El "libro negro del comunismo"... realmente
negro
Por Pablo Rieznik
Acaba de publicarse en español, el libro que, sobre el
final del 97, provocó un enorme revuelo en el continente europeo y, en
particular en Francia, el país en el cual fue originalmente editado por sus
autores. Su impacto tuvo un alcance mediático muy extenso, con notas, artículos
y entrevistas del más diverso carácter en la prensa escrita, en las radios y en
la televisión. Hasta el presidente de la República el socialista Lionel Jospin
se vio obligado a intervenir en la polémica.
La obra tiene un volumen monumental son casi 900
páginas y una pretensión acorde: se propone demostrar científicamente que el
comunismo es el responsable de los mayores crímenes de la historia de la
humanidad, levantando un tabú que habría escamoteado hasta el momento una
evidencia tan cierta y verdadera como la transparencia del agua pura. En su
apego a la investigación y a la mera difusión de los hechos, el titulado El
libro negro del comunismo (1) no vacila en cuantificar: 100.000.000 de
cadáveres serían el testimonio, en el siglo XX, de un caso excepcional, por su
"dimensión criminal, de un régimen político sin precedentes en el largo
recorrido de la civilización", dada su naturaleza específica que
"erigió (precisamente) el crimen en masa como forma de gobierno".
Estafa histórica, estafa
El fraude, sin embargo, es tan monumental como la
extensión de la obra y la verdadera operación de prensa con la cual fue lanzada
como negocio editorial y como campaña política. No hay una sola idea original
en todo el trabajo, que es una colección de artículos de varios autores,
coordinados por un renegado ex maoísta, de nombre Stèphane Courtois. La
pretensión de agregar algo nuevo en función de la consulta de archivos ahora
disponibles en Rusia es absolutamente falsa y siquiera se ocupan de indicarlo,
al margen del autobombo que, al respecto, se hace en la introducción. El libro
negro repite lo que innumerables textos, autores, folletos y libelos dijeron en
los últimos 80 años y, en particular, la saga de obras anticomunistas
elaboradas y/o financiadas por la CIA y los servicios yanquis aunque, como
señaló algún comentarista, con el nivel propio del Readers Digest de la década
del 50 (2).
A pesar de su extensión, no estamos frente a una obra
de largo aliento. Fue elaborada a las apuradas, en tres años con el propósito
de que su lanzamiento coincidiera con el 80º aniversario de la Revolución de
Octubre y con el aditamento propagandístico de reclamar un Juicio de Nüremberg
para el comunismo. Llegados a este punto, los propios autores debieron
retroceder. Cuando semejante propuesta fue alentada por el dirigente fascista
francés Jean Marie Le Pen, temieron que su propio negocio se derrumbara, hundiendo
todo el marketing del operativo montado: la defensa de la democracia ante el
totalitarismo. De todos modos, el asunto no quita un gramo a las conclusiones
fascistoides de El libro negro (sic), como tendremos oportunidad de
verificarlo.
La pretensión de constituirse en una expresión de
"historia científica" es una farsa, inclusive en términos formales.
El texto, en este sentido, escapa a las normas académicas más vulgares. La
extensión de los capítulos (están divididos por continentes y países) en los
cuales se desenvolvieron los crímenes es completamente arbitraria, carece
totalmente de unidad y, de un modo general, no se señalan las fuentes
utilizadas ni se revela o polemiza con los estudios y la extensa bibliografía
sobre el tema. El tono monocorde y la pontificación sin fundamento que recorren
toda la obra recuerdan el tono staliniano de la producción literaria de la
vieja URSS aunque, obviamente, con un ángulo distinto (ya veremos, asimismo,
otras coincidencias más significativas). No hay en, realidad, ninguna historia
sino un inventario de asesinatos sin ton ni son, en una contabilidad
completamente ridícula donde un muerto en la guerra civil, un muerto por
hambre, un muerto bajo el terror stalinista, la ejecución de un torturador, en
cualquier latitud y en cualquier época, se suman de un modo absurdo (3).
Esta misma contabilidad es un puro golpe publicitario.
Cuando el organizador de El libro negro fue interrogado sobre cómo llegaba a la
"shockeante" cifra de 100 millones de muertos por los comunistas, que
no surge de los propios textos reunidos en la obra, respondió sin sonrojarse
que se trataba de una "estimación personal". Para calificar semejante
estimación, téngase en cuenta que en ella se incluyen, por ejemplo, a las
víctimas de las guerras imperialistas, como es el caso de Corea; de modo tal
que los coreanos muertos por los marines norteamericanos son parte del
genocidio de los comunistas que serían los causantes de la guerra. En China, el
absurdo llega al paroxismo porque la mayor parte de los muertos son el
resultado de hambrunas provocada por... los comunistas. Esto cuando lo poco que
cualquier individuo sabe sobre China es que la Revolución del 49 logró una
solución sin precedentes a la escasez alimentaria que diezmó históricamente al
pueblo de este país continental. Con relación a Cuba, se habla de 15.000 a
17.000 muertos ante los pelotones de fusilamiento de Castro y Guevara; una
cifra que, al margen de cualquier otra consideración, multiplica en casi diez
veces las víctimas de los tribunales revolucionarios, encargados del juicio a
los esbirros de Batista y el imperialismo yanqui, que organizó la invasión a la
isla en 1961. En el mismo texto, luego de citar como fuente a Amnesty
International, se habla de la existencia de 12.000 a 15.000 presos políticos en
la misma Cuba a mediados de los años 80. Para esa época, los informes oficiales
de Amnesty denuncian una cifra total de 450 detenidos por "razones de
conciencia" (4).
A matar las ideas o el demócrata fascista
Toda esta grosera falsificación de los hechos, cuya
sola denuncia podría superar las páginas del propio El libro negro, tiene un
propósito de naturaleza inconfundiblemente nazófila. Porque sucede que, después
de la cuenta macabra y puestos a tratar de explicar lo que sería un desvarío
loco de la humanidad, la explicación oficial del libro para semejante
carnicería es una sola: se trata de las consecuencias de una teoría y aun de un
hombre, de la "voluntad de Lenin de poner en práctica su idea sobre la
construcción del socialismo". Este es el "auténtico motor del
terror": la "ideología leninista" (5) e inclusive "la idea
misma de la revolución" (6). Naturalmente El libro negro, en función de
esto, protesta contra "los activos grupos revolucionarios... que se
expresan con toda legalidad" (sic), buscando dejar claro que si las
"ideas" matan, lo primero que debiéramos hacer es matar a las ideas,
proscribiendo en masa a sus portadores. Un argumento de este tipo tiñó el
accionar de los Pinochet y Videla que, como se sabe, al igual que los autores
de El libro negro justificaron su acción en nombre de la democracia y de la
tradición occidental y cristiana. Uno de los prohombres de la derecha argentina
Alvaro Alsogaray acaba de justificar el secuestro y robo de niños en la
Argentina del 70 porque los militares debían evitar que las criaturas volvieran
a sus familias para "ser educados como guerrilleros".
Pero, claro, El libro negro es un libro a la mode, lo
que significa que sus planteos más reaccionarios deben disfrazarse de democráticos
y centroizquierdistas. Para justificar sus anatemas, el mentor de la obra no
vacila en apelar al anarquismo y a teóricos o representantes de la
socialdemocracia, mientras declara su repudio a la extrema derecha. En su
visión groseramente maniquea, Courtois divide el mundo entre Lenin, el
criminal, y el resto de la humanidad, partidaria de la paz y la democracia;
entre los cuales deberíamos sumar a Bakunin y a Kautsky, convenientemente
citados por el ex maoísta. Rescata por eso al "marxismo de la IIª Internacional"
y, jugando a presentarse como historiador, nos informa de sus bondades puesto
que ya "en vísperas de la Guerra del 14, (el socialismo
segundointernacionalista) se orientaba hacia soluciones pacíficas sustentadas
en la movilización de masas y en el sufragio universal" (7). Semejante
afirmación es propia, no de un historiador sino de un delincuente: la Primera
Guerra Mundial se transformó en una enorme carnicería imperialista sólo por
medio de la colaboración de... la socialdemocracia, en particular del partido
alemán que Kautsky, entre otros, encabezaba y que votó los créditos de guerra
el 4 de agosto del 14 en beneficio del Kaiser y la burguesía alemana. Los
criminales reagrupados en torno de Lenin son los que denunciaban la guerra
intercapitalista, pregonaban la paz y llamaban a los trabajadores a liquidar no
a sus hermanos de clase sino a acabar con el dominio de los explotadores.
Un pedacito de historia verdadera
Fue la incondicional oposición contra la guerra
imperialista, a favor de la paz entre los pueblos, lo que constituyó el factor
decisivo en la conquista del poder por parte de los bolcheviques. Cuando el zar
es derrocado, en febrero de 1917, los demócratas y buena parte del propio
partido bolchevique son partidarios de mantener a Rusia en el bloque
anglofrancés para seguir la guerra, por supuesto, ahora en nombre de la...
democracia. Era, apenas, una excusa de los hipócritas demócratas rusos (la
hipocresía democratizante tiene un carácter general en nuestra época): la
democracia suponía la revolución agraria y la entrega del poder a las
instituciones que expresaban la movilización de masas que liquidó al zar, es
decir, los soviets. Pero era esto precisamente a lo que se oponía el gobierno
democrático que, entre febrero y octubre, tomara la forma de kerenskismo (por
Kerensky, socialdemócrata que llegará a la jefatura del entonces gobierno
provisional). Cuando Lenin y los bolcheviques toman el poder, lo primero que
concretan es el ofrecimiento de paz, una paz sin anexiones, a los carniceros
del imperialismo germano. Ahí tenemos, pues, al Lenin... criminal.
¿Qué le importa, sin embargo, la historia al
historiador Courtois? Un año después de la publicación de su libro, nos acaba
de resumir su versión sobre el punto: "mientras que la revolución de
febrero de 1917 vio emerger estructuras democráticas y una reorganización
espontánea de las relaciones sociales en el campo, es el putsch de Lenin y los
bolecheviques el que quebró las esperanzas nacidas de esta revolución. En el
sentido literal del término, Lenin fue un putschista contrarrevolucionario que
debe ser considerado como uno de los principales responsables de la tragedia
rusa en el siglo XX, el reintroductor de una nueva forma de servilismo, tanto
de los obreros como de los campesinos" (8). Sin saberlo u, ocultándolo, el
demócrata-fascistizante retoma aquí una de las tesis de la
historiografía-ficción del stalinismo: la de la llamada teoría de la revolución
por etapas, según la cual, precisamente, la revolución de febrero de 1917 fue una
revolución democrática; cuando lo cierto es que llevó al poder a la burguesía,
incapaz de asegurar las condiciones elementales del régimen democrático. Como
en el caso de Courtois, la versión stalinista no está fundada por el apego a la
historia o idea alguna de cualquier carácter; surgió apenas como un expediente
para combatir al bolchevismo, es decir, a Trotsky y la oposición de izquierda
y, por sobre todas las cosas, para justificar la colaboración del stalinismo
con la burguesía en el caso de la revolución china (1927). Recordemos que, en
función de esto, Stalin llegó a designar al demócrata-fascistizante Chiang
Kai-shek como presidente de la Internacional Comunista stalinista.
La revolución y el diablo
Un punto alto y relevante de la estafa de El libro
negro se plantea casi de pasada cuando, en menos de un renglón, Courtois tiene
que admitir que "hasta el momento, los crímenes del comunismo sólo habían
sido denunciados (entre otros), por los disidentes trotskistas". Algo que
no le impide incluir poco después a Trotsky entre los mismos criminales; una
evidencia de la seriedad y rigor con la cual los autores pretenden hacer pasar
al mamotreto como obra de ciencia.
Este procedimiento por medio del cual se suman así
como así víctimas y victimarios, es típico de la impostura del demócrata
fingido, que juzga los hechos desde el sillón en el que escribe o desde el cual
le pagan para que escriba y desde el cual observa como un espectador lo que
sucede arriba y abajo, a izquierda y derecha como si el escriba y su sillón
fueran el centro mismo de la historia. Así han juzgado nuestros demócratas, por
ejemplo, los crímenes sin igual de los 60 y los 70 en América Latina. Un
extremista por aquí, otro por allá; un terrorista o guerrillero a la izquierda,
un represor o un torturador a la derecha; un violento arriba, un revolucionario
desbocado abajo. En el medio, siempre el sillón y su escriba, o el político
correspondiente, el que pontifica contra todos los totalitarismos, el que
rechaza los extremos definidos a su arbitrio, el que esboza teorías sobre los
"dos demonios", el que juega a colocar los soldaditos del fascismo de
un lado y los del comunismo del otro y repudia a ambos porque le afecta una
digestión tranquila y sus propios negocios o placeres con la democracia. Una
democracia que no tiene nombre, que no reviste contenido social, que carece de
historia porque es como una divinidad abstracta que la humanidad hubiera
perseguido siempre, forzada por una compulsión indefinible. Pero no es todo,
puesto que los demócratas juegan al "justo medio" en tanto su
neutralidad es apenas de papel: sin su colaboración directa o indirecta los
fascistoides y dictadores criminales no hubieran progresado como lo sabe cualquier
historiador serio, entre los cuales, debemos excluir, naturalmente, a nuestros
criticados en esta oportunidad.
El libro negro no puede ni aproximarse a la historia
real porque su función ideológica es distorsionarla en función del macartismo
barato que informa toda su configuración. Por este motivo el historiador
Courtois tiene que ocultar, por sobre todas las cosas, a un personaje clave en
la historia de este siglo y de los acontecimientos que ocupan al propio El
libro negro. Nos referimos, claro está, a León Trotsky. En contrapartida, la
culpa de todo es de un solo individuo, loco y endiablado, sediento de poder y
de sangre: Vladimir Ulianov Lenin. Nadie más. El planteo es absurdo, pero
funcional a la demonización que se empeña en promover el mamotreto con una energía
digna de mejores causas. No hay nada que en esto se conecte con la historia tal
como fue: El libro negro nos pinta el desatino del Hombre que, no se sabe ni
por qué ni cómo, es sometido por el Mal. Para que el Bien triunfe hay que
exorcizar a la humanidad, habitada por el demonio Lenin. El Papa canoniza;
Courtois organiza la inquisición purificadora contra el Diablo Lenin, el
asesino más brutal de todos los tiempos (para completar el burdel, Courtois ni
siquiera se priva de disculpar a la propia Inquisición medieval ante, una vez
más... "los crímenes del comunismo"). El Cielo y sus dioses agradecen
al Torquemada de las letras en este final de siglo.
En el ámbito más sólido de la terrenalidad, importa,
sin embargo, entender el por qué del ocultamiento deliberado del papel del
principal líder de la Revolución de Octubre, junto a Lenin. Es que esto supera
a los autores de El libro negro que tampoco en esto pueden invocar
originalidad. Siguen aquí una suerte de mandato que informa a todos los
analistas, historiadores, cientistas políticos y demás integrantes de la
diversa fauna intelectual moderna. Courtois y sus compinches tienen que impedir
que Trotsky aparezca por el simple motivo de que no hay nada en los
descubrimientos de El libro negro que ya no haya sido dicho por Trotsky; claro
que no en los términos de una afirmación fraudulenta, no en términos de
historia-ficción, caprichosa y amañada, sino en términos de historia, es decir,
de examen de las fuerzas sociales en pugna, del análisis de las contradicciones
vivas, de la lucha real de intereses y hombres de carne y hueso.
Nazismo y comunismo
Tomemos, en particular, el caso del nazismo y el
comunismo que los autores del libelo grueso que comentamos colocan como
hermanos gemelos de la criminalidad del siglo XX. Aclaremos, de entrada, que
hacemos una concesión porque, en numerosos párrafos del texto, el nazismo es
considerado como una "singularidad", mientras que el comunismo es un
"sistema mundial", y porque, en las cuentas de cadáveres a la que se dedica
El libro negro, los comunistas se cargan cuatro muertos por cada asesinado por
los nazis. Fascistas menores y no tan menores como Batista o como Franco son, a
su turno, presentados como partícipes del mundo occidental y cristiano. ¡Y El
libro negro se considera a sí mismo como fiel representante del principio y
juramento que proclama encarnar "la verdad y sólo la verdad..."!
En cualquier caso, fue Trotsky el que más de medio
siglo atrás puso en evidencia el carácter criminal del comunismo stalinista, es
decir, de la política anticomunista y antiobrera de la burocracia que expropió
en su beneficio las conquistas de la revolución. Poner en evidencia significa
que explicó y analizó las implicancias del desarrollo particular que tomó la
Revolución de Octubre, como resultado del desangre resultante de la monstruosa
guerra civil, del apoyo a la reacción contrarrevolucionaria de un batallón de
países capitalistas, del aislamiento de la revolución como consecuencia de las
derrotas del movimiento obrero en el resto del mundo, de las dificultades
planteadas por el enorme atraso del país, de la brutal fractura en el seno de
la propia clase obrera como producto de este conjunto de circunstancias, de la
naturaleza excepcional de un fenómeno inédito por el cual el capital carecía de
fuerzas para imponer directamente la restauración de un modo directo y el
proletariado de las fuerzas para imponer una gestión colectiva, de la
realimentación de este conjunto de factores y la política conservadora y
crecientemente hostil a la revolución de la misma casta gobernante, etc... Todo
esto Trotsky lo desenvolvió no como un espectador sino como un protagonista
activo de un proceso que, cualquiera sea la trinchera política o ideológica, es
considerado como uno de los signos marcantes del siglo XX. Nada de esto importa
al colectivo de estafadores que organizaron El libro negro. Cuando más lejos de
la vida y de los acontecimientos, de su concatenación, de las contradicciones
que expresan, de las fuerzas sociales que encarnan, más se facilita su tarea
de... historiadores.
Pues bien, en 1936, sesenta años antes del gris El
libro negro, Trotsky dijo que la represión stalinista contenía, por sus métodos
bárbaros, analogías semejantes a la represión hitleriana (9). Más aún: señaló
que el salvajismo de la burocracia del Kremlin podía ser aún mayor, en la misma
medida en que se trataba de una burocracia más libre, menos restringida en
relación con los hombres del nazismo, que nunca dejaron de ser los mandantes de
la gran burguesía alemana. Cuando ahora el presidente socialista de Francia se
horroriza de que en El libro negro se compare al nazismo con el stalinismo, que
al igual que los autores de la obra en cuestión llama... comunismo, demuestra
hasta qué punto la pacífica IIª Internacional es cómplice del horror staliniano
y de la deshonestidad intelectual de los autores del mamotreto. De todos modos,
Jospin salió al cruce del libro que comentamos por motivos bastante más
pedestres que los que tienen que ver con la verdad histórica porque simplemente
trataba de salvar a sus propios ministros comunistas, empeñados en enfrentar
las huelgas y el ascenso obrero del proletariado francés. Si es por la verdad
histórica, recordemos que los partidos obreros franceses, los demócratas y
fascistas galos han hecho un oficio propio del ocultamiento de las masacres del
imperialismo francés, que probablemente no tiene parangón. Es, por lo menos, lo
que se desprende de lo que dice Perrault en un reciente artículo (10) al
plantear que, si se trata de contabilizar cadáveres, las masacres de los
colonialistas franceses en Indochina, Argelia, Madagascar y otros territorios
de ultramar, con relación a la población nativa no hay estado más criminal y
genocida que la Francia democrática que los autores de El libro negro toman
como modelo de civilización.
Reacción política y capitalismo
La verdad elemental que ni El libro negro ni muchos de
sus detractores quieren plantear es que el nazismo y el stalinismo pueden ser
comparados en términos de fenómenos derivados de una misma causa: la sobrevida,
hasta la descomposición, del sistema capitalista. Los monopolios, el capital
financiero, su asociación directa con el aparato bélico más sofisticado de la
historia, la tendencia a suprimir la competencia en el campo nacional para
llevarla al paroxismo en el campo internacional, la lucha despiadada por los
mercados, el aplastamiento a sangre y fuego de las rebeliones en los países
periféricos, las intervenciones e invasiones militares en los más variados
puntos del planeta, las catástrofes económicas, los millones de niños y seres
humanos condenados a una existencia ya no infrahumana sino infra-animal, las
guerras mundiales; todo esto es el testimonio de un modo de producción que ha
llevado hasta el extremo posible el carácter social de la producción y, al
mismo tiempo, el carácter privado de la propiedad de los medios de esa misma
producción y de sus resultados, que ha desenvuelto hasta límites inimaginables
la producción planificada al interior de la gran empresa moderna mientras la
anarquía se glorifica como el método propio de regulación de la enorme
ingeniería social del mundo productivo en su conjunto. La manifestación de toda
esta putrefacción de la sociedad contemporánea ha sido, en un polo, el
genocidio nazi y, en el extremo opuesto, la brutalidad stalinista. En un caso
para afirmar y no para negar el monopolio capitalista aunque el nazismo mismo
se encubriese con veleidades sociales, en el otro para negar el gobierno de los
trabajadores y la expropiación del capital y establecer el dominio de una casta
completamente criminal.
No es la revolución socialista sino el atraso de la
revolución, la fuente de la barbarie propia del siglo XX. No por casualidad, El
libro negro, puesto a medir la "dimensión criminal" de la historia
contemporánea, no menciona el signo emblemático de las dos matanzas masivas y
planetarias de los últimos 100 años, es decir, las dos Guerras Mundiales. ¿A
quién adjudicarles sus millonarias víctimas? Hasta el manual más imbécil le
explica a nuestros escolares el drama moderno de la lucha de nuestras
democracias por los mercados y por la conquista del planeta. Un registro, sin
embargo, que no han anotado nuestros historiadores, que reivindican la
tradición "occidental y cristiana". Los muertos de la democracia
permanecen vivos en el cielo de los negros autores del oscuro libro sobre el
comunismo. De otra manera, serían aplazados en el examen de su misión
específica de contadores de cadáveres.
No hay peor ciego...
En ese ejercicio rutinizado para no decir nada que sea
novedoso, El libro negro repite la vieja vulgaridad de que los crímenes del
comunismo no han sido dimensionados ni apreciados debido a la "ceguera de
Occidente". Se trata de una mentira por partida doble.
En primer lugar, porque Occidente no sólo no fue ciego
a la Revolución sino que organizó una fenomenal expedición
contrarrevolucionaria, financiada por más de una decena de países capitalistas,
que llevó a la devastación al territorio de la recién constituida Unión
Soviética. Sin este apoyo de la burguesía mundial, la guerra civil que siguió a
la toma del poder por parte de los bolcheviques es simplemente incomprensible,
salvo, claro está, para nuestros grises historiadores de El libro negro. Por
supuesto, no se trató de un paseo ni de un torneo de esgrima entre caballeros
sino de una monstruosa matanza (¿qué otra cosa es una guerra civil?): la
revolución no sucumbió, pero fue terriblemente golpeada. Por eso, tres años
después de la toma del poder, la situación era desesperante: la población de
Moscú y Petrogrado era apenas de un tercio de la existente en octubre del 17,
restaban 80 mil proletarios de un total de 460 mil, la producción en ramas
claves de la economía era una décima parte de la que correspondía a la de los
últimos años del zarismo.
¿Saben, acaso, nuestros historiadores de qué están
hablando? Citémoslos: "Las insurrecciones campesinas (se refiere a 1919)
desempeñaron un papel determinante en la victoria sin futuro de las tropas
blancas... Sus consignas no admitían equívocos: ...fuera los bolcheviques y
judíos... libertad de empresa y de comercio... (y) derivaron en decenas de
progroms contra las comunidades judías... asesinando a todos los representantes
del poder soviético..." (11). ¿Qué debían hacer los revolucionarios ante
esta situación? ¿Entregar el poder pacíficamente, para ahorrarse el trago
amargo de la guerra civil impuesta por la feroz resistencia de los propietarios
expropiados en un territorio continental, apoyados en todos los recursos del
bandidismo capitalista occidental y democrático? ¿O pretenden una guerra civil
basada en las reglas de la moral y las buenas costumbres? Ninguna pregunta que
importe será respondida por los cuentacadáveres.
El libro es tan deshonesto que es hasta deshonesto
consigo mismo: "la violencia no había esperado para desencadenarse a la
llegada de los bolcheviques al poder... En el verano de 1917, la violencia era
omnipresente... una violencia urbana reactivada por la brutalidad de las
relaciones capitalistas en el seno del mundo industrial; una violencia
campesina tradicional y la violencia moderna de la Primera Guerra Mundial,
portadora de una extraordinaria regresión y una enorme brutalización de las
relaciones humanas... una combinación explosiva... (12) ¿Entonces? El autor de
esta cita (Nicolás Werth) es quien redacta el artículo más voluminoso y
documentado de El libro negro que acabó casi a las trompadas con su editor, en
medio de los debates suscitados por la obra. Pero su propio trabajo reitera
todas las afirmaciones sobre los crímenes del comunismo, no explica nada sobre
las características posteriores de la guerra civil, atribuye los
"asesinatos en masa" a la naturaleza sanguinaria de... Lenin e
identifica a Stalin con la continuidad del bolchevismo del 17. Nada nuevo bajo
el sol.
Por otra parte, en segundo lugar, hablar de la ceguera
de Occidente es un enorme encubrimiento de lo que fue la colaboración de la
burguesía mundial y el comunismo; así entre comillas, es decir, el anticomunismo
de la burocracia stalinista. Lo cierto es que Occidente vio muy bien la
naturaleza contrarrevolucionaria del stalinismo y se apoyó sistemáticamente en
la colaboración con la burocracia del Kremlin para aplastar las tendencias
revolucionarias urbi et orbe. Se trata de algo tan banal que apenas nos
referiremos solamente al caso paradigmático de la historia contemporánea.
Cualquier manual de historia tiene, por ejemplo, la foto de Churchill,
Roosevelt y Stalin, cuando en 1945 acordaron la división del mundo, la masacre
del pueblo alemán para que no diera cuenta del nazismo, el lanzamiento de la
bomba atómica sobre el Japón derrotado, el desarme de las guerrillas europeas,
la reconstrucción de los Estados capitalistas en Europa, la conformación de un
aparato clerical mafioso en Italia, el aplastamiento de cualquier rebeldía en
sus respectivos cotos de caza, la colaboración contrarrevolucionaria con las
oligarquías de los países periféricos contra los movimientos nacionalistas
(recordemos la entente del PC argentino y la embajada norteamericana contra el
peronismo en 1945), etc... Sobre todo esto y los respectivos cadáveres de esta
colaboración entre el stalinismo y la democracia occidental, ni una palabra en
El libro negro consagrado al "drama criminal" del siglo XX. Como se
ve, cuando se trata de omitir y engañar, nuestros historiadores no se andan con
pequeñeces.
Una empresa frustrada
Los negociantes de El libro negro no tuvieron
demasiada suerte en un aspecto nada despreciable. La obra fue concebida en el
apogeo de la propaganda derivada de la desaparición de la ex URSS y en plena
euforia capitalista. A mediados de los 90 proliferaban las teorías sobre el
destino irreversible y final de la humanidad, eternizado en los moldes propios
de la sociedad burguesa. La historia había llegado, entonces, a su estación
terminal. Los economistas y sociólogos del capital celebraban la expansión de
la economía mundial y pronosticaban, inclusive, el desarrollo cíclico y las
crisis como una rémora del viejo capitalismo. Los tigres asiáticos se
presentaban como la evidencia misma de la posibilidad de los países atrasados
de alcanzar un desenvolvimiento moderno. Brasil, el país continente
latinoamericano en nuestras latitudes, se plegaba a la globalización bajo la dirección
de un intelectual progresista y estudioso ni más ni menos que de El Capital de
Marx. Como en aquellas calles estrechas que abandonan la doble mano para
transformarse en rutas de una sola dirección, la humanidad avanzaría por un
sendero definitivo y ya trazado. Se había acabado, en consecuencia, con la era
de los grandes cambios, la utopía de las transformaciones violentas y súbitas y
hasta con las grandes catástrofes del siglo. La vida se tornaría más cómoda y
aburrida. No más alternativas.
La ocasión parecía bienvenida para una suerte de
ajuste final. Celebrar, con el 80º aniversario de la Revolución de Octubre, el
entierro definitivo del horror que no habíamos querido mirar. Más que la
fanfarria de combate, los autores de El libro negro nos acercaban la música de
un funeral y celebraban la vida, para siempre, del Occidente victorioso.
Sin embargo, el mamotreto tuvo la desdicha de aparecer
cuando el castillo de naipes comenzaba a derrumbarse. La crisis, dada por
muerta, surgió con una virulencia inusitada allí donde se dijo que el
capitalismo presentaba sus mejores frutos. En Indonesia un viejo dictador caía
bajo el telón de fondo de una insurrección popular. En Rusia colapsaba de un
modo virulento el cuento del mercado para revelarse como una empresa
depredadora al mejor estilo de cualquier debut del capitalismo, es decir,
"chorreando sangre y lodo" por los cuatro costados; de un capitalismo
que ahora se presenta no como un bebé robusto, con perspectiva vital, sino más
bien como un individuo senil con su existencia agotada. En el sufrido pueblo
ruso se difundía la historia conocida ahora como una suerte de chiste trágico:
los comunistas mintieron siempre respecto de la naturaleza del propio
comunismo... pero sobre el capitalismo nos habían dicho la verdad. En la propia
tierra de El libro negro el movimiento obrero comenzó a levantar cabeza en la
misma medida en que los historiadores pretendían acabar con su propia historia:
la huelga de los camioneros abrió, sobre el final del 95, una nueva etapa de la
situación política francesa.
En estas condiciones, la fiesta de El libro negro
quedó relativamente aguada, como aquellas bebidas convenientemente adulteradas.
Su finalidad más sutil, atacar al movimiento obrero, su tendencia instintiva a
la revolución, su lugar irreemplazable en la labor de poner en pie un nuevo
orden social, quedó opacada por los nuevos acontecimientos. Esta finalidad de
El libro negro se expresó por sobre todas las cosas en el esfuerzo por poner un
signo igual entre el marxismo revolucionario y sus enterradores
contrarrevolucionarios, entre Lenin, Trotsky y Stalin, entre la lucha contra el
capital y la colaboración con los explotadores. La cosmética científica de la
parte más elaborada del mamotreto, vinculada a la revelación de los datos
ocultos que aparecieron con la apertura de los archivos de la ex URSS estaba al
servicio de tal empresa fundamental: probar que el comunismo siempre mató; que
Lenin, al frente de la guerra civil contra la contrarrevolución mató, que
Stalin como agente de esa misma contrarrevolución mató, que Trotsky mató y
luego lo mataron como consecuencia de que él mismo mató. Los cadáveres inundan
la historia del comunismo y nada más hay que decir: queda la versión más penosa
de la moderna historia cuantitativa, numerar a los muertos. No por casualidad
el libro comienza con una frase que define a la historia como "la ciencia
de la desgracia de los hombres" (13). Expurgar la desgracia en el altar de
la democracia, con la colaboración de estos investigadores era la función que
se autoimpusieron nuestros autores, en el 80º aniversario del 17.
Democracia y revolución
Mucho antes que los escribas de El libro negro, fue un
auténtico comunista el que habló no de la desgracia sino de la
"prehistoria" del hombre, para resumir la explotación secular de la
humanidad, en las sociedades divididas entre explotadores y explotados. Fueron
los comunistas los que pusieron de relieve la lógica implacable de la
civilización que conducía a una sociedad humana a través de la inhumanidad.
Hace un siglo y medio, Marx y Engels nos mostraron, entonces, cómo, bajo el
extremo de vidas masacradas, territorios arrasados y guerras monstruosas, el
capitalismo ponía en pie la base material la única posible para terminar con la
lucha por la vida, para sustituir el penoso trabajo directo por la herramienta
y la máquina que sustituye la labor del propio hombre; mostraron cómo el
capitalismo creaba el mercado mundial y las escalas de producción susceptibles
de hacer del hombre y su entorno una potencia, humana y natural, universal,
planetaria. Fueron los comunistas los que comprendieron que el pasaje de la
prehistoria a la historia no tendría otra forma que la revolución, puesto que
se trataba de liquidar el viejo orden, es decir, los intereses y las clases
dominantes que los encarnaban. Una enseñanza, por otra parte, heredada del
pasado, bárbara y también bestial, pero inevitable. Nadie ha descubierto hasta
ahora otro remedio mejor para acabar con la miserable subsistencia de un
sistema que sólo puede sobrevivir a costa de la victimización creciente del
hombre.
Nadie va a una revolución porque quiere o porque lo
desea. Ya se sabe, y esto no lo inventaron los comunistas, se trata del momento
culminante de una sociedad, cuando una parte de la misma trata de imponer a la
otra la razón de su historia o la razón de su barbarie. Es una lucha. Daniel
Bensaid, dirigente del Secretariado Unificado de la IVª Internacional,
reacciona defensivamente ante los demócratas fascistoides: quiere salvar la
revolución y la democracia burguesa; todo al mismo tiempo y se pone a dar
recetas: "la defensa del pluralismo político no es una cuestión de
circunstancias sino una condición esencial de la democracia socialista"
(14). Pero la revolución misma es la abolición del pluralismo en el sentido
corriente y normal (es decir, burgués, del término) y también es una condición
de la democracia socialista. La dictadura del proletariado es sinónimo de
revolución, en el sentido de que, en la instancia decisiva de la lucha por el
poder, no son las leyes y los códigos sino la fuerza de los contendientes lo
que, precisamente, decide. Esto no puede ser resuelto por fórmulas
convencionales donde se combinan en forma armónica dosis convenientes de
pluralismo, autoritarismo y algo de dulzona moral genérica. Peor es cuando
Bensaid trata de aplicar su fórmula y cita el caso de Nicaragua, omitiendo que
el pluralismo de la dirección sandinista acabó por hundir la revolución y
devolvió el poder a la reacción y a los empresarios y amigo de la... contrarrevolución.
Flaco favor le prestamos al desenmascaramiento de los demócratas fascistoides
con semejantes respuestas.
Bolchevismo, es decir, comunismo y stalinismo
La identificación entre stalinismo y comunismo o
bolchevismo es naturalmente una vulgar reiteración de la política criminal
del... stalinismo. Aun más, es un hecho que el stalinismo surgió en el seno
mismo del viejo partido bolchevique. Sobre esto no hacía falta esperar a El
libro negro hace décadas que se procura buscar en el bolchevismo el secreto
último de su posterior degeneración. La conclusión normal es una vulgaridad:
"un Partido revolucionario es malo cuando no lleva en sí mismo garantías
contra su degeneración". "Enfocado con un criterio semejante,
comunismo y bolchevismo están condenados: no poseen ningún talismán. Pero ese
mismo criterio es falso. El pensamiento científico exige un análisis concreto:
¿cómo y por qué el partido se ha descompuesto? Hasta el momento nadie ha hecho
este análisis fuera de los bolcheviques. No por eso han tenido necesidad de
romper con el bolchevismo. Por el contrario es en el arsenal del propio
bolchevismo donde han encontrado todo lo necesario para explicar su destino. La
conclusión a la cual llegamos es la siguiente: evidentemente el stalinismo ha
surgido del bolchevismo, pero no surgió de una manera lógica sino dialéctica;
no como su afirmación revolucionaria sino como su negación thermidoriana. Que
no es una misma cosa. Buscar el origen del stalinismo en el bolchevismo o en el
marxismo es exactamente la misma cosa, en un sentido más general, que querer
buscar el origen de la contrarrevolución en la revolución". Fue escrito
hace 60 años. Por León Trotsky.
Notas:
1. Stèphane Courtois y otros, El libro negro del
comunismo crímenes, terror y represión, Editorial Planeta-Espasa, España, 1998.
2. Mario Maestri, Livro Negro: Um titanic contra o
comunismo, Paper, Porto Alegre, Brasil, febrero de 1998.
3. Idem.
4. Ver comentarios de diversos autores en Le Monde
Diplomatique, diciembre de 1997.
5. Stèphane Courtois, op. cit., pág. 825.
6. Idem, pág. 37.
7. Idem, pág. 827.
8. Stèphane Courtois, "Comprendre la tragédie
communiste", en Le Monde Diplomatique, noviembre de 1998.
9. Pablo Rieznik, "Genocidio y Trabajo esclavo en
la URSS", en En Defensa del Marxismo, Nº 13, julio de 1996.
10. Giles Perrault, en Le Monde Diplomatique,
noviembre de 1997.
11. Stèphane Courtois, op. cit., págs. 116, 117 y 130.
12. Idem, págs. 75 y 76.
13. Idem, pág. 13.
14. Daniel Bensaid, Communisme et stalinisme, une réponse au Livre Noir...
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