Estados Unidos ha regresado a Filipinas, décadas después de haberla
abandonado. La razón hay que buscarla en la creciente tensión existente entre
China y el país norteamericano. Al margen de las leyes, EEUU dispondrá ahora de
cuatro bases militares.
La recuperación estadounidense
de Filipinas
El Viejo Topo
4 junio, 2023
Cuando a principios de febrero saltó la noticia de que el presidente filipino, Ferdinand Marcos Jr., había llegado a un acuerdo que permitía a Estados Unidos ampliar drásticamente su presencia militar en el archipiélago, mucha gente reaccionó con sorpresa. Después de todo, la relación del ejército estadounidense con Filipinas es un tema políticamente delicado, y Marcos había manifestado su deseo de mantenerse al margen de la rápida escalada del conflicto entre Estados Unidos y China, conflicto que está alimentando la expansión de Washington en la región. El anuncio del acuerdo, por el que se permitirá a Estados Unidos ocupar cuatro bases militares además de las cinco que ya posee, se produjo justo un mes después de lo que en Filipinas se consideró una visita triunfal de Marcos a Pekín, en la que supuestamente consiguió 22.800 millones de dólares en promesas de inversión e intercambió cálidas palabras con el presidente Xi Jinping.
Pero quienes
han seguido la relación de la familia Marcos con Estados Unidos –o, de hecho,
la larga saga de la intervención estadounidense en Filipinas– no se
sorprendieron. El acuerdo no fue tanto una audaz ruptura con el statu quo como
un recordatorio de una relación colonial –primero explícita y luego implícita–
que ha existido durante más de un siglo.
Cuando Estados
Unidos se anexionó Filipinas a finales del siglo XIX, lo hizo principalmente
por la oportunidad que le brindaba de proyectar su poder naval sobre la vasta
masa de tierra asiática. Las bases militares que Washington estableció allí se
convirtieron en la prueba más visible de la presencia estadounidense tras la
independencia nominal de Filipinas en 1946, y su inoportuna existencia generó
un movimiento nacionalista que buscaba la retirada de Estados Unidos de las
islas, que finalmente se produjo a principios de la década de 1990. Desde
entonces, Estados Unidos ha ido encontrando nuevas formas de mantener su
influencia, y con este acuerdo anuncia que está de vuelta, casi como venganza.
Todo ello equivale nada menos que a la recuperación estadounidense de Filipinas,
casi 125 años después de que Estados Unidos se hiciera por primera vez con el
control de las islas.
El acuerdo
también anuncia el regreso de otro largo hilo de la historia filipina: los
estrechos y complejos lazos entre el Estado estadounidense y la familia Marcos.
Por razones
personales, políticas y financieras, Marcos tiene mucho interés en no enojar a
Washington, incluso si eso significa dar al Pentágono una mayor capacidad para
dirigir la orquesta en su país.
Es mala suerte
para Filipinas que Marcos sea presidente en un momento en que Washington se
propone maximizar el valor estratégico del país.
Si la geografía
marca el destino, Filipinas es la prueba. Quizá nadie captó mejor su valor
geopolítico duradero que el general Arthur MacArthur (padre del famoso
Douglas), que dirigió la expedición estadounidense que sometió el país en 1899.
Filipinas, escribió el mayor de los MacArthur,
es
el mejor grupo de islas del mundo. Su situación estratégica no tiene parangón
en el globo. El Mar de China, que lo separa unas 750 millas del continente, no
es ni más ni menos que un foso de seguridad. Se encuentra en el flanco de lo
que podría llamarse varios miles de millas de costa; es el centro de esa
posición. Por lo tanto, está relativamente mejor situada que Japón, que está en
un flanco; al igual que la India, en otro flanco. Ofrece un medio de proteger
los intereses estadounidenses que, con el mínimo despliegue de poder físico,
tiene el efecto de una posición dominante en sí misma para retrasar la acción
hostil.
Estas palabras
suenan muy actuales, ya que Filipinas vuelve a ser un peón clave en la
estrategia cada vez más militarizada de Washington para contener a China.
Tanto Manila
como Washington mantienen la ficción de que el acuerdo recientemente anunciado
no crea bases estadounidenses, sino que proporciona a Washington «acceso a las
bases filipinas». (Las cinco bases que EEUU ya controla también se administran
bajo este tecnicismo). Esta farsa es necesaria porque el Artículo XVIII,
Sección 25, de la Constitución filipina, que fue adoptada en 1987 tras la
destitución del anciano Marcos, establece que «no se permitirán bases, tropas o
instalaciones militares extranjeras en Filipinas salvo en virtud de un tratado
debidamente consensuado por el Senado». Además, vestir las bases con ropajes
filipinos significa que Estados Unidos no tiene que pagar por ellas, lo que
retrotrae al país a principios de la década de 1970, cuando Washington mantenía
la extensa base aérea de Clark y la estratégicamente situada base naval de
Subic Bay, junto con una serie de instalaciones militares más pequeñas, sin
compensar a Filipinas.
El
establecimiento de varias bases extranjeras nuevas ha desconcertado a muchos
que aún tienen vivas las imágenes de la precipitada salida de EE.UU. de las
enormes bases de Subic Bay y Clark en 1991 y 1992. Aunque esa salida –que
supuestamente marcó el final de la presencia militar estadounidense en la
región– se ha atribuido en gran medida al rechazo por el Senado filipino del
acuerdo sobre bases negociado entre Washington y la administración de la
presidenta Corazón Aquino, otros tres factores desempeñaron un papel
importante. Uno fue la erupción del volcán Pinatubo en 1991, que Washington
consideró que perturbaría gravemente las operaciones en Subic Bay y Clark,
ambas situadas bastante cerca del volcán. Otro fue el colapso de la Unión
Soviética ese mismo año, que supuso la desaparición de la flota soviética del
Pacífico como principal competidor del poder naval estadounidense en la zona.
Una tercera fue la alianza de facto entre China y Washington, un elemento clave
de la cual fue la política de Deng Xiaoping de adoptar un perfil militar bajo y
centrarse en el desarrollo económico con la ayuda del capital estadounidense.
Todas estas consideraciones contribuyeron a la decisión de Washington de poner
un tope al alquiler que estaba dispuesto a pagar para conservar las bases, lo
que llevó a muchos senadores filipinos a rechazar el acuerdo por orgullo
nacional.
Fue durante
este mismo periodo –principios de los noventa, marcados por la complacencia de
Washington hacia Filipinas– cuando China empezó a mover ficha en el Mar de
China Meridional. El paso más significativo fue la ocupación sigilosa del
Arrecife Mischief, que se encontraba dentro de la Zona Económica Exclusiva
(ZEE) de Filipinas, con el pretexto de construir «refugios contra el viento»
para los pescadores chinos. Lo más probable es que fuera el aumento de la
actividad china en la zona, junto con la agudización del conflicto entre China
y Taiwán en 1995 y 1996, lo que motivó a Estados Unidos a restablecer una
presencia militar activa en Filipinas.
En 1998,
Estados Unidos y Filipinas firmaron un nuevo Acuerdo de Fuerzas Visitantes, que
preveía el despliegue periódico de miles de soldados estadounidenses para
participar en ejercicios militares con sus homólogos filipinos. A esto le
siguió lo que finalmente se convirtió en un despliegue permanente de fuerzas
especiales estadounidenses en la isla de Basilan, al sur de Filipinas, como
parte de la Guerra contra el Terror del Presidente George W. Bush. Al igual que
las bases extranjeras, la Constitución prohíbe el estacionamiento permanente de
tropas extranjeras en Filipinas, por lo que, para eludir la prohibición, las
Fuerzas Especiales y otras tropas estadounidenses se presentaban en el país
como «en rotación» para participar en ejercicios con tropas filipinas y
proporcionarles «asesoramiento técnico», y sin autoridad para utilizar armas de
fuego salvo en defensa propia.
Las incursiones
territoriales de China se hicieron más audaces y frecuentes en la década de
2000, y en 2009 presentó a las Naciones Unidas su polémico mapa de la Línea de
los Nueve Guiones. El mapa reclama como territorio chino alrededor del 90% del
Mar de China Meridional, incluidas secciones significativas de las ZEE de cinco
Estados del Sudeste Asiático: Vietnam, Malasia, Indonesia, Brunei y Filipinas.
Las cosas llegaron a un punto crítico durante la administración del presidente
Benigno Aquino III, que ocupó el cargo de 2010 a 2016. Los buques guardacostas
chinos empezaron a expulsar agresivamente a los pescadores filipinos de sus
caladeros tradicionales. Uno de los más ricos era Scarborough Shoal, a unas 138
millas de Filipinas, es decir, dentro de las 200 millas de la ZEE del país.
Tras un enfrentamiento de dos meses entre buques chinos y filipinos en 2012,
los chinos acabaron apoderándose del banco.
La respuesta de
Aquino fue doble. La primera fue elevar la cuestión al Tribunal Permanente de
Arbitraje de La Haya, que finalmente declaró inválidas las reclamaciones de
China. Como era de esperar, China no reconoció el fallo del tribunal. La medida
más importante de la administración Aquino fue la firma del Acuerdo de
Cooperación Reforzada en materia de Defensa (EDCA) con la administración Obama.
El acuerdo –que utiliza las soluciones habituales para eludir la prohibición
de bases extranjeras– no impone límites al número de bases, armamento o tropas
que Estados Unidos puede tener en el país, aunque prohíbe explícitamente la
entrada de armas nucleares. Presentado como un acuerdo ejecutivo y no como un
tratado, el acuerdo provocó la ira de los nacionalistas filipinos, que
exigieron la aprobación del Senado. Sin embargo, el Tribunal Supremo se puso
del lado del gobierno y dictaminó que el acuerdo no era un tratado y, por
tanto, no necesitaba la aprobación del Senado.
La elección del
presidente Rodrigo Duterte en 2016 se anunció como un cambio radical en las
relaciones entre Estados Unidos y Filipinas. Duterte se acercó a China,
restando importancia al fallo de La Haya y negándose a defender a los
pescadores filipinos expulsados de sus caladeros tradicionales por los
guardacostas chinos. También promovió con éxito una imagen populista
antiestadounidense aprovechando el trasfondo de resentimiento por la
subyugación colonial que siempre ha coexistido con la admiración por Estados Unidos
en la psique filipina.
Sin embargo, a
pesar de todas sus posturas antiestadounidenses, Duterte ladraba más que
mordía. No interfirió en la estrecha relación entre los ejércitos
estadounidense y filipino, que entró en juego cuando las fuerzas especiales
estadounidenses ayudaron a las tropas filipinas en la sangrienta recuperación
de la ciudad meridional de Marawi de manos de los fundamentalistas musulmanes
en 2017. Tampoco cumplió su promesa de 2020 de derogar el Acuerdo de Fuerzas
Visitantes. De hecho, al final de su mandato, Duterte ensalzó el Acuerdo de
Fuerzas Visitantes, expresó su aprobación del pacto de seguridad AUKUS, que une
a Australia, el Reino Unido y Estados Unidos, restableció el Diálogo
Estratégico Bilateral entre Filipinas y Estados Unidos e inició una ampliación
de las maniobras militares conjuntas con Estados Unidos. Aunque no repudió su
estrecha relación con China, Duterte puso fin a su presidencia en junio de 2022
en un clima de cordialidad con Washington que contrasta fuertemente con la
amarga disputa con Barack Obama con la que inició su mandato.
Uno de los
principales problemas que impulsan la presencia estadounidense en Filipinas es
el estatus irresuelto de Taiwán, en el extremo norte del Mar de China
Meridional.
Aunque Estados
Unidos reconoció a Pekín como único gobierno de China en 1979, se comprometió a
seguir vendiendo armas a Taiwán y dejó deliberadamente (o, como dicen algunos,
«estratégicamente») en la ambigüedad lo que Estados Unidos haría si China
afirmara por la fuerza su soberanía sobre la isla.
Aunque Pekín
considera innegociable su soberanía sobre Taiwán, su estrategia ha consistido
en promover la integración económica a través del estrecho como principal
mecanismo que conduciría finalmente a la reunificación. En Taiwán, sin embargo,
ser duro con Pekín tiene mucho éxito entre los votantes, y nada lo tiene mejor
que la amenaza de declarar la independencia formal o asumir los atributos de
una potencia soberana. Cada vez que los líderes taiwaneses muestran este tipo
de comportamiento, Pekín se siente obligado a ponerlos en su sitio. En
determinadas circunstancias, Pekín ha ido más allá de las palabras y ha
recurrido al envío de misiles a las aguas que rodean Taiwán. La visita del
presidente de Taiwán, Lee Teng Hui, a Estados Unidos en 1995 fue una de esas ocasiones,
como lo fue, más recientemente, la visita de la entonces presidenta de la
Cámara de Representantes, Nancy Pelosi, a Taiwán en agosto de 2022. Aunque
ambos acontecimientos crearon crisis diplomáticas, el primero tuvo
consecuencias estratégicas trascendentales.
En 1995, China
lanzó ejercicios con misiles para escarmentar a Taiwán tras la visita de Lee a
Estados Unidos. Volvió a hacerlo en 1996, después de que Taiwán celebrara sus
primeras elecciones presidenciales democráticas. La administración Clinton
respondió enviando dos superportaaviones, el USS Independence y el USS Nimitz,
al estrecho de Taiwán en marzo de 1996. Fue la mayor demostración de poderío
estadounidense en la región desde la guerra de Vietnam, y pretendía subrayar la
determinación de Washington de defender Taiwán por la fuerza. La intervención
de Washington supuso un jarro de agua fría para Pekín, ya que puso de
manifiesto lo vulnerable que era la región costera del este y sureste de China,
el corazón industrial del país, ante la potencia de fuego naval estadounidense.
Fue esta toma
de conciencia la que impulsó el cambio en la estrategia china que se ha venido
desarrollando en las dos últimas décadas. Como señala el analista Gregory
Poling, «se puede trazar una línea recta desde la humillación [de la Armada del
Ejército Popular de Liberación] en 1996 hasta su estatus de casi par con la
Armada estadounidense en la actualidad.»
En general, la
postura estratégica de China sigue siendo defensiva, pero en los mares de China
Oriental y Meridional, el país inició una «ofensiva táctica» destinada a
ampliar su perímetro de defensa contra el poder naval y aéreo estadounidense.
Escribe el analista de defensa Samir Tata:
Como
potencia terrestre, el Imperio del Centro no tiene que preocuparse por la
improbable posibilidad de un asalto convencional estadounidense al continente
mediante un desembarco anfibio por mar, el lanzamiento de tropas en paracaídas
por aire o la marcha de una fuerza expedicionaria por una ruta de invasión
terrestre. A lo que sí es vulnerable es al control estadounidense de los mares
fuera de los límites marítimos chinos de 12 millas náuticas. Desde ese punto de
vista marítimo sobre el horizonte, la armada estadounidense tiene la capacidad
de paralizar la infraestructura china a lo largo de la costa oriental mediante
bombardeos de largo alcance, misiles y bombardeos aéreos no tripulados.
En respuesta a
este dilema, China ha desarrollado una estrategia de defensa «avanzada»
consistente en ampliar el perímetro de defensa marítima del país y fortificar
las islas –y otras formaciones en el Mar de China Meridional que ahora ocupa o
ha arrebatado a Filipinas– con sistemas de misiles antiaéreos y antibuque
(A2/AD, o «anti-access/area denial» en lenguaje militar) diseñados para
derribar misiles y aviones hostiles en los pocos segundos antes de que alcancen
tierra firme. Aunque la intención estratégica del A2/AD es defensiva, lo que ha
enfurecido a los vecinos de China es la forma unilateral en que Pekín lo ha
implantado, sin apenas consultar y en clara violación de acuerdos tan
importantes como la Convención de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar.
Los actos
unilaterales de Pekín en el mar de la China Meridional han proporcionado
munición a la estrategia de contención estadounidense hacia el país, operativa
desde los años de Obama. Pero la retórica de Washington está suscitando ahora
preocupación entre algunos gobiernos de la ASEAN, o Asociación de Naciones del
Sudeste Asiático, por verse arrastrados a una confrontación regional que no
redunda en su interés. Especialmente alarmante ha sido el reciente memorando
filtrado del general Mike Minihan, que dirige el Mando de Movilidad Aérea
estadounidense, en el que declaraba: «Mi instinto me dice que [lucharemos] en
2025». Minihan, cabe señalar, no es el primer miembro del mando estadounidense
que predice un conflicto con China en un futuro próximo. El almirante Michael
Gilday, jefe de operaciones navales, dijo en octubre de 2022 que Estados Unidos
debía prepararse para luchar contra China en algún momento de ese año o en
2023. Incluso antes, el jefe del Mando Indo-Pacífico estadounidense, almirante
Philip Davidson, dijo que la amenaza china a Taiwán se «manifestaría» en los
próximos seis años, hacia 2027.
Incluso sin
esas declaraciones, el nivel de actividad hostil de todas las partes en la
disputa del mar de China Meridional ha sido alarmante. Durante una visita a
Vietnam que realicé como congresista filipino en 2014, altos funcionarios
vietnamitas expresaron su preocupación por el hecho de que, debido a la falta
de reglas de enfrentamiento acordadas, una colisión de buques de guerra
estadounidenses y chinos «jugando a la gallina» –según ellos, algo habitual–
podría escalar inmediatamente a un nivel de conflicto más intenso.
Al igual que
Filipinas, Vietnam ha criticado las maniobras de Pekín, y sus barcos han
intercambiado disparos de cañones de agua con buques guardacostas chinos en el
Mar de China Meridional. Sin embargo, la postura agresiva de la administración
Biden ha llevado a Hanoi a asumir una postura de neutralidad en cualquier
enfrentamiento entre superpotencias que se esté gestando. En una reciente
visita a Pekín, el secretario general del Partido Comunista vietnamita, Nguyen
Phu Trong, aseguró al presidente chino, Xi Jinping, que su gobierno seguiría
ateniéndose a su enfoque de los «Cuatro Nos» en política exterior en la región:
es decir, que Vietnam no se uniría a alianzas militares; no se pondría del lado
de un país contra otro; no daría permiso a otros países para establecer bases
militares ni utilizaría su territorio para llevar a cabo actividades militares
contra otros países; y no utilizaría la fuerza –ni amenazaría con utilizarla–
en las relaciones internacionales.
Pero Filipinas
no es Vietnam, y Marcos no ha discernido el interés nacional en sus años como
político, y mucho menos lo ha defendido o defendido. En ese frente se queda
corto incluso comparado con Duterte, que afirmó que se convirtió en
nacionalista mientras estudiaba en la universidad en la década de 1960.
Sin embargo,
Marcos es muy consciente de lo mucho que se juega él y su familia si toma la
decisión equivocada en el conflicto cada vez más intenso entre Washington y
Pekín.
Se dice que los
miembros de la dinastía Marcos se han mostrado recelosos de visitar Estados
Unidos desde la última vez que lo hicieron, a principios de la década de 1990,
después de llegar allí como exiliados tras el levantamiento que derrocó a
Ferdinand Marcos padre en 1986. El motivo es una orden de desacato de 353
millones de dólares contra el joven Marcos en relación con una sentencia de un
tribunal estadounidense que concedía una compensación económica del patrimonio
de Marcos a las víctimas de violaciones de los derechos humanos durante la
dictadura. Marcos ha evitado cumplir la orden de desacato, emitida por el
tribunal de distrito estadounidense de Hawái en 2011. Un nuevo juez prorrogó la
orden hasta el 25 de enero de 2031, lo que expondría a Marcos a ser detenido
cada vez que visite Estados Unidos durante su mandato, que finaliza en 2028.
Marcos tampoco
puede ignorar cómo Estados Unidos, con su influencia mundial, ha podido
congelar a menudo los activos de personas vinculadas a regímenes que considera
indeseables, siendo el ejemplo más reciente las posesiones de oligarcas rusos
relacionados con el presidente Vladimir Putin a raíz de la invasión rusa de
Ucrania. La familia Marcos tiene entre 5.000 y 10.000 millones de dólares en
propiedades y otros activos distribuidos por todo el mundo, en lugares como
California, Washington, Nueva York, Roma, Viena, Australia, las Antillas,
Holanda, Hong Kong, Suiza y Singapur. Estar en el lado equivocado de Estados
Unidos, especialmente en una disputa tan central como el conflicto entre
Estados Unidos y China, podría tener consecuencias financieras devastadoras
para la familia Marcos.
Con esta
verdadera espada de Damocles pendiendo sobre él, Marcos no es alguien que se
atrevería a cruzarse con Washington. De hecho, cuando se trata de negociar un
camino independiente entre dos superpotencias, es la persona equivocada en el
lugar equivocado en el momento equivocado, que es otra forma de decir que,
desde el punto de vista de Washington, es la persona adecuada en el lugar
adecuado en el momento adecuado. Casi 125 años después de que el almirante
George Dewey hiciera su gran entrada en la bahía de Manila, desencadenando una
cadena de acontecimientos que terminó con la colonización del país, Filipinas
–gracias en gran medida a Marcos– ha vuelto a su poco envidiable estatus de
posesión estratégica de Estados Unidos.
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