la respuesta a
preguntas como esas tenga que ser flexible y estar en función de situaciones
muy diferentes como las que realmente existe en nuestro mundo de hoy (¿cómo
comparar –a pesar de que muchas veces se hace con simpleza– la situación en El
Salvador, Perú, Colombia, etc, con la situación en nuestros países europeos?).
Pero por debajo de esa flexibilidad y del hipotético carácter plural de las
respuestas hay al menos dos cosas que no deberíamos olvidar en España y en
Europa; 1º que nuestra situación es comparativamente privilegiada y que sigue
habiendo guerras brutales en el mundo, y 2º que la lucha por la paz no es un
objetivo táctico de tal o cual partido, organización política o grupo, sino una
exigencia prioritaria, fundamental, de toda persona sensible y consciente. Por
eso es ahora una cuestión vital desprenderse de vicios tacticistas y de viejas
tendencias a la instrumentalización del movimiento. Lo cual incluye no cejar en
esa lucha cuando (como en los últimos tiempos) parece que los aires son más
favorables a la paz.
Un segundo
rasgo característico de nuestra época es la crisis ecológica incipiente. Fue a
comienzos de los años setenta cuando las poblaciones empezaron a darse cuenta
de que la afirmación de algunos científicos en el sentido de que hay que
límites naturales al crecimiento económico indiscriminado es una verdad, una
verdad que tiene que ser incorporada a nuestra visión del mundo, puesto que de
ella se deriva una nueva forma de mirar a la naturaleza y, sobre todo, una
nueva forma de comportarse en lo que respecta a los recursos naturales no renovables.
Así pues, la problemática ecológica fue cobrando cada vez más importancia a
medida que los primeros datos de la incipiente crisis llegaban a las gentes;
contaminación de las ciudades, desaparición de la vida de los principales ríos,
lagos y mares, esquilmación de las tierras, desertización progresiva de muchas
zonas del planeta (entre ellas, y aceleradamente, España), debilitamiento de la
capa de ozono, cambios climáticos, desastres naturales, etc.
Las
consecuencias directas e indirectas del conjunto de circunstancias que componen
la llamada crisis ecológica están ya a la vista de todos aquellos que no
quieren permanecer ciegos. Ya no es sólo las molestias que producen los humos
de vehículos y fábricas que envenenan la atmósfera indiscriminadamente. Es algo
más que eso; los efectos negativos del industrializado depredador y biocida
están llegando a zonas y lugares que hace unos cuantos años parecían muy
seguros, muy al margen de la contaminación: la selva amazónica, uno de los
pulmones del planeta, está siendo saqueada en los últimos años, muchas especies
se encuentran en trance de desaparición total, y aquí mismo, en nuestro país,
bajo nuestros ojos se está produciendo uno de los fenómenos de desertización
más pronunciados de toda Europa. Es verdad que muchos de los efectos más
negativos de la crisis ecológica no llegaremos a verlos nosotros, pero los
verán y los sufrirán nuestros descendientes. Por eso los economistas más
sensibles a la problemática ecológica han empezado a plantearse durante estos
últimos años la urgencia de programas de transición ecológicamente
fundamentados que tengan en cuenta lo que suele llamarse «distribución
intergeneracional de recursos», es decir, la idea de que el mundo en cierto
modo no se acaba con nosotros mismos, con nuestra generación. Esa idea, que
siempre estuvo en la base de la lucha de la Humanidad por su emancipación
social, empieza a estar presente también ahora en relación con la lucha por
mejorar nuestro contacto con la naturaleza. De ahí han surgido los movimientos
ecologistas primero y los denominados partidos verdees o listas alternativas
después.
Los movimientos
ecologistas, los grupos conservacionales y las personas que han decidido
adoptar un punto de vista medioambientalista deben mucho a ecólogos pioneros, como
Barry Commoner, y a personalidades y científicos que dieron la voz de alarma,
como aquellos que redactaron el primer informe al Club de Roma. Importa poco
que tal o cual cifra, tal o cual aspecto tratado por el primer informe al club
de Roma, no se corresponda exactamente con lo que hoy, quince años después,
podemos conservar en el planeta Tierra. Hay, desde luego, cifras más
aproximadas en un informe como el Global 2000. Lo que de verdad
importa es que aquel primer informe inauguraba una nueva manera de pensar
acerca de la relación entre los problemas económico-sociales y los problemas
medioambientales. Precisamente el rechazo de esa nueva forma de pesar y de la
inevitable relación existente entre el reconocimiento de los límites del
crecimiento, la crítica de la civilización industrialista expansiva y la lucha
por mejorar socialmente la suerte de los sectores más oprimidos de la humanidad
fue un handicap que la izquierda europea no ha logrado superar todavía, a pesar
de la rectificación que a ese respecto empezó a producirse hace cuatro o cinco
años (y con más decisión desde la catástrofe de Chernobyl).
¿Cómo explicar
la desatención por la parte de la izquierda tradicional, y durante tantos años,
de la problemática ecológica? Seguramente, por tradicionalismo cultural, porque
muchos dirigentes políticos y sindicales pensaron que la contaminación, la
desertización, la desaparición de especies y, en general, el expolio de los
recursos naturales no renovables eran cosas de poca monta, cuestiones menores
al lado de la explotación social y la opresión política. Además, algunos de
esos dirigentes se quedaron en la observación superficial de que los animadores
de los primeros movimientos ecologistas eran estudiantes e intelectuales
pequeñoburgueses bien alimentados. Hubo incluso a mediados de la década de los
setenta más de un político procedente de países africanos y latinoamericanos
que denunció el ecologismo como una maniobra de los capitalistas o como un
producto cultural de la sobreabundancia. Hoy sabemos que eso era una profunda
incomprensión de lo que estaba ocurriendo tanto en el plano mundial como en los
ámbitos locales. Y por eso mismo la actitud de los sindicatos y de los partidos
políticos relacionados con los trabajadores ha empezado a variar no sólo en lo
que respecta a la problemática ecológica misma sino también en lo tocante a las
relaciones con los ecologistas, con el movimiento ecologista.
Precisamente
por ello, porque felizmente ha empezado a cambiar la actitud de los
sindicalistas tanto en las fábricas como en las zonas rurales, este es un buen
momento para enumerar algunos de los problemas que están abiertos y cuya
resolución depende en primer lugar de la relación que acabe estableciéndose
entre las organizaciones de los trabajadores urbanos y agrícolas, por un lado,
y el movimiento ecologista tal como está constituido por otro. En tal sentido
conviene distinguir desde el primer momento entre ecología y ecologismo y aún
entre ecologismo como tendencia meramente conservacionista y ecologismo político.
Pues de la ecología como ciencia pueden derivarse –y de hecho así ocurre–
posiciones sociopolíticas muy diferentes que abarcan todo el arco de las
ideologías. Y el mero conservacionismo –por muy bien intencionado que esté– no
siempre consigue liberarse de incrustaciones irracionalistas, por confundir los
males de la civilización industrial con el desarrollo simple de la ciencia y de
la tecnología tal como la hemos conocido hasta ahora.
Esto último
puede servir para llamar la atención acerca de algo que no siempre tienen en
cuenta algunos sectores de los movimientos ecologistas y pacifistas. A saber:
que el marco económico-social en el que se produce el avance del militarismo y
la crisis ecológica incipiente es fundamental para concretar tanto el análisis
como las propuestas alternativas. Ese marco viene caracterizado por factores
como los tres siguientes: 1) La aparición de la tecnociencia como fuerza
productiva directa y fundamental, lo que supone un impresionante desarrollo de
la automatización y de la informatización (con efectos contrapuestos: de un
lado liberación de la fuerza de trabajo manual; pero de otro lado, nuevas
posibilidades de manipulación no solo social, sino también –cosa peligrosísima–
de cerebros y de genes). 2) Difusión del imperialismo, tanto desde el punto de
vista militar como desde el económico y cultural, lo cual da lugar a la
limitación de las soberanías nacionales (limitación, por lo general, aceptada
por los gobiernos actuales de manera cínica o hipócrita). 3) Transformación del
mundo en una especie de plétora miserable en la que conviven,
con diferencias insultantes, el despilfarro y la superabundancia con el hambre,
la persistencia de las enfermedades debidas a la miseria con el aumento de las
llamadas enfermedades de la civilización, propias de hartos materialmente.
Desde el punto
de vista político es obvio que la tarea actual consiste en un acercamiento
entre vieja y nueva izquierda, entre organizaciones de trabajadores y oprimidos
y movimientos especialmente sensibles a la problemática ecológica y de la paz
(sin olvidar lo que para inaugurar una nueva forma de pensar ha
significado y significa el feminismo). Casi todo está todavía por hacer en ese
sentido, aunque empieza a haber ejemplos interesantísimos en algunos lugares de
Europa (sobre todo en la República Federal alemana). Pero el que está casi todo
por hacer no justifica el que a veces esa lucha se presente a sí misma como una utopía, como
algo por lo que vale la pena luchar pero no será alcanzado nunca. Sería una
triste desgracia el que por exageración polémica contra la ciencia y la
tecnología de nuestra época se dejaran éstas exclusivamente en manos de los
dominadores mientras que los trabajadores de la ciudad y del campo eligen la
utopía. Por muy sana que sea moralmente la afirmación del espíritu utópico en
relación con el pacifismo, el ecologismo y el igualitarismo, se hace necesario
contestar con precisión y con efectividad (por emplear una palabra que a veces
no gusta) a preguntas que son básicas y sin cuya contestación no se puede
esperar la movilización requerida de las masas. Contestar a preguntas como ¿qué
tipo de comunidades alternativas en el plano local, regional y mundial? ¿Qué
producción de bienes y qué distribución de los mismos para detener las máquinas
de guerra y paliar el hambre de una gran parte de la humanidad? ¿Qué formas de
participación social y política en las comunidades alternativas? ¿Qué
necesidades satisfacer prioritariamente en función del punto de vista
igualitario?, etc etc. es algo que implica estudiar, investigar y trabajar en
programas económico-ecológicos de transición, además –claro está– de
movilizarse y actuar por ellos y desde ellos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario