El conflicto del metal en Cádiz puede ser la señal de un reencuentro entre el mundo del trabajo y la izquierda política. La centralidad de la clase trabajadora se construye social y políticamente. La democracia, la de verdad, se juega en estas cosas.
Cádiz: el futuro del pasado
El Viejo Topo
27.11.2021
©Fotografía
de Alex Zapico.
Nos vamos
acostumbrando a la muerte lenta de la clase obrera gaditana. Periódicamente
asistimos a huelgas especialmente duras, a escenas de violencia policial y de
respuesta a la brava de trabajadores que cada vez tienen menos que perder. Se
junta todo: desindustrialización, pérdida de derechos, precariedad
generalizada, salarios a la baja y sobreexplotación. El contexto, una Andalucía
que está cambiando de clase política y que progresivamente pierde el norte de
la industrialización, de la transición energética-productiva y del nuevo
paradigma tecnológico-territorial.
Se ha pasado
quedamente de aspirar a ser la California de España a competir con solvencia
con nuestro vecino Marruecos. El Partido Popular y su aliado Vox negociarán con
los que mandan y aceptarán lo que se les dé. La única condición que ponen es
que ellos gestionen el poder; mejor dicho, lo que quede de él. Eso sí,
a cambio garantizarán el orden y la tranquilidad de las tanquetas; el PSOE
enseñó y enseña el camino.
Cádiz siempre
ha sido microcosmos. En primer lugar, del tipo de relaciones laborales que
predominan en esta etapa posfordista. En su centro, las grandes empresas de
construcción naval y aeronáutica (Navantia, Airbus, Dragados…) y en torno a
ellas, una tupida red de pequeños y medianos establecimientos auxiliares y
subcontratados. Este tipo de procesos productivos se ha construido
redistribuyendo sistemáticamente los riesgos económicos y empresariales del
capital hacia las clases trabajadoras. Se configuran dos tipos de
relaciones laborales, la de las grandes fábricas en las que predomina el empleo
estable, presencia sindical significativa y cumplimiento razonable de lo
estipulado en los convenios; el otro, el de una pequeña y mediana empresa con
un alto nivel de precariedad laboral, represión sindical y, lo que es más
importante, sin una legislación laboral protectora; es decir, los convenios
vigentes no se aplicaban y el poder empresarial devino en omnímodo.
Lo
característico de esta huelga es que afecta en su mayoría a los trabajadores de
pequeñas y medianas empresas que viven en condiciones de extrema debilidad
contractual tanto en lo que tiene que ver con los salarios como como con el
pago de horas extraordinarias, en los ritmos productivos, la jornada y, sobre
todo, la inestabilidad laboral. Así se entiende muy bien las (contra)reformas
laborales del PSOE -de la que no se habla hoy- y la del PP. El derecho laboral
ya no protege al trabajador y lo encadena a procesos productivos y a formas de
gestión de la fuerza de trabajo que lleva a un tipo específico de servidumbre,
asalariados dependientes sin derechos. La dureza de la respuesta obrera
expresa la rabia de una clase trabajadora que, día a día, ve perder conquistas,
condiciones de trabajo y salario. Estamos hablando de poder. Las reformas
laborales aprobadas por los distintos gobiernos han tenido siempre como
objetivo debilitar el poder contractual de la clase trabajadora y someterla a
la lógica de un modelo productivo basado en la precariedad y en los bajos
salarios.
La otra gran
cuestión tiene que ver con la empresa y el territorio. Más allá de las
moderadas reivindicaciones salariales y laborales de los huelguistas en lucha,
lo que existe es una reivindicación de un lugar de vida como espacio también de
trabajo y como un futuro unido una identidad geográficamente identificada e
identificable. Reivindicar la defensa de las industrias existentes y de
una reindustrialización territorialmente arraigada tiene que ver con conservar
modos de vida, tradiciones, relaciones laborales en un entorno habitable por
seres humanos libres e iguales. La traición de las élites a Andalucía -y
específicamente a Cádiz- tiene que ver con la sumisa aceptación de una división
europea del trabajo que convierte al sur de España en un lugar para turistas,
para especuladores inmobiliarios y refugio para capitales financieros opacos.
Aquí modo de vida, trabajo y espacio se enlazan en una identidad abierta y
portadora de futuro. En su centro, una clase trabajadora que se niega
desaparecer sin lucha.
El “partido del
trabajo”, más allá de siglas y experimentos organizativos, se construye en
estas dramáticas luchas protagonizadas por hombres y mujeres de carne y hueso
que producen país con sus sufrimientos de cada día. La política, la de verdad,
se organiza aquí. Sin una “Constitución del trabajo” efectiva no habrá
democracia; sin derechos laborales y sindicales plenos no será posible un nuevo
modelo productivo sostenible y territorialmente enraizado. Así se construye
patria, ciudades habitables y seguras. Así se lucha contra una España
desarticulada territorialmente, vaciada de tradición, de cultura; de
espaldas a la historia vivida de las clases subalternas.
La centralidad
de la clase trabajadora se construye social y políticamente. La huelga de Cádiz muestra que los asalariados necesitan la “ayuda”
de la política para mejorar las condiciones de vida y de trabajo. La patronal
enseña mucho: cuando desde el gobierno se imponen contrarreformas sin consenso,
la apoyan decididamente. Cuando se trata de revertirlas, de recuperar derechos
perdidos por los trabajadores, exigen consenso; es decir, su derecho a
impedirlo. Se habla de que una parte sustancial de las clases
trabajadoras votan a las fuerzas populistas de derechas. Es más, las
encuestas anuncian que en Andalucía volvería a ganar el PP con el apoyo de Vox.
El conflicto de
Cádiz puede ser la señal de un reencuentro entre el mundo del trabajo y la
izquierda política. El gobierno no puede ser neutral. La democracia, la de
verdad, se juega en estas cosas.
Artículo publicado originalmente en Nortes.
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