Más
allá del goteo semanal de iniciativas más vistosas que efectivas, bien haría el
Gobierno actual en emprender una reforma tributaria estructural, que afecte a
los impuestos centrales del sistema. No vale modificar las formas dejando
intacto el fondo.
Lecciones de la reforma fiscal de 1977
El Viejo Topo
28 diciembre, 2022
En este mes de
diciembre en el que, como viene sucediendo todos los años desde hace más de
cuarenta, se ha conmemorado el aniversario de la aprobación de la Constitución,
podría inspirar reflexiones de provecho para la actualidad recordar la primera
reforma fiscal de la democracia.
Supuso su hito
inaugural la Ley de Medidas Urgentes de Reforma Fiscal, aprobada por amplísima
mayoría y presentada ante el Congreso en la tarde del 25 de octubre de 1977, fecha
de particular relevancia tanto política como simbólica para nuestra historia,
porque por la mañana se habían firmado los conocidos como Pactos de la Moncloa
y, en el principio de la sesión del Congreso, se había aprobado por unanimidad,
con el gesto solemne de ponerse en pie todos los parlamentarios, la adhesión a
una resolución del Senado por la que se solicitaba el retorno a España del
Guernica de Picasso.
En una primera
tanda reformadora hay que agrupar, junto a la ley de 1977, sendas normas de 1978
creadoras de un nuevo Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas,
concebido como impuesto global, personal y progresivo que absorbiera los
impuestos reales o de producto que se venían arrastrando del franquismo, y de
un Impuesto sobre Sociedades que modernizara la inoperante imposición sobre
personas jurídicas de la dictadura y suprimiera exenciones y privilegios
carentes de utilidad para promover la inversión creadora de empleo.
Pero el primer
ciclo reformador completo, en el que se pretendió establecer un sistema
tributario semejante al que había implantado la socialdemocracia europea en la
mayoría de países de nuestro entorno tras la Segunda Guerra mundial, abarcaría
hasta finales de los 80, e incluiría, entre otras piezas esenciales, la
creación de un nuevo Impuesto sobre Sucesiones y Donaciones, la modernización
del aparato administrativo encargado de la gestión y control de los impuestos y
la introducción en nuestro ordenamiento del Impuesto sobre el Valor Añadido,
así como el ajuste a las directivas de Europa de los Impuestos Especiales,
estos dos últimos apartados obligados por la incorporación a la Comunidad
Económica Europea. A partir de finales de los 80, y sin haber rematado el
establecimiento de una fiscalidad propia de un Estado de Bienestar social, se
inició su desmantelamiento como consecuencia del creciente predominio del
neoliberalismo tanto en España como fuera de nuestras fronteras.
La separación
entre ambos ciclos reformadores no coincide de modo exacto con el color
político de cada Gobierno. Los primeros pasos de una fiscalidad en la que se
otorga prioridad a la redistribución de la riqueza y a la progresividad del
sistema (“la regla de oro de la nueva Hacienda española”, según palabras que
pronunciara el ministro Fernández Ordóñez en la sesión plenaria del 25 de
octubre de 1977) son dados por un Gobierno de UCD y profundizados por el primer
Gobierno del PSOE. Y es el propio PSOE el que desde finales de los 80 comienza
a desmantelar ese modelo tributario, acometiendo tal tarea ya a fondo los
Gobiernos del PP presididos por Aznar.
Se arrincona el
principio de progresividad por una concepción de la eficacia, aparentemente
fundada en razones económicas, técnicas y jurídicas, pero que de manera no
casual cae siempre del lado del alivio fiscal a las rentas altas y las grandes
empresas. Los nuevos Gobiernos del PSOE presididos por Rodríguez Zapatero y con
el señor Solbes al frente de Hacienda continúan con esa tendencia. Siguen
reduciendo tramos en el IRPF con rebaja del marginal máximo, consolidan en la
ley de 2006 un impuesto dual que privilegia las rentas de capital, reducen
tipos del Impuesto sobre Sociedades y suprimen, por primera vez en democracia,
el pago del Impuesto sobre Patrimonio.
De manera que
la retórica del enfrentamiento político muy a menudo nada tiene que ver con los
hechos.
Precisamente el
debate acerca del Impuesto sobre Patrimonio, tan hiperbólico dado su escaso
alcance recaudatorio, constituye un buen ejemplo. Es frecuente leer que se creó
en la ley de 1977 como figura transitoria con el propósito de responder a una
coyuntura económica muy difícil, con una inflación que rozaba el 27%, y de
hacerlo desaparecer en cuanto ello fuera posible. Pero lo cierto es que la
naturaleza transitoria del primer Impuesto de Patrimonio respondía a que una de
sus principales funciones era la de censar la riqueza con el fin de ofrecer
información imprescindible para el control de las fuentes de renta en el IRPF
que se creó un año después. La idea era que, una vez que existiera un impuesto
global sobre la renta, se crease ajustado a él un impuesto definitivo del
patrimonio. Lo que se puede comprobar leyendo el documento económico de los
Pactos de la Moncloa, en cuyo apartado fiscal se dice literalmente que “el
Impuesto definitivo sobre el Patrimonio se armonizará en su estructura al nuevo
Impuesto sobre la Renta”. Cosa que finalmente no se hizo hasta 1991.
Y lo
suscribieron todos. Por supuesto, UCD, el PSOE, el PCE y nacionalistas vascos y
catalanes, pero también Alianza Popular, que no firmó el acuerdo político pero
sí el de reforma económica.
Tal unanimidad
es lo que más puede sorprendernos hoy a la luz del contenido de aquella
reforma. En la Ley de Medidas Urgentes se incluyó una regularización voluntaria
de contribuyentes, el levantamiento del secreto bancario, se creó la figura
hasta entonces inexistente en nuestro ordenamiento del delito fiscal, se
regulan las sociedades interpuestas, se establece el Impuesto sobre Patrimonio
y se reformula el impuesto de lujo. Añádanse todas las normas posteriores ya
mencionadas y previstas en los Pactos de la Moncloa.
En sus líneas
básicas, se asumía por la democracia el informe de reforma elaborado por el
Instituto de Estudios Fiscales bajo la dirección de Enrique Fuentes Quintana y
cuya presentación a Franco provocó la fulminante destitución del ministro
Alberto Monreal.
La dictadura
franquista fue siempre congénitamente incompatible con cualquier sistema
tributario moderno y medianamente justo. Se produjeron en ella varias reformas
promovidas por los ministros Larraz y Navarro Rubio que corrigieron algunos
aspectos del caos de la fiscalidad franquista, pero sin extirpar sus males más
graves, acerca de los cuales había amplio consenso ya en los 60 entre
economistas y organismos internacionales. Se trataba de un conglomerado de
normas inoperantes, incapaz de aportar recursos mínimos para invertir en
servicios públicos e infraestructuras, abiertamente regresivo, con una
preponderancia muy marcada de los impuestos indirectos sobre los directos y
agujereado por un volumen colosal de fraude, favorecido por sucesivas amnistías
fiscales y del que abusaba con plena impunidad la élite económica afecta al
régimen.
El feroz odio a
todo impuesto que en esta misma élite económica pervive no refleja únicamente
su acomodación al neoliberalismo reinante, sino también su tenaz e inveterado
desprecio por el interés general y los bienes públicos. Y desde luego tal
sentimiento no desapareció en los primeros años de la Transición. El
historiador económico Fernando Comín aludía hace unos años en una conferencia
impartida en la Universidad de Málaga a las presiones que hubo de soportar el
Gobierno de Adolfo Suárez desde las mismas filas de UCD para que suavizara
algunos aspectos importantes de la reforma inicialmente prevista.
Pero el hecho
es que no se atrevieron a ofrecer una resistencia abierta y que aceptaron
cambios de una profundidad que hoy en día algunos calificarían poco menos que
de sovietizantes. A lo que sin duda contribuyeron las tendencias
entonces dominantes en la esfera internacional, la presión de la crisis
económica y la necesidad de hacer concesiones para preservar el grueso de sus
privilegios. Pero también, y no en menor medida, la fuerza del movimiento
obrero y de la movilización social.
La otra
reflexión que tal vez aprovecharía al actual Gobierno, para hacer realidad sus
intenciones declaradas, es la necesidad de que la reforma tributaria del
presente sea estructural, que afecte a los impuestos centrales del sistema y
que huya de un goteo semanal de iniciativas más vistosas que efectivas y poco
meditadas que podrían embarcar a la Administración en un fárrago judicial muy
costoso durante años, al tiempo que se deja intacto el fondo.
Vístanse
despacio, que tenemos prisa.
Fuente: Sin Permiso.
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