Globalización
y geopolítica
KAOSENLARED
19 de diciembre de 2024
En las menguantes clases
medias de la cada vez más impotente sociedad europea todavía subsiste la
ilusión liberal-ciudadanista de que la maquinaria del Estado es controlable por
los parlamentos. Y que gracias a ese control político, el mismo Estado puede representar
a la “ciudadanía”, es decir, actuar de acuerdo con los criterios morales de la
mesocracia, tomando partido por lo que aquella considera justo, en contra de lo
que cree que no es de justicia. De esta forma, el mundo es contemplado como un
escenario donde el bien general y el mal absoluto se disputan el terreno, y en
caso de pelea, la buena conciencia maniquea de los partidos -que actúan como
empresas privadas- ha de mostrar diligencia a la hora de situarse en el lado
correcto, el de los buenos. Sin embargo, todos los bandos dejan mucho que
desear, y a poco que se profundice afloran contradicciones que arrojan
dudas sobre la bondad de la facción elegida, las cuales no siempre se pueden
aplacar con altas dosis de ideología. Nadie juega limpio cuando priman los
intereses particulares.
Por supuesto que nos
horrorizan las matanzas; abominamos las diferencias de clase, rechazamos las
coacciones del tipo que sean, odiamos las dictaduras, detestamos la burocracia
y execramos el patriarcado. También tomamos partido -nos posicionamos-, pero no
para identificarnos mecánica y contemplativamente con los enemigos aparentes de
nuestro enemigo real, a saber, la clase dirigente. No somos espectadores
atentos a los movimientos del contendiente con el que abstractamente nos
solidarizamos. Obrando así, no nos oponemos de verdad a los poderes que se
reparten el mundo. Nos interesa más dilucidar las causas que han conducido a la
situación en la que nos encontramos, para de este modo desvelar la verdadera
naturaleza de los conflictos actuales y descubrir los objetivos ocultos
perseguidos por las banderías oficialmente en lucha. La causa más importante es
obvia: la desaparición del proletariado como clase consciente, de la que deriva
la ausencia de un movimiento revolucionario digno de ese nombre. Teniendo esto
muy en cuenta, hemos de considerar el mundo como totalidad, como una realidad
global e histórica perfectamente ordenada según una extraña lógica, cuyas
reglas obedecen a los juegos internacionales de poder y a las vicisitudes del
mercado mundial. A partir de ahí, intentaríamos comprender los temas
principales de nuestro tiempo, desde las guerras de Ucrania y Gaza, a las
elecciones de Venezuela o México, desde el ascenso de Trump, la ideología woke
y la extrema derecha europea, hasta la resistencia de Rojava, el fracaso de la
primavera árabe y la hegemonía china.
Estamos inmersos en una
economía mundializada, en la que todas las actividades económicas son
interdependientes, puesto que están integradas en un todo. Los imperativos del
crecimiento gobiernan el mundo y todo acontecimiento disruptivo -p.e. una
pandemia, una guerra, una crisis financiera- afecta por igual a todas las
partes. La economía ahora se transforma directamente en poder, algo demasiado
importante para dejarlo en manos de empresarios, terratenientes o políticos.
Estos son solamente simples correas de transmisión de los dictámenes elaborados
en despachos ajenos de más alto nivel, puesto que en el sistema globalizado la
propiedad y el trapicheo a gran escala han perdido importancia en beneficio del
poder de decisión. Así que, cualquiera que sea la clase política, siempre
subalterna, en la actualidad, la cúspide de la clase dominante se compone
mayoritariamente de altos ejecutivos, burócratas especializados y expertos
patentados. En ese contexto, el liberalismo, la democracia parlamentaria, los
partidos políticos, los derechos civiles, etc, son cosas del pasado: los
principios, los valores y las metas morales esgrimidos por la propaganda
ideológica carecen de importancia. El orden -la obediencia- es lo que cuenta.
La globalización del
comercio y las finanzas no se vio correspondida por una homogeneización de los
regímenes políticos, dado que el harakiri no entraba en los planes de las
oligarquías dirigentes. A nivel local y regional, la complejidad de las
estructuras sistémicas y la divergencia de intereses eran tan enormes que
dificultaban el menor progreso en esa dirección. La herencia histórica de la
“guerra fría”, el pasado en forma de aparato burocrático, el substrato cultural
antimoderno, pesaban como una losa y podía palos a las ruedas en la marcha
hacia la mundialización política. El orden liberal se circunscribió solo al
llamado Occidente, quedando fuera el resto. De todas formas, el capitalismo
desregulador de las multinacionales era perfectamente compatible con otras
formas de capitalismo como por ejemplo el capitalismo oligárquico de Estado, el
capitalismo teocrático o el capitalismo de partido. La supremacía del
liberalismo capitalista se postuló abiertamente en 1945 a través del predominio
económico y militar de los Estados Unidos al acabar la Segunda Guerra Mundial.
Su apogeo ocurrió en 1989 con la caída del muro de Berlín, la descomposición de
la URSS, los tratados de desarme y la preponderancia mudial de las finanzas,
dando lugar a la llamada globalización, que tuvo como corolario una especie de
“macdonalización” generalizada, o sea, a una unificación universal de hábitos
consumistas, modas, gustos gastronómicos y costumbres festivas americanas. En fin,
y sobre todo gracias a la expansión rapidísima de la población urbana, la
sociedad del espectáculo se hacía realidad, pero siguiendo pautas
estadounidenses, ya que Europa había perdido su influencia tras el final de la
“guerra fría”: los destinos del planeta entero ya no dependían de decisiones
suyas. El continente había dejado de ser autónomo en defensa: se protegía de
las inclemencias securitarias bajo el paraguas americano, el Tratado del
Atlántico Norte. Tampoco lo era en materia de energía y en política exterior.
Ya lo comprobamos en las guerras del petróleo de finales de siglo y en la
supeditación al gas ruso, y se sigue comprobando en los bombardeos de Gaza. En
adelante la decadencia europea no hará sino acentuarse.
Europa, o mejor dicho, sus
otrora dirigentes apoyados en unas expansivas clases medias, había apostado por
la interdependencia pacífica con la Rusia oligárquica, por el desarrollo
económico y el comercio, centrándose más en la balanza de pagos, el cambio
climático y los inmigrantes, que en la disuasión militar. Un exiguo gasto
armamentístico transparentó su voluntad de no combatir. No obstante, su
superioridad económica fue erosionándose a buen ritmo por causas demográficas y
tecnológicas. Actualmente, la envejecida población europea es tan solo el 7% de
la mundial cuando en 1900 era el 25%, y tiende a la baja. Por otra parte, China
y las potencias emergentes como la India ha recuperado el desfase tecnológico
que tenían. No se limitaban a importar y copiar la tecnología de otros, como cuando
eran la fábrica mundial, sino que pasaban a liderar el sector incluso en temas
de innovación, defensa y aeronáutica. Finalmente, la productividad semejante
hizo que el peso económico de un país, y por lo tanto la influencia política,
dependiera cada vez más del volumen de población. Y en ese terreno el
archipoblado Oriente superaba ampliamente a Rusia, la Unión Europea o América
del Norte juntas. De hecho, después de llevar años creciendo el Producto
Interior Bruto muy por encima del americano y el europeo, en 2014 China
sobrepasó a los Estados Unidos en capacidad adquisitiva. También lo hizo en
recursos estratégicos. Desde entonces, nos encontramos en un escenario
internacional marcado por las tensiones y equilibrios de poder entre las dos
potencias preeminentes con sus aliados respectivos, una en ascenso, alrededor
de la cual orbita Rusia, y la otra en declive. Las escaramuzas comerciales
entre China y Estados Unidos, o el cinturón de seguridad del Pacífico, son solo
la punta del iceberg. Dentro de un marco global, cualquier conflicto que
sobrepase los límites locales, pongamos por ejemplo la guerra de Ucrania, es
ante todo una confrontación delegada entre ambas potencias. La OTAN, los
oligarcas ucranianos, Irán, el Estado gendarme ruso y hasta los norcoreanos
serán los actores del drama, pero ni el guión ni el final ha sido escrito por
ellos.
En la actual fase de la
globalización, el poder es visiblemente el elemento básico de las relaciones
internacionales, y por eso mismo, la geopolítica adquiere una relevancia
prevalente. La política exterior de los grandes Estados deviene enteramente
geoestratégica y el concepto de “enemigo” vuelve al ruedo com mayor brío. Dado
el fin de la hegemonía incontestable de los Estados Unidos, cada potencia busca
el equilibrio de poder suficiente acumulando medios de combate y estableciendo
alianzas con el objeto asegurarse sus áreas de influencia. Claro está, sin
abstenerse de una intervención militar si resultara preciso, con lo cual dicho
equilibrio se vuelve problemático, puesto que las demás potencias, a fin de no
desestabilizarse, obrarán en consecuencia. Tal es la causa más verdadera de la
guerra de Ucrania, la que, acabando de demoler el edificio securitario del
periodo posterior a la guerra fría, ha situado a Europa en el eje central de la
geopolítica, ha significado la vuelta de Rusia como aspirante a potencia
mundial y ha desencadenado una inquietante carrera de armamentos. Hasta
entonces, los gobiernos europeos habían buscado el equilibrio de poder a través
de la multiplicación de ataduras económicas, aflojando el gasto militar y
centrándose en la denominada pomposamente “transición energética”, es decir, el
capitalismo “verde”. Tal estrategia, de origen alemán, culminó en una
dependencia arriesgada del petroleo y gas natural rusos, y una dependencia aún
mayor del mercado de las placas solares, aerogeneradores, baterías, vehículos
eléctricos, etc., dominado por China. A estas alturas el alarmismo climático de
los gobiernos europeos, sobre todo socialdemócratas, es pura retórica, puesto
que en la práctica se consume cada año más combustible fósil, la energía
nuclear encuentra cada día más partidarios y las cumbres del clima nuncan se
ponen de acuerdo en las medidas esenciales. El viraje estratégico al que la
Unión Europea ha sido arrastrado por la guerra, es mas peligroso si cabe, pues
más que en la electrificación, se basa en la militarización.
La actual fase antes
aludida se apoya en una auténtica economía de guerra, estrechamente relacionada
con la industria nuclear, armamentista y aeroespacial, y subsidiariamente, en
el control social de la población. Dichas actividades contribuyen al 12 % del
PIB y son en estos tiempos el motor de la economía hasta el punto que algunos
analistas apuntan a los gastos militares como el mejor medio de sostener
la tasa de ganancia del capital. En España el aumento de dicho gasto hasta un
2% del presupuesto estatal puede llegar a desplazar al turismo de masas como
primer propulsor económico, algo con lo que más de la mitad del electorado está
de acuerdo. Una ministra del gobierno socialista ha dicho con total sinceridad
que “invertir en defensa es invertir en paz”, que es lo mismo que decir “si
quieres paz, prepárate para la guerra”, con lo cual la alineación del pacifismo
gubernamental con el más rancio otanismo queda fuera de cuestión. Lo cierto es
que en la conflictiva escena mundial, sin una clara potencia dominante, la
guerra es una necesidad. Es el principal factor de pacificación interna y el
mayor estímulo de la economía, aunque los beneficiados en su mayor parte sean
las corporaciones y fondos multinacionales. Mientras tanto, las inclemencias en
lo relativo a los precios de la energía, los alimentos, el transporte y la
vivienda repercuten en los bolsillos de las clases medias y populares. Dadas
estas circunstancias, se cumplen todas las condiciones para un amplio
cuestionamento del sistema, pero este, sorprendentemente, se origina mayormente
en el ámbito de la derecha política radicalizada. El parlamentarismo
democrático se ha deslegitimado a los ojos de una población frustrada en sus
expectativas y decepcionada con sus representantes. Del descrédito de la clase
política no se libra ni el progresismo izquierdista posmoderno, ni el
ecologismo subvencionado, demasiado ligados al orden neoliberal como para
luchar contra él, y demasiado ambiguos en sus pronunciamientos como para
resultar creibles. La extrema derecha, que apela a la razón menos aún que sus
homónimos de la izquierda, en cambio, conecta con mayor eficacia con unas
clases “lepenizadas”, escépticas con las versiones oficiales que los medios
repiten machaconamente, desencantadas con la política y enfurecidas ante un
futuro adverso, pero bastante sensibles a las plagas emocionales que los
algoritmos de las multinacionales correspondientes propagan por las redes
sociales.
En efecto, los aprietos
económicos de las clases fragilizadas y las acentuadas desigualdades acarreadas
por la globalización han eclipsado a la izquierda ciudadanista y abierto camino
a una corriente política nacionalista, xenófoba y racista, partidaria de
levantar barreras aduaneras a la libre circulación de mercancías, personas y
capitales, y que halla en los inmigrantes a su chivo expiatorio.
Proteccionista, antiliberal, populista y contraria a la guerra, como el
izquierdismo clásico, no oculta sus críticas a la OTAN, su hostilidad hacia
académicos, intelectuales y periodistas, su rechazo del sistema de partidos y
sus preferencias por los regímenes autoritarios como la Rusia putinista. El
Estado es para ella -y también para la izquierda, sea moderada o extrema- el
gran proveedor de bienestar y prosperidad, con tal que su gestión favorezca a
los empresarios y obreros autóctonos, a la bandera y la familia. El triunfo de
Donald Trump en las elecciones presidenciales americanas, que anuncia un
marchamo aislacionista a las políticas del país, favorecerá aún más los
progresos de dicha facción, que ya cuenta no solo con partidos de peso y la
cuarta parte de los escaños del parlamento europeo, sino con jefes de gobierno.
Ideológicamente confusa, su credo es una mezcla de negacionismo climático,
gestualidad beligerante y valores conservadores o izquierdistas vueltos del
revés (antifeminismo, transfobia, antiabortismo, antivacunas, casticismo
lingüístico, fundamentalismo religioso). Realmente, no se puede negar que la
filosofía posmoderna en manos izquierdistas, al demoler los criterios de
verdad, razón y universalidad e inundar de corrección política y fraseología
vacía el discurso mediático, ha contribuido tanto al desarrollo la extrema
derecha como la crisis de 2008, la profesionalización de la política, la
corrupción, las genuflexiones de los sindicatos, la información unilateral de
los medios y su contrapartida, la industria fake, el deshilachado
del tejido social o la alta tecnología. La extrema derecha ofrece una
alternativa que por aberrante que sea -y no lo es más que la que ofrecen la
izquierda y la derecha liberales- cala en amplios sectores de población
perjudicada, irritada y predispuesta.
El panorama futuro apunta a
un estancamiento de la economía y una caída de las inversiones, con la
consiguiente inflación que, junto con las innovaciones tecnológicas,
repercutirá negativamente en la población asalariada; asimismo, apuntará a un
fracaso de la descarbonización capitalista, y por lo tanto, a una dependencia
mayor de los combustibles fósiles externos. Previsiblemente son de esperar el
enroque patriótico-arancelario de los EEUU y, en consecuencia, el acercamiento
a Rusia, más reestalinizada que nunca, el sostén a Israel y el incierto final
de la guerra de Ucrania. Las tensiones geopolíticas se incrementarán,
principalmente con Irán y China. La Unión Europea, cuya “transición ecológica”
depende de esta última, se verá abocada a un mayor gasto militar a costa de los
servicios públicos y de la estabilidad interna, sin que por ello su declive no
deje de agravarse. El discurso de la dominación será más catastrofista,
focalizándose en la inmigración, el cambio climático y las guerras, los temas
más idóneos hoy para desviar la atención a la contaminación, el agronegocio y
la destrucción del territorio. Y por encima de todo, para atemorizar a la
población, y, por consiguiente, para paralizarla, algo que funcionó bien
durante la pandemia. Se podría decir que estamos en un impasse histórico
que inaugura un periodo de incertidumbre prolongada, en donde cualquier salida,
buena o mala, es posible. Cuesta imaginar una salida revolucionaria aunque
venga de una evolución por etapas, pero todo dependerá de la orientación
internacionalista y antiestatal que tomen unas fuerzas sociales que por
necesidad habrán de movilizarse.
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