1917
La revolución finlandesa
Eric Blanc
Viento Sur
16.05.2017
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Polarización de
clase
El derrumbe del
gobierno de coalición finlandés comenzó en el verano. Para agosto, el
avituallamiento del imperio había colapsado y la expectativa de la hambruna
aterrorizaba a los obreros finlandeses. Las revueltas por la comida estallaron
a principios de mes y la organización de Helsinki del SDP denunció el rechazo
del gobierno a adoptar medidas tajantes para afrontar la crisis. “La hambrienta
clase obrera pronto perdió toda la confianza en el gobierno de coalición”
señalaba Otto Kuusinen, principal teórico de izquierda del SDP que fundaría el
movimiento comunista finlandés al año siguiente.
La
intransigencia socialista en la lucha por la liberación nacional aumentó aún
más la polarización de clase. Los socialistas finlandeses lucharon con
tenacidad para acabar con la continua injerencia del gobierno ruso en la vida
nacional interna. Al lograr la independencia esperaban utilizar la mayoría
parlamentaria —y su control de las milicias obreras— para impulsar un ambicioso
programa de reformas políticas y sociales.
Un líder
socialista explicaba en julio que “hasta ahora hemos sido obligados a luchar en
dos frentes: contra nuestra propia burguesía y contra el gobierno ruso. Para
que triunfe nuestra guerra de clase, para ser capaces de concentrar toda
nuestra fuerza en un frente, contra nuestra propia burguesía, necesitamos
independencia, para lo cual Finlandia está preparada” .
Los
conservadores y liberales finlandeses también querían, por sus propias razones,
fortalecer la autonomía de Finlandia. Pero no estaban dispuestos a usar métodos
revolucionarios para alcanzar este objetivo, ni apoyaban por lo general los
intentos del SDP de lograr una independencia completa.
El choque llegó
finalmente en julio. En el parlamento finlandés, la mayoría socialista propuso
el histórico proyecto de ley valtalaki [del poder] que proclamaba
unilateralmente la completa soberanía finlandesa. Con la dura oposición de la
minoría parlamentaria conservadora, la valtalaki fue aprobada el 18 de
julio. Pero el gobierno provisional ruso, dirigido por Alexandr Kerensky,
rechazó inmediatamente la validez de la valtalaki y amenazó con ocupar
Finlandia si no se respetaba el veredicto.
Cuando los
socialistas finlandeses se negaron a ceder o a renunciar a la valtalaki,
los liberales y conservadores de Finlandia aprovecharon el momento. Esperando
aislar al SDP y poner fin a su mayoría parlamentaria, apoyaron y legitimaron
cínicamente la decisión de Kerensky de disolver el parlamento, democráticamente
elegido, de Finlandia. Se convocaron nuevas elecciones parlamentarias, en las
que los no-socialistas obtuvieron una estrecha mayoría.
La disolución
del parlamento de Finlandia marcó un punto de viraje decisivo. Hasta ese
momento, los obreros y sus representantes tenían muy altas expectativas en que
el parlamento pudiera ser usado como vehículo de la emancipación social.
Kuusinen explicaba que “nuestra burguesía carecía de ejército, ni siquiera podían
contar con una fuerza policial. (…). Por eso, había muchas razones para
mantenerse en el transitado camino de la legalidad parlamentaria, en el que, al
parecer, la socialdemocracia podía obtener una victoria tras otra”.
Pero se hacía
evidente para cada vez más obreros y líderes del partido que el parlamento
había llegado al límite de su utilidad.
Los socialistas
denunciaron el golpe antidemocrático y atacaron a la burguesía por conspirar
con el Estado ruso contra los derechos nacionales de Finlandia y sus
instituciones democráticas. Según el SDP, las elecciones al nuevo parlamento
eran ilegales y se habían ganado por medio de un amplio fraude electoral. A
mediados de agosto, el partido ordenó a todos sus miembros que dimitieran del
gobierno. No menos importante, los socialistas finlandeses se aliaron cada vez
más estrechamente con los bolcheviques, el único partido ruso que apoyó su
intento de independencia. Todas las partes habían arrojado el guante y la hasta
entonces pacífica Finlandia se precipitaba hacia la explosión revolucionaria.
La lucha por el
poder
Para octubre,
la crisis a lo largo de todo el imperio ruso había llegado a su punto de
ebullición. Los obreros finlandeses en la ciudad y el campo exigían
furiosamente que sus líderes tomaran el poder. Empezaron a estallar violentos
choques a lo largo de Finlandia. Sin embargo, muchos en la dirección del SDP
continuaban creyendo que el momento de la revolución podría ser postergado
hasta que la clase obrera estuviera mejor organizada y armada. A otros les
atemorizaba abandonar la esfera parlamentaria. En palabras del líder socialista
Kullervo Manner a finales de octubre: “No podemos evitar la revolución por
mucho tiempo (…). Se ha perdido la fe en el valor de la actividad pacífica y la
clase obrera comienza a creer sólo en su propia fuerza (…). Si nos equivocamos
respecto a la rápida llegada de la revolución, estaremos encantados”.
Después de que
los bolcheviques conquistaran el poder a finales de octubre, parecía que
Finlandia sería la siguiente en la lista. Sin el apoyo militar del gobierno
provisional ruso, la élite de Finlandia quedó peligrosamente aislada. Los
soldados rusos —estacionados en Finlandia por cientos de miles— apoyaban en
general a los bolcheviques y sus llamamientos a la paz. “La ola del bolchevismo
victorioso llevará agua al molino de los socialistas y son ciertamente capaces
de hacerlo girar”, observaba un liberal finlandés.
Las bases del
SDP y los bolcheviques en Petrogrado imploraron a los líderes socialistas que
tomaran inmediatamente el poder. Pero la dirección del partido daba rodeos.
Nadie tenía claro que el gobierno bolchevique pudiera mantenerse más allá de
unos pocos días. Los socialistas moderados se agarraban a la esperanza de
encontrar una solución parlamentaria pacífica. Algunos radicales planteaban que
la toma del poder era posible y urgentemente necesaria. La mayoría de los
líderes vacilaban entre estas dos opciones.
Kuusinen
recordaba la indecisión del partido en este momento crítico: “Nosotros los
socialdemócratas, ’unidos sobre la base de la guerra de clases’, oscilábamos a
un lado y luego al otro, dirigiéndonos decididamente hacia la revolución para
luego retirarnos de nuevo”.
Incapaz de
llegar a un acuerdo sobre la insurrección armada, en vez de eso el partido
llamó a una huelga general el 14 de noviembre en defensa de la democracia
contra la burguesía, por las urgentes necesidades económicas de los obreros y
por la soberanía finlandesa. La respuesta desde abajo fue abrumadora. De hecho,
fue mucho más allá del cauto llamamiento a la huelga.
Finlandia quedó
paralizada. En varias ciudades, las organizaciones locales del SDP y Guardias
Rojas tomaron el poder, ocuparon edificios estratégicos y arrestaron a los
políticos burgueses.
Parecía que
este patrón revolucionario se repetiría pronto en Helsinki. El 16 de noviembre
el Consejo de la huelga general en la capital votó a favor de la toma del
poder. Pero cuando los líderes moderados sindicales y socialistas condenaron la
decisión y dimitieron de la institución, el Consejo dio marcha atrás ese mismo
día. Resolvió que “puesto que una minoría tan amplia disentía, el Consejo no
puede, en esta ocasión, empezar a tomar el poder para los obreros, sino que
continuará ejerciendo presión sobre la burguesía”. La huelga se desconvocó poco
después.
El historiador
finlandés Hannu Soikkanen ha enfatizado que la huelga de noviembre fue una gran
oportunidad perdida: “Caben pocas dudas de que este fue el mejor momento para
que las organizaciones obreras tomaran el poder. La presión desde abajo era
enorme y la voluntad de lucha estaba al máximo (…). Sin embargo, la huelga
general convenció a la burguesía, con pocas excepciones, del grave peligro que
representaban los socialistas. Invirtieron el tiempo hasta que estalló la
guerra civil para organizarse bajo una dirección firme”.
Fijándose en la
indecisión del SPD para las acciones de masas, Anthony Upton ha dicho que “los
revolucionarios finlandeses fueron en general los revolucionarios más
miserables de la historia”. Tal afirmación podría sostenerse si nuestra
historia terminara en noviembre, pero los siguientes sucesos mostraron que el
espíritu revolucionario de la socialdemocracia finlandesa se mantuvo.
Tras la huelga
general, los frustrados obreros, cada vez más, buscaron armas y se encaminaron
hacia la acción directa. La burguesía se preparaba, de igual modo, para la
guerra civil, formando a su “Guardia Blanca” y pidiendo al gobierno alemán
ayuda militar.
A pesar de la
acelerada ruptura de la cohesión social, muchos líderes socialistas continuaron
dedicados a estériles negociaciones parlamentarias. Pero esta vez el ala
izquierda del SDP se plantó y declaró que cualquier otro retraso en la acción
revolucionaria sólo conduciría al desastre. Por medio de una larga serie de
batallas internas, en diciembre y principios de enero, los radicales vencieron
finalmente.
En enero, las
palabras revolucionarias del SDP se tradujeron por fin en hechos. Para marcar
el inicio de la insurrección, la tarde del 26 de enero los líderes del partido
encendieron una lámpara roja en la torre del Sala Obrera de Helsinki. Los días
sucesivos, los socialdemócratas y sus organizaciones obreras afiliadas tomaron
fácilmente el poder en todas las grandes ciudades de Finlandia; el norte rural
quedó, por el contrario, en manos de las clases dominantes.
Los insurgentes
de Finlandia redactaron una proclamación histórica anunciando que la revolución
era necesaria puesto que la burguesía finlandesa, unida al imperialismo
extranjero, había dado un golpe contrarrevolucionario contra las conquistas
obreras y la democracia: “El poder revolucionario en Finlandia pertenece desde
este momento a la clase obrera y sus organizaciones. (…) La revolución
proletaria es noble y severa (…) severa para los insolentes enemigos del
pueblo, pero preparada para dar su apoyo a los oprimidos y marginados”.
Aunque el
recién instaurado gobierno rojo trató al principio de seguir un cauto camino
político, Finlandia descendió con rapidez en una sangrienta guerra civil. La
clase obrera finlandesa pagó muy caro el retraso en la toma del poder, puesto
que desde enero la mayoría de las tropas rusas habían regresado a sus hogares.
La burguesía aprovechó los tres meses desde la huelga de noviembre para
reclutar sus tropas en Finlandia y en Alemania. Al final, casi 27 000 finlandeses
rojos perdieron sus vidas en la guerra. Y después de que la derecha aplastara
la República Socialista de los Trabajadores de Finlandia en abril de 1918,
otros 80 000 obreros y socialistas fueron recluidos en campos de concentración.
Los historiadores
están divididos en torno a si la revolución finlandesa pudo haber triunfado de
haberse iniciado antes y si hubiera tomado un enfoque político y militar más
ofensivo. Algunos afirman que, en último extremo, el factor decisivo fue la
intervención imperialista de Alemania en marzo y abril de 1918. Kuusinen hace
un balance similar:
“El
imperialismo alemán escuchó los lamentos de nuestra burguesía y pronto se
dedicó a engullir nuestra recién conquistada independencia, que a petición de
los socialdemócratas finlandeses fue reconocida por la República Soviética de
Rusia. El sentimiento nacional de la burguesía no sufrió daño alguno por este
asunto y el yugo de un imperialismo extranjero no le causó terror cuando
parecía que la patria estaba a punto de convertirse en la patria de los
obreros. Estaban dispuestos a sacrificar todo el pueblo al gran bandido alemán
si éste les mantenía en el deshonroso puesto de conductores esclavizados”.
Lecciones
aprendidas
¿Qué podemos
pensar de la revolución finlandesa? Lo más obvio es que muestra que la
revolución obrera no fue sólo un fenómeno de la Rusia central. Incluso en la
pacífica y parlamentaria Finlandia, el pueblo trabajador se fue convenciendo de
que sólo un gobierno socialista podía ofrecer una salida a la crisis social y a
la opresión nacional.
Tampoco los
bolcheviques fueron el único partido en el imperio capaz de dirigir a los
obreros al poder. En muchos sentidos, la experiencia del SDP finlandés confirma
la perspectiva tradicional de la revolución planteada por Karl Kautsky: por
medio de una paciente organización y educación con conciencia de clase, los
socialistas obtuvieron una mayoría parlamentaria, obligando a la derecha a
disolver la institución lo que, a su vez, hizo estallar una revolución de
orientación socialista.
La preferencia
del partido por una estrategia parlamentaria defensiva no le evitó, al final,
tener que derrocar al poder capitalista y dar pasos hacia el socialismo. En
contraste, el burocratizado Partido Socialdemócrata de Alemania —que había abandonado
hacía tiempo la estrategia de Kautsky— sostuvo activamente el poder capitalista
en 1918-19 y aplastó violentamente los esfuerzos por derribarlo.
Pero Finlandia
no sólo mostró la fuerza sino también los límites potenciales de la
socialdemocracia revolucionaria: vacilación en abandonar la esfera
parlamentaria, subestimación de la acción masas y una tendencia a inclinarse
hacia los socialistas moderados para mantener la unidad del partido.
Eric Blanc es historiador del movimiento socialista.
15 de mayo de
2017
Traducción: viento
sur
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