¿Cómo traducir la revuelta de masas en un proyecto que pueda
desafiar el poder del capital global? La autonomía no se construye durante las
protestas, sino antes, durante y después. Y demanda un largo proceso de trabajo
interior.
Los límites de la protesta
como forma de lucha
El viejo Topo
25 julio, 2022
Con su habitual lucidez, William I. Robinson se pregunta si la oleada mundial de protestas y movilizaciones será capaz de hacer frente al capitalismo global (https://bit.ly/3MjvBsl). En efecto, desde la crisis de 2008 se produce una cadena interminable de protestas y levantamientos populares. Recuerda que en los años previos a la pandemia hubo más de 100 grandes protestas que derribaron a 30 gobiernos.
Menciona la
gigantesca movilización en Estados Unidos a raíz del asesinato de George Floyd,
en mayo de 2020, que define como un levantamiento antirracista que llevó a
más de 25 millones de personas, en su mayoría jóvenes, a las calles de cientos
de ciudades de todo el país, la protesta masiva más grande en la historia de
Estados Unidos.
En América
Latina los levantamientos y revueltas en Ecuador, Chile, Nicaragua y, sobre
todo, Colombia, tuvieron extensión, duración y profundidad como pocas veces se
recuerda en este continente. La protesta colombiana paralizó el país durante tres
meses, enseñó niveles de creatividad popular impresionantes (como los 25 puntos
de resistencia en Cali) y modos de articulación entre pueblos, en la calle,
abajo, absolutamente inéditos.
Robinson
recuerda que las clases dominantes hicieron retroceder el ciclo de
movilización, de fines de la década de 1960 y principios de los 70, a
través de la globalización capitalista y la contrarrevolución neoliberal. Eso
en el norte, porque en el sur global lo hicieron a pura bala y matanza.
Hacia el final
de su artículo se pregunta cómo traducir la revuelta de masas en un
proyecto que pueda desafiar el poder del capital global. La pregunta es válida.
En principio, porque no lo sabemos, porque los gobiernos que surgieron luego de
grandes revueltas no hicieron más que profundizar el capitalismo y promover la
desorganización de los sectores populares.
Aunque
participemos en grandes movilizaciones y en revueltas, que son parte de la
cultura política de la protesta, es necesario comprender sus límites como
mecanismos para transformar el mundo. No vamos a abandonarlas, pero podemos
aprender a ir más allá, para ser capaces de construir lo nuevo y defenderlo.
Entre los
límites que encuentro hay varios que quisiera poner a discusión.
El primero es
que los gobiernos han aprendido a manejar la protesta, a través de un abanico
de intervenciones que incluyen desde la represión hasta las concesiones
parciales para reconducir la situación. Desde hace ya dos siglos la protesta se
ha convertido en habitual, de modo que las clases dominantes y los equipos de
gobierno ya no le temen como antaño, pero sobre todo saben ver en ella una
oportunidad para ganar legitimidad.
Los de arriba
saben que el momento clave es el declive, cuando se van apagando los fuegos de
la movilización y gana fuerza la tendencia al retorno a lo cotidiano. Para los
manifestantes, la desmovilización es un momento delicado, ya que puede
significar un retroceso si no han sido capaces de construir organizaciones
sólidas y duraderas.
El segundo
límite deriva de la banalización de la protesta por su transformación en
espectáculo. Algunos sectores buscan a través de este mecanismo impactar en la
opinión pública, al punto que el espectáculo se ha convertido en un nuevo
repertorio de la acción colectiva. La dependencia de los medios es una de las
peores facetas de esta deriva.
El tercero se
relaciona con el hecho de que los manifestantes no suelen encontrar espacios y
tiempos para debatir qué se logró en la protesta, para evaluar cómo seguir, qué
errores y qué aciertos se cometieron. Lo más grave es que a menudo
esa evaluación la realizan los medios o los académicos, que no forman
parte de los movimientos.
El cuarto
límite que encuentro, es que las protestas son necesariamente esporádicas y
ocasionales. Ningún sujeto colectivo puede estar todo el tiempo en la calle
porque el desgaste es enorme. De modo que deben elegirse cuidadosamente los
momentos para irrumpir, como vienen haciendo los pueblos originarios que se
manifiestan cuando creen llegado el momento.
Debe existir un
equilibrio entre la actividad hacia fuera y hacia dentro, entre la movilización
exterior y la interior, sabiendo que ésta es clave para sostenerse como
pueblos, para dar continuidad a la vida y para afirmarse como sujetos
diferentes. Es en los momentos de repliegue interior cuando afirmamos nuestras
características anticapitalistas.
Finalmente, la
autonomía no se construye durante las protestas, sino antes, durante y después.
Sobre todo antes. La protesta no debe ser algo meramente reactivo, porque de
ese modo la iniciativa siempre está fuera del movimiento. La autonomía demanda
un largo proceso de trabajo interior y exige una tensión diaria para mantenerla
en pie.
Siento que nos
debemos, como movimientos y colectivos, tiempos para el debate, porque no
reproducir el sistema supone trabajarnos intensamente, sin espontaneidad,
superando inercias para seguir creciendo.
Artículo publicado originalmente en La Jornada.
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