De los errores de Podemos a la propuesta federal
Rebelión
El Viejo Topo
12.07.2019
Las elecciones generales y autonómicas de 2019 han puesto fin al ciclo de regeneración política impulsado por las Mesas de Convergencia (2010) y por el Movimiento 15-M (2011), y que capitalizó electoralmente Podemos un año después. Como sucedió en el período de decadencia de Izquierda Unida, la organización no está siendo capaz de abordar una discusión en profundidad sobre las causas de su rápido declive. Pero la capacidad que desplegó en sus mejores años de sumar más del 20% del electorado en toda España, y de convertirse en la primera fuerza en Cataluña y el País Vasco, dos territorios plurales que contienen la clave para la solución del problema identitario en el conjunto del país, ha sido demasiado importante como para banalizar este experimento político o conformarse con explicaciones personalistas y anecdóticas ¿Qué ha sucedido con Podemos?
Comunicación y realidad
Podemos
ha sido un experimento exitoso de comunicación política basado en el
uso de un lenguaje nuevo y de una nueva simbología. Ambas cosas son
decisivas en política, pero no sustituyen la necesidad de reconocer o
identificar la realidad social, sea la que fuere, como el material
primario de todo proyecto de transformación. Por mucho que los
argumentos comunicativos sea fundamentales para transformarla, se trata
de un medio y nunca un objetivo en si mismo. Confundir medios y
objetivos genera contradicciones entre lo que se dice y propone, y lo
que realmente sucede en la sociedad, contradicciones que acaban
erosionando el apoyo social con el resultado de un debilitamiento de la
efectividad de las propias estrategias comunicativas y una vuelta al
punto de partida. Este intercambio entre mensaje y realidad es valorado
positivamente por el pensamiento postmoderno y se ha exacerbado con la
aparición de las fake news y las nuevas formas de comunicación
digital, aunque ya estaba muy presente en el período de entreguerras.
El término “populismo” utilizado por los dirigentes de Podemos refleja
el intento de jugar con el desdoblamiento entre realidad y
comunicación. Sin embargo, sólo admite una lectura progresista en el
contexto de la realidad latinoamericana y cuando se utiliza en Europa,
como lo ha hecho Podemos, se convierte en presa fácil de los enemigos
del cambio.
Pero no sólo hay que identificar o reconocer la
realidad social e institucional, sea la que sea, como base de todo
proyecto político, sino que, además, hay que aspirar a conocer
dicha realidad lo mejor posible para poder transformarla realmente.
Conocerla significa tener una idea mínimamente realista de los grupos y
de las clases sociales que conforman una sociedad como la española, de
sus dinámicas de cambio, de las dimensiones y las limitaciones de la
estructura económica del país en el entorno internacional real -que no
en el deseado-, de la extracción social y la evolución normativa del
electorado, como mínimo del electorado propio con el fin de no perder
el contacto con él. Los que toman las decisiones en Podemos acertaron
en la comunicación política, pero no se han preocupado lo
suficientemente ni de reconocer, ni tampoco de conocer la realidad
española que aspiraban a transformar.
Extrapolación de realidades diferentes
El
segundo de los errores de Podemos tiene que ver con el primero. Fue
pensar que la sociedad española y su sistema político, que se
encontraban en una situación de grave crisis de legitimidad hacia el
año 2010, así como el propio Estado español contemporáneo, son
comparables a los de América Latina. España es un país de la periferia
sur de Europa, no forma parte del núcleo fundacional de la Unión
Europea y su margen de maniobra para dar respuesta a la crisis
financiera de 2008 era más bien pequeño como también lo fue y lo sigue
siendo para Portugal o para Grecia. La crisis de 2008 produjo un
desplome de su clase media, y la proliferación de la corrupción y el
turnismo político colocó a sus sistema político e institucional en una
crisis sin precedentes. Sin embargo, pensar que este último, su clase
media, su sistema de partidos y su propia realidad estatal son
comprables en su precariedad a los de los países latinoamericanos, está
fuera de lugar. La sustitución del izquierda-derecha por la idea del
“arriba-abajo”, de “la gente”, del “99%” o del “populismo de
izquierdas” puede que sea una buena estrategia comunicativa, pero no
permite describir de forma lo suficientemente precisa la sociedad real
como para poder captar sus matices, sus cambios y las contradicciones
que hay que identificar para consolidar las posiciones políticas
conquistadas electoralmente y ampliarlas. Pensar que el cambio en una
sociedad moderna como la española va a venir por medio de una suerte de
desbordamiento del sistema político por parte de la ciudadanía o de
la “gente” en un movimiento más bien espontáneo e “imparable” dirigido
por los hijos sobrecualificados de unas clases medias urbanas
desclasadas conectadas con los sectores populares, como sucedió en
algunos países latinoamericanos, no se corresponde con la realidad, aún
cuando existieran aspectos comunes entre ambas sociedades. Si tenemos
en cuenta que dichos experimentos ni siquiera han podido consolidarse
en aquellos países una vez que cambio la dinámica económica
internacional, resulta aún más dudoso el realismo de esta clase de
estrategias importadas. Para una sociedad compleja y relativamente
estructurada como la nuestra, la guerra de posiciones de Gramsci es una
hoja de ruta mucho más realista aún cuando, quizás, sea más aburrida,
es decir la acumulación de hegemonías en un proceso más bien largo y
complejo basado en el conocimiento particularizado del cambiante tejido
social, económico e institucional que se pretende transformar. Para
ilustrarlo no se me ocurre ningún ejemplo mejor que el proyecto
desplegado por Jordi Puyol para construir, a la vista de todos, una
nación moderna en Cataluña con el objetivo final de crear un estado
independiente pilotados por las fuerzas conservadoras catalanas. El
contenido aritmético-electoral de la idea del “sorpasso”, una técnica
comunicativa que no le ha reportado ventajas a nadie que la ha
utilizado, simplemente no encaja en el tipo de estrategia que requiere
la transformación de una sociedad como la española.
Crítica fallida de la Constitución del 78
El
tercer error, si se quiere estratégico de Podemos, se deriva de su
posicionamiento en relación con la Constitución de 1978. Dicha
Constitución es el resultado de una situación de correlación de
fuerzas, tanto dentro como también fuera de España, mucho más favorable
para la izquierda que la presente. Esto significa que un nuevo proceso
constitucional generaría hoy una carta magna considerablemente más
regresiva que la actual que, desde luego, es infinitamente más avanzada
que el bodrio elaborado para fundar la llamada “República Catalana”.
La lista del articulado progresista es mucho más larga de lo que
Podemos ha venido sugiriendo a lo largo de estos últimos años, un error
del que sólo se dio cuenta cuando hace relativamente poco y cuando ya
era demasiado tarde. La Constitución del 78 establece, por ejemplo, el
derecho a la educación destinado al desarrollo de la personalidad
humana en el respeto a los principios democráticos de convivencia
(§27); el derecho al trabajo (§35); la obligación de sostener los
gastos públicos mediante un sistema tributario justo (§31); que los
derechos a la propiedad privada y a la herencia estén delimitados por
su función social (§33); que los poderes públicos promuevan políticas
orientadas al pleno empleo (§40); que los gobiernos mantengan un
régimen público de Seguridad Social para todos los ciudadanos (§41);
establece el derecho al disfrute de un medioambiente adecuado y el uso
racional de los recursos naturales (§38); la protección del patrimonio,
histórico, cultural y artístico de los pueblos de España (§46); el
derecho de todos los españoles a disfrutar de una vivienda digna y
adecuada (§47) o el disfrute de una pensión de jubilación
económicamente suficiente (§50). Además, estipula que toda la riqueza
del país está subordinada al interés general y permite intervenir
empresas cuando así lo exige este último (§128) y obliga a los poderes
públicos a promover eficazmente las diversas formas de participación
en la empresa (§ 129). También le confiere al Estado la posibilidad de
planificar la actividad económica general para atender a las
necesidades colectivas (§131), obliga a regular el régimen jurídico de
los bienes de dominio público y los bienes comunales que incluyen las
costas y los recursos naturales (§132) y obliga también a la
realización efectiva del principio de solidaridad entre las diferentes
partes del territorio prohibiendo que en las Comunidades Autónomas se
creen privilegios sociales y económicos (§138). Por fin, decreta que
las haciendas locales tienen que disponer de medios suficientes para el
desempeño de sus funciones (§142), y que la autonomía financiera de
las Comunidades Autónomas tiene que ser con arreglo al principio de
solidaridad entre todos los españoles (§156). La crítica que se le
puede y se le debe hacer al orden constitucional del 78 es similar a la
que hacen los franceses, los alemanes o los italianos a sus
respectivas constituciones, es decir, el incumplimiento de muchos de
sus postulados, debido a las políticas económicas aplicadas: la
reforma express del §135 apunta en esa dirección.. A esto se suma la
justificada crítica al desarrollo del Título VIII, que sin duda debe
ser reformado pues ha creado un orden institucional que dificulta el
cumplimiento de algunos artículos como el 138 o el 156. A parte de
este, el verdadero “problema” de la Constitución de 1978 radica en la
tensión, presente en todas las constituciones de los países
capitalistas desarrollados y no sólo la española, entre el código
civil, que regula la propiedad privada, y los derechos constitucionales
de los que disfrutan todos los ciudadanos sea cual sea la propiedad de
la que dispongan.
Cuando Podemos y sus grupos afines
empezaron a hablar de la “crisis del régimen del 78” pensando que
abrían una línea de ruptura política favorable a la izquierda,
desarrollaron una crítica ambigua a la Constitución tratándola, sin
decirlo directamente, como el producto de una involución política,
convirtiéndola en una suerte de iniciativa del gobierno de Arias
Navarro para evitar la ruptura con el Régimen de Franco. Es verdad: la
Transición fue un compromiso con el pasado franquista, pero esto no
altera el contenido fuertemente progresista de la parte central de su
articulado, sobre todo para los tiempos que corren. La ambigüedad a la
hora de abordar la crítica de la Constitución no es casual: resulta de
una visión poco nítida de lo que representa el estado moderno y de su
casi identificación con el del siglo XIX y con el de la primera mitad
del siglo XX. Esta lectura ahistórica del capitalismo y de la
modernidad en general, empujó a Podemos a posiciones
ultraizquierdistas, a un anticapitalismo junior de chavales de
instituto que le llevó a la pérdida de confianza de muchos de los que
le habían dado su voto en 2016. Pero las cosas vinieron aún peor, pues
esta forma confusa y, en última instancia equivocada de responder a la
reforma express del 135, reforzó los argumentos de los independentistas
que, por razones distintas, también pasaron a la ofensiva en su
crítica de la Constitución. Con esto pasamos al cuarto y definitivo
error que podría arrojar a Podemos a la insignificancia política
siguiendo los pasos de Izquierda Unida, si se muestra incapaz de dar un
giro de 180 grados: el problema nacional.
Problema nacional y síndrome de estocolmo
Todos
los errores enumerados culminan en la particular apuesta territorial e
identitaria de Podemos, que -como era de prever- lleva el camino de
convertirse en su Waterloo. Oriol Junqueras ha alcanzado su objetivo
tras el surgimiento del 15-M: impedir la conformación de un movimiento
simultáneo y sincronizado en toda España en favor de la regeneración
del país y contra las políticas de austeridad a través de la
aceleración de la agenda independentista. Podemos se lo ha puesto fácil
a Oriol porque la izquierda española sufre desde hace décadas un serio
síndrome de estocolmo: ha sido secuestrada por el discurso
nacionalista mientras alaba a sus secuestradores e incluso piensa que
puede utilizarlos para sus propios fines. Para poder jugar este astuto
juego necesita congraciarse con estos últimos admitiendo la existencia
de similitudes esenciales entre los procesos de descolonización de
territorios pobres y subordinados a las potencias occidentales después
de la segunda guerra mundial, y la situación que viven las prósperas
regiones de Cataluña y el País Vasco en la actualidad. La lectura
ahistórica del mundo está muy incrustada en la cultura de la izquierda
española, como ya hemos visto, de forma que no le resulta tan difícil
apoyar este disparate. Además, la banalización de la realidad
histórico-objetiva frente al discurso comunicativo permite restarle
trascedencia a esta clase de confusiones, pues siempre se puede
argumentar que simplemente se trata de una técnica comunicativa más
destinada a ganar votos tanto entre
nacionalistas/indepes/confederalistas como entre federalistas
convencidos.
Pero esta concesión ideológica incluye el pago
de un elevado tributo político pues conduce al argumento, de que el
problema nacional en España es, en realidad, un “problema político de
falta de democracia”. Aceptar esto último parece enlazar con la crítica
ambigua del “régimen del 78” pero lo que hace en realidad es
inyectarle un dosis definitiva de legitimidad a los indepes, que es lo
que necesitan para internacionalizar el conflicto cubriendo de basura
la Constitución del 78, a pesar de que ha sido ella la que les ha
permitido llegar a las puertas de la independencias tal y como
pretendía Jordi Pujol. La expresión más acabada de este secuestro es el
apoyo de las izquierdas al derecho del “derecho de los pueblos a la
autodeterminación” sin entrar en detalles sobre la naturaleza de dichos
“pueblos”, sin pensar en la posibilidad de que dicho derecho se libre a
costa del “derecho” de otros “pueblos” y de miles y miles de
ciudadanos expulsados previamente del “pueblo” principal, sin tener en
cuenta que son los territorios ricos los que claman el derecho a no ser
solidarios de forma similar a como los evasores fiscales reclaman su
“derecho” a no pagar tantos impuestos. Nadie parece haberse parado un
segundo en Podemos a pensar en las consecuencias que puede acarrear la
dinámica territorial-autodeterminista para cualquier discurso
progresista-solidario, para las clases subalternas catalanas y vascas,
para los territorios más pobres de España, para el proyecto de
integración europea y para el ambiente político que inevitablemente
crearía durante dos o tres generaciones el que España se convirtiera en
otro estado fallido. Nadie parece querer arrostrar las incalculables
consecuencias de la destrucción de una unidad estatal en la era
neoliberal, a pesar de los precedentes de los Balcanes, de Irak, de
Siria o de Libia ¿La avestruz que mete la cabeza en la arena?
Si
se admiten estos argumentos de los secuestradores, también hay
admitir que la lucha social y la lucha nacional van de la mano en
España de la misma forma que lo fueron en Cuba y otros territorios
similares. Consecuencia: hay que apoyar a los independes en su noble
lucha de emancipación nacional pues se trata también de una
lucha de emancipación social, entre otras razones porque -y aquí el
truco pretendidamente astuto de los secuestrados enamorados de sus
secuestradores- dicha lucha mejorará las posiciones estratégicas de la
izquierda en el conjunto de España. Todavía en junio de 2019 algunos
dirigentes de Unidas-Podemos declaraban “hay que incorporar a Esquerra
Republicana a una política progresista de Estado” sin ver (¿aún?) lo
más evidente para todos menos para ellos: que el objetivo de Esquerra
es romper dicho Estado por todos los medios a su alcance, y utilizando
para ello a la izquierda secuestrada, aunque dándole caramelos
republicanos para que se quede quieta. Unidas-Podemos piensa que puede
utilizar a sus secuestradores sin darse cuenta de que son ellos los que
tienen el control de la situación, los que están utilizándoles a
ellos. La ambigüedad del concepto “pueblo”, que sirve tanto para
fundamental un demos democrático -”todos somos iguales”- como para
fundamental un ethnos excluyente -”el pueblo somos nosotros frente a
ellos”- facilita laa inversión de los roles impidiendo a los
secuestrados se percaten de la movida. Pero para cientos de miles de
catalanes que le dieron su voto a En Comú-Podem y que no cuentan en el
proyecto de demos-ethnos de los indepes, no hay sitio para la
ambigüedad. Se percatan muy bien de la movida hasta el punto de que
muchos prefirieron dar su apoyo a Ciudadanos a cambio de una pizca de
claridad en este punto, una claridad que ni siquiera les daba el PSC de
Iceta pero que, para ellos, resulta existencial.
Seamos
justos: la alianza sentimental con los nacionalistas que engrasa el
secuestro de la izquierda viene de lejos y afecta, incluso, a no pocos
votantes socialistas que intentan demostrar su progresismo apoyándola
con más o menos entusiasmo. Errores y equívocos como este no tienen
consecuencias políticas cuando sus protagonistas reúnen menos del 10%
de los votos, pero se convierten en sistémicos cuando los apoyos
superan el 20% o cuando se pone en marcha una dinámica tan seria como
la del procés, y que obligó a muchos miles a despertar de su
ingenuidad. Con un 20% de votos un error así deja de ser un desliz
discursivo para convertirse en un elefante en una cacharrería, un
elefante con capacidad de contaminar completamente otros análisis como
el de la aparición organizada de la ultraderecha en España. Algunos
dirigentes de Unidas-Podemos aún decían hace bien poco que “el problema
de la ultraderecha en Europa es mucho más grave que el del
independentismo en España” sin caer en la cuenta de que el auge de Vox
es, en gran parte, el resultado lógico y previsible de la exacerbación
del problema nacional que Podemos no ha sabido ni querido frenar. Dicha
aparición es una prueba más, de que la dinámica nacional no lleva
al avance en temas de justicia social, sino a una dinámica bipolar que
empuja en un sentido justamente contrario. Mientas los dirigentes de
Podemos desplegaba esta clase de discursos irreales, sus antiguos
votantes lo abandonaron en masa en 2019 como ya lo habían hecho algunos
años antes en los bastiones populares del País Vasco y Cataluña.
Hacia la construcción de un nuevo demos
¿Qué
hacer? La agenda nacional, cuando se impone en los territorios ricos
no arrastrará nunca una agenda de solidaridad y emancipación social
tras de sí, y menos aún en un momento hipercompetitivo y neoliberal
como el actual. El problema del estado se presenta hoy en un contexto
completamente distinto al de antes de la segunda guerra mundial pues
hoy se trata del único espacio institucional con capacidad de hacer
frente a los grandes retos sociales, ambientales y políticos a los que
se ven abocados sus ciudadanos, incluidas las generaciones venideras.
La integración europea permite, ya hoy, abordar -al menos teóricamente-
problemas conjuntos como es la presión de los mercados financieros o
las políticas medioambientales, pero hay muchos otros en los que sólo
va a poder complementar a los estados antes que sustituirlos: el auge
del nacionalismo también sintomatiza, paradójicamente, esta realidad.
El que la agenda nacional le haya sido impuesta a las fuerzas
progresistas, no justifica que estas escondan la cabeza bajo tierra
negándose a afrontar el reto que les impone las circunstancias. En el
mundo de la política, los actores no eligen los problemas y las
situaciones a los que tienen que hacer frente, y si los nacionalistas
han conseguido imponer su agenda tras cuatro décadas de andadura
democrática, no sirve de nada decir que “las identidades no importan” o
que “las naciones ya no cuentan” sino que hay que recoger el guante,
tomar nota del escenario fáctico y tratar de responder con una
contra-agenda con capacidad de hacerse hegemónica. Aunque el procés también
ha tenido efectos positivos. En primer lugar ha obligado a
desbanalizar, por fin, el problema nacional y el llamado “derecho a la
autodeterminación” pues los hechos han desvelado un precipicio al que
muchos, desconocedores de Cataluña, le atribuían una naturaleza
metafísica. En segundo lugar ha puesto en la agenda política la
necesidad de abordar la tarea, pospuesta en 1978 por razones que ahora
no vienen al caso, de crear y afinar los pilares identitarios comunes
del demos constitucional. En tercer lugar ha obligado a todos a
posicionarse frente a la pregunta de si merece la pena o no apostar por
mantener un país unido y solidario, y a explicar las razones de su
decisión.
La tarea que ahora toca abordar crea un problema
para la izquierda que, en parte, explica su intento de esquivarlo
durante tantas décadas: en sociedades capitalistas desarrolladas la
construcción de un demos exige de un consenso político amplio que va
desde la izquierda hasta sectores relevantes de los espacios liberales y
conservadores, un consenso que podría erosionar, aparentemente, la
agenda progresista. Es verdad que podría ser así, pues la agenda
nacional tiende a secuestrar la agenda social como hemos visto. Con una
excepción: cuando la construcción de un nuevo demos a partir de otros
ya existentes incluye la creación de un espacio de solidaridad en
sustitución de otro de competitividad como es el caso que nos ocupa. El
problema territorial contemporáneo no surge en España en los
territorios pobres que se ven desahuciados en sus recursos y su lengua
por los territorios ricos, sino justamente al revés: se trata de
territorios, y más concretamente de las clases medias de dichos
territorios, que sufren una sensación de inseguridad y depauperación
tras la crisis de 2008, y que pretenden abordar la situación reduciendo
la fraternidad/solidaridad a los “suyos” siguiendo un patrón muy
similar al de los partidos de la ultraderecha europea que defienden el
estado del bienestar, pero sólo para los que ellos consideran los
“nuestros” en función de criterios étnico-lingüísticos. La razón, por
la que el Partido Popular prácticamente ha desaparecido electoralmente
de Cataluña y del País Vasco, tiene una explicación identitaria pues
el objetivo del demos construido en estos territorios bajo el paraguas
del Estado de las autonomías era justamente sustituir una identidad por
otra. Pero también tiene mucho que ver con su ultraliberalismo
económico del PP -exacerbado aún más en el partido Vox-, un
ultraliberalismo que resulta, de facto, incompatible con la
construcción de cualquier comunidad política que aspire a no quedar
anclada en ideas metafísicas como las que proliferaron tras la pérdida
de Cuba en toda España, Cataluña y el País Vasco incluidos. Dicho
ultraliberalismo se ajusta a los esquemas identitarios excluyente que
hoy proliferan tanto al norte como también al sur del Ebro y que
alimentan un orden competitivo como el que una parte de las élites
occidentales quieren imponerle al todo el mundo. Si los sectores
foralistas del Partido Popular pretenden recuperar terreno electoral
para hacer frente a su caída, es porque el foralismo trabaja con una
cierta noción de solidaridad aún cuando esta guarde fuertes conexiones
con el ethnos y se asemeje a la de los nacionalistas. Algo parecido
sucede con los liberales, que si bien apoyan sin fisuras las patas
“libertad” e “igualdad” del demos republicano, se abstienen de incluir
la tercera de ellas de forma consecuente -la de la “fraternidad”- con
lo cual incurren en un republicanismo arcaico más propio de las
seudodemocracias liberales del siglo XIX, que de las democracias
sociales creadas tras la segunda guerra mundial, en España, treinta
años después. Si los partidos liberales quieren influir en el debate
territorial -y en España resultan tanto ellos como los conservadores
esenciales para generar los amplios consensos que requiere la
construcción de un nuevo demos- tienen que socialdemocratizarse,
abrazar la causa de aquellos sectores dentro de al extinta UPYD y de
los primeros años de Ciudadanos, que fueron desplazados por los
sectores radicalmente liberales. Parece difícil que puedan hacerlo si
no apuestan por sustituir a los radicales Hayek y a Friedman, por
liberales humanistas tales como John Rawls o Keynes. Hoy por hoy la
deriva de Ciudadanos en su acercamiento a Vox y al PP de Casado, no
permite ser optimistas en este sentido, aunque los resultados
electorales han dejado entrever, que dichos acercamiento puede llegar a
costarles mucho más caro de lo previsto.
Obviamente la
reivindicación de la fraternidad/solidaridad, que es el eslabón perdido
del demos español construido en el siglo XIX, coloca a las fuerzas
políticas progresistas en la delantera. Pero no se trata de hacer
partidismo: el espacio político -o la suma de espacios políticos- que
consiga(n) colocar encima de la mesa una propuesta de demos en la que
libertad, igualdad y fraternidad queden asegurados en una suerte
de unidad indivisible, conseguirá(n) hacerse hegemónicos en
prácticamente todos los territorios pues habrá encontrado la fórmula
para darle una salida al problema nacional a largo plazo. Los
espectaculares resultados electorales de Podemos en Cataluña y el País
Vasco, luego dilapidados con su acercamiento al independentismo, tienen
mucho que ver con la esperanza que despertó entre amplios sectores de
la población con una identidad mixta de la que no quieren prescindir en
ningún caso. Fueron los votantes de las clases populares los que
catapultaron a Podemos al primer lugar en Cataluña pues eran y son los
principales beneficiados potenciales de un demos en el que la
fraternidad -en definitiva la redistribución de la riqueza- no tenga un
papel sólo testimonial. Crear un demos compartido no implica arremeter
frontalmente contra los demos autonómicos particulares creados al
amparo del Título VIII, y que han alimentado una forma de pensar y de
actuar “cuasiconfederal” (Nicolás Sartorius), un sistema en el que
todos los territorios, y no sólo los gobernados por partidos
nacionalistas, aspiran a establecer una relación bilateral con el
Estado siguiendo el principio del “qué hay de lo mío”. De lo que se
trata más bien es de sustituir esta forma fragmentada e
individualizante de concebir el demos estatal, y que guarda una
relación estrecha con el modo neoliberal de concebir la economía, la
sociedad y la política, por una visión concebida como “proyecto de toda
la casa” parafraseando a Keynes, como la articulación de un nuevo todo
solidario a partir de la diversidad de los fragmentos identitarios que
se han ido configurando a lo largo del último siglo y medio. En una
sociedad altamente desarrollada e interdependiente, estos fragmentos
pueden encontrar un acomodo no competitivo y no excluyente cuando la
visión es esta que comentamos y no, por ejemplo, la confederal que a la
dirección de Podemos le sigue pareciendo la única posible. En los
tiempos de Pi i Margall la abstracción federal fracasó porque se tenía
que imponer frente a una sociedad real caracterizada por un
tradicionalismo particularista abrumadoramente dominante en una
sociedad española, sin apenas comunicaciones, sin un mercado integrado y
con una presencia del ethnos en casi todos sus poros y estamentos.
Pero la sociedad tradicional y el aislamiento ya han sido
definitivamente liquidados por la modernidad, el país se ha convertido
en una realidad social y cultural unificada, a pesar de que el estado
de las autonomías ha creado una superestructura política que
contradice dicha unificación, un espacio único en el que sexos, etnias,
religiones y lenguas podrían convivir sin problemas. La burguesía
catalana ya no representa los valores civilizatorios del capitalismo
frente al inmovilismo de los terratenientes castellanos y muchas
ciudades españolas se han convertidos en polos de irradiación cultural y
modernidad más comunicativos que Barcelona. No hay nada que legitime
la perpetuación de la situación identitaria que hemos heredado del
siglo XIX, nada real que impida dar un gran paso cultural y político
hacia la construcción de un nuevo demos a la altura de la sociedad que
tenemos delante, pues las identidades, como los estados y las naciones,
no son naturales sino que se construyen. La idea “de la casa
nacional común”, que enlaza con la idea del “planeta común” y de las
“aspiraciones e ideales comunes de liberad, igualdad de fraternidad”,
generaría una dinámica conducente a la supresión de espacios
territoriales redundantes y competitivos que alimentan la actual
mentalidad del chiringuito, de lo mío frente a lo de todos, en
definitiva, las formas de pensar que hoy bloquean la aproximación
global y solidaria a los grandes problemas de la humanidad. Porque, de
la misma forma que el sufragio universal ni borra ni tiene necesidad de
borrar las particularidades de género, lingüísticas, raciales,
religiosas, étnicas o culturales, sino que, simplemente se eleva por
encima de todas ellas para definir un nuevo espacio abstracto que
llamamos ciudadanía en el que caben todas ellas haciéndolas “iguales”,
tampoco es necesario que la diversidad lingüística, cultural, jurídica o
“idiosincrática” que se da en España por razones históricas, tenga que
desaparecer con la construcción de un demos basado, eso sí, en la
indivisibilidad de los tres valores republicanos. A parte de un
consenso básico, que ha de ser construido política y culturalmente en
procesos deliberativos en el seno de la opinión pública y en las
instituciones y los partidos, resulta fundamental que el gobierno del
Estado se convierta en el representante de un todo con capacidad de
preservar la pluralidad, y sea cual sea la posición que adopten los
propios gobiernos autonómicos. El paso que no ha dado ningún gobierno
central todavía es la construcción de capacidades destinadas a hilvanar
ese demos único a partir de las particularidades, y no sólo sin
destruirlas sino, incluso,, implicándose activamente en su
preservación. Crear un nuevo demos es, por ejemplo, redactar
conjuntamente un nuevo relato histórico, cultural, normativo y también
lingüístico que es el que les vamos a enseñar a todos los niños de
España sea cual sea el lugar en el que crezcan y vivan. Significa crear
una cultura plurilingüe en todo el territorio, construir un discurso
compartido por el conjunto de la nación -o de las diferentes “naciones o
nacionalidades dentro de la nación”- en el que nadie niegue la
naturaleza antidemocrática del golpe de estado de 1936 ni tampoco el
supremacismo y el racismo que anida en determinadas identidades
centrales y periféricas hoy todavía vigentes. Un demos en el que nadie
se sienta intimidado por el hecho de que Luis Vives, Santa Teresa,
Cervantes o Franciso de Rojas fueran de origen converso, de que el Al
Andalus musulmán del siglo XII fuera el momento de máximo esplendor
filosófico, científico y cultural de Hispania. Un demos en el que todos
estemos de acuerdo en afirmar que es ridículo decir que España ya
fuera católica antes del nacimiento de Cristo, que Fray Hernando de
Talavera y Bartolomé de las Casas quizás sean referencias normativas
más ajustadas al tipo de país que queremos que el Cardenal Cisneros,
que la tradición cosmopolita de la Institución Libre de Enseñanza
enriquece a todo el espectro ideológico del país o que la modernización
del siglo XIX, y sus consecuencias ideológico-identitarias, no son en
ningún caso el punto final de su historia. No será posible hacer nada
de todo esto sin re-conocer y sin conocer la realidad
española o confundiéndola con otras experiencias históricas. Esto no es
un pragmatismo trasnochado sino una condición sine qua non para
poner en marcha cualquier proyecto de transformación social, ahora y
siempre. La utopía es un referente que sirve para definir la ruta en
una dirección determinada, pero nunca puede ser un instrumento
analítico para organizar de forma efectiva los pasos que hay que dar
para acercarse a ella. Concebir el estado español contemporáneo como
algo parecido al estado zarista de 1917 o al estado nacido de un golpe
de estado de 1936, o confundir la próspera Cataluña del siglo XXI con
un país colonizado y ocupado del siglo XIX es alimentar la frustración,
alejarse de la realidad práctica que experimentan los ciudadanos todos
los días, y anticipar fracasos políticos innecesarios. Construir un
demos federal significa, por tanto hoy también un acto de
realismo, descolgarse de la ontología y de la metafísica nacional que
alimenta el ethnos a costa del demos. Si las fuerzas progresistas
tomaran la delantera podrán conectar con zonas muy amplias del país
real desplazando su centro de gravitación política más hacia la
izquierda. La solución española podría convertirse, además, en una
contribución innovadora a la creación de un demos democrático en una
Europa con capacidad de gestionar y defender su diversidad. En el mundo
competitivo de ahora dominado por visiones particularizadas y
unilaterales quizás todo esto recuerde un poco a la guerra de España
contra el fascismo que consiguió aglutinar las esperanzas de
humanización para millones de demócratas de todo el mundo.
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