jueves, 19 de diciembre de 2024

Globalización y geopolítica

 


Globalización y geopolítica

 

Miquel Amorós

KAOSENLARED

19 de diciembre de 2024 

 

En las menguantes clases medias de la cada vez más impotente sociedad europea todavía subsiste la ilusión liberal-ciudadanista de que la maquinaria del Estado es controlable por los parlamentos. Y que gracias a ese control político, el mismo Estado puede representar a la “ciudadanía”, es decir, actuar de acuerdo con los criterios morales de la mesocracia, tomando partido por lo que aquella considera justo, en contra de lo que cree que no es de justicia. De esta forma, el mundo es contemplado como un escenario donde el bien general y el mal absoluto se disputan el terreno, y en caso de pelea, la buena conciencia maniquea de los partidos -que actúan como empresas privadas- ha de mostrar diligencia a la hora de situarse en el lado correcto, el de los buenos. Sin embargo, todos los bandos dejan mucho que desear, y  a poco que se profundice afloran contradicciones que arrojan dudas sobre la bondad de la facción elegida, las cuales no siempre se pueden aplacar con altas dosis de ideología. Nadie juega limpio cuando priman los intereses particulares.

Por supuesto que nos horrorizan las matanzas; abominamos las diferencias de clase, rechazamos las coacciones del tipo que sean, odiamos las dictaduras, detestamos la burocracia y execramos el patriarcado. También tomamos partido -nos posicionamos-, pero no para identificarnos mecánica y contemplativamente con los enemigos aparentes de nuestro enemigo real, a saber, la clase dirigente. No somos espectadores atentos a los movimientos del contendiente con el que abstractamente nos solidarizamos. Obrando así, no nos oponemos de verdad a los poderes que se reparten el mundo. Nos interesa más dilucidar las causas que han conducido a la situación en la que nos encontramos, para de este modo desvelar la verdadera naturaleza de los conflictos actuales y descubrir los objetivos ocultos perseguidos por las banderías oficialmente en lucha. La causa más importante es obvia: la desaparición del proletariado como clase consciente, de la que deriva la ausencia de un movimiento revolucionario digno de ese nombre. Teniendo esto muy en cuenta, hemos de considerar el mundo como totalidad, como una realidad global e histórica perfectamente ordenada según una extraña lógica, cuyas reglas obedecen a los juegos internacionales de poder y a las vicisitudes del mercado mundial. A partir de ahí, intentaríamos comprender los temas principales de nuestro tiempo, desde las guerras de Ucrania y Gaza, a las elecciones de Venezuela o México, desde el ascenso de Trump, la ideología woke y la extrema derecha europea, hasta la resistencia de Rojava, el fracaso de la primavera árabe y la hegemonía china.

Estamos inmersos en una economía mundializada, en la que todas las actividades económicas son interdependientes, puesto que están integradas en un todo. Los imperativos del crecimiento gobiernan el mundo y todo acontecimiento disruptivo -p.e. una pandemia, una guerra, una crisis financiera- afecta por igual a todas las partes. La economía ahora se transforma directamente en poder, algo demasiado importante para dejarlo en manos de empresarios, terratenientes o políticos. Estos son solamente simples correas de transmisión de los dictámenes elaborados en despachos ajenos de más alto nivel, puesto que en el sistema globalizado la propiedad y el trapicheo a gran escala han perdido importancia en beneficio del poder de decisión. Así que, cualquiera que sea la clase política, siempre subalterna, en la actualidad, la cúspide de la clase dominante se compone mayoritariamente de altos ejecutivos, burócratas especializados y expertos patentados. En ese contexto, el liberalismo, la democracia parlamentaria, los partidos políticos, los derechos civiles, etc, son cosas del pasado: los principios, los valores y las metas morales esgrimidos por la propaganda ideológica carecen de importancia. El orden -la obediencia- es lo que cuenta.

La globalización del comercio y las finanzas no se vio correspondida por una homogeneización de los regímenes políticos, dado que el harakiri no entraba en los planes de las oligarquías dirigentes. A nivel local y regional, la complejidad de las estructuras sistémicas y la divergencia de intereses eran tan enormes que dificultaban el menor progreso en esa dirección. La herencia histórica de la “guerra fría”, el pasado en forma de aparato burocrático, el substrato cultural antimoderno, pesaban como una losa y podía palos a las ruedas en la marcha hacia la mundialización política. El orden liberal se circunscribió solo al llamado Occidente, quedando fuera el resto. De todas formas, el capitalismo desregulador de las multinacionales era perfectamente compatible con otras formas de capitalismo como por ejemplo el capitalismo oligárquico de Estado, el capitalismo teocrático o el capitalismo de partido. La supremacía del liberalismo capitalista se postuló abiertamente en 1945 a través del predominio económico y militar de los Estados Unidos al acabar la Segunda Guerra Mundial. Su apogeo ocurrió en 1989 con la caída del muro de Berlín, la descomposición de la URSS, los tratados de desarme y la preponderancia mudial de las finanzas, dando lugar a la llamada globalización, que tuvo como corolario una especie de “macdonalización” generalizada, o sea, a una unificación universal de hábitos consumistas, modas, gustos gastronómicos y costumbres festivas americanas. En fin, y sobre todo gracias a la expansión rapidísima de la población urbana, la sociedad del espectáculo se hacía realidad, pero siguiendo pautas estadounidenses, ya que Europa había perdido su influencia tras el final de la “guerra fría”: los destinos del planeta entero ya no dependían de decisiones suyas. El continente había dejado de ser autónomo en defensa: se protegía de las inclemencias securitarias bajo el paraguas americano, el Tratado del Atlántico Norte. Tampoco lo era en materia de energía y en política exterior. Ya lo comprobamos en las guerras del petróleo de finales de siglo y en la supeditación al gas ruso, y se sigue comprobando en los bombardeos de Gaza. En adelante la decadencia europea no hará sino acentuarse.

Europa, o mejor dicho, sus otrora dirigentes apoyados en unas expansivas clases medias, había apostado por la interdependencia pacífica con la Rusia oligárquica, por el desarrollo económico y el comercio, centrándose más en la balanza de pagos, el cambio climático y los inmigrantes, que en la disuasión militar. Un exiguo gasto armamentístico transparentó su voluntad de no combatir. No obstante, su superioridad económica fue erosionándose a buen ritmo por causas demográficas y tecnológicas. Actualmente, la envejecida población europea es tan solo el 7% de la mundial cuando en 1900 era el 25%, y tiende a la baja. Por otra parte, China y las potencias emergentes como la India ha recuperado el desfase tecnológico que tenían. No se limitaban a importar y copiar la tecnología de otros, como cuando eran la fábrica mundial, sino que pasaban a liderar el sector incluso en temas de innovación, defensa y aeronáutica. Finalmente, la productividad semejante hizo que el peso económico de un país, y por lo tanto la influencia política, dependiera cada vez más del volumen de población. Y en ese terreno el archipoblado Oriente superaba ampliamente a Rusia, la Unión Europea o América del Norte juntas. De hecho, después de llevar años creciendo el Producto Interior Bruto muy por encima del americano y el europeo, en 2014 China sobrepasó a los Estados Unidos en capacidad adquisitiva. También lo hizo en recursos estratégicos. Desde entonces, nos encontramos en un escenario internacional marcado por las tensiones y equilibrios de poder entre las dos potencias preeminentes con sus aliados respectivos, una en ascenso, alrededor de la cual orbita Rusia, y la otra en declive. Las escaramuzas comerciales entre China y Estados Unidos, o el cinturón de seguridad del Pacífico, son solo la punta del iceberg. Dentro de un marco global, cualquier conflicto que sobrepase los límites locales, pongamos por ejemplo la guerra de Ucrania, es ante todo una confrontación delegada entre ambas potencias. La OTAN, los oligarcas ucranianos, Irán, el Estado gendarme ruso y hasta los norcoreanos serán los actores del drama, pero ni el guión ni el final ha sido escrito por ellos.

En la actual fase de la globalización, el poder es visiblemente el elemento básico de las relaciones internacionales, y por eso mismo, la geopolítica adquiere una relevancia prevalente. La política exterior de los grandes Estados deviene enteramente geoestratégica y el concepto de “enemigo” vuelve al ruedo com mayor brío. Dado el fin de la hegemonía incontestable de los Estados Unidos, cada potencia busca el equilibrio de poder suficiente acumulando medios de combate y estableciendo alianzas con el objeto asegurarse sus áreas de influencia. Claro está, sin abstenerse de una intervención militar si resultara preciso, con lo cual dicho equilibrio se vuelve problemático, puesto que las demás potencias, a fin de no desestabilizarse, obrarán en consecuencia. Tal es la causa más verdadera de la guerra de Ucrania, la que, acabando de demoler el edificio securitario del periodo posterior a la guerra fría, ha situado a Europa en el eje central de la geopolítica, ha significado la vuelta de Rusia como aspirante a potencia mundial y ha desencadenado una inquietante carrera de armamentos. Hasta entonces, los gobiernos europeos habían buscado el equilibrio de poder a través de la multiplicación de ataduras económicas, aflojando el gasto militar y centrándose en la denominada pomposamente “transición energética”, es decir, el capitalismo “verde”. Tal estrategia, de origen alemán, culminó en una dependencia arriesgada del petroleo y gas natural rusos, y una dependencia aún mayor del mercado de las placas solares, aerogeneradores, baterías, vehículos eléctricos, etc., dominado por China. A estas alturas el alarmismo climático de los gobiernos europeos, sobre todo socialdemócratas, es pura retórica, puesto que en la práctica se consume cada año más combustible fósil, la energía nuclear encuentra cada día más partidarios y las cumbres del clima nuncan se ponen de acuerdo en las medidas esenciales. El viraje estratégico al que la Unión Europea ha sido arrastrado por la guerra, es mas peligroso si cabe, pues más que en la electrificación, se basa en la militarización.

La actual fase antes aludida se apoya en una auténtica economía de guerra, estrechamente relacionada con la industria nuclear, armamentista y aeroespacial, y subsidiariamente, en el control social de la población. Dichas actividades contribuyen al 12 % del PIB y son en estos tiempos el motor de la economía hasta el punto que algunos analistas apuntan a los gastos militares como el  mejor medio de sostener la tasa de ganancia del capital. En España el aumento de dicho gasto hasta un 2% del presupuesto estatal puede llegar a desplazar al turismo de masas como primer propulsor económico, algo con lo que más de la mitad del electorado está de acuerdo. Una ministra del gobierno socialista ha dicho con total sinceridad que “invertir en defensa es invertir en paz”, que es lo mismo que decir “si quieres paz, prepárate para la guerra”, con lo cual la alineación del pacifismo gubernamental con el más rancio otanismo queda fuera de cuestión. Lo cierto es que en la conflictiva escena mundial, sin una clara potencia dominante, la guerra es una necesidad. Es el principal factor de pacificación interna y el mayor estímulo de la economía, aunque los beneficiados en su mayor parte sean las corporaciones y fondos multinacionales. Mientras tanto, las inclemencias en lo relativo a los precios de la energía, los alimentos, el transporte y la vivienda repercuten en los bolsillos de las clases medias y populares. Dadas estas circunstancias, se cumplen todas las condiciones para un amplio cuestionamento del sistema, pero este, sorprendentemente, se origina mayormente en el ámbito de la derecha política radicalizada. El parlamentarismo democrático se ha deslegitimado a los ojos de una población frustrada en sus expectativas y decepcionada con sus representantes. Del descrédito de la clase política no se libra ni el progresismo izquierdista posmoderno, ni el ecologismo subvencionado, demasiado ligados al orden neoliberal como para luchar contra él, y demasiado ambiguos en sus pronunciamientos como para resultar creibles. La extrema derecha, que apela a la razón menos aún que sus homónimos de la izquierda, en cambio, conecta con mayor eficacia con unas clases “lepenizadas”, escépticas con las versiones oficiales que los medios repiten machaconamente, desencantadas con la política y enfurecidas ante un futuro adverso, pero bastante sensibles a las plagas emocionales que los algoritmos de las multinacionales correspondientes propagan por las redes sociales.

En efecto, los aprietos económicos de las clases fragilizadas y las acentuadas desigualdades acarreadas por la globalización han eclipsado a la izquierda ciudadanista y abierto camino a una corriente política nacionalista, xenófoba y racista, partidaria de levantar barreras aduaneras a la libre circulación de mercancías, personas y capitales, y que halla en los inmigrantes a su chivo expiatorio. Proteccionista, antiliberal, populista y contraria a la guerra, como el izquierdismo clásico, no oculta sus críticas a la OTAN, su hostilidad hacia académicos, intelectuales y periodistas, su rechazo del sistema de partidos y sus preferencias por los regímenes autoritarios como la Rusia putinista. El Estado es para ella -y también para la izquierda, sea moderada o extrema- el gran proveedor de bienestar y prosperidad, con tal que su gestión favorezca a los empresarios y obreros autóctonos, a la bandera y la familia. El triunfo de Donald Trump en las elecciones presidenciales americanas, que anuncia un marchamo aislacionista a las políticas del país, favorecerá aún más los progresos de dicha facción, que ya cuenta no solo con partidos de peso y la cuarta parte de los escaños del parlamento europeo, sino con jefes de gobierno. Ideológicamente confusa, su credo es una mezcla de negacionismo climático, gestualidad beligerante y valores conservadores o izquierdistas vueltos del revés (antifeminismo, transfobia, antiabortismo, antivacunas, casticismo lingüístico, fundamentalismo religioso). Realmente, no se puede negar que la filosofía posmoderna en manos izquierdistas, al demoler los criterios de verdad, razón y universalidad e inundar de corrección política y fraseología vacía el discurso mediático, ha contribuido tanto al desarrollo la extrema derecha como la crisis de 2008, la profesionalización de la política, la corrupción, las genuflexiones de los sindicatos, la información unilateral de los medios y su contrapartida, la industria fake, el deshilachado del tejido social o la alta tecnología. La extrema derecha ofrece una alternativa que por aberrante que sea -y no lo es más que la que ofrecen la izquierda y la derecha liberales- cala en amplios sectores de población perjudicada, irritada y predispuesta.

El panorama futuro apunta a un estancamiento de la economía y una caída de las inversiones, con la consiguiente inflación que, junto con las innovaciones tecnológicas, repercutirá negativamente en la población asalariada; asimismo, apuntará a un fracaso de la descarbonización capitalista, y por lo tanto, a una dependencia mayor de los combustibles fósiles externos. Previsiblemente son de esperar el enroque patriótico-arancelario de los EEUU y, en consecuencia, el acercamiento a Rusia, más reestalinizada que nunca, el sostén a Israel y el incierto final de la guerra de Ucrania. Las tensiones geopolíticas se incrementarán, principalmente con Irán y China. La Unión Europea, cuya “transición ecológica” depende de esta última, se verá abocada a un mayor gasto militar a costa de los servicios públicos y de la estabilidad interna, sin que por ello su declive no deje de agravarse. El discurso de la dominación será más catastrofista, focalizándose en la inmigración, el cambio climático y las guerras, los temas más idóneos hoy para desviar la atención a la contaminación, el agronegocio y la destrucción del territorio.  Y por encima de todo, para atemorizar a la población, y, por consiguiente, para paralizarla, algo que funcionó bien durante la pandemia. Se podría decir que estamos en un impasse histórico que inaugura un periodo de incertidumbre prolongada, en donde cualquier salida, buena o mala, es posible. Cuesta imaginar una salida revolucionaria aunque venga de una evolución por etapas, pero todo dependerá de la orientación internacionalista y antiestatal que tomen unas fuerzas sociales que por necesidad habrán de movilizarse.

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