Hace diez años que
abdicaba un rey que, por mucho que los relaciones públicas de turno traten de
adornarlo con virtudes que no eran suyas, nos dejó un reinado con mal sabor de
boca. ¿No es hora ya de plantearse regresar a una República?
Estampas borbónicas en Extremadura
El Viejo Topo
18 junio, 2024
5 de junio de 2014. El Rey ha abdicado. Me están inyectando desde la prensa y la televisión tales dosis de simpatía y adhesión a la Casa Real que me está saliendo una corona en los cojones.
Juan Marsé,
Notas para unas memorias que nunca escribiré
Se cumplen 10
años de la abdicación de Juan Carlos I y de la proclamación de Felipe VI. Las
dosis de simpatía y adhesión a la Casa Real que nos siguen inyectando estos días
desde la prensa y la televisión continúan hinchando sin misericordia alguna las
maltratadas gónadas del personal. TVE, El País, El Mundo y
los otros grandes medios de comunicación recitan a coro el discurso de la
abdicación generosa y la restauración ejemplar.
Otra vez,
remedando el teatrillo de la Transición, una cuadrilla de padres y madres de la
patria relatándonos la gran hazaña, la operación de salvamento de la monarquía
y, por ende, del sistema democrático. Rafael Spottorno, jefe de la Casa Real,
el general Félix Sanz Roldán, director del Centro Nacional de Inteligencia y
Mariano Rajoy, Alfredo Pérez Rubalcaba, Soraya Sáenz de Santamaría o Elena
Valenciano, como selecta representación del bipartidismo, son algunos de los
protagonistas. “Los guardianes del secreto de la abdicación”, en palabras de
uno de estos diarios de intoxicación global. Apenas un cogollo de audaces
servidores públicos y políticos, defendiendo el Estado democrático frente a las
hordas que amenazaban con llevárselo por delante. Otra vez la misma cantinela,
la generosidad y el sentido de Estado del emérito, que renuncia para no
perjudicar a la institución. Y la pulcritud del nuevo monarca, inmaculado de
corrupción, e investido de la lozanía que representa la flamante princesa
Leonor, que comparte de modo jovial el rancho con los soldados de su promoción.
La Cultura de la Transición, ese molde que como señalaba Guillem Martínez
monopolizaba el sentido común, vuelve por donde solía, reproduciendo los mitos
del poder, trenzando crónica rosa y estabilidad institucional, cohesionando el
bloque social dominante, estableciendo los límites de lo posible y arrinconando
como ruido marginal o como folkorismo identitario a quienes se atreven a
salirse del consenso.
Hace unos días
la dirigente del PSOE, Elena Valenciano, expresaba de forma gráfica la desazón
en los salones del poder durante las semanas y meses previos a la abdicación: “Era
un momento muy convulso. Todos sabíamos que estábamos trabajando con material
radioactivo. Se estaban cuestionando los elementos básicos del sistema
democrático”. El material radioactivo al que se refiere Valenciano es,
sobre todo, la indignación de las clases populares, su capacidad para poner en
pie un formidable y sostenido proceso de lucha. La crisis económica se había
transformado en crisis política. Las consecuencias brutales del austericidio,
los casi seis millones de parados, los más de 400.000 desahucios, los recortes
en protección al desempleo, en educación y sanidad públicas, todo ello se
combinaba con el rescate a los bancos y la salida a la luz de innumerables
casos de corrupción. Urdangarín, Bárcenas, los ERES falsos de Andalucía,
Bankia, mostraban a las claras la podredumbre del Palacio, la densa urdimbre
entre la oligarquía económica y la casta política. No hay pan para tanto
chorizo, clamará el pueblo en las calles con rabia e ingenio.
El broche de la
infamia lo ponía Juan Carlos I, especialmente desde que se divulgara su
accidente en Botsuana el 13 de abril de 2012. El Borbón había contratado un
safari para cazar elefantes como ofrenda a su amante, Corinna Larsen. Todavía
no se conocía la transferencia de los últimos 100 millones de dólares que los
saudíes habían hecho a Juan Carlos I en agosto de 2008 y el regalo de 65
millones del monarca a la comisionista alemana, pero el manto de silencio y
complicidad que había protegido a la familia real ya se había roto. “Teníamos
nuestras encuestas. En el primer trimestre del año 2014, el saldo entre quienes
aprobaban la actuación del Rey y los que la desaprobaban era negativo”,
confiesa Spottorno.
Mientras tanto,
la oleada de rebeldía y desobediencia que se inició con el 15M en las plazas
había arraigado entre sectores amplísimos de la población. La Plataforma de
Afectados de las Hipotecas, las mareas verde y blanca en defensa de los
servicios públicos, el asalto a los supermercados por parte del SAT en
Andalucía, la multiplicación de los escraches a responsables políticos, las
huelgas indefinidas en grandes empresas como Coca-Cola y Panrico, las marchas
mineras o la irrupción del Frente Cívico propuesto por Julio Anguita… El
movimiento popular adquiría mil formas, enhebraba alianzas y ponía en pie un
programa común. Las Marchas de la Dignidad constituirían un nuevo salto en la
unidad y movilización popular. El 22 de marzo de 2014 un millón y medio de
personas culminaban en Madrid todo un proceso de confluencia socio-política. Se
había puesto en pie un enorme contrapoder con hondas raíces en la clase obrera,
una alianza al margen del PSOE y de los sindicatos mayoritarios, que rechaza la
deuda ilegítima y la política de la Unión Europea, exige la dimisión del
gobierno y cuestiona el régimen del 78. El movimiento adquiere tales
proporciones que desborda incluso el extraordinario despliegue policial.
El poder
tiembla, le ve las orejas al lobo. Por supuesto, el relato oficial de la
abdicación construido con posterioridad ningunea la importancia de ese
acontecimiento. E incluso lo harán también muchos de los tribunos de la nueva
política, arrastrados a la lógica que reduce los procesos sociales a simple
espectáculo de la representación. Pero quienes mandan tienen bien entrenados el
instinto y la conciencia de clase. Saben que la monarquía es la encarnación, el
símbolo que mejor resume los intereses estratégicos y la unidad del bloque de
poder. Nueve días después de las Marchas de la Dignidad, el 31 de marzo, Juan
Carlos I comunica formalmente a Rajoy que ha resuelto abdicar –una posibilidad
que el núcleo duro de poder venía barajando en el último mes– y se constituye
el equipo que, con el máximo sigilo, se encargará de materializar la decisión
después de las elecciones europeas convocadas para el 25 de mayo. El desastre
de las fuerzas del bipartidismo en estos comicios y la irrupción de Podemos
urgirá aún más a acelerar la abdicación. El 2 de junio se hace pública la
decisión. Elena Valenciano explica con desparpajo cómo se apañó el trágala: “Eso
fue una gestión bipartidista pura, trabajando al unísono, con el conocimiento
de muy pocas personas. Rubalcaba y el rey adaptaron el calendario, de mutuo
acuerdo”.
Hay otro hecho
trascendente que tampoco aparece en la crónica oficial, pero que todos reconocen
en privado: el papel fundamental que jugará entre bambalinas en todo este
proceso el expresidente Felipe González. La periodista Ana Romero lo señala así
en su libro Final de partida: “Felipe preparó la
abdicación, y todos sus detalles, con el rey e intervino también en la
redacción del discurso ante la nación del día 2. Pero lo más importante fueron
sus conversaciones preliminares con él, cuando el monarca se fue convenciendo
de que tenía que abdicar para salvar la institución”. Los encuentros entre
ambos tendrían lugar sobre todo en El Penitencial, la finca que Felipe González
tiene en Guadalupe, un cortijo que el ex-presidente del gobierno había comprado
el año anterior a Joaquín Vázquez, copropietario de la constructora Spengler,
excompañero de negocios de Mario Conde, dueño de la empresa Ferrero Ibérica y
uno de los amigos íntimos del rey. Todo queda en casa.
El Palacio de las Cabezas, pilar de la restauración
La primera de
las estampas extremeñas escogidas para ilustrar el zurcido de la madeja real
nos lleva a las cercanías de Navalmoral de la Mata, al Palacio de las Cabezas,
ubicado en el término municipal de Casatejada. El palacio es una residencia de
lujo construida en 1876 por Antonio López y López, el primer marqués de
Comillas. Desde ella se divisa casi toda la meseta del Campo Arañuelo y las
sierras de la Vera. Allí tendrán lugar las conversaciones entre Franco y Don
Juan de Borbón encaminadas a la restauración de la corona. Y también, según
sostiene el coronel Amadeo Martínez Inglés, otro hecho de indudable
trascendencia, la muerte trágica del infante Alfonso de Borbón.
Los encuentros
se celebran el 29 de diciembre de 1954 y el 28 de marzo de 1960. Cuando se
celebra la primera de las reuniones Franco tiene ya una posición de fuerza. Ha
pasado para la dictadura el momento de incertidumbre. Potsdam está ya muy
lejos, es el tiempo de la guerra fría y el gobierno franquista se ha convertido
en un servicial aliado de los Estados Unidos: en 1953 se han firmado los Pactos
de Madrid, un acuerdo por el que se permite la instalación en España de cinco
bases militares norteamericanas. Del encuentro saldrá la autorización para que
Juan Carlos reciba educación en las academias militares y posteriormente en la
universidad bajo la vigilancia de los tutores de la dictadura. Entre él y
Franco se establecerá una relación de creciente confianza. “Vamos a ver al
abuelito”, le dirá años más tarde Juan Carlos a sus hijos, refiriéndose al
dictador. Cada día es más evidente que el futuro de la monarquía española no
depende de Estoril sino del Caudillo. La entrevista de 1960 será aún más
concluyente. El comunicado conjunto aborda “la nueva y última etapa de estudios
civiles” del príncipe Juan Carlos, sostiene que es conveniente que éste “se
eduque en el ambiente de su Patria, conforme a la Ley de Sucesión” y termina
haciendo una loa a “la obra realizada por el Movimiento Nacional”.
La elección del
Palacio de las Cabezas tiene también un enorme simbolismo. No porque, como
suele señalarse, el lugar se encuentre a medio camino entre Estoril y Madrid
sino porque representa a la perfección el carácter de clase de la dictadura y
de la restauración borbónica que se está maquinando. Aquellos predios
pertenecen a una de las familias más representativas de la burguesía y del
núcleo de poder en España durante el último siglo. Antonio López y López, el
fundador de la saga, fue uno de los grandes comerciantes del siglo XIX que,
como ha demostrado el historiador Martín Rodrigo y Alharilla, hizo su fortuna
gracias al tráfico de esclavos en América. Fue el negrero “más duro, más
empedernido, feroz y bárbaro», en palabras de su cuñado Francisco Bru Lassús.
Será precisamente esa riqueza amasada en las provincias de ultramar lo que le
permita regresar a España y participar de lleno en el festín de las
desamortizaciones, que constituyen el gran hito de la acumulación primitiva de
capital en nuestro país. Las fincas del Marqués de Comillas en Extremadura proceden
sobre todo del expolio de los bienes comunales. Desde entonces hasta la Segunda
República los campesinos sin tierra de Navalmoral y la comarca librarán una
batalla constante, ocupando una y otra vez las fincas hasta conseguir que uno
de los gobiernos republicanos, en 1934, tenga que expropiar y devolverles una
parte de las dehesas. Tras la victoria franquista volverán a manos del Marqués
de Comillas. El anfitrión del primer encuentro, Juan Claudio Güell y Churruca,
conde de Ruiseñada, es el heredero de esta estirpe familiar estrechamente
vinculada a los borbones desde el siglo XIX.
Pero las
paredes del Palacio de Casatejada no sólo guardan secretos económicos o
políticos. También ocultan, según el testimonio de Amadeo Martínez Inglés, una
fatalidad que marcará el destino de la sucesión monárquica. A finales de marzo
de 1956 la embajada de España en Lisboa distribuye un comunicado oficial en el
que afirma que el día el 29 de marzo,“mientras su Alteza el Infante Don Alfonso
limpiaba un revólver aquella noche con su hermano, se disparó un tiro que le
alcanzó la frente y le mató en pocos minutos. El accidente se produjo a las
20:30, después de que el Infante volviera del servicio religioso del Jueves
Santo, en el transcurso del cual había recibido la Santa Comunión”. El
historiador Paul Preston asegura que la decisión de silenciar los detalles será
adoptada personalmente por Franco. Pero pocos días después, el 17 de abril, el
semanario italiano Settimo Giorno señalará a Juan Carlos como autor del disparo.
“¿Quién filtró la escandalosa información al rotativo italiano? Esa es la clave
del misterio”, se pregunta Martínez Inglés. El coronel revela que en marzo de
2013 recibió “una importantísima información de una fuente segura, “un familiar
muy cercano de un íntimo colaborador del conde de Ruiseñada que en la primavera
del año 1956 controlaba el palacio de Casatejada y fue testigo de la tragedia”.
Según estas informaciones, los hermanos borbón, Juan Carlos y Alfonso, pasaban
unas vacaciones secretas en Las Cabezas “para disfrutar de unas jornadas
cinegéticas”. La tragedia se produciría el 28 de marzo, no el 29. Alfonso
recibió en la cabeza un disparo, que efectuó su hermano Juan Carlos,
produciéndole la muerte instantánea. Según sostiene Martínez Inglés “el cadáver
del infante fue conducido de Casatejada a Estoril en secreto la misma tarde del
óbito a través de la frontera de Valencia de Alcántara”. Palacios y cortijos de
Extremadura, tantas veces dictadura de silencios y amparo de las intrigas del
poder.
Plasencia, 9 de marzo de 1977. La transición a palos
El Estado
legitima al heredero de Franco.
En tu techo y
en el juego siempre gana el banco.
Los borbones
son unos ladrones.
Rap en solidaridad con Valtónyc, Pablo Hasél y La Insurgencia
Los días 8 y 9
de marzo de 1977 se produce la primera visita oficial de los reyes, Juan Carlos
y Sofía, a Extremadura. En esas dos jornadas participarán en actos oficiales
nada menos que en diez localidades. Badajoz, Zafra, Castuera, Don Benito,
Villanueva de la Serena y Mérida serán las ciudades de la provincia pacense que
cumplimenten el primer día. Cáceres, Plasencia, Trujillo y Guadalupe serán las
agraciadas por el maratón real en el segundo. E incluso tendrán tiempo para
pararse ante las multitudes congregadas en localidades de paso como Campanario
y Medellín.
«El rey de
España debe viajar como un nómada a lo largo y ancho del país” y establecer un
contacto personal con sus súbditos. Juan Carlos es amigo de recordar ese
consejo de su padre. Pero no parece que uno pueda trabar una relación muy
intensa con sus vasallos en visitas de una hora que consisten en ser recibido
por las autoridades políticas de cada municipio y provincia, recibir las
reverencias y regalos correspondientes, subirse al balcón de turno, escuchar
las lisonjas y discursos de bienvenida, dirigir unas breves palabras de
salutación y volver a coger el helicóptero con destino a la próxima y ferviente
multitud. De lo que se trata más bien en esta España de la Transición que aún
balbucea con miedo la palabra democracia es de escenificar baños de masas,
planificados eso sí en las regiones a priori menos conflictivas, que vayan
construyendo la imagen de un rey cercano, accesible, de todos.
“En todas las
ciudades visitadas, el público se ha volcado materialmente para vitorear a los
reyes”, señalará la portada del diario Hoy del 10 de marzo.
“Desde las afueras de la ciudad hasta la plaza, una gran muchedumbre vitoreó a
los Reyes, portando numerosas pancartas de adhesión», se puede leer en la
edición de ese mismo día en el diario El País. Una monarquía
estimada y querida por el pueblo, un rey atento a las preocupaciones de los
españoles. Establecer ese relato es el objetivo de este frenético deambular de
los monarcas. Una operación de legitimación en la que los medios de
comunicación jugarán un papel decisivo.
Son meses
cruciales, de pulso. Los intentos de prolongar el franquismo sin Franco han
fracasado. El gobierno de Arias Navarro ha sido derrotado en la calle. Desde
mediados de 1975 hasta finales de 1976 se han registrado 37.990 huelgas en
España, que constituye en ese momento el país de toda Europa con un nivel más
grande de conflictividad laboral. Pero el nuevo gobierno de Suárez ha tomado la
iniciativa y ha sacado adelante su propuesta de Reforma Política en diciembre
de 1976. Se ha puesto de manifiesto que “la oposición había tenido fuerza
suficiente para impedir el continuismo, pero adolecía de la capacidad necesaria
para imponer la ruptura”, como afirma el historiador Juan Andrade.
El aparato del
Estado está funcionando a pleno rendimiento, tanto en su vertiente de
persuasión ideológica como en la represiva. “Prometí solemnemente seguir el
camino de la democracia, esforzándome siempre en ir un paso por delante de los
acontecimientos a fin de prevenir una situación como la de Portugal que podría
resultar aún más nefasta en este país mío”, escribirá Juan Carlos I en una
carta al Sha de Persia, fechada el 22 de junio de 1977, en la que le pide
dinero para financiar la campaña electoral de la UCD. La revolución de los
claveles está demasiado cerca y a los poderes les espanta que el ejemplo pueda
extenderse a España. Las elecciones generales están anunciadas para el mes de
junio, unos meses después de la visita de los reyes a Extremadura. A estas
alturas, tanto el PCE como otras fuerzas republicanas y de la izquierda
permanecen todavía en la ilegalidad. Ese es el marco en el que tendrá lugar la
gira real.
Para garantizar
una asistencia masiva las autoridades han dispuesto que los días de la visita
de los reyes sean libres en los centros educativos y en las empresas, y que “se
computen a todos los efectos como de trabajo efectivo”. Los actos constituirán
grandes concentraciones de masas, ciertamente, pero expresarán una pluralidad política
y una contestación social bastante mayor de lo que esperan los gobernantes.
Hay, justo es reconocerlo, expresiones de conformidad y de apoyo, e incluso de
un servilismo que excede con mucho la cortesía. En Badajoz los reyes entran
bajo palio en la catedral, en Mérida el Ayuntamiento nombra alcaldesa perpetua
a la reina y en Guadalupe a Juan Carlos I le imponen una medalla que estaba
destinada a su abuelo, Alfonso XIII, pero que no pudo recibirla porque tuvo que
irse al exilio. Pero los tiempos están cambiando e incluso los cargos del
régimen, que aspiran a reciclarse en demócratas de toda la vida, se verán
obligados a introducir elementos reivindicativos. El gobernador civil de la
provincia de Badajoz, Julve Guerrero, afirmará que “el paro y la emigración
son los males endémicos de la provincia, que es la más extensa de España y la
más subdesarrollada” y, por su parte el presidente de la diputación de
Cáceres, Felipe Camisón, denunciará “el desprecio con que el Instituto
Nacional de Industria trata a nuestra provincia”. Sin embargo donde apenas
se cuela un gramo de realidad es en las respuestas del rey, que se limita a
leer los discursos escritos con anterioridad recreando los tópicos de la
Extremadura más reaccionaria. “Nos llega profundamente el ligarnos con estas
tierras, cuna de hidalgos, caballeros y conquistadores que han dado gloria a
nuestra querida patria”; “Al extremeño le caracteriza la tenacidad, la
imaginación y el idealismo y una generosidad y un empuje que le ha llevado a
realizar las mayores empresas que ha podido acometer el genio español”. Ni
por equivocación se le escapan al monarca las palabras paro, emigración o
industria. A lo más que llega es a repetir la fórmula al uso: “Pediré al
gobierno que preste atención muy especial a vuestros problemas”.
Pero una parte
significativa de los asistentes no parece querer conformarse con ser comparsa
de la representación ni está dispuesta a dejarse engatusar con la retórica ya
hedionda de los conquistadores. Sorprende que haya tan gran número de pancartas
en todas y cada una de las localidades. Y más aún que sean holgada mayoría
aquellas que exponen lemas reivindicativos y nada complacientes. Sí, las hay
amables (“Sofía, Reina de la alegría”) o ingenuas (“La juventud quiere formar
con vosotros una nueva Extremadura”) pero sobre todo abundan las que van al
tuétano de la marginación y a la ausencia real de democracia. El paro y la
sangría migratoria (“Emigración no, puestos de trabajo”, “Trabajo con urgencia
para Plasencia. Más de 2.000 parados”), las luchas de los agricultores e
incluso el anhelo reprimido de la reforma agraria (“Se han retirado los
tractores, queremos soluciones”, “Menos cotos y más reforma agraria”), la
reivindicación de inversiones industriales (“Que el Cristu Benditu sus ilumini
y nos mandéis a los del INI”), la denuncia ya entonces del extractivismo
energético (“La Alta Extremadura a la cabeza de la producción eléctrica y a la
cola de la renta per cápita”) son algunas de las reivindicaciones de ese magma
intempestivo que pugna por salir a la luz. Hay pancartas que dan visibilidad a
luchas sectoriales como la de los maestros PNN, la readmisión de los despedidos
en la planta de Tabacalera en Palazuelo o la estudiantil contra la selectividad
en la enseñanza, pero también las hay más abarcativas, más políticas, que
exigen la amnistía total, denuncian la marginación de la región (“Extremadura,
tierra rica de hombres pobres”) o muy especialmente las que rechazan la
instalación de centrales nucleares en la región, sin duda la demanda más sentida
en ese momento. Es ese pueblo insumiso que está emergiendo, que desconfía de la
politiquería (“Menos rollo y más desarrollo”) y que va tejiendo alianzas
(“Menos promesas. Trabajo y Libertad”) entre los malestares más hondos (“Aires
sin radioactividad y tierra sin caciques”) el que también coreará con
indignación contenida, bajando del pedestal a la pareja coronada, el lema más
repetido: ¡Juan Carlos, Sofía, la olla está vacía!
El pueblo ha
empezado a organizarse y a saltarse las bardas tramposas que quieren ponerle.
La crónica del diario El País relata con tono compungido que
los incidentes ocurridos en Plasencia, el abucheo al alcalde de Cáceres y “los gritos
de “Hechos, sí; palabras, no”, después de la alocución ofrecida desde el balcón
de la Casa Consistorial de Cáceres, han entorpecido el discurrir tranquilo de
don Juan Carlos I y doña Sofía por tierras extremeñas”. Sí, hay toda una
corriente de “entorpecedores” a la que ya no puede secuestrarse por más tiempo.
Los sindicatos, aún ilegales –CCOO y UGT, pero también la CNT, la CSUT y el
Sindicato Unitario–, los partidos de la izquierda –todavía clandestinos el PCE,
la ORT, el PTE–, los núcleos que conformarán la Unión de Campesinos Extremeños,
el incipiente ecologismo o el potente movimiento de critstianos de base, todo
eso y mucho más es lo que se presiente en esas pancartas sin firma y lo que
pretenderá ahogarse a palos.
En Plasencia es
donde el conflicto latente acabará estallando. Allí, tras la masiva
concentración en la Plaza Mayor y después de que los reyes se vayan un grupo de
jóvenes recorre la ciudad con las pancartas que ha exhibido. La manifestación
ha sido promovida especialmente por grupos apostólicos y estudiantes del
Instituto Gabriel y Galán que reclaman mejoras para la provincia y denuncian la
marginación de Extremadura. La manifestación acaba dirigiéndose a la comisaria
para reclamar la puesta en libertad de varias personas que la policía ha
detenido para identificarlos. La sorpresa es que poco después de ponerles en
libertad una brigada anti-disturbios de la policía armada traída desde Toledo
que acompaña todos los actos de la visita real, irrumpe con las lecheras en la
Plaza Mayor y, sin mediar palabra, carga y se lía a palos indiscriminadamente
contra las personas que quedan en la plaza, incluidas las que están sentadas en
los veladores. La lluvia de palos originará 30 heridos. “El hospital estaba
recién abierto y se llenó. Hubo un montón de heridos. A punta pala. Estaba la
gente sentada en las terrazas y los pegaron a todos, sin hacer nada”,
relata Agustín Real. Uno de los heridos es un policía de Valladolid, Alfonso
Casuso, cuyo testimonio es revelador de la inquina con la que actuó la compañía
de antidisturbios: “Estaba en una librería, cuando salí había comenzado la
carga. Me puse contra la pared para proteger a una anciana al tiempo que
intentaba calmarla. Luego me di la vuelta y traté de identificarme diciendo que
era policía y fue cuando me dieron el rodillazo en el bajo vientre y caí al
suelo”.
La indignación
prende en toda la ciudad. El escritor José María Sánchez y Torreño relata en “Plasencia
apaleada. Crónica de los palos dados al muy noble y benéfico pueblo placentino
por los ‘señores antidisturbios’” tanto del episodio represivo como de
las protestas posteriores. La corporación municipal en pleno expresa su
repulsa, el obispo de Plasencia califica la intervención policial como una
“agresión al pueblo pacífico”, los partidos y sindicatos emiten comunicados, un
grupo de abogados ejerce la acción pública denunciando los hechos en el juzgado
de instrucción, pero la denuncia no prosperará ni los responsables políticos
adoptarán medida alguna que penalice la actuación policial.
No es un hecho
aislado y, visto desde la perspectiva del poder, tampoco es especialmente
significativo. Es el modo de obrar habitual de los temidos grises en ese
período. Según los datos de la historiadora Sophie Baby, entre octubre de 1975
y diciembre de 1982 murieron en España 178 personas como consecuencia de la
“violencia policial”. Recordar los hechos de Plasencia nos ayuda a desmontar el
mito fundacional de la transición modélica y a colegir que las libertades
democráticas no fueron precisamente un regalo borbónico o de las élites
políticas, sino el producto de la lucha tenaz de las clases populares. Y, como
escribe Juan Andrade, también a “reconstruir esas ideas que salieron derrotadas
en la Transición, pero que ocuparon un lugar central en el imaginario de
quienes contribuyeron intensamente a la democratización del país”.
El coto
del Campechano y los nenúfares de la reina
La caza ha sido
para Juan Carlos I su aliento y su agonía. Una de las pasiones que seguramente
más satisfacciones le haya acarreado a lo largo de su vida, pero también el
origen de las corruptelas y desmanes que más han contribuido a su descrédito y
a su abdicación.
Cazó su primer
jabalí con apenas once años y desde entonces se puede afirmar que lo ha matado
todo: bisontes vivos en peligro de extinción en Polonia, cabras salvajes en
Kazajistán, osos en los Cárpatos o elefantes en Sudáfrica. Por matar mató hasta
al pobre Mitrofán en Rusia, un oso del zoo al que emborracharon con miel y
vodka para que el borbón pudiera dispararle con facilidad. Juan Carlos es un
cazador empedernido que acumula un gran número de trofeos, algunos de ellos
obtenidos en Extremadura, como los relacionados con dos de las especies más
emblemáticas de caza mayor de la Península Ibérica, el venado y el macho
montés. Y además atesora multitud de condecoraciones, de las federaciones de
cazadores, empresarios del gremio o revistas especializadas.
Pero la caza y
en especial las monterías son mucho más que una actividad “deportiva”. Es
también un espacio informal para los grandes negocios, una madriguera del
tráfico de influencias, el encame del trato de favor y de la cucaña. La
escopeta nacional, la gran película de Berlanga, retrataba con sarcasmo ese
microclima del poder que constituían las cacerías en el franquismo. Pero como
observaba irónicamente Fernando Fernán Gómez, la razón por la que gustó tanto
esa película, ya en 1978, era porque la gente no sólo veía retratada en ella la
dictadura: “Lo que le pasa a la gente es que cuando ve “La escopeta” cree que
sucede ahora; no se ha enterado de que es una película que narra, critica,
satiriza costumbres antiguas superadas por la luminosa democracia. La gente
cree que ahora hay cacerías como las de la película, y que a las cacerías se va
para ver a los ministros, a los directores generales, a trabajarse el asunto, a
colocar el rollo, a medrar, a trepar, a enchufarse. Y que si no eres del
grupito, te quedas a la luna de tu pueblo. Y que si no vas de cacería, mal te
veo”. Dime con quién cazas y te diré quién eres, como le gustaba decir al
dirigente comunista extremeño Manolo Parejo.
Extremadura es
uno de los grandes paraísos para los cazadores ricos, como afirma el periodista
Antonio Armero. 37 de los 100 mayores propietarios de cotos de caza en España
disponen de fincas en la región. Entre ellos están una gran parte de los que
han sido compinches habituales de Juan Carlos I, colegas de caza pero también
de negocios turbios. Algunas de las fincas donde ha cazado más en Extremadura
han sido precisamente las de sus amigos y testaferros. La finca La Solana,
propiedad del comisionista Manuel de Prado Colón y Carvajal, fue una de las que
frecuentó más en los años ochenta. El 27 de octubre de 1989 el diario Hoy informaba
que el rey había participado en una cacería de perdices en esta finca, próxima
a Garlitos: “En un bar de la localidad se prepararon para los participantes en
la cacería diversos aperitivos: queso gran reserva, jamón y lomo de cerdo
ibérico. Los cazadores bebieron Marqués de Arienzo, de la cosecha del 76, que
según pudimos saber sale a unas 5.000 pesetas la botella”. El periodista Lucio
Poves, cuyas crónicas de los años ochenta y noventa son un revelador retrato de
la soltura con la que se manejaba la beautiful people por
Extremadura, completaba la información: “Don Juan Carlos se desplazó en
helicóptero, el domingo, a la zona de Garlitos, en plena Siberia extremeña.
Allí, parece que las cosas le fueron mejor y, entre seis escopetas, echaron
abajo algo más de setecientas patirrojas según se nos ha informado”.
La amistad
peligrosa de Juan Carlos con Alberto Cortina y Alberto Alcocer, conocidos como
“los Albertos”, también parece haberse amasado entre los jarales de
Extremadura. La parte extremeña de la finca El Avellanar, de 5.000 hectáreas,
situada en el límite entre Ciudad Real y Badajoz, se encuentra en el término
municipal de Helechosa de los Montes. La presencia de Juan Carlos en ella ha
sido constante, durante prácticamente 30 años. Allí han batido jabalíes y
corzos sin cuento al tiempo que urdían sus lucrativos negocios. Como apunta
Ernesto Ekaizer “la estrechísima amistad entre los Albertos y Juan Carlos I va
más allá de sus comidas, cenas y cacerías. También le aportan información
confidencial sobre dónde invertir en bolsa. Y según una de las versiones en
Ginebra, es Alberto Alcocer quien le presenta a Arturo Fassana”. Fassana es el
abogado gestor de la cuenta del rey Juan Carlos en la banca Maribaud, en Suiza,
su testaferro en este país, en palabras de Corinna Larsen. Ekaizer se pregunta
qué haría el rey Juan Carlos I por los Albertos y señala que “algo importante”,
argumentando que en 2008 –año en el que por cierto también cazó en está finca–
influyó para resolver el recurso de los primos contra una sentencia de más de
tres años de prisión que se les había impuesto por un delito de estafa
relacionado con las torres de Kio.
Será difícil
encontrar un latifundio dedicado a la actividad cinegética en Extremadura en el
que no haya cazado Juan Carlos I. El Redrojo y el Águila, propiedad de los
Sánchez Arjona, en las cercanías de Puebla de la Reina fue otra finca visitada,
en este caso muy ligada a la tradición familiar, ya que Don Juan de Borbón
acudía regularmente a ella casi cada año. Pero desde la muerte de dos jóvenes
furtivos en Palomas, ahogados en el río Matachel en 1989, cuando eran
perseguidos por la Guardia Civil, la prudencia aconsejaba cambiar de paraje.
Las
Golondrinas, en los términos municipales de Plasenzuela, Botija y Torremocha,
ha sido otra de las fincas frecuentadas por el monarca. Su dueño es el conde de
Tres Palacios, y en ella durante mucho tiempo han cazado un año sí y otro
también los príncipes de Mónaco. En 1998 la prensa regional daba cuenta de que
nuestro coronado cazador había compartido la jornada cinegética con el general
Norman Schwarzkopf, uno de los “héroes americanos” de la guerra del Golfo. Por
cierto, la finca en cuestión es explotada por Fernando Díaz de Bustamante, hijo
del alcalde franquista de Cáceres al que abuchearan los cacereños en 1977.
Juan Abelló, el
mayor propietario de terreno para caza de España, con 41.276 hectáreas de
cotos, el empresario siderúrgico vasco José María Aristrain, el dueño de
Ferrrovial, Rafael del Pino, o Alonso Pérez de Toledo y Cabeza de Vaca, Marqués
de Valdueza, son algunos de los terratenientes en Extremadura con los que Juan
Carlos I ha compartido el entusiasmo por la escopeta. La beautiful people,
la gente guapa de ayer y de hoy, los viejos y los nuevos ricos, los
terratenientes y los tiburones, los cayetanos y los turbocapitalistas, los del
pelotazo en los 90 y los de las hipotecas subprime en los 2000, esa ha sido y
es la clase preferente de la monarquía.
Pero hay dos
grandes latifundios cinegéticos en Extremadura que quizás sobresalen sobre
todos los demás, tanto por la asiduidad con la que han sido visitados a lo
largo de décadas por el rey emérito como por su relevancia política y
económica. Se trata de la finca de los Altarejos, propiedad de los March, y de
la Rusal, propiedad de los Mora de Figueroa Domecq y, desde 2016, del
jeque Mansour Al Nahyan, dueño del Manchester City.
La familia
March posee más de 30.000 hectáreas dedicadas a la caza, con 17 cotos. Son el
tercer grupo empresarial del país en extensión destinada a este fin. Los March
son, sin duda, uno de los emporios económicos y financieros más influyentes en
la historia contemporánea. Su papel en la financiación del golpe militar en
1936 fue decisivo y desde entonces no han dejado de condicionar la vida social
y política en España. Actualmente la Banca March es, entre otras cosas, el
máximo accionista de ACS, el grupo constructor y de servicios que preside
Florentino Pérez.
Los Altarejos
es la finca que tiene la familia March Delgado en el sur de Badajoz lindando
con la provincia de Sevilla, en los términos municipales de Guadalcanal,
Malcocinado y Azuaga. Consta de unas 10.000 hectáreas y de ellas 9.000 son de
uso cinegético. Dispone de una pista de aterrizaje propio. El rey la ha
visitado en numerosas ocasiones. “Don Juan Carlos acabó el sábado la jomada de
caza en la finca de los March con cuatrocientas cincuenta perdices en el suelo
que cobraron entre dos o tres escopetas”, relata Lucio Poves en su crónica el
29 de noviembre de 1992.
Es un lugar de
referencia para la jet-set. Allí se celebró la boda de uno de los hijos en
2018, a la que asistieron personajes como Jaime de Marichalar, Isabel Preysler,
Carmen Martínez Bordiu, Marisa de Borbon… La finca posee un extraordinario
jardín de diez hectáreas, cuidado con primor. 290 variedades de rosales,
400 especies de árboles y arbustos, más de 200 encinas adultas, olivos de 500
años, un lago, un arroyo, dos invernaderos… “Tengo a cuatro personas trabajando
en él, aunque yo también me remango”, declaraba Carlos March en una entrevista
hace años. Los trabajadores de la zona cuentan que la reina Sofía es una gran
entusiasta del jardín y que algunos de los nenúfares que crecen en el lago
están especialmente destinados a ella. Son los nenúfares de la reina. En sus
diarios, Rafael Chirbes refiriéndose a una conferencia que ha dado en la
Fundación Juan March en febrero de 2009, escribirá: “estoy en el vientre del
tiburón: de sus descendientes, la fortuna de papá compra la inocencia de los
hijos, la nobleza del arte”. Detrás de la riqueza y la belleza, siempre está la
anónima servidumbre de los de abajo.
La Rusal es el
otro gran latifundio en el que se ha prodigado cazando Juan Carlos I. Nada
menos que 24.000 hectáreas dedicadas casi en exclusiva a ese fin. Lucio Poves
escribe en diciembre de 1989: “En esta finca, situada en el término de Valencia
de las Torres, pueden bien habitar diecisiete o dieciocho mil perdices y existe
el llamado «puesto Real», hecho a la medida del Rey mediante un seto de jaras
recortado a su justa altura. En el puesto del Rey caben más de una docena de
personas que ayudan a Su Majestad en las tareas de recarga de escopetas para
servirle un «taco» entre tiro y tiro. El puesto, ni que decir tiene, está
situado en lugar estratégico entre dos vaguadas, y es tal el número de perdices
que dicen le entran que los batidores tienen que pararse para dar respiro a Su
Majestad. Y Pablo Sánchez, en un reportaje para el diario Hoy, en
agosto de 1990 señala: “El rey acostumbra a llegar en un helicóptero que toma
tierra a escasos metros de La Casa. Habitualmente llega con muy pocas personas
de su séquito. En ocasiones, le acompaña el cocinero de La Zarzuela, en otras,
son las propias mujeres de la finca quienes se encargan de la comida del
monarca, que siente mayor predilección por los pescados que por las carnes »
En febrero de
2016 se divulga una información que sorprende a propios y extraños. El jeque
Mansour bin Zayed Al Nahayan, dueño del Manchester City, ha comprado 8.300
hectáreas de La Rusal. Ha pagado por ella 55 millones de euros. El
jeque es el hermano del emir de Abu Dhabi, el príncipe heredero Mohamed
bin Zayed Sultan Al Nahyan que, al parecer, según indica Ernesto Ekaizer, es
quien está corriendo con todos los gastos de Juan Carlos I desde que se
instaló, en agosto de 2020, en los Emiratos. Mansour bin Zayed es una persona
de gran poder, miembro del Consejo Supremo del Petróleo, presidente del fondo
International Petroleum Investment Company, que controla el cien por cien de la
petrolera española Cepsa, con dos refinerías en Huelva y Algeciras. Y con
participación en otros sectores económicos y deportivos.
La relación de
Juan Carlos I con los personajes de poder en los Emiratos Árabes viene de
lejos, desde los años ochenta. El monarca ha agasajado con varias
condecoraciones a los principales políticos del país. En mayo de 2008 el
Boletín Oficial del Estado publicaba la Orden del Mérito Civil al príncipe
heredero y hermano de Mansour. El rey emérito mantiene un especial trato con
este último, con el que trabó relación en 2014. Ni que decir tiene que quien le
dio a conocer la finca la Rusal fue Juan Carlos I. Y conociendo todos los
antecedentes del borbón como comisionista no sería de extrañar que sus
gestiones hayan sido recompensadas económicamente.
El filósofo
Jesús Mosterín escribiría en 2012, tras el escándalo de Botsuana: “A muchísimos
españoles esas cacerías de elefantes en África o de osos en Rumanía les
producen repugnancia estética e indignación moral. La época en que la real gana
bastaría para justificarlas ha pasado ya”. Mucho me temo que Mosterín pecaba de
optimismo, los tiempos de la real gana están aún vivitos y coleando.
¡O hay jamón o me voy para casa! Las huellas del vasallaje
Una institución
como la monarquía es, en sí misma, una anacrónica expresión de desigualdad, una
fuente de tráfico de influencias, de corruptelas. Pero con Juan Carlos I más
que fuente ha sido y es un torrente, un aluvión sistemático. ¿Cómo es posible
que un cargo público, que además ostentaba la máxima magistratura del Estado,
haya podido afanar tanto, haya gozado de tanta impunidad? ¿Cómo es posible que,
por ejemplo, durante 35 años haya ostentado la presidencia, aunque fuera
honorífica, de una asociación ecologista como WWF-Asociación para la Defensa de
la Naturaleza? Sin duda han sido necesarios algunos silencios decisivos y
una madeja muy tupida de complicidades, pero también mucha inercia de
vasallaje, mucho borboneo.
La última
estampa de este recorrido es un fragmento del libro Extremadura venial
partitocracia, escrito por Manuel Veiga. Es un pequeño retazo de borboneo,
contado por alguien que estuvo en las instituciones durante prácticamente
cuarenta años. Primero en las instituciones del tardofranquismo, luego en la
Presidencia de la Diputación de Cáceres y por último en la Asamblea de
Extremadura. Manuel Veiga era un veterano dirigente del PSOE, que hacía gala de
mucho sentido del humor, tolerante con los adversarios políticos y al que no le
agradaban el personalismo, el autoritarismo y las dinámicas caciquiles. El
texto dice así:
“1995, visita
de los Reyes a Extremadura. Almuerzo oficial en Cáceres, salón noble de la
Diputación. Vienen sus Majestades en compañía de los Reyes de Bélgica, Paola y
Alberto. El menú ha sido supervisado por la reina Doña Sofía; no es pues un
menú carnívoro sino casi vegetariano. El jamón extremeño –pata negra– está
ausente; pero en cambio brillan en la gastronomía del almuerzo unas excelentes
sopas extremeñas de tomate, dignas de un cabrero de la Vera… o de aquella doble
pareja de Reyes. Rodríguez Ibarra, como presidente de la Comunidad Autónoma ha
previsto una salida de urgencia para cuando Juan Carlos I se aperciba de que el
jamón extremeño no estará aquel día en la mesa real. Ha preparado –”para
emergencias”– unos platos de jamón, por si llega el caso.
Iniciado el
austero almuerzo, su majestad el Rey se impacienta. No llega a la mesa el
manjar esperado. Y como está aquí en Extremadura –en su casa–, se dirige a los
reunidos y les dice en tono educadamente imperativo pero haciendo gala de un
borboneo humano, lleno de sencillez y de afecto:
¡Señores, ¿en
Extremadura y sin jamón en la mesa?!
Presidente
-dice a Rodríguez Ibarra-. Voy a tener que decir lo de un spot publicitario. ¡O
hay jamón o me voy para casa!
Y, claro está,
enseguida aparecieron –”por casualidad”–, y como por ensalmo, una hilera de
camareros con platos del exquisito manjar guardado para la ocasión, por si
hacía falta, conociendo como se conoce el agrado del Rey hacia tal delicia de
las dehesas extremeñas, y la alta publicidad que ello comporta”.
Que se acabe el
borboneo, que se acaben los borbones.
Felipe VI: 10
años bastan. Democracia Sí, Monarquía No.
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