¿Por qué es tan peligroso el vieje de
Nancy Pelosi a Taiwan
Pablo Bustinduy
Sociología Crítica
12.08.2022
Fuente: Diario Público
En
medio de la tensión generada por la llegada de Nancy Pelosi a Taiwan, el Senado
de los Estados Unidos debatirá en las próximas horas un borrador legislativo que pretende
modificar la posición mantenida por Washington sobre la isla en los últimos 40
años. Si la propuesta saliera adelante, Taiwan se convertiría de facto en el
cuarto país receptor de ayuda militar norteamericana, tras Israel, Ucrania y
Egipto. El texto también incluye una previsión de sanciones que se activarían
en el caso de que Pekín adoptara medidas agresivas hacia la isla. Según el
análisis del Quincy Institute for Responsible Statecraft, estas disposiciones
suponen una profunda enmienda de la doctrina conocida como One China Policy —el reconocimiento
expreso de Pekín como único gobierno legítimo de China— que ha guiado las
relaciones políticas y militares entre los dos países desde 1979.
Este
es el contexto en que se ha dado la crisis por la primera visita de un Speaker
of the House a Taiwan desde que fuera el ultraconservador Newt
Gringricht en 1997, bajo la segunda presidencia de Clinton (Gringricht, de
hecho, fue quien le sometió al famoso proceso de impeachment). Un
año antes, China había orquestado unos agresivos ejercicios en el estrecho de
Taiwan que incluyeron el lanzamiento de misiles en las proximidades de la isla.
Estados Unidos zanjó aquella crisis con la mayor movilización militar conocida en Asia
desde el final de la guerra de Vietnam. Corrían entonces los tiempos de la alta
globalización; el PIB de China era ocho
veces inferior al de los Estados Unidos. Veinticinco años
después, la respuesta de Pekín ha sido muy diferente: en una conversación con
Biden filtrada a la prensa del mundo entero, Xi Jinping alertó de que quien «juega con fuego acaba por quemarse«. El
Ejército de Liberación Popular, anunció Xi, no permanecerá quieto ante lo que
considera una provocación injustificable. La duda reside en hasta dónde estará
dispuesto a llegar el gobierno chino para traducir en hechos esa advertencia.
Pese
a la aparente incomodidad que ha generado este episodio
en la Casa Blanca, nada de todo esto desentona con el ambiente político en
Washington ni con la escalada permanente de tensiones y conflictos que se ha
adueñado de la política internacional en los últimos meses. Tampoco con la
aceleración de la dinámica de confrontación directa con Pekín, a la que Estados
Unidos quiere sumar a sus aliados a toda costa. La competición hegemónica con
China es el eje indisimulado de la política exterior de Biden; en la cumbre de la
OTAN de Madrid se formalizó la consideración de los «desafíos sistémicos» que presenta China como
una prioridad absoluta para la alianza. Con la guerra de Ucrania y el
reforzamiento del eje atlántico, ha crecido también la agresividad de esas
posiciones, y han ganado fuerza quienes ven en la creciente inestabilidad del
mundo una oportunidad de resolver la crisis de legitimidad política del país y
restaurar su posición como líder geopolítico indiscutido.
La
realidad, como está haciendo patente la guerra de Ucrania, es que esa posición
puede ser muy contraproducente para los Estados Unidos. En otro artículo reciente, el exanalista de la
inteligencia norteamericana Paul R. Pillar alertaba de que Washington está
construyendo una «coalición de sus adversarios»: empujándoles, incluso por
encima de sus importantes diferencias, a concluir acuerdos estratégicos y
posiciones comunes muchas veces contra natura. Un ejemplo es la reciente visita
de Biden a Arabia Saudí, que tenía entre sus propósitos consolidar las nuevas
alianzas entre Israel y los estados del Golfo, formando un poderoso
frente anti-iraní mientras las negociaciones del
acuerdo nuclear se dejan marchitar por una falta expresa de voluntad política.
Ello empuja a Irán a una alianza con China, como prueba su entrada
reciente en la Organización de Cooperación de Shanghai.
Algo
parecido ha pasado con Turquía, que después de fortísimos enfrentamientos con
Rusia en la guerra de Siria ha visto en el vacío de poder negociador y
diplomático una oportunidad de compensar por la vía geopolítica las tremendas
convulsiones económicas y políticas que han afectado al país en los últimos
años. Hoy Erdogan aprovecha una gran oportunidad económica, convirtiéndose en
puente y socio comercial de Rusia para sortear las sanciones europeas, y se
hace a la vez mediador entre las partes del conflicto, como evidenció su papel
en el reciente acuerdo para desbloquear la exportación
de grano desde los puertos de Ucrania. Algo parecido ha sucedido también con
el acercamiento ruso-chino, producido poco tiempo
después de la invasión de Ucrania, cuando todavía se especulaba con la
posibilidad de que Pekín se convirtiera en un mediador de peso para desbloquear
el conflicto entre Rusia y Occidente. Y ha pasado con los países del Sur
global, que no han suscrito las sanciones o el aislamiento de Rusia ni
encuentran demasiadas razones objetivas para unirse al frente atlántico.
Presumiblemente, la visita de Pelosi solo reforzará esta dinámica de alienación
de las periferias respecto al mando norteamericano.
Hace
unas semanas alertaba en este diario sobre una posible paradoja:
que el reforzamiento del atlantismo como sujeto geopolítico —enmarcado
retóricamente en una batalla de valores y principios, como una gran
confrontación entre las democracias y las tiranías del mundo— pueda debilitar
su hegemonía sobre el orden internacional en lugar de reforzarla. No se trata
solo del problema que supone para una potencia dominante que el mundo se le
haga ingobernable: cada uno de estos episodios, cada una de las crisis a las
que se responde escalando medidas punitivas y movilizando recursos militares en
clave agresiva, contribuye a erosionar equilibrios cada vez más frágiles,
multiplica los incentivos para los comportamientos disruptivos, refuerza los
antagonismos y las posiciones maximalistas en cada uno de los frentes. Se trata
del daño objetivo que puede hacerle a cualquier ideal de democracia o libertad,
por contradictorio o perfectible que sea, sumir el mundo en una espiral de
conflicto y confrontación con cada vez menos rampas de salida. Esa es la
paradoja que afecta hoy al multilateralismo, la diplomacia y el derecho
internacional, que son cada vez más condición de posibilidad de la democracia:
en su momento de mayor debilidad, cuando se impone por todas partes una
implacable lógica de guerra, es cuando necesitamos defenderlos más que nunca.
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