Tal día como hoy en 2006 moría Murray Bookchin, uno de los grandes y más
influyentes pensadores libertarios contemporáneos. Sus escritos sobre ecología,
comunalismo y municipalismo han sido relevantes para movimientos sociales de
todo el mundo.
Hacia un comunalismo
democrático
El Viejo Topo
30 julio, 2022
Mi visión del
anarquismo personal está lejos de ser completa; la tendencia personalista de este
cuerpo ideológico permite moldearlo de muchas maneras, siempre y cuando haya
palabras como imaginación, sagrado, intuitivo, éxtasis y primitivo que
embellezcan su superficie.
El anarquismo
social, a mi entender, está hecho de una materia fundamentalmente diferente,
heredera de la tradición de la Ilustración, con la debida consideración a sus
límites e imperfecciones. Según cómo se defina la razón, el anarquismo social
defiende la mente humana pensante sin negar de forma alguna la pasión, el
éxtasis, la imaginación, la diversión y el arte. Pero, en vez de
materializarlos en categorías nebulosas, trata de incorporarlos a la vida
cotidiana. Está comprometido con la racionalidad, oponiéndose a la vez a la
racionalización de la experiencia; lo está con la tecnología, oponiéndose a la
vez a la «megamáquina»; con la institucionalización social, oponiéndose a la
vez al sistema de clases y a la jerarquía; con una política genuina, basada en
la coordinación confederal de municipios o comunas por el pueblo, con democracia
directa cara a cara, oponiéndose a la vez al parlamentarismo y al Estado.
Esta «comuna de
comunas», para utilizar un eslogan tradicional de revoluciones anteriores,
puede denominarse de manera apropiada comunalismo. Pese a la
opinión contraria de quienes se oponen a la democracia como «sistema», describe
la dimensión de mocrática del anarquismo como una
administración mayoritaria de la esfera pública. De manera consecuente, el
comunalismo busca la libertad más que la autonomía, en el sentido en que las he
contrapuesto. Rompe categóricamente con el ego psicopersonal stirneriano
—bohemio y liberal—, en cuanto que soberano contenido en sí mismo, afirmando
que la individualidad no surge de la nada, con unos «derechos naturales»
conferidos desde el nacimiento, sino que es considerada en gran medida el
producto en constante evolución del desarrollo social e histórico, un proceso
de autoformación que no puede ser petrificado por el biologismo ni preso de
dogmas limitados temporalmente.
El «individuo»
soberano y autosuficiente siempre ha sido una base precaria sobre la que
fundamentar una perspectiva libertaria de izquierdas. Como observó Max
Horkheimer,
…
la individualidad se perjudica cuan do alguien decide tornarse autónomo […].
El individuo totalmente aislado ha sido siempre una ilusión. Las cualida des
personales que más se estiman, como la independencia, la voluntad de liber
tad, la comprensión y el sentido de jus ticia, son virtudes tanto sociales
como individuales. El individuo plenamente de sarrollado es la realización
cabal de una sociedad plenamente desarrollada.[1]
Para que una
visión libertaria de izquierdas de una futura sociedad no
desaparezca en un submundo bohemio y marginal, tiene que ofrecer una solución a
los problemas sociales, no revolotear arrogantemente de un eslogan a otro,
evitando la racionalidad con mala poesía e imágenes vulgares. La democracia no
es antitética al anarquismo, ni el gobierno por mayoría y las decisiones no
consensuadas son incompatibles con una sociedad libertaria.
Que ninguna
sociedad puede existir sin unas estructuras institucionales es algo evidente
para cualquiera que no haya quedado alelado por Stirner y los de su especie.
Al negar las
instituciones y la democracia, el anarquismo personal se aísla de la realidad
social para poder dejarse llevar por una rabia fútil, y queda reducido así a
una travesura subcultural para jóvenes crédulos y consumidores aburridos de
ropa negra y pósteres excitantes. Argumentar que la democracia y el anarquismo
son incompatibles porque cualquier oposición a los deseos de incluso «una
minoría de uno» constituye una violación de la autonomía personal no es
defender una sociedad libre, sino al «conjunto de personas» de Brown: en breve,
a un rebaño. La «imaginación» dejaría de llegar al «poder». El poder, que
siempre existirá, pertenecerá o bien a la comunidad en una democracia cara a
cara y claramente institucionalizada, o bien a los egos de unos pocos oligarcas
que crearán una «tiranía de falta de estructura».
No le faltaba
razón a Kropotkin, en su artículo de la Enciclopedia Británica,
cuando consideraba el ego stirneriano como elitista y lo censuraba por
jerárquico. Se hacía eco, en términos positivos, de la actitud crítica de V.
Basch respecto al anarquismo individualista de Stirner como una forma de
elitismo, al mantener que «el objetivo de toda civilización superior no es
hacer que todos los miembros de la comunidad se desarrollen de modo normal,
sino permitir a ciertos individuos mejor dotados desarrollarse
plenamente, aun a costa de la felicidad y de la existencia misma de la gran
mayoría de los seres humanos». En el anarquismo, esto genera en efecto un
regreso
…al
individualismo más ordinario, de fendido por todas las minorías que se creen
superiores, para las cuales, ciertamente, el hombre necesita en su historia
precisamente del Estado y de todo lo demás que los in dividualistas
combaten. Su individualismo va tan lejos que conduce a la negación
de su propio punto de partida, y eso sin hablar de la imposibilidad para el
individuo de al canzar un desarrollo realmente completo en las condiciones de
opresión de las masas por parte de las «bellas aristocracias».[2]
En su
amoralidad, este elitismo se presta fácilmente a la falta de libertad de las
«masas», poniéndolas en última instancia bajo la custodia de los «únicos», una
lógica que podría dar lugar a un principio de liderazgo característico de la
ideología fascista.[3]
En Estados
Unidos y gran parte de Europa, precisamente en un momento en que el
desprestigio del Estado ha alcanzado unas proporciones sin precedentes, el
anarquismo va de capa caída. La insatisfacción con el gobierno como tal es
profunda a ambos lados del Atlántico, y pocas veces en el pasado reciente ha
habido un sentimiento popular más clamoroso demandando una nueva política,
incluso un nuevo reparto social que pueda dar a la gente un sentido de
dirección que permita compatibilizar la seguridad y los valores éticos. Si el
fracaso del anarquismo para afrontar esta situación puede atribuirse a un único
motivo, la estrechez de miras del anarquismo personal y sus fundamentos
individualistas deben ser considerados como los responsables de impedir que un
potencial movimiento libertario de izquierdas entre en una esfera pública cada
vez más reducida.
A favor del
anarcosindicalismo cabe decir que en el momento de su apogeo trató de practicar
lo que predicaba y crear un movimiento organizado —tan ajeno al anarquismo
personal— dentro de la clase obrera. Sus principales problemas no radican en su
deseo de estructura e implicación, de programas y movilización social, sino en
el declive de la clase obrera como sujeto revolucionario, en particular después
de la Revolución española. No obstante, afirmar que al anarquismo le faltaba
una política, entendiendo el término en su sentido original
del
griego como
«autogestión de la comunidad» —la histórica «comunidad de comunidades»—, es
repudiar una práctica histórica y transformadora que trata de
radicalizar la democracia inherente a cualquier república y crear un poder
confederal municipalista para contrarrestar al Estado.[4]
El aspecto más
creativo del anarquismo tradicional es su compromiso con cuatro principios
básicos: una confederación de municipios descentralizados, una firme oposición
al estatismo, una creencia en la democracia directa y un proyecto de
sociedad comunista libertaria. El problema más
importante al que el libertarismo de
izquierdas —tanto el socialismo libertario como el anarquismo— se enfrenta hoy
es: ¿Qué hará con estos cuatro poderosos principios? ¿Cómo les
daremos forma y contenido social? ¿De qué maneras y con qué
me dios los convertiremos en relevantes para nuestra época y haremos
que sirvan a los fines de un movimiento popular organizado para lograr el
empoderamiento y la libertad?
El anarquismo
no debe disiparse en un comportamiento indulgente consigo mismo, como el de los
adamistas primitivistas del siglo xvi, que «vagaban por los bosques desnudos,
cantando y bailando», como Kenneth Rexroth observó con desdén, pasando «el
tiempo en una orgía sexual constante» hasta que fueron perseguidos por Jan
Zizka y exterminados, con el consiguiente alivio de los campesinos indignados,
cuyas tierras habían saqueado.[5] No
debe retroceder al submundo primitivista de los John Zerzans y George
Bradfords. No pretendo en absoluto argüir que los anarquistas no deberían vivir
su anarquismo en la medida de lo posible en el día a día, tanto personalmente
como social, estética y pragmáticamente. Pero no deberían vivir un anarquismo
que merma, incluso elimina los rasgos más importantes que han distinguido
al anarquismo como movimiento, práctica y programa del socialismo de Estado. El
anarquismo hoy en día debe mantener resueltamente su carácter de movimiento
social —tanto programático como activista—, un movimiento que conjugue su
disposición a luchar por una sociedad comunista libertaria con su crítica
directa del capitalismo, sin ocultarlo bajo etiquetas como «sociedad
industrial».
En resumen, el
anarquismo social debe reafirmar con rotundidad sus diferencias con el
anarquismo personal. Si un movimiento social anarquista no puede traducir sus
cuatro principios —confederalismo municipal, oposición al Estado, democracia
directa y, finalmente, comunismo libertario— en una práctica real, en una nueva
esfera pública; si esos principios se debilitan como recuerdos de luchas
pasadas en declaraciones y encuentros ceremoniosos; peor aún, si son
subvertidos por la industria del ocio «libertario» y por los teísmos asiáticos
quietistas, entonces su esencia socialista revolucionaria tendrá que
restablecerse bajo un nuevo nombre.
Ciertamente, ya
no es posible, en mi opinión, llamarse a sí mismo anarquista sin
añadir un adjetivo calificativo que lo distinga de los anarquistas personales.
Como mínimo, el anarquismo social está radicalmente en desacuerdo con el
anarquismo centrado en un estilo de vida, la invocación neo-situacionista del
éxtasis y la soberanía del ego pequeño-burgués cada vez más marchito. Ambos
divergen completamente en los principios que los definen: socialismo o
individualismo. Entre un cuerpo revolucionario de ideas y prácticas
comprometidas, por una parte, y el anhelo deambulante de placer y
autorrealización personal, por otra, no puede haber ningún punto en común. La
mera oposición al Estado podría muy bien unir al lumpen fascista con el lumpen
stirneriano, un fenómeno que no carecería de precedentes históricos.
1 de junio de
1995
Notas:
[1] Max Horkheimer: The Eclipse of Reason,
Oxford University Press, Nueva York, 1947, p. 135. [En castellano: Crítica
de la razón instrumental, Trotta, Madrid, 2002.].
[2] Piotr Kropotkin, op. cit., pp.
287, 293.
[3] Ibid., pp. 292-293.
[4] En su odiosa «crítica» sobre mi obra The
Rise of Urbanization and the Decline of Citizenship, retitulada más
tarde Ur banization Without Cities, John Zerzan repite el
despropósito de que la Atenas clásica es «desde hace tiempo el modelo de
Bookchin para la revitalización de la política urbana». De hecho, me esforcé
mucho en apuntar los fallos de la polis ateniense (la
esclavitud, el patriarcado, los antagonismos de clase y las guerras). Mi
eslogan «Democratizar la república, radicalizar la democracia», que subyace en
la república —con el objetivo explícito de crear un poder dual—, queda reducido
cínicamente a la interpretación: «Tenemos que [Bookchin] nos aconseja ampliar y
expandir gradualmente las “instituciones existentes” y “tratar de democratizar
la república”». Esta manipulación engañosa de ideas es elogiada por Lev Chernyi
(seudónimo de Jason McQuinn), de las publicaciones Anarchy: A Journal
of Desi re Armed y Alternative Press Review, en su
prólogo exhortatorio de Futuro primitivo de Zerzan.
[5] Kenneth Rexroth: Communalism,
Seabury Press, Nueva York, 1974, p. 89.
Fuente: Último capítulo del libro de Murray
Bookchin Anarquismo social o anarquismo personal. Un abismo insuperable.
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