Un poder imperial en la cuesta abajo
UN DESAFIO AL PODER DE ESTADOS UNIDOS (I)
Rebelión
TomDispatch
17.05.2016
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Traducción del inglés para Rebelión de Carlos Riba
García.
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La segunda
superpotencia
Los programas
neoliberales de la pasada generación concentraron la riqueza y el poder en unas
poquísimas manos y debilitaron el funcionamiento de la democracia, igualmente
originaron oposición, sobre todo en América latina pero también en los centros
del poder mundial. La Unión Europea (UE), una de las iniciativas más
prometedoras del tiempo posterior a la Segunda Guerra Mundial se ha tambaleado
debido a las consecuencias de las rigurosas políticas de ajuste durante un
periodo recesivo, condenadas incluso por los economistas del Fondo Monetario
Internacional (si no por los mismos actores políticos del FMI). La democracia
ha quedado mal parada con el traspaso de la toma de decisiones a la burocracia
de Bruselas y los bancos del norte de Europa; su sombra se proyecta sobre las
deliberaciones.
Los partidos de
la corriente dominante han perdido seguidores rápidamente en beneficio de la izquierda
y la derecha. El director ejecutivo del grupo de investigación EuropaNova, con
sede en París, atribuye el generalizado desencanto a “un clima de resentida
impotencia a medida que el poder real para determinar los acontecimientos se ha
trasladado de los líderes políticos (que, en principio al menos, están sujetos
a la política democrática) al mercado, las instituciones de la UE y las
corporaciones”, en un todo de acuerdo con la doctrina neoliberal. Un proceso
muy similar está produciéndose en Estados Unidos, por más o menos las mismas
razones; una cuestión relevante y preocupante no solo para EEUU sino también,
dado el poder que este detenta, para el resto del mundo.
La creciente
oposición contra el asalto neoliberal pone de relieve otro aspecto crucial de
esta convención estándar: deja a un lado al público, que con frecuencia
considera inaceptable la condición de mero ‘espectador’, en lugar de
‘participante’, que se le asigna en la teoría democrática legal. Esta
desobediencia siempre ha inquietado a las cases dominantes. Si nos atenemos a
la historia de Estados Unidos, George Washington veía al pueblo común que
formaba la milicia que él debía comandar como “una gente excesivamente sucia y
asquerosa [que muestra] una inexplicable estupidez en las clases más bajas”.
En su magnífico
análisis de las insurgencias –desde la “insurgencia estadounidense” hasta la
contemporánea en Afganistán e Iraq– Violent Politics, William Polk llega
a la conclusión de que el general Washington “estaba tan ansioso por deshacerse
[de los combatientes que despreciaba] que estuvo muy cerca de perder la
Revolución”. Ciertamente, “en realidad, eso podría haber sucedido” si Francia
no hubiese intervenido masivamente y “salvado la Revolución”, que hasta
entonces había sido ganada por las guerrillas –a quienes hoy llamaríamos
“terroristas”– mientras que el ejército de Washington, al estilo del británico,
“era derrotado una y otra vez y casi pierde la guerra”.
Un rasgo común
de las insurgencias exitosas, escribe Polk, es que una vez que se disuelve el
apoyo popular tras la victoria, el liderazgo reprime al “pueblo sucio y
asqueroso” que realmente ganó la guerra mediante la lucha de guerrillas y el
terror debido al temor de que este pueblo pueda desafiar sus privilegios de
clase. El deprecio de las elites hacia “las clases más bajas” ha tomado
variadas formas con el transcurso de los años. En los últimos tiempos, una
expresión de ese desdén es el llamamiento a la pasividad y la obediencia (la
“moderación democrática”) por parte de los internacionalistas liberales que
reaccionaron ante las peligrosas consecuencias democratizadoras de los
movimientos populares de los sesenta del pasado siglo.
Algunas veces,
los países consienten en atender a la opinión pública provocando la furia de
los centros de poder. En caso paradigmático fue el de 2003, cuando la
administración Bush invitó a Turquía para que se uniera a la coalición que
invadió Iraq. El 85 por ciento de los turcos se opuso a ello y, para asombro y
horror de Washington, el gobierno turco adoptó el punto de vista de la
población. Turquía fue amargamente condenada por su defección y comportamiento
irresponsable. El subsecretario de Defensa Paul Wolfowitz, nombrado por la
prensa el “idealista en jefe” de la administración reprendió a los militares
turcos por haber permitido la inconducta del gobierno y exigió un pedido de
disculpas. La prensa, imperturbable por esta y muchas otras muestras de nuestro
legendario “anhelo de democracia”, continuó con sus comentarios laudatorios en
favor del presidente George W. Bush por su dedicación a la “promoción de la
democracia; algunas veces lo criticó por haber pensado –ingenuamente– que un
poder exterior pudiera imponer a otros sus anhelos democráticos.
La opinión
pública turca no estuvo sola. La oposición a la agresión de Estados Unidos e
Inglaterra en el mundo fue abrumadora. Según las encuestas, el respaldo a los
planes bélicos de Washington apenas alcanzó al 10 por ciento fuera donde fuese.
La oposición realizó grandes manifestaciones de protesta en todo el mundo,
también en Estados Unidos; probablemente, fue la primera vez en la historia que
una agresión imperial era cuestionada con tanta fuerza antes incluso de que se
iniciara oficialmente. En la portada del New York Times, el periodista
Patrick Tyler informó de que “es posible que todavía queden dos superpotencias
en el mundo: Estados Unidos y la opinión pública mundial”.
Una
manifestación de protesta sin precedentes en Estados Unidos fue la de quienes
décadas antes habían condenado la agresión de las guerras estadounidenses en
Indochina y cuya protesta alcanzó un nivel importante de influencia, incluso
aunque fuese demasiado tarde. Hacia 1967, cuando el movimiento pacifista había
cobrado una fuerza significativa, el historiador y especialista en Vietnam
Bernard Fall advirtió de que “Vietnam, como la entidad cultural e histórica que
es... está amenazada de extinción... mientras la campiña se muere acosada por
los golpes de la mayor maquinaria militar jamás lanzada contra una zona de esta
extensión”.
Pero el
movimiento por la paz y contra la guerra se había convertido en una fuerza que
no podía ser ignorada. Tampoco lo podía ser cuando Ronald Reagan llegó a la
Oficina Oval resuelto a lanzar un asalto contra América Central. Su
administración imitó al milímetro los pasos que John F. Kennedy había dado 20
años antes cuando desencadenó la guerra contra Vietnam del Sur, pero tuvo que
retroceder ante la vigorosa protesta pública que había faltado en los sesenta
del pasado siglo. El ataque fue suficientemente atroz. Sus víctimas aún están
recuperándose. Pero lo que pasó a Vietnam del Sur y más tarde a toda Indochina,
donde “la segunda superpotencia” impuso sus límites, fue incomparablemente
peor.
Es frecuente
que se sostenga que la enorme oposición pública a la invasión de Iraq no tuvo
consecuencias. Esto me parece equivocado. Una vez más, a invasión fue
suficientemente horrorosa y las secuelas absolutamente grotescas. Aun así,
podrían haber sido mucho peores. El vicepresidente Dick Cheney, el secretario
de Defensa Donald Rumsfeld y el resto de los altos funcionarios de la
administración Bush nunca habrían contemplado siquiera el tipo de medidas que
el presidente Kennedy había adoptado 40 años antes sin una protesta importante.
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