lunes, 5 de abril de 2021

Necesitamos una “vacuna social”

 

Las causas fundamentales que determinan la salud de una población no son, como muchos piensan, la biología y genética, los "estilos de vida" o la atención sociosanitaria sino las causas sociales. Estas son generadoras de las desigualdades en salud.

Necesitamos una “vacuna social”


El Viejo Topo

5 abril, 2021

¿Cuáles son las causas de la salud? ¿Por qué enfermamos y se crean desigualdades?

Las causas fundamentales que determinan la salud de una población no son, como muchos piensan, la biología y genética, los «estilos de vida» o la atención sociosanitaria sino las causas sociales. ¿Por qué? Pues porque los factores biológicos y genéticos casi siempre se «activan» o no según el entorno, porqué las conductas asociadas con la salud, como los hábitos alimentarios o fumar, son condicionadas por la familia y el ámbito social, y porqué la atención sanitaria, a pesar de ser un servicio fundamental cuando enfermamos, contribuye relativamente poco a la salud de la población y también depende de factores socio-políticos. ¿Por qué enfermamos pues? Sobre todo a causa de los «determinantes ecosociales»: la precarización laboral, la vivienda, o la contaminación ambiental por mencionar tres factores solamente. Estos factores inciden desigualmente en los distintos grupos sociales según su clase social, género, etnia, situación migratoria y lugar donde se vive, generando desigualdades en salud. Pongamos un ejemplo. Las mujeres de las clases sociales populares tienen más obesidad debido a que, por razones sociales e históricas, sufren más discriminación y explotación laboral. Con el tiempo, muchas de estas mujeres expresarán la situación de desigualdad social en forma de trastornos metabólicos, diabetes y muerte prematura. Es por eso que decimos que la sociedad entra desigualmente dentro de nuestros cuerpos expresándose biológicamente en forma de enfermedad.

¿Los determinantes sociales de la salud se vinculan de forma intrínseca con el capitalismo?

El factor crucial que origina todo el encadenado causal de porqué estamos sanos, enfermamos o morimos prematuramente es la política. ¿Por qué? Pues porqué las ideologías y las desiguales relaciones de poder político condicionan las políticas públicas que se realizan con respecto a las políticas fiscales, el empleo, la vivienda, el medio ambiente, la sanidad, o los servicios sociales, entre otras. Cada una de estas políticas está interrelacionada y genera cambios en las formas de vivir, trabajar, consumir, relacionarnos y el entorno que, por una u otra vía, aunque no lo vemos o no seamos conscientes, afectarán nuestra vida y finalmente la salud. Además, las decisiones políticas se asocian al sistema económico y cultural que vivimos. Como ha apuntado Lula da Silva: «todo depende de la política». Pongamos un ejemplo para comprender la causalidad sistémica e histórica que va desde el capitalismo a la salud. Los parados tienen más probabilidad de estar deprimidos y abusar del alcohol. Si la situación se prolonga tienen más probabilidad de suicidarse o de sufrir una enfermedad hepática. Ahora bien, como dejaron claro los estudios de Marx o Kalecki, el paro es consustancial al capitalismo, por lo que hay un hilo más o menos directo desde la salud al capitalismo. La salud colectiva es pues un producto social muy ligado a la economía política.

Me parece una visión tan interesante como poco conocida. ¿Podría poner más ejemplos?

Sí claro, hay muchos ejemplos relacionados con la historia y evolución del capitalismo, como el neo-colonialismo, las prácticas mercantiles de los grandes oligopolios o el patriarcado. Un ejemplo es como, en pocos años, el uso masivo de azúcares añadidos a la producción industrial de alimentos «basura» realizado por las grandes corporaciones de la llamada Big Food ha creado una epidemia de sobrepeso y obesidad mundial (tal vez 1.500 millones de personas), a la vez que esto convive con el hambre y la malnutrición (alrededor de 1.000 millones de personas). Otro ejemplo es la epidemia de tabaquismo surgida durante el siglo XX, muy estrechamente relacionada con prácticas comerciales, de relaciones públicas y marketing de las corporaciones de la Big Tobacco, y el impacto criminal que desgraciadamente siguen teniendo: se estima que en el siglo XXI habrá alrededor de 1.000 millones de muertes relacionadas con el tabaco, sobre todo en los países pobres y las clases más empobrecidas del planeta. Un tercer ejemplo son las alteraciones hormonales y los cánceres producidos por la masiva exposición a productos químicos sintéticos generados y comercializados por la industria química. Y más recientemente tenemos la pandemia del coronavirus, que hace que muchas mujeres vivan bajo una crisis de salud permanente, con semanas laborales -dentro y fuera de casa- interminables que, como dice Silvia Federici, es casi equiparable a las obreras de la revolución industrial.

En el contexto de la pandemia, ¿dónde hay que situar el discurso tan reiterado por las autoridades desde el inicio de la pandemia sobre la «responsabilidad individual» para evitar el contagio? ¿Es una manera de desplazar el peso de los determinantes sociales de la salud sobre el estilo de vida personal?

El discurso hegemónico, fomentado por el poder político y reproducido por los principales medios de comunicación, habla de virus, atención médica, hospitales, tratamientos, y vacunas. En cambio, se habla menos de la prevención, y cuando se hace casi siempre tiene que ver con la responsabilidad personal. Cuando hablamos de un problema colectivo como la pandemia, con causas estructurales asociadas a la salud pública, hacer hincapié en los factores personales «culpabiliza» y no es suficientemente efectivo. Además, el individualismo nos aísla y no soluciona los problemas. ¿Qué diríamos si para hacer frente a la crisis ecológica y climática estructural que padecemos dijéramos que la solución fundamental es que cada uno recicle y ahorre algo de energía en casa? ¿Qué diríamos si para hacer frente a la epidemia tabáquica existente dijéramos que es un «problema personal» en lugar de poner leyes restrictivas, controlar los precios del tabaco o prohibir su publicidad, entre otras medidas de salud pública? Tener responsabilidad individual ante un riesgo es siempre algo importante, pero cuando hablamos de temas poblacionales como la salud pública, es imprescindible una mirada colectiva que permita comprender y actuar ante las causas sociales de fondo.

Hacía años que muchos expertos avisaban que se produciría una pandemia así. ¿Por qué el sistema de salud no estaba preparado? ¿Era demasiado hospitalocéntrico?

Desde hace al menos cuatro décadas muchos especialistas advertían que los cambios socio-ecológicos globales estaban generando un aumento de enfermedades infecciosas. Los científicos lo dijeron en sus artículos, divulgadores como Bill Gates lo comentaron, muchas instituciones internacionales, incluida la OMS, lo advirtieron. Me parece que hay tres razones principales. Primero, por la dinámica tuerta, de corto plazo, de gobiernos que demasiado a menudo actúan en forma reactiva. Es decir, se preocupan cuando truena santa Bárbara y ya tenemos un desastre encima, pero lo hacen mucho menos en planificar y anticipar problemas que pueden o no pasar. Y es que la prevención es mucho menos visible y agradecida que una actuación inmediata y a menudo se la califica de ser una acción poco o nada eficiente. Segundo, por la progresiva mercantilización y precarización durante décadas de la sanidad pública y los servicios sociales, facilitada por una visión de la salud neoliberal y las presiones del complejo farmacéutico empresarial. Tras la crisis de 2008, las políticas de «austeridad» han ido agravando la situación. Y tercero, porque se nos ha repetido que teníamos uno de los mejores sistemas de sanidad pública del mundo, y es cierto que es bueno si lo comparamos con muchos países, pero es un modelo biomédico y reduccionista, “hospitalocéntrico” y medicalizador, que se fija mucho en las enfermedades, los órganos y la tecnología y demasiado poco en el ser humano, la atención primaria, los servicios sociales, los determinantes sociales, las desigualdades y la salud pública, donde se ubican disciplinas tan esenciales como por ejemplo la salud mental, la salud laboral o la salud ambiental, entre otras muchas. Conviene repetirlo tantas veces como sea necesario: la «sanidad pública» no es igual a la «salud pública», una disciplina que tiene como objetivo vigilar y prevenir la enfermedad, y proteger, promover y restaurar la salud de toda la población pero que cuenta con muy pocos recursos (1,5 a 2% del presupuesto de salud). Paradójicamente, por tanto, la salud pública ha sido la gran ausente de esta pandemia.

Un gran número de países europeos han apostado por hacer confinamientos y restricciones, mientras que en muchos países asiáticos y Oceanía se ha apostado por la estrategia «COVID-0». ¿Cuáles han sido las diferentes estrategias que se han puesto en práctica en el mundo? ¿Por qué se ha actuado de forma tan diferente?

Si lo decimos en forma muy esquemática, podemos decir que ha habido tres modelos principales para hacer frente a la pandemia. Existe el modelo «preventivo-institucional» de muchos países asiáticos y Oceanía, como Taiwán o Nueva Zelanda, previamente alertados por anteriores pandemias. Han actuado radicalmente para eliminar la transmisión comunitaria con la estrategia ‘COVID-0’ y han hecho intervenciones rápidas y contundentes: pruebas y rastreo masivos, aislamiento de contactos, controles fronterizos estrictos y mensajes y un importante refuerzo de la salud pública. Aparte de tener un impacto en salud muy pequeño, la crisis económica debida a la pandemia también ha sido inferior. Señalemos también el éxito de Cuba o la región de Kerala en la India donde la acción colectiva comunitaria ha jugado un papel relevante. El segundo modelo es el «reactivo-empresarial» de los países occidentales y americanos, que se han centrado en un permanente bloqueo/liberación de actividades y confinamientos para minimizar los daños económicos, tratando de reducir el impacto en la salud solamente cuando el sistema sanitario, colapsado para atender a las necesidades de la población, llegaba a una situación límite. Y el último modelo es el que podemos llamar «necrofílico» representado por Trump y Bolsonaro (también Boris Johnson al principio), caracterizado por haber recortado y desmantelado todo lo que tuviera que ver con la salud pública, con una estrategia autoritaria de corte neofascista muy asociada a los intereses del capital financiero y las empresas farmacéuticas, y con un fuerte desprecio por la vida de aquellos que «no son dignos de vivir», si lo queremos decir a la manera como lo decían los nazis.

Usted ha criticado la gestión de la pandemia por parte de los Gobiernos en relación a que ha llevado a cabo acciones reactivas y deficientes. ¿Cree que se podía haber hecho mejor?

Creo que el gobierno español y el catalán (y otras comunidades autónomas, especialmente Madrid) han hecho frente a la pandemia de manera deficiente. Al principio, se pudo aducir con razón que cogió por sorpresa, y que no había, como ha reconocido el ex secretario de salud catalán Joan Guix, ni la preparación ni los recursos humanos y materiales para actuar ante un riesgo que casi todo el mundo había minimizado. Se ha abusado de eslóganes publicitarios («hay que parar juntos al virus» o «ganar esta guerra»), se ha repetido que se estaba haciendo todo lo posible para controlar la pandemia haciendo hincapié en la responsabilidad individual, improvisando, haciendo políticas reactivas, con poco liderazgo y un ojo siempre puesto en las presiones empresariales. Pero pasados ​​los meses, parece claro que ha faltado humildad y previsión, y que ha habido una incapacidad de actuar con diligencia y efectividad ante una situación de emergencia, sin que haya habido inversiones masivas en sanidad y salud pública (atención primaria, servicios sociales, rastreadores, tests, etc). Siempre es más fácil hablar que hacer, y hay que decir que en algunos lugares se han hecho bastantes acciones, como por ejemplo el Ayuntamiento de Barcelona, ​​que ha hecho un esfuerzo social importante, pero creo que en general, en una situación de grave emergencia y de colapso de los servicios sanitarios y sociales, ha faltado planificación, coraje, y capacidad de decisión para actuar ante una situación de emergencia poblacional. Esto quiere decir que se ha hecho hincapié en la «solución» de hacer confinamientos y restricciones, total o parciales, cuando la pandemia se acelera y crece, en lugar de poner en marcha una estrategia radical, utilizando con rapidez y eficiencia todos los instrumentos de que dispone la salud pública y comunitaria: planificación, vigilancia y análisis epidemiológico, educación sanitaria comunitaria, análisis de los determinantes sociales y equidad, implicación masiva de la comunidad, entre otras herramientas y estrategias. En definitiva, los países occidentales optaron por una visión de «convivir con el virus» con confinamientos y restricciones, en lugar de querer controlarlo y eliminarlo con una estrategia integral de salud pública «COVID-0». Esto ha producido un desastre social y de salud pública, con numerosas consecuencias que sólo empezamos a conocer.

¿Cuáles deberían haber sido a su juicio las acciones más prioritarias? ¿Qué decir del futuro?

Con el paso del tiempo espero que tendremos una evaluación crítica e integral de lo que se ha hecho, pero creo que hay seis puntos prioritarios. Primero, ha faltado una visión más sistémica e integrada de la pandemia, con un conocimiento de salud pública y las ciencias sociales más adecuado y profundo de lo que se ha tenido. Segundo, una mejor gestión con más liderazgo y coordinación, y con una visión más preventiva que reactiva. Tercero, una acción más transparente y democrática, con campañas educativas comunitarias desde el principio, con temas clave como la prevención, el riesgo, la estigmatización, evitar las fake news, etc. Cuarto, haber fortalecido de forma urgente y contundente las residencias, la salud comunitaria, servicios sociales, la atención primaria y la salud pública, con la contratación masiva de rastreadores y pruebas diagnósticas, en lugar de seguir mercantilizando la sanidad con subcontrataciones a empresas privadas. Quinto, había que haber pensado más en las desigualdades, invirtiendo masivamente en la protección social y económica de población “vulnerada” más que vulnerable, sobre todo en las poblaciones y barrios más desfavorecidos y quienes viven sin hogar. Se han hecho cosas, claro, pero ha sido muy insuficiente. Y sexto, había que haber ayudado a generar una participación más activa de la comunidad fomentando acciones solidarias y de apoyo social colectivas, tal y como ha sucedido en algunos países. Cara al futuro, además de una evaluación detallada de los impactos de la pandemia, habrá fortalecer y desarrollar una agencia nacional de salud pública capaz de prevenir y controlar las muchas amenazas a la salud pública existentes y las futuras pandemias que muy probablemente vendrán. En este sentido, habrá que invertir mucho más en recursos materiales y disponer de personal entrenado en salud pública, mejorando y ampliando los programas de formación y los sistemas para vigilar y responder frente nuevas pandemias.

¿Será la vacuna la solución a la crisis sanitaria? ¿A quién favorece el «modelo hegemónico de salud» al que se ha referido? ¿Cómo se podría garantizar un acceso equitativo si, en último término, está en manos de las farmacéuticas?

Las vacunas disponibles son seguras y efectivas a corto plazo, pero hay muchas preguntas que aún debemos hacer sobre la duración de su inmunogenicidad y su efectividad ante las variantes y posibles mutaciones del coronavirus. Ahora bien, la vacunación del mundo no es un tema científico o sanitario sino sobre todo geopolítico. A inicios de marzo, se habían puesto en el mundo unas 4 dosis por cada 100 personas, con una gran desigualdad, ya que en muchos países no había todavía vacunados. El mismo director de la OMS dijo que «el mundo se encuentra al borde de un fracaso moral catastrófico». ¿Por qué? Pues porque las inversiones en la investigación de vacunas han sido sobre todo públicas, pero la producción y comercialización está en manos privadas debido al acuerdo de 1995 sobre los «Derechos de propiedad intelectual relacionados con el comercio» de la OMC (TRIPS), que impone los intereses de las multinacionales farmacéuticas sobre los estados, en especial del sur, que son dependientes de patentes y licencias sobre productos, vacunas y fármacos. Las grandes farmacéuticas gastan mucho en publicidad y no en medicamentos y vacunas que no les son rentables pero que son absolutamente vitales para la sociedad. La geopolítica sanitaria que impone el complejo médico farmacéutico financiero global (el Big Pharma) controla el consumo masivo de fármacos y tecnologías sanitarias, defiende sus intereses con una gran influencia sobre los estados, y genera enormes beneficios. La India, Sudáfrica y 90 países más han tratado de suspender los acuerdos de propiedad durante la pandemia, pero la Unión Europea, EE.UU. y otros países anglosajones se opusieron. De esta dinámica sólo escapan Rusia, China y Cuba, pero algunas de sus vacunas también se encuentran mercantilizadas y asociadas a laboratorios privados nacionales de la India, Brasil, Argentina, entre otros.

¿Puede poner más ejemplos del poder corporativo de esas empresas?

El 60% de la financiación de la Alianza para las Vacunas (GAVI) proviene de las corporaciones farmacéuticas y de donantes de países ricos que, al estar presentes en los comités de expertos, defienden los intereses de la industria. La «Coalición para las Innovaciones en la Preparación ante Epidemias» (CEPI) creada en el año 2015 por el Foro Económico de Davos con la ayuda de la Fundación Gates y el Fondo Wellcome Trust (un fondo de la corporación GlaxoSmithKline), anunció un plan de vacunación global. El Fondo de Acceso Global para Vacunas COVID-19 de la OMS llamado COVAX, junto con la GAVI y la CEPI, hace que los derechos de «patentes» de las vacunas sigan una lógica mercantil, por lo que sólo suministran vacunas en forma limitada en los países pobres, y no como «un derecho», sino como una forma geopolítica caritativa de tipo colonial donde los países compiten por separado para conseguir cuotas de dosis. No es extraño pues, que la inmensa mayoría de vacunas disponibles hayan ido a parar a los países occidentales ricos (y dentro de ellas a menudo los más privilegiados). Cabe decir también que el 80% del presupuesto de la propia OMS depende de donaciones y no de los Estados (la Fundación Gates por ejemplo paga el 90% de su programa de medicamentos), lo que muestra su grado de dependencia de los intereses de la industria y medios privados. Es fundamental democratizar la vacunación, convirtiéndola en un bien común de toda la humanidad. Y para hacer esto, habrá que generar una respuesta geopolítica que libere las patentes, creando una asociación de países del sur con soberanía para producir y distribuir vacunas para todos.

Esto quiere decir que hacer un cambio social y político, radical y profundo, sería «la vacuna» más eficaz y que es fundamental democratizar la vacunación, convirtiéndola en un bien común de toda la humanidad. Habrá que generar una respuesta geopolítica que libere las patentes, y crear una asociación de países del sur con soberanía para producir y distribuir vacunas para todos. Algunos casos que pueden ir en esta dirección son la posible distribución de vacunas fabricadas en la India (el país que más fabrica), el desarrollo de la vacuna cubana «soberana 02» para la población, turistas y otros países o que, bajo el ALBA, Cuba y Venezuela quieren crear un banco de vacunas para los países pobres. En definitiva, necesitamos una “vacuna social”.

En su último libro «La salud es política» (Icaria), profundiza en que hay que impulsar un cambio de modelo a gran escala para hacer frente a las crisis que vendrán, derivadas en buena parte del colapso ecológico. ¿Pero cómo empezar a hacer ese cambio dentro de un marco capitalista que prioriza los beneficios por encima de todo?

La pandemia es un baño de humildad que nos debería hacer comprender que somos parte de la naturaleza, y que cuando la dañamos también nos dañamos a nosotros. Somos frágiles, y somos dependientes. Ahora bien, esto no es suficiente para hacer los cambios que necesitamos ya que las inercias económicas, políticas y culturales existentes hacen que sea muy difícil cambiar. El neoliberalismo destruye la vida, pero también «infecta» nuestras mentes dificultando comprender lo que sucede. Esto significa que, si queremos cambiar, la conciencia social sobre las causas y efectos profundos de la pandemia debe aumentar. Con el fin de lograr un cambio profundo, será necesario, como casi siempre en la historia humana, hacerlo con lucha social. La emergencia climática y la crisis ecosocial y energética que padecemos -y padeceremos- serán infinitamente peores que la pandemia. Y es que la constante acumulación, crecimiento ilimitado y despojo de bienes comunes del capitalismo es nuestro peor «virus». Las reformas son cruciales, pero habrá que realizar cambios sistémicos muy profundos. O bien cambiamos radicalmente, o vamos camino de la extinción humana, o en todo caso un genocidio y ecocidio masivos.

En un mundo sometido a múltiples y casi inevitables crisis ecosociales sistémicas, hay que «cambiarlo todo», dicen las feministas. Debemos reinventar -y debemos hacerlo pronto- la organización de la producción y la reproducción social haciendo una revolución económica, política y cultural. ¿Cómo hacer este cambio? Propongo cuatro de los elementos que creo esenciales. Primero, experimentar como vivir de una manera diferente, con cooperativas de producción y consumos, nuevas formas de vida y relaciones donde la libertad de unos no dependa del sufrimiento de los demás. El gran escritor portugués José Saramago dijo: si no cambiamos de vida no cambiaremos la vida. Segundo, aumentar la conciencia de la crisis sistémica que nos rodea y que es posible vivir bien de otra manera, con menos consumo, de forma más saludable, humana y realmente sostenible. Esto significa una reeducación ciudadana política y cultural muy profunda. Tercero, crear grupos de análisis (think tanks) potentes que hagan análisis críticos y propuestas de actuación políticas más adecuadas; Y cuarto, juntarse y movilizarse continuamente con movimientos sociales a la vez descentralizados y coordinados, que conecten todas las luchas, que sean «glo-locales», capaces de crear formas colectivas para presionar y cambiar la política institucional. Hacer estos cambios nos costará mucho pero no hacerlos aún nos costará más.

(Partes de esta entrevista fueron utilizadas en el reportaje de Emma Pons “¿Por qué la covid no nos iguala? La relación entre la salud y el código postal”, publicado en catalán y castellano en el diario Público y en la revista Quinze de Público, n. 73, 19/25-03-2021. Accesible en: https://www.publico.es/public/per-covid-no-ens-iguala-relacio-salut-i-codi-postal.html; y en https://www.publico.es/sociedad/desigualdades-covid-19-covid-no-iguala-relacion-salud-codigo-postal.html?utm_source=twitter&utm_medium=social&utm_campaign=publico).

Artículo publicado originalmente en Sin Permiso.

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