El 28A: una avestruz elegante
- El gobierno de Sánchez ha caído porque la mayoría
que lo aupó no votó unos presupuestos con los que ideológicamente
concordaba
- Querer una mayor distribución de la riqueza o una
bajada de impuestos no anticipa nada de cómo se entiende la cuestión
nacional
CUARTO PODER
1 de marzo de 2019)
La caída del gobierno de Sánchez es un eslabón más que
se suma a la cadena de novedades que España viene viviendo desde 2014. A la
fragmentación del sistema de partidos, el año de gobierno en funciones, la
primera moción de censura exitosa y la crisis del Estado de las Autonomías con
la proclamación de la República catalana y el 155, se le suma ahora el gobierno
más corto de la democracia. La convocatoria a elecciones generales es
inevitable pero no resolverá el problema central: la cuestión catalana o,
mejor, la cuestión española.
El gobierno de Sánchez ha caído porque
la mayoría que lo aupó no votó unos presupuestos con los que ideológicamente
concordaba. Esto exhibe la dimensión del
problema: no se trata de la justicia social, fundada en el eje
izquierda-derecha, sino de la cuestión nacional, que suscita posiciones no
inteligibles a la luz de esas coordenadas. Querer una mayor distribución de la
riqueza o una bajada de impuestos no anticipa nada de cómo se entiende la
cuestión nacional.
El conflicto ejemplifica lo que suele llamarse la
primacía de lo político. Y por dos razones. Primero, porque contra la visión
clásica de que lo material-económico determina las posiciones y los conflictos
políticos, la cuestión española revela que actores capaces de consensuar unas
reglas de convivencia (una democracia parlamentaria y social dentro del
proyecto europeo), no pueden sin embargo otorgarle un significado común a la
comunidad que los alberga. Segundo, porque esta cuestión se juega más
en lo político —ese espacio fuera del sistema político, no
inmediatamente ideológico, donde se constituyen inadvertidamente los
imaginarios sociales— que en la política—los partidos,
las instituciones representativas, lo electoral—.
El problema de la cuestión española se agudiza porque
no sólo está casi exclusivamente tomado por los partidos, sino que éstos además
no tienen proyectos superadores, reconfiguradores del sentido de la comunidad
nacional. Prueba de ello es que creen que semejante cuestión puede resolverse a
partir de un resultado electoral.
Por otra parte, la cuestión española expresa, una vez
más, que lo relativo a la hegemonía no se juega en lo electoral. Una fuerza
política no puede menospreciar las elecciones, salvo a riesgo de convertirse en
secta y ni siquiera jugar el partido de la hegemonía. Pero tampoco cabe
reificarlas como si fueran el índice de la propia capacidad hegemónica. Los
protagonistas de la lucha hegemónica no son sólo, ni principalmente, los
partidos políticos.
La derecha españolista hará del tema el centro de la
campaña. Pero su solución represiva no sólo es contraproducente para
sus propios intereses, sino que expresa una profunda incomprensión de la lógica
simbólico-imaginaria de lo político: las identidades no se decretan.
Basta ver la historia reciente de este conflicto.
Pero tampoco la izquierda puede esgrimir que el
conflicto es en realidad poco menos que un abalorio para tapar los verdaderos problemas.
Para aspirar a la igualdad con los otros primero hay que querer y desear
compartir una comunidad con ellos. La comunidad es lo primero de lo común y,
así, el requisito de toda igualdad. La primera igualdad, cabría decir.
Los partidos independentistas catalanes tampoco pueden
aportar una solución democrática. Su intento de imponer una reconfiguración de
la comunidad careciendo de una mayoría absoluta evidencia una concepción
esencialista de la identidad: al no concebirla como una preferencia sino como
algo a priori, no se toma en consideración el apoyo que suscita.
Quizá quien esté señalando el camino sea ese 70% de
catalanes que quieren decidir su relación con España. Esa amplia
mayoría incluye al menos autonomistas e independentistas,
lo que indica que prefieren que se pueda decidir democráticamente a que venza
su posición. Ese voto sería la consecuencia de una reconfiguración del
sentido de la comunidad política, y por tanto no puede ser asimilado a un acto
electoral en el cual se confía que con más votos que el oponente se resolverá
la cuestión. Sería la institucionalización del conflicto y anudaría —a través
del voto— democracia y Nación, uno de los pocos asuntos que no casualmente la
Transición no logró hegemonizar.
Javier Franzé es Profesor de Teoría
Política, Universidad Complutense de Madrid.
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