El nivel actual de la inflación en España nos retrotrae a una
situación de tres o cuatro décadas atrás. No es un producto de la guerra de
Ucrania, empezó antes. La inflación no golpea a todo el mundo por igual. ¿Qué
puede hacer el gobierno?
Inflación desbordada
El Viejo Topo
23 julio, 2022
I
Hay cuestiones
que consiguen acaparar todo el debate económico. La inflación es una de ellas.
Sobre todo cuando se encuentra en un nivel que nos retrotrae a una situación de
tres o cuatro décadas atrás. La inflación actual no es un producto de la guerra
de Ucrania, empezó antes. Mi primer comentario al tema lo realicé en la primera
entrega de este cuaderno, en septiembre pasado. En
ese momento, la inflación se consideraba como un problema pasajero, fruto del
rebote de la actividad económica tras el parón de los confinamientos. En aquel
momento especulé con la posibilidad que la situación acabara en un proceso de
estanflación parecido al de la década de 1970. Era sólo una reflexión basada en
el paralelismo que existía entre ambas situaciones, ante la evidencia de que,
en ambos casos, estaba de por medio el aumento de los precios de los
combustibles fósiles. Hoy el debate sobre la estanflación vuelve a pulular en
los medios económicos mostrando, una vez más, que la capacidad de anticipar
problemas de las grandes instituciones económicas suele ser bastante reducido.
Descubren los problemas cuando estos ya se han producido. Sobre todo porque los
modelos analíticos que utilizan están diseñados de forma que prolongan las
tendencias del pasado hacia el futuro y son insensibles en captar los elementos
que pueden generar cambios bruscos. Ya se sabe que uno percibe lo que mira. Y
la economía convencional utiliza unos visores que tienden a excluir muchos
elementos básicos de la realidad.
II
La inflación no
golpea a todo el mundo por igual. Que el IPC aumente un 8% o un 10% no
significa que todos los precios aumenten a este ritmo. Es sólo un índice que
trata de condensar la variación de miles de precios. Y que es sensible tanto al
peso que se da a cada producto en la confección del índice como a la toma misma
de precios. Como los precios varían a diferentes ritmos y el consumo de cada
persona es diferente (casi siempre asociado al nivel de renta) las variaciones
de los precios afectan de forma desigual. Por ejemplo, que se encarezcan los
hoteles afecta poco a los pobres que no suelen visitar este tipo de
establecimientos. Que lo hagan los alimentos básicos, en cambio, tiene un
efecto demoledor para las economías domésticas más débiles. De la misma forma,
quien consigue que sus precios suban más que la media puede ver mejorada su
situación, y viceversa para quien sus ingresos están estancados.
La confianza de
muchos economistas de que el actual proceso inflacionario se moderará se basa
en la diferente situación social respecto a los años setenta. En aquellos
tiempos, las organizaciones sindicales eran muy fuertes, tenían una enorme
capacidad de movilización y conseguían generar huelgas en demandas de aumentos
salariales para compensar las alzas de precios. En diversos países, los
convenios colectivos contenían cláusulas de revisión salarial que neutralizaban
la inflación. Las subidas de salarios alimentaban a su vez nuevas subidas de
precios lo que acaba generando un proceso sostenido de inflación.
Hoy la
situación es muy diferente: los sindicatos son mucho más débiles, la población
asalariada está mucho más atomizada y las cláusulas de revisión son poco
comunes. Es decir, que van a ser los asalariados quienes van a pagar
mayoritariamente el pato de la inflación al no poder actualizar salarios y
tener que encajar una caída de sus ingresos reales. Una perspectiva que tiene
bastante verosimilitud: la negativa de la patronal a negociar un pacto de
rentas es un indicativo de que son conscientes de que difícilmente se producirá
un conflicto salarial sostenido y generalizado. Los sindicatos son demasiado
débiles y poco implantados en muchos sectores para promoverlo. Aunque una inflación
prolongada puede ofrecer un espacio de reactivación de la lucha sindical.
Lo que es
cierto que una subida prolongada de precios del nivel actual genera un espacio
de conflicto que puede resultar insoportable y tener muchas derivaciones. Una
es el ya apuntado repunte de la acción sindical. Otro, más probable a corto
plazo, son las movilizaciones de sectores (como el transporte) directamente
afectados por el alza de carburantes. Se trata de sectores con capacidad de
generar conflictos importantes en un mundo donde la logística ha visto
aumentada su importancia a causa de la configuración espacial impuesta por las
políticas globalizadoras. Sabemos, por experiencias anteriores, lo que suponen
estos movimientos, su escaso calado social y su fácil apropiación por la
derecha. Una situación de inflación sin control y con recurrentes conflictos de
transporte puede acabar generando un clima de desánimo social devastador.
III
Ante la
inflación, el Gobierno se enfrenta a un tipo de problemas que en el marco actual
sale completamente de su capacidad de actuación. Aunque a veces se realizan
pomposas declaraciones, realmente lo único que puede conseguir es paliar alguno
de los efectos más nocivos de la situación. Y también en esto está limitado por
una razón política fundamental: mientras lo más racional debería ser focalizar
las medidas en apoyar a las personas y sectores más afectados por el problema,
sus propuestas están condicionadas por la necesidad de convencer a un
electorado amplio de que se está ayudando a todo el mundo.
Es fácil
constatar esta cuestión analizando las principales medidas adoptadas. En este
sentido, se han introducido medidas para garantizar rentas a los sectores más
empobrecidos y para quienes la inflación actual es devastadora: aumento del 15%
de la cuantía del Ingreso Mínimo Vital (IMV) y de las pensiones no
contributivas, o paga de 200 euros a las personas con ingresos inferiores a los
14000 euros anuales. Hasta la rebaja de los abonos del transporte público
pueden incluirse en esta orientación, en la medida de que hay evidencia
empírica que el uso del transporte público es mayor en los sectores de rentas
bajas. En cambio, otras medidas como la reducción del IVA y la subvención de 20
céntimos a los carburantes no sólo son más dudosas en términos de eficiencia
energética, sino que son posiblemente regresivas (pero llegan a mucha gente de
rentas medias y altas que son los que al final votan).
Sostener rentas
básicas debe ser el primer objetivo de una política frente a la inflación. La
cuestión es si lo aprobado es suficiente y adecuado. Un primer problema tiene
que ver con el propio acceso a estas medidas. La implantación del IMV ya puso
de manifiesto las carencias burocráticas que impiden que una parte de la
población acceda a un ingreso al que tiene derecho. Y esto puede también
ocurrir con la nueva paga que exige un trámite digital. La otra cuestión es la
del límite de los 14000 de ingresos familiares para acceder al nuevo ingreso,
un nivel equivalente al 45,8% de la renta familiar media, lo que indica que
seguramente hay una bolsa social muy grande de gente que excede un poco de este
tope que está pasando graves dificultades y que no accederá a estas ayudas. En
un estudio reciente de Clara Martínez-Toledano, Alice Sedano y Miguel Artola[1] se
muestra que en los últimos años han sido las rentas del 50% más pobre de la
población las que han experimentado un retroceso de 3 puntos del PIB que ha ido
a parar por entero al 1% más rico (que ha visto incrementada su participación
en un 3,5). Seguramente, el resultado puede variar en función de los años de
referencia que se tomen, pero lo crucial es observar este proceso de
polarización de la renta que supone, además, que mucha gente lo pasa muy mal.
Una política seria debería cubrir a este 50% empobrecido, algo a lo que sin
duda no alcanza la propuesta actual.
Lo de bajar
impuestos a los carburantes o subvencionarlos es cuestionable. En primer lugar
porque, como se ha visto, gran parte de la rebaja la acaban absorbiendo los
aumentos de precios que practica el sector. En segundo lugar, porque el uso del
vehículo privado está asociado al nivel de renta y, por tanto, es mayormente
una subvención a las capas medias. Tiene sentido que se focalicen medidas en el
sector del transporte, tan desregulado y dominado por autónomos con escaso
poder contractual frente a las grandes empresas de transporte que controlan la
operativa. Puede incluso considerarse un coste para evitar revueltas
incontrolables. Pero es mucho más dudoso seguir dando ayudas a un modelo de
transporte privado necesitado de un profundo cambio.
El coste de las
medidas es oneroso y añade endeudamiento a unas cuentas públicas que no se han
recuperado de las viejas políticas de austeridad y del mal endémico de un
sistema fiscal insuficiente. Visto el endeudamiento actual y el cambio en la
política monetaria (que encarecerá la deuda) parece obvio que en un plazo más
corto que largo volveremos a estar presionados para realizar un nuevo ajuste
fiscal. Y la experiencia en este caso es clara: la única forma de evitar que se
repita un desastre como el del 2010 es aumentando impuestos en lugar de
recortar gastos. De hecho, esta ya era una necesidad anterior. Pero aumentar impuestos
es impopular en un país con una bajísima cultura fiscal y una población que día
sí otro también está bombardeada con el mantra de los bajos impuestos (basta
meterse en las redes sociales para comprobar que cada día te llegan mensajes
capciosos en este sentido). Bajar impuestos es dar una mala señal en un momento
donde precisamente se requiere buena pedagogía fiscal.
IV
Las respuestas
actuales carecen de un enfoque adecuado para afrontar en serio las cuestiones
que están en el origen del problema. El alza de precios puede estar provocado
por un incremento de costes, por bloqueos en los procesos productivos, por
actuaciones de especulación o por prácticas monopolistas. Las respuestas a
aplicar deberían ser diferentes en cada uno de los casos, pero para enfocar
bien la cuestión primero hace falta conocer al detalle cuáles son las
cuestiones en cada caso. Hace mucho tiempo que la economía industrial que se
encargaba de analizar estas cuestiones ha perdido peso y se ha dejado a “los
mercados” que actúen libremente. Los mercados como tales no son nada, detrás de
ellos están individuos o empresas que los manejan y los articulan, y son esas
actuaciones las que hay que controlar. Los actuales organismos reguladores,
tipo la CNMC, son insuficientes para este cometido. En todo caso, intervienen
ante coaliciones muy obvias, pero no realizan una política sostenida de
análisis y monitoreo (lo pudimos constatar en su informe sobre el impacto de
los pisos turísticos sobre el coste de la vivienda) y, además, sus componentes
tienen, a menudo, fuertes conexiones con las empresas que en teoría deben
controlar. Sirva como ejemplo que la actual presidenta de la CNMC es una
antiguo alto cargo del bufete Cuatrecasas, el segundo mayor de España, defensor
de cientos de intereses empresariales.
Hay miedo, y
limitaciones legales, a intervenir en los mercados, como se ha puesto de
manifiesto en el caso de la regulación de los alquileres. Hay una rendición
cultural de técnicos y políticos, salvo excepciones, a los intereses de las
grandes corporaciones, y esto se traduce en una impotencia de las políticas
para atajar cuestiones específicas de sectores concretos. Ciertamente, en el
pasado se han producido muchas intervenciones insensatas que han desprestigiado
las políticas industriales. Pero la situación actual reclama su retorno
aprendiendo del pasado. Y por ello considero clave que estas intervenciones
vengan precedidas de análisis detallados acerca de cómo funciona realmente cada
sector.
Hay, en el
contexto actual, otra cuestión crucial: la de determinar en qué medida el alza
de los costes energéticos es un producto de la caída de la extracción de crudo
y gas y de un aumento del coste de extracción relacionado con el hecho que se
está interviniendo en yacimientos menos eficientes o más difíciles de operar.
Si esto es así, el alza de los costes energéticos va a seguir en el futuro, o
cuando menos no vamos a experimentar caídas de precios como las ocurridas en
décadas pasadas. Unos precios en aumento que garantizan fuertes rentas a los propietarios
del recurso (basta entender el viejo modelo de David Ricardo sobre la puesta en
servicio de tierras marginales para entenderlo). Se trataría de una
manifestación en el plano convencional de los efectos de la presión sobre los
recursos que hace tiempo venimos denunciando. Por eso, esta inflación debería
poner en primer plano la necesidad de iniciar una remodelación profunda de
nuestro modelo económico. Una transformación que no es fácil de llevar a cabo y
que puede generar costes sociales insoportables. Defender sin más el
decrecimiento sin preocuparse de discutir los procesos de reconversión social,
productiva, del consumo que se requiere para poder alcanzar una sociedad
ecológica y socialmente viable, me parece tan irresponsable como seguir manteniendo
el mantra del crecimiento económico. Por eso, la única forma de abordar en
serio la actual crisis es plantear propuestas y alternativas frente a la crisis
energética y alimentaria que alimenta la actual inflación. Si no somos capaces
de introducir este debate estamos condenados a acabar sumergidos en un nuevo
ajuste neoliberal.
Notas
[1] Desigualdades de la renta y la redistribución
en España: nueva evidencia a partir de la metodología del World Inequality
Laboratory. Un resumen detallado se publicó en Infolibre el
pasado 22 de junio.
Fuente: Mientrastanto.org
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