Tal día como hoy de 1976 moría en Roma Luchino Visconti, uno de los
grandes creadores en la historia del cine. Agudo cronista de la decadencia de
la civilización burquesa, Visconti sigue vivo, como todos los grandes clásicos
de la cultura y el cine.
Las películas de madurez de
Visconti
El Viejo Topo
17 marzo, 2022
En las cuatro
grandes películas que exploro aquí, sus cuatro grandes películas de madurez
[las de la trilogía alemana –La caída de los dioses (1969), Muerte
en Venecia (1971) y Ludwig (1972)– y, por supuesto,
la que para mí es la cumbre de su filmografía, El gatopardo (1963)],
Visconti cierra un complejísimo universo en el que lo estético se entremezcla
con lo político, en el que el mal y el bien conviven y hasta se entrelazan
formando una unidad inseparable, donde la sofisticación no logra enterrar a lo
grotesco, donde la muerte se convierte en anhelo y donde la risa puede cumplir
funciones disolventes y casi revolucionarias.
En este
universo de luz crepuscular y decadencia, de sutil melancolía, de agotamiento
de aristocracias y monarquías, de oscuras oquedades donde se esconden todos los
pecados y hasta el mal absoluto, en ese universo –digo– hay a la vez tanta
belleza, tanta ironía, tanta elegancia, tanta inteligencia… Allí exponen sus
pensamientos Platón y Schopenhauer y Nietzsche, allí escriben sus cuentos
maravillosos Thomas Mann y Giuseppe di Lampedusa, allí viven y sufren reyes,
príncipes y artistas mientras suena la música de Verdi, de Wagner o de Mahler.
Demasiado para un mero artículo.
El Visconti con
el que aquí se entabla diálogo es el de la última década de su vida. Ha
trascendido plenamente su fase “neorrealista” de Ossesione (1942), La terra
trema (1947), Bellísima (1951) o Rocco y sus hermanos (1960), en un cine de
autor –más personal aún– que contiene tantos (o más) elementos simbólicos y
mitológicos como claves para la crítica social en términos de clase y
explotación. Este Visconti sigue siendo comunista, sigue afiliado al PCI, pero
la huella marxista se ha difuminado para dejar paso a preocupaciones humanistas
que desbordan las coordenadas de la lucha de clases y el materialismo
histórico. Ya ha rodado Senso (1954) y Las Noches
blancas (1957), y rodará en 1965 la que para algún crítico es su
película más redonda, Vaghe stelle dell’Orsa (Sandra).
Este Visconti
debe a Thomas Mann, Shakespeare, Goethe. Esquilo o Leopardi más que a la
tradición marxista. Obviamente en El Gatopardo es fácil
encontrar una interpretación del Risorgimento en clave gramsciana, y hay
escenas del campesinado siciliano del Visconti más crudamente verista. Pero los
ojos con los que mira a la burguesía son más aristocráticos que obreristas.
Este Visconti se ha desembarazado plenamente de las contradicciones entre su
condición aristocrática y su filiación partidaria, entre el conde y el
comunista, y puede identificarse ética y psicológicamente –como lo hace
en El gatopardo– con el príncipe de Salina, y ver con sus mismos
ojos al rico Sedara, que asciende por la escalera del palacio como asciende en
la escala social, con la zafiedad plebeya del parvenu. Y el respeto que siente
en Muerte en Venecia por Gustav von Aschenbach, un burgués
ennoblecido, se debe más a la nobleza de su alma (pese a su degradación) que al
hecho de que sea un representante de la aristocracia de la cultura. Porque con
Wagner –sin duda un genio de la música– no tiene piedad y no perdona su
mezquino materialismo de pequeño burgués.
En La
caída de los dioses, nuevamente, aparece el Visconti antifascista, y pondrá
en boca de uno de los personajes la esencia del análisis marxista del nazismo,
pero en esta compleja película no solo es manifiesta la influencia de Goethe o
Shakespeare o del mismo Mann, sino que puede leerse entre líneas una crítica de
la modernidad –y del nazismo– más en clave weberiana que marxista, seguramente
sin que Visconti fuera consciente de ello. Este Visconti es pues un autor
poliédrico e idiosincrásico, imposible de encasillar ya en una escuela de cine
o en una corriente ideológica. Es el que más me ha interesado a mí.
Con el respeto
debido al lector, quisiera terminar este prólogo con dos advertencias. La
primera y fundamental es que nadie podrá disfrutar de este libro si no ha visto
previamente las películas correspondientes. Me tranquiliza saber que son muchos
los que antaño frecuentaron el cine de Visconti y los que incluso lo tuvieron
como un cineasta de culto. No sin despertarles cierta nostalgia, este libro
encontrará en ellos buenos amigos. Estoy seguro. Pero si alguien sin ese
background se acerca a estas páginas, y quiere sacarles provecho, entonces
tendrá que visitar primero a este clásico del cine europeo del siglo XX. Y si
descubre que Visconti no le despierta fuertes emociones, si no se deleita en su
virtuosismo escenográfico, si no siente la necesidad de rebobinar para volver
sobre un diálogo y entenderlo mejor… Si nada de eso se produce, entonces será
mejor que busque otra lectura.
La segunda
advertencia es que sigo sin ser un experto en Visconti. Y a la vez creo que
este libro tampoco podría escribirlo un experto en Visconti sin más, porque lo
que yo hago es más bien explorar su universo estético, histórico y filosófico
con absoluta libertad de pensamiento, en una especie de diálogo personal con el
autor y sus referencias artísticas y literarias, y siempre desde la óptica de
la decadencia, que es el leitmotiv de estas cuatro grandes películas. Por eso
en las páginas que siguen el lector que me acompañe transitará del cine a la
literatura y de ésta a la filosofía, sin solución de continuidad.
Este libro es
por ello una invitación no solo a ver –o volver a ver– el cine de Visconti, que
por supuesto lo es y en primer lugar. Es también una invitación a leer y releer
a Thomas Mann o a Lampedusa, a reflexionar sobre el erotismo y el amor de la
mano de Platón, o sobre la vida, el sufrimiento y la muerte en diálogo con
Schopenhauer o Nietzsche. Y, de paso, preguntarnos sobre la historia moderna de
la cultura europea, sobre el ocaso de las ilusiones, sobre sus grandezas y sus
miserias, mientras escuchamos el preludio del Tristán e Isolda, nos acordamos
de cómo Sigfrido descubrió el miedo o nos dejamos llevar por el adagietto de la
quinta de Mahler hasta fundirnos por unos instantes en la melancólica infinitud
del ser.
Fuente: Fragmento del prólogo de Andrés de Francisco a
su libro Visconti y la decadencia. Otra
mirada a la modernidad.
*++
No hay comentarios:
Publicar un comentario