El final
de la era Merkel coincide con el agotamiento de una etapa de la historia de
Alemania. ¿Seguirá siendo un hegemón demediado de una península de Eurasia
condenada a ser aliada subalterna de los EEUU. ?
Alemania después de Merkel: el destino de un hegemón
demediado
El Viejo Topo
17 octubre, 2021
“La tecnología
rusa y el capital alemán, junto a los recursos naturales rusos y la mano de
obra rusa, representan la única combinación que durante siglos asusta a los
Estados Unidos de Norteamérica”.
George Friedman. Mayo de 2018.
Los balances
parecen seguir un estilo preestablecido. Así está ocurriendo con la
señora Merkel. Es como un juego de pesas: a un lado, lo bueno; al
otro lado, lo malo; errores y aciertos. Se habla de dos Merkel, la campeona de
la austeridad y la heroica europeísta de los fondos de recuperación y de su
apuesta por los refugiados sirios. La fiel aliada de EEUU y la que hace
concesiones excesivas a Putin. La canciller de las crisis y de las alianzas más
o menos opacas. En definitiva, una gran dirigente que se va y que abre un vacío
en la potencia-guía, en el hegemón de la Unión Europea. Lugares comunes
convertidos en opinión dominante.
Alemania, es
bueno tomar tierra, no es un Estado soberano, sigue ocupada militarmente y
nuclearizada por los EEUU. No es este el lugar para hacer un
análisis pormenorizado de esta presencia; baste indicar que se trata de algo
más 200 instalaciones militares y de un conjunto de bases entre las que
sobresale la de Ramstein, Cuartel General de las Fuerzas Aéreas de los EEUU en
Europa. Ahora que se habla tanto de la “autonomía estratégica” de la UE, habría
que decir que esta determínate ocupación territorial no solo no disminuye, sino
que se incrementa, con o sin el paraguas de la OTAN. En la “división del
trabajo estratégico” definida por los EEUU a la OTAN le cabe la honrosa tarea
de contener al viejo y nuevo enemigo ruso. Como ha demostrado el reciente
acuerdo de los EEUU con Australia y el Reino Unido, el teatro de operaciones
decisivo está en el Indo-Pacifico, Europa es ya secundaria y los aliados
seguros son los anglosajones. Francia (y su industria militar) ya lo saben.
Se suele
discutir mucho sobre las relaciones de la UE con EEUU y, casi siempre, al
margen de algo tan decisivo como la OTAN. Conviene insistir, la
Organización del Tratado del Atlántico Norte es una alianza
político-estratégica organizada militarmente. La política exterior y de
seguridad de cada uno de los Estados está determinada por la pertenencia a la
Alianza, así como gran parte de la estructura, composición y cultura
estratégica de sus fuerzas armadas. La UE ha hecho del llamado vínculo
atlántico el centro de su política exterior que, como es natural, determina su
posición como actor internacional más allá de las grandes declaraciones.
Tampoco en esto hay que engañarse: las clases dirigentes de los Estados, el
núcleo del poder que se referencia en la UE considera que esta Alianza es algo
vital para su futuro y nadie -insisto, nadie- la cuestiona en tanto que tal,
especialmente la República Federal Alemana. La UE y la OTAN son -hoy
tanto como ayer- dos caras de un mismo proyecto.
El país que
deja Merkel es el Estado hegemónico en la UE; es decir, ha conseguido convertir
sus reglas e intereses socio políticos en los ejes vertebradores de los
Tratados de la Unión. Maastricht y el euro fueron la parte más visible de la
estrategia de un conjunto de Estados encabezados por Francia con el objetivo de
controlar a una Alemania unificada. La respuesta de esta fue clara: Unión
Europea sí, pero bajo las reglas socio-económicas alemanas. El núcleo
de estas normas es el ordoliberalismo y eso que tanto le gustaba a la
socialdemocracia española de la “economía social de mercado”.
¿Qué es el
ordoliberalismo? Una variante del liberalismo caracterizada por
la necesidad de una eficaz y coherente intervención del Estado en defensa libre
mercado, la competencia y unas relaciones labores funcionales al crecimiento
económico. Los ordoliberales no creen en un orden espontaneo del mercado que no
esté garantizado por el poder político. Como buenos (neo) liberales saben que
el problema no es el intervencionismo del Estado, sino su orientación y
objetivos. Por mucho que le pese al señor Hayek, el orden del
mercado es constructo social y pura ingeniería institucional, garantizado
siempre por el Leviatán-Estado. Los Tratados europeos consagran esta filosofía
político-económica y la constitucionalizan convirtiéndola en normas de obligado
cumplimiento para los Estados. Ahora que se debate tanto sobre los fondos
europeos y su financiación a través -se diga cómo se diga- de deuda garantizada
por el presupuesto de la UE, conviene entender que el ordoliberalismo
constituye el consenso básico de los grandes partidos alemanes que definirá al
futuro gobierno sea este semáforo (rojo, verde, amarillo)
o Jamaica (negro, verde, amarillo).
Que Alemania
haya conseguido constitucionalizar sus normas básicas para el conjunto de la UE
le da un enorme poder (estructural) y beneficia ampliamente su economía. Le
permite, sobre todo, implementar políticas neo-mercantilistas que, por
definición, son no cooperativas y producen ganadores y perdedores; mejor dicho,
producen una ganadora permanente, Alemania. La que en otro tiempo fue la
economía “enferma” de Europa, fue construyendo un patrón de acumulación basado
en la exportación, en bajos salarios y en la descentralización
productiva. Esto tiene un nombre: la Agenda 2010 del socialdemócrata
Schröder en alianza, es bueno recordarlo, con los Verdes. El “sistema euro”
significaba, entre otras cosas, que las relaciones económicas entre Estados se
realizaban en las condiciones que más benefician el potencial competitivo
alemán, a lo que este añadió precariedad laboral, devaluación salarial y
recortes sustanciales en el Estado Social. Las consecuencias son superávits
comerciales recurrentes, tendencias deflacionarias permanentes y acentuación de
la deriva centro-periferia en el interior de UE.
El final de la
era Merkel coincide con el agotamiento de una etapa de la historia de Alemania.
Esto se puso claramente de manifiesto en el último período de su mandato. Se
acumularon todo tipo de contradicciones, resueltas la mayoría de las veces por
síntesis extremadamente forzadas que no terminaban por romper lógicas
anteriores ni creaban otras nuevas. La canciller resolvía problemas
coyunturales desplazándolos al futuro. Al final, no había proyecto, no había
programa ni estrategia. En un momento, es necesario subrayarlo, en que se
estaba produciendo una fractura, una bifurcación radical en una economía-mundo
que cambiaba aceleradamente. La clase política alemana no es capaz de definir
interese de su país, sus objetivos y, lo que es más grave, bloquea a una Unión
Europea que está respondiendo a los nuevos problemas desde una lógica de poder
basada en una hegemonía y en un mundo que ya no existe ni volverá.
Ahora que tanto
se habla sobre el tipo de gobierno que se va a configurar, sus políticas
futuras y su influencia sobre la Unión Europea, aparece con mucha fuerza el
abismo antes esbozado entre los graves problemas a los que se enfrenta Alemania
y las pobres respuestas que ha ofrecido la clase política en la campaña
electoral. La palabra clave es continuidad. Se apunta que vamos a un
gobierno semáforo entre Socialdemócratas, Verdes y Liberales.
Las negociaciones no serán fáciles, pero habrá acuerdo. El debate está en el
marco del sistema y sus conocidas estructuras de poder. Hay que compaginar
asuntos complejos. El déficit estará al final de este año en el 75% del PIB, se
ha incrementado en más 470 mil millones de euros en los últimos tres años,
existe, así está ya planteado, la obligación constitucional de frenarlo y
reducirlo, se hará con prudencia, pero se hará. Scholz, el previsible nuevo
canciller del SPD, tiene un programa social débil y su experiencia como
ministro de finanzas dice bien a las claras que no cuestionará las estrictas
reglas presupuestarias. Los Verdes han defendido un programa comprometido con
la transición energética, la descarbonización y una importante inversión para
digitalizar el conjunto de la economía. Lindner, jefe del Partido Liberal, no
se ha cansado de repetir que quiere ser ministro de finanzas, con un programa
también diáfano, nada de subir impuestos, respeto a unas finanzas equilibradas
y lucha contra la burocracia. Como se verá, programas no fáciles de casar. Una
cosa segura: habrá acuerdo. Será complicado, las negociaciones estarán a punto
de romperse más de una vez, pero al final la continuidad será alcanzada. Son
las “otras reglas”, las más duras, que imponen los que mandan y no se presentan
a las elecciones.
No habrá
cambios en la política europea de Alemania. Los sueños de una modificación de
las reglas las de Maastricht no se harán realidad. Se tiende a olvidar, como
nos enseñó Michel Husson, que “el euro es un sistema” que implica un
determinado presupuesto comunitario, un especifico Banco Central Europeo,
reglas fiscales y comerciales; es decir, insisto, un conjunto de normas que han
sido constitucionalizadas y que requieren la unanimidad de los 27 miembros para
cambiarlas. Ahora vivimos en un Estado de excepción donde parte de dichas
normas están suspendidas temporalmente. Cuando el país germano lo considere
oportuno se volverá, con una cierta flexibilidad, a los viejos postulados
reconocidos en los Tratados. Para la UE, la Next Generation, los Fondos
de Recuperación europeos, son algo excepcional y único. Tienen fecha de
caducidad.
En las
relaciones internacionales y en la política de defensa sí creo que habrá
cambios significativos. La tendencia es al alineamiento con la política
norteamericana y una mayor implicación de la Bundeswehr en las
políticas de crisis de la OTAN. Hasta ahora Alemania -Merkel era una maestra en
estos equilibrios con red- había conseguido combinar sin grandes
contradicciones sus intereses geopolíticos con las difusas demandas de la Unión
Europea, mediadas siempre con las pretensiones francesas. La salida del Reino
Unido hace las cosas más difíciles y, paradoja, acorta el margen de maniobra
del país germánico. Es un viejo asunto: Alemania y Rusia tienen
economías complementarias y se necesitan mutuamente. El Nord Stream-2 (el
recién terminado gaseoducto entre Rusia y Alemania bajo el Mar Báltico) es un
ejemplo paradigmático; sin embargo, su zona directa de influencia (la vieja y
nueva Mitteleuropa) se ha ido definiendo con mucha fuerza contra Rusia y como
aliado fiel de los EEUU, a lo que hay que añadir que el nuevo concepto
estratégico de la OTAN dejará muy claro que su tarea fundamental será colaborar
en la construcción de un frente amplio “tricontinental” contra China y,
específicamente, aislar, contener y debilitar al país de Putin. Ahora los
equilibristas trabajan sin red.
El gobierno en
gestación tendrá muchas dificultades para definir el rumbo de un Estado que
progresivamente avanza hacia su conversión, de nuevo, en objeto de la historia.
Alemania deviene en hegemón demediado de una península de Eurasia que se creía
un continente, condenado a ser aliado subalterno de la otra cara de sí mismo,
de un mundo que lo niega y lo desprecia, los EEUU. El viejo Hegel debe
de estar protestando con fuerza viendo como la historia lleva a su cultura a la
decadencia, donde la insignificancia reina sin alternativa. Alemania
sigue ahí, en su dorada jaula, sometida a los tirones de la historia, sin
reconocerse y sin capacidad de definirse. La Unión Europea sueña con ser
alemana a cambio de que ésta deje de serlo. En el fondo, la “cuestión alemana”
sigue presente como miedo a la soberanía, palabra maldita, de un pueblo que siempre
ha sido algo más que un Estado.
Artículo publicado originalmente en Nortes.
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