La organización de las jornaleras, su lucha y resistencia, su feminismo sindicalista interpela la capacidad del movimiento feminista para ser inclusivo y articular la lucha por las condiciones materiales de vida de mujeres víctimas de las violencias.
El feminismo de las jornaleras de Huelva
El Viejo Topo
22 junio, 2021
Cada año, y
durante tres meses, en los campos de Huelva, alrededor de 13.000 mujeres
recogen esas fresas que tanto nos gustan cuando llegan a nuestras mesas: son
“fresas sin derechos”. Así nos lo dijeron las jornaleras a la brigada feminista
de observación que, de la mano de la Asociación de jornaleras de Huelva en
lucha, recorrió durante tres días los campos de la agroindustria fresera.
Ana Pinto, de
familia jornalera, trabajadora en el campo desde los 16 años “hasta que en
2018, tras denunciar las condiciones de trabajo de las temporeras y reclamar
derechos, se me empezaron a cerrar las puertas”. Y así, explica Ana, en
condiciones adversas donde las haya, luchando por derechos frente a una
patronal que emplea todos los mecanismos legales y no legales imaginables de
explotación y control, se fue formando Jornaleras
de Huelva en Lucha, y tomó cuerpo un sindicalismo feminista basado
en la autoorganización de las trabajadoras.
Escucharlas
supone adentrarse en un feminismo que lucha por mejorar las condiciones
materiales de vida de mujeres sometidas al abuso sistemático y en un contexto
patriarcal, racista, capitalista y ecocida. Pastora Filigrana, de la
cooperativa de abogadas de Sevilla lo aclara: “Alguna vez ya dije que la
comarca fresera de Huelva es un laboratorio donde podemos ver cómo funciona
este sistema que entrecruza la violencia del capitalismo, el patriarcado, el
racismo y la explotación de la tierra y los recursos naturales. Todas las
vertientes del sistema neoliberal en una sola comarca”.
Las tramas de la explotación
Las jornaleras
contratadas en Huelva tienen salarios míseros, jornadas de siete horas con un
descanso de veinte minutos y, en ocasiones, sin posibilidad de consolidar
derechos, incluso llevando dieciséis años en la fresa con contratos continuados
de obra y servicio. Muchas veces, teniendo que compatibilizarlo con otros
trabajos porque el salario no llega, no ya para un mínimo ahorro, sino para la
supervivencia diaria. Trabajan bajo una normativa laboral, la del Convenio del
campo de Huelva, cuyos incumplimientos resultan difíciles de denunciar por el
temor, fundado, a duras represalias y por la inacción de la Inspección de
Trabajo. Sus condiciones de trabajo incluyen la vigilancia para controlar su
producción (para lo que les ponen un chip), el control de sus movimientos, de
la vestimenta, de lo que hablan, incluso del momento para ir al baño (para lo
que tienen que apuntarse en una lista).
Hay que hablar
de esta nueva esclavitud del siglo XXI (que a veces raya con la trata), tramada
con la migración y el sistema de fronteras. Las jornaleras que llegan a Huelva
con contrato en origen, en Marruecos (a donde tienen que regresar al finalizar
la campaña), lo hacen bajo una oferta específica de trabajo que ni tan siquiera
alcanza las condiciones del convenio colectivo, y que incumple derechos humanos
básicos. Y ya se sabe, cuando no hay derechos hay impunidad y los abusos no
tienen límite.
Llegan para
trabajar durante tres meses con un salario algo superior a 40 euros/día más
horas extras (que no siempre pueden hacer), pero sin garantías de volver con lo
acordado, que es lo que les permitiría mantener a su familia en su país. Las
cuentas no salen, porque si un día el empresario dice que no hay producción, no
trabajan y no cobran; si decide contratar a otras jornaleras directamente y
sustituirlas, no cobran; si se ponen enfermas y no pueden trabajar, no cobran.
Echemos
cuentas: el empresario solo paga el billete del ferry de vuelta, pero el
billete del traslado desde su pueblo lo pagan ellas; el ferry de ida, lo pagan ellas,
igual que el visado. Pagan también un seguro con la Caixa, que están obligadas
a contratar, y que firman sin que nadie les aclare su contenido y sin poderse
fiar de los intérpretes contratados por la empresa, cuando los hay. La
cobertura del seguro es un misterio y su coste puede llegar a los 150 euros.
Suma y sigue: la comida la pagan ellas, también los cincuenta euros por el
barracón que comparten entres seis u ocho mujeres, cuando la vivienda debería
estar garantizada por convenio. Las cuentas no les salen. Antes, explican, les
abrían una libreta y podían comprobar los movimientos, pero ahora no tienen una
forma accesible de comprobar los movimientos de sus cuentas bancarias. Los
mecanismos de control se van refinando.
Las y los
capataces de las fincas también controlan su movilidad. Hablar con nosotras fue
un acto de generosidad y valentía porque se arriesgaban a represalias y les
podía costar hasta la rescisión del contrato. Por eso no pueden dar su nombre
ni pueden salir en ninguna foto, y nuestro encuentro tuvo que ser
“clandestino”, transitando por carreteras secundarias y alejado de cualquier
espacio público.
Los asentamientos
En los
asentamientos, las mujeres y hombres, la mayoría subsaharianos, malviven, como
en el de Palos de la Frontera (uno de los 11 que hay en Andalucía). Con papeles
o sin ellos, viven en chabolas construidas a base de palés por los que también
pagan un euro y medio cada uno, que recubren con cartones y plásticos (por los
que también les cobran). Sin acometida de agua ni saneamiento ni luz. Sin nada.
Con el miedo y la angustia metida en el cuerpo por la situación en la que se
les fuerza a vivir en aplicación de la ley de extranjería, que les deja en una
situación de ilegalidad, lo que da a los empresarios tres años de margen
(tiempo que necesitan para solicitar el permiso de residencia) para
convertirlas en fuerza de trabajo esclava y someterles a condiciones de vida
insoportables.
Esto sucede en
un pueblo como el de Palos de la Frontera, un pueblo rico, gobernado por el PP y
donde el voto a Vox experimentó una fuerte subida en las últimas elecciones,
con un gran presupuesto municipal, gracias a los impuestos que recaba de las
empresas y refinerías del puerto exterior de Huelva. Pocos días antes de
visitarlo, un incendio había acabado con parte de las infraviviendas y con lo
poco que tenían, porque los bidones con los que acarrean el agua no podían
sofocarlo y esperar a los bomberos supuso acabar con sus pocas pertenencias
calcinadas. Este drama solo es posible por la connivencia social de las
entidades, de todas las administraciones públicas, desde las locales, las
autonómicas y las estatales, y la ineficacia de los sindicatos.
El coste de ser mujer y racializada
Existe porque
interesa, como señala Pastora Filigrana: “Mientras haya bolsas de pobreza de
gente sin papeles, ninguna lucha sindical va a llegar a buen puerto, porque
siempre habrá una mano de obra con miedo, barata y explotable con la que
intercambiarnos si protestamos”. Y a las más pobres son a las que se les puede
desposeer de derechos más impunemente: esas son las mujeres racializadas con
estatus migratorios, que las hace vulnerables.
La patronal lo
tiene claro, no hay más que ver cómo ha ido cambiando los criterios de
contratación. Porque de contratar a hombres se pasó a hacerlo a mujeres de
países del Este, y de éstas a mujeres marroquíes con las que ya se
establecieron normas: deben tener entre 18 y 45 años, familia en origen con al
menos un o una hija menor de edad. Se supone que los mandatos de género y el
vínculo familiar garantiza su supuesta “docilidad” y la vuelta asegurada a
Marruecos.
Es un racismo
de clase que, apoyándose en el discurso de odio a las personas migrantes, busca
el máximo beneficio económico sobreexplotando su fuerza de trabajo y tratando
de dividir a autóctonas y migrantes. La acción de sindicalismo feminista de la
Asociación de Jornaleras de Huelva en lucha anima a las temporeras a
organizarse. “Luchamos por cambiar las condiciones de trabajo y de vida de
todas las temporeras, para conseguir derechos para todas porque es de justicia
y necesario para enfrentar la estrategia patronal del ‘divide y vencerás’”, un
viejo mecanismo para que el miedo frene la protesta y para arrastrar a la baja
los salarios y precarizar todavía más las condiciones de vida y de trabajo de
todas, según explican.
Unas
condiciones de vida para las que necesitan tener información, asesoramiento,
acceso a los servicios públicos, a la salud, a la vivienda, a la justicia, a la
protección en caso de violencia sexual y a tener vidas libres de violencias.
“Trabajamos unidas desde los feminismos, el antirracismo y el ecologismo”,
señala Ana Pinto.
El coste ecológico de la agroindustria fresera
Ana Pinto mira
al futuro, a la necesidad de replantear este modelo de producción intensiva,
insostenible social y medioambientalmente, y de avanzar hacia una agricultura
ecológica. Pero lejos de plantear otro modelo de producción sostenible con los
derechos de las personas y el sostenimiento de la tierra y los recursos, los
empresarios están apostando por la expansión a otras zonas con otros cultivos
(de arándanos, naranja o aguacate) en las mismas condiciones.
Según Iñaki
Olano, responsable de agua de Ecologistas en Acción de Huelva, la agroindustria
supone la explotación de las personas, del agua y la tierra de forma intensiva
en todos los casos para obtener un beneficio alto. De la tierra, a base de
deforestación de pinares y de cambios de usos del suelo; del agua, con
extracciones de agua de pozos ilegales, muchos denunciados, localizados, y
teóricamente algunos cerrados. “O hay un replanteamiento o hay colapso, y el
colapso viene por el agua porque no hay, y le sigue el colapso del empleo. Es
un proceso extractivista que deja un desierto de empleo y de tierra”, señala
Olano.
Por eso, la apuesta
es ir a una agricultura ecológica, que prime la calidad y los mercados de
cercanía y el cambio de la concepción del consumo de los productos frescos.
Quizá así las fresas vendrían con derechos.
Mensaje a otros feminismos
En 2018, saltó
a los medios y las redes sociales la denuncia de varias jornaleras por abuso
sexual. Se interpeló a un feminismo que, a diferencia de lo que había sucedido
en el caso de la violación “de la manada”, apenas se movilizó. ¿Acaso no valen
lo mismo todas las vidas o todos los cuerpos? La organización de las
jornaleras, su lucha y resistencia, su feminismo sindicalista interpela la
capacidad del movimiento feminista para ser inclusivo, con capacidad para
articular la lucha por las condiciones materiales de vida de todas las que
están atravesadas por las violencias.
Antes de volver a Madrid, le pregunté a Ana Pinto qué le diría a otros feminismos. Esta fue su respuesta: “Que dejen la violencia de algunos debates, que miren las condiciones de vida de las mujeres, que se sumen a nuestras luchas, feministas, antirracistas y ecologistas, que son también las luchas de las kellys, de las trabajadoras sexuales, de las empleadas de hogar, de las trabajadoras sanitarias, y que deberían ser también las luchas de todas”. Un feminismo de base que no deje a ninguna fuera y ponga la vida digna de todas las mujeres en el centro.
Artículo publicado originalmente en Contexto.
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