El 20 de julio de 1923 moría asesinado el legendario revolucionario mexicano Pancho Villa, líder, junto a Zapata, del sector agrarista en la Revolución mexicana. Lo recordamos con este texto de John Reed, que convivió con el ejército de Pancho Villa.
Pancho Villa, un peón en política
El Viejo Topo
20 julio, 2021
Villa se
proclamó gobernador militar del Estado de Chihuahua, comenzando el
extraordinario experimento —extraordinario porque no sabía nada acerca de estos
menesteres— de organizar con su propia cabeza un gobierno para 300 000 gentes.
Se ha dicho a
menudo que Villa tuvo éxito porque disponía de consejeros educados. En
realidad, estaba casi solo. Los consejeros que tenía pasaban la mayor parte de
su tiempo dando respuesta a sus preguntas impacientes y haciendo lo que él les
decía que hicieran. Yo acostumbraba ir algunas veces al Palacio del gobernador
en la mañana temprano y esperarlo en su despacho. Silvestre Terrazas,
secretario de gobierno, Sebastián Vargas, tesorero del Estado, y Manuel Chao,
entonces interventor, llegaban como a las ocho, muy bulliciosos y atareados,
con enormes legajos de informes, sugestiones y decretos que habían elaborado.
Villa mismo, se presentaba como a las ocho y media, se arrellanaba en una silla
y les hacía leer en alta voz lo que había. A cada minuto intercalaba una
observación, corrección o sugestión. De vez en cuando movía su dedo atrás y
adelante y decía:
—No sirve.
Cuando todos
habían terminado, comenzaba rápidamente y sin detenerse a delinear la política
del Estado de Chihuahua: legislativa, hacendaria, judicial y aun educativa. Cuando
llegaba a un punto en que no podía salir del paso, decía:
—¿Cómo hacen
eso?
Y, entonces,
después que le era explicado cuidadosamente el por qué, le parecía que la mayor
parte de los actos y costumbres del gobierno eran extraordinariamente
innecesarios y enredosos. Un caso: proponían financiar la revolución emitiendo
bonos del Estado que redituaran el 30 o 40 por ciento de interés. Villa
manifestó:
—Entiendo que
el Estado deba pagar algo al pueblo por el empleo de su dinero, pero ¿cómo
puede ser justo que le sea devuelto éste triplicado o cuadruplicado?
No podía
admitir que se adjudicaran grandes extensiones de tierra a los ricos y no a los
pobres. Toda la compleja estructura de la civilización era nueva para él. Había
que ser filósofo para explicar cualquier cosa a Villa: sus consejeros sólo eran
hombres prácticos.
Se presentaba
el problema de las finanzas, que para Villa se planteaba de la siguiente
manera. Se percató que no había moneda en circulación. Los agricultores y
ganaderos que producían las carnes y vegetales ya no querían venir a los
mercados ciudadanos porque nadie tenía dinero para hacer sus compras. La verdad
era que aquellos que poseían plata o billetes de banco mexicanos los tenían
enterrados. Chihuahua no era un centro industrial; las pocas fábricas que tenía
estaban cerradas; no había nada que pudiera cambiarse por alimentos. De suerte
que comenzó en seguida una paralización comercial, y el hambre amenazaba a los
habitantes de las ciudades. Recuerdo vagamente haber sabido de varios planes
grandiosos para aliviar la situación, presentados por los consejeros de Villa,
quien dijo:
—Bueno, si todo
lo que se necesita es dinero, emitámoslo.
Así fue cómo se
echaron a andar las prensas en los sótanos del palacio del gobernador e
imprimieron dos millones de pesos en papel sólido, en los cuales aparecían las
firmas de los funcionarios del gobierno, con el nombre de Villa impreso en
medio de los billetes con grandes caracteres. La moneda falsa que inundó
después a El Paso se distinguía de la legítima por el hecho de que los nombres
de los funcionarios aparecían firmados y no estampados.
La primera
emisión de moneda no tenía otra garantía que el nombre de Villa. Fue lanzada
principalmente para reanimar al pequeño comercio interior del Estado, a fin de
que la gente pobre pudiera adquirir víveres. Sin embargo, fue comprada
inmediatamente por los bancos de El Paso a 18 y 19 centavos de dólar, porque
Villa la garantizaba.
Él no sabía
nada, desde luego, de los manejos aceptados para poner su moneda en circulación.
Empezó a pagar al ejército con ella. El día de Navidad convocó a los habitantes
pobres de Chihuahua y les dio 15 pesos a cada uno inmediatamente. En seguida
lanzó un pequeño decreto, ordenando la aceptación a la par de su moneda en todo
el Estado. El sábado siguiente afluían todos a los mercados de Chihuahua y de
otras ciudades, agricultores y compradores. Villa lanzó otra proclama fijando
el precio de la carne de res a siete centavos la libra, la leche a cinco
centavos el litro, y el pan a cuatro centavos el grande. No hubo hambre en
Chihuahua. Pero los grandes comerciantes, que habían abierto tímidamente sus
tiendas por primera vez desde la entrada de Villa en Chihuahua, marcaron sus
artículos con dos listas de precios: una para la moneda de plata y billetes de
banco mexicanos, y la otra para la «moneda de Villa». Éste paró en seco la
maniobra con otro decreto, ordenando una pena de sesenta días de cárcel para
cualquiera que rechazara su moneda.
Pero ni así
salían todavía la plata y el papel moneda de su escondite bajo tierra, y Villa
los necesitaba para adquirir armas y efectos para su ejército. De modo que hizo
la sencilla declaración pública de que, después del diez de febrero, sería
considerada ilegal la circulación de la plata y papel moneda que se ocultaba,
pudiendo cambiarse antes de esa fecha toda la que se deseara, por su propia
moneda, a la par, en la Tesorería del Estado. Pero las grandes sumas en
poder de los ricos siguieron ocultas.
Los financieros
dijeron que sólo se trataba de una baladronada, y se mantuvieron firmes. Pero
hete aquí que el diez de febrero apareció un decreto, fijado en todas las
paredes de la ciudad de Chihuahua, anunciando que a partir de esa fecha toda la
plata acuñada y los billetes de banco mexicanos serían moneda falsa y no
podrían ser cambiados por la moneda de Villa en la Tesorería. Además,
cualquiera que tratara de hacerlo circular, quedaría sujeto a sesenta días de
prisión en la penitenciaría. Se levantó un griterío clamoroso, no sólo de los
capitalistas sino también de los astutos avaros de poblados distantes.
Como dos
semanas después de la emisión de este decreto, yo estaba almorzando con Villa
en la casa que le había confiscado a Manuel Gameros, y que usaba como su
residencia oficial. Llegó una delegación de peones con huaraches, de un pueblo
en la Sierra Tarahumara, para protestar contra el decreto.
—Pero, mi
general —decía el que llevaba la voz—, nosotros no sabíamos
nada del
decreto y usábamos los billetes y la plata en nuestro pueblo. Ignorábamos lo de
su moneda, no supimos…
—¿Ustedes
tienen mucho dinero? —interrumpió Villa de pronto.
—Sí, mi
general.
—¿Tres, cuatro
o cinco mil, tal vez?
—Más que eso,
mi general.
—¡Señores!
—Villa los miró furtiva y ferozmente—, veinticuatro horas después de la emisión
de mi moneda llegaron muestras de ella a su pueblo. Pero ustedes creyeron que
mi gobierno no duraría. Hicieron hoyos debajo de sus casas y enterraron allí su
plata y billetes de banco. Ustedes supieron de mi primera proclama un día
después de que ésta se fijó en las calles de Chihuahua, pero no le hicieron
caso. Ustedes también supieron del decreto declarando falsos la plata y los
billetes ocultos, tan pronto como éste fue lanzado. Creyeron que siempre habría
tiempo para cambiar, si era necesario. Pero ahora les entró miedo y ustedes
tres, que tienen, más dinero que nadie en aquel lugar, montaron en sus mulas y
llegaron hasta aquí. Señores, su dinero es moneda falsa. ¡Ustedes son hombres
pobres!
—Válgame
Dios —y se echó a llorar el más viejo de los tres, que sudaban
copiosamente.
—¡Pero si
estamos arruinados, mi general! Lo juro ante usted: nosotros no
sabíamos; hubiéramos aceptado. ¡No hay alimentos en el pueblo!
El general en
jefe meditó por un momento.
—Les daré otra
oportunidad —dijo—, no lo haré por ustedes, sino por la gente pobre del pueblo
que no puede comprar nada. El miércoles próximo, al mediodía, traen todo su
dinero, hasta el último centavo, a la Tesorería; entonces veré lo que puede
hacerse.
La noticia
corrió de boca en boca, llegando hasta los sudorosos financieros que, sombrero
en mano, esperaban en el salón; y el miércoles, mucho antes del mediodía, no se
podía pasar la puerta de la Tesorería, obstruida por la curiosa muchedumbre
allí congregada.
La gran pasión
de Villa eran las escuelas. Creía que la tierra para el pueblo y las escuelas
resolverían todos los problemas de la civilización. Las escuelas fueron una
obsesión para él. Con frecuencia se le oía decir:
—Cuando pasé
esta mañana por tal y tal calle, vi a un grupo de niños. Pongamos allí una
escuela.
Chihuahua tiene
una población menor de 40 000 gentes. En diversas ocasiones, Villa estableció
más de cincuenta escuelas allí. El gran sueño de su vida era enviar a su hijo a
una escuela de los Estados Unidos. Tuvo que abandonar la idea por no tener
dinero suficiente para pagar el medio año de enseñanza, al abrirse los cursos
en febrero.
Más tardó en
tomar posesión del gobierno de Chihuahua que en poner a trabajar a sus tropas
en la planta eléctrica, en la de tranvías, de teléfonos, la del agua y en el
molino de harina de trigo de los Terrazas. Puso soldados como delegados
administradores de las grandes haciendas que había confiscado. Manejaba el
matadero con soldados, vendiendo la carne de las reses de los Terrazas al
pueblo, para el gobierno. A mil de ellos los comisionó como policía civil en
las calles de la ciudad, prohibiendo bajo pena de muerte los robos o la venta
de licor al ejército. Soldado que se embriagaba era fusilado. Aun trató de manejar
la cervecería con soldados, pero fracasó porque no pudo encontrar un experto en
malta.
—Lo único que
debe hacerse con los soldados en tiempo de paz —decía Villa—, es ponerlos a
trabajar. Un soldado ocioso siempre está pensando en la guerra.
En cuanto a los
enemigos políticos de la revolución era tan sencillo como justo, así como
efectivo. Dos horas después que entró al palacio del gobernador, vinieron en
grupo los cónsules extranjeros a pedirle protección para los doscientos
soldados federales que habían quedado como fuerza policíaca, a solicitud de los
extranjeros. Antes de contestarles, Villa preguntó rápidamente:
—¿Quién es el
cónsul español? Scobell, el vicecónsul inglés, dijo:
—Yo represento
a los españoles.
—¡Muy bien!
—saltó Villa—. Dígales que hagan sus maletas. Cualquier español que sea
detenido dentro de los límites del Estado después de cinco días, será llevado a
la pared más cercana por un pelotón de ejecución.
Los cónsules
hicieron un gesto de horror. Scobell empezó a protestar violentamente, pero
Villa lo hizo callar.
—Esto no es una
determinación inesperada de mi parte —dijo—. He estado pensando en ella desde
1910. Los españoles deben irse.
El cónsul
norteamericano, Letcher, dijo:
—General, no
discuto sus motivos, pero creo que está usted cometiendo un grave error
político al expulsar a los españoles. El gobierno de Washington vacilará mucho
tiempo antes de ser amigo de un bando que hace uso de tan bárbaras medidas.
—Señor cónsul
—contestó Villa—, nosotros los mexicanos hemos tenido trescientos años de
experiencia con los españoles. No han cambiado en carácter desde los conquistadores.
No les pedimos que mezclaran su sangre con la nuestra. Los
hemos arrojado
dos veces de México y permitido volver con los mismos derechos que los
mexicanos; y han usado esos derechos para robarnos nuestra tierra, para hacer
esclavo al pueblo y para tomar las armas contra la libertad. Apoyaron a
Porfirio Díaz. Fueron perniciosamente activos en política. Fueron los españoles
los que fraguaron el complot para llevar a Huerta al Palacio Nacional. Cuando
Madero fue asesinado, los españoles celebraron banquetes jubilosos en todos los
Estados de la República. Considero que somos muy generosos.
Scobell
insistió con vehemencia diciendo que cinco días era un plazo demasiado corto,
que él no podría comunicarse posiblemente con todos los españoles del Estado
durante ese término; entonces Villa lo extendió a diez días.
A los mexicanos
ricos que habían oprimido al pueblo y que se habían opuesto a la revolución los
expulsó del Estado y les confiscó rápidamente sus vastas propiedades. De una
plumada pasaron a ser propiedad del gobierno constitucionalista cerca de siete
millones de hectáreas e innumerables empresas comerciales de la familia
Terrazas, así como las inmensas posesiones de los Creel y los magníficos
palacios que habitaban en la ciudad. Sin embargo, al recordar cómo los
Terrazas, desde el destierro, habían financiado la rebelión de Orozco, dio a
don Luis Terrazas, Jr., su propia casa como cárcel en Chihuahua. Algunos enemigos
políticos, particularmente odiados, fueron ejecutados prontamente en la
penitenciaría. La revolución posee un libro negro en el que están consignados
los nombres, los delitos y las propiedades de aquellos que han oprimido y
robado al pueblo. No se atreve a molestar a los alemanes, quienes han sido
especialmente activos en política, a los ingleses y a los norteamericanos. Sus
páginas en el libro negro serán abiertas cuando se establezca el gobierno
constitucionalista en la ciudad de México; allá también le ajustará las cuentas
del pueblo mexicano a la Iglesia Católica.
Villa supo que estaban escondidas en alguna parte de Chihuahua las reservas del Banco Minero, que montaban a unos 500 000 pesos en oro. Uno de los directores del banco era don Luis Terrazas quien, al negarse a revelar el sitio donde se ocultaba el dinero, fue sacado una noche de su casa por Villa y un pelotón de soldados, que lo montaron en una mula y lo condujeron al desierto, colgándolo de un árbol. Lo descolgaron apenas a tiempo de salvarle la vida, y para que guiara a Villa a una antigua fragua en la fundición de los Terrazas, bajo la cual fue descubierta la reserva de oro del Banco Minero. Terrazas volvió a su prisión muy enfermo. Villa envió un aviso a su padre en El Paso, proponiéndole libertar a su hijo a cambio de pago, como rescate, de los 500.000 pesos.
Fuente: Artículo de John Reed publicado en la revista
norteamericana Metropolitan Magazine y recogido luego como
capítulo del libro México insurgente, editado en 1914.
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