Se recoge aquí la intervención de Paco Fernández Buey en un
simposio celebrado en el Institut d´Humanitats de Barcelona, el 26 de febrero
de 1997. El texto ha sido rescatado por Salvador López Arnal, en su infatigable
labor como recopilador de los textos dispersos del maestro y amigo.
¿Vamos hacia el Estado universal?
El Viejo Topo
25 junio, 2023
1. Previa
metodológica
Tratándose de
un tema como el que se nos propone aquí, me parece que es necesario un acuerdo
previo sobre el uso de las palabras “Estado” y “universal” y sobre los
distintos niveles en que puede desarrollarse la discusión.
Entenderé por
Estado un ordenamiento político-jurídico unitario de los intereses
contrapuestos de la sociedad civil en el que juegan un papel esencial el
ejército y la policía a los que se atribuye el monopolio legítimo de la
violencia, el Ejército permanente, una burocracia destinada a organizar los
recursos existentes en el marco territorial correspondiente y una Hacienda
pública recaudadora de estos recursos.
Usaré la
palabra “universal”, en este contexto, como sinónimo de “mundial”.
Querría
distinguir, además, cuatro planos distintos para la discusión: el analítico, el
prospectivo, el moral, y el político normativo. Estos cuatro planos se pueden
expresar con las cuatro preguntas que siguen: 1) qué es lo que hay ahora mismo,
2) qué es lo que previsiblemente puede haber en los próximos tiempos, 3) qué
nos gustaría que hubiera, y 4) qué podemos hacer para hacer posible lo que nos
gustaría que hubiera.
2. Empezaré
intentando contestar a la primera pregunta.
La forma en que
los organizadores de este simposio nos hacen la pregunta “¿vamos hacia un
Estado universal?” parece sugerir una de estas dos cosas:
O bien que
vamos tal vez hacia un Estado único mundial superador del estado-nación, que ha
sido característico de la modernidad europea, o bien que vamos hacia la quinta
forma histórica de Estado (después de haber dejado atrás otras cuatro: el
estado absolutista, el estado liberal, el estado democrático y el estado social
y democrático de derecho que, según los tratadistas, habrían sido las formas
evolutivas del estado moderno).
Si nos atenemos
a lo que hay ahora mismo en el mundo en materia de Estado creo
que se puede contestar negativamente a la pregunta en los dos supuestos.
No hay todavía
un Estado único mundial en el sentido de que hayan quedado superados los estados
nacionales; ni hay todavía una forma de Estado que esté apuntando más allá del
estado social y democrático de derecho que hemos conocido, parcialmente, en las
últimas décadas en el contexto de la cultura euro-norteamericana.
Lo más parecido
a un Estado universal que, por otra parte, incorporara la idea del estado
social y democrático de derecho, sería una ONU con poder de legislar, con poder
decisorio de juzgar y con poder de gobernar en el mundo con consenso, o sea, en
la que cada uno de los estados-nación representados cediera una parte
importante de su soberanía. Una ONU de la que emanara algo así como un gobierno
mundial en el sentido en que emplearon esta expresión científicos como Einstein
y Russell en los años cincuenta (en los momentos más difíciles de la guerra
fría) o más tarde, ya en estas últimas últimas décadas, algunos teóricos del
ecologismo social.
La verdad es
que una cosa así no existe hoy en absoluto.
Las propuestas
de reforma de las NNUU en un sentido parecido, hechas después de 1990, o sea,
inmediatamente después de la caída del muro de Berlín, por diversas
personalidades del mundo político (por ejemplo, y señaladamente por Gorbachov o
por el jurista italiano Mario Bettati), no sólo no han sido tomadas en
consideración sino que han sido olvidadas casi inmediatamente después de ser
formuladas. La última vez que una propuesta así se formuló con intención fue
inmediatamente antes de la guerra del golfo Pérsico.
Desde entonces
estamos asistiendo más bien a un proceso de desmantelamiento de la organización
de las NNUU liderado por los EEUU de Norteamérica y por Gran Bretaña, como ha
visto muy bien Noam Chomsky en una conferencia que dio en Palma hace poco más
de un mes. El pretexto de este desmantelamiento es el coste económico actual de
una organización mundial realmente operativa.
Lo que hay
actualmente en el mundo en materia de Estado es, más bien, una combinación de
cuatro procesos paralelos:
1º. Un
debilitamiento relativo de los estados nacionales, con cesión, voluntaria o no,
de soberanía, en aquellas zonas del planeta donde se ha una fuerte integración
monetaria y económica: señaladamente en Europa,
2º. La
consolidación de estructuras e instituciones que, en algunos ámbitos, y sólo en
algunos ámbitos, operan como un superestado, bien sea admitido o tolerado por
consenso de las naciones (el caso de la Unión Europea), bien sea como
imposición de su fortaleza económica y financiera (Banco Mundial, Fondo
Monetario Internacional, Comisión Trilateral, Corporaciones transnacionales
etc).
3º. Un reforzamiento
numérico de los estados nacionales tradicionales (en la acepción europea del
término) en algunas zonas económicamente periféricas del planeta o que quedan
al margen de los tres grandes bloques económicos (Europa del Este, gran parte
de Asia, África y América Latina). Sólo en Europa este fenómeno afecta a 180
millones de personas (y a casi 400 millones si contamos la actual Federación
rusa): entre 1991-1992, 24 Estados se han hecho independientes y luchan por
establecer o consolidar su soberanía, casi todos ellos en Europa,
4º. Una
acentuación de la reivindicación de las naciones sin Estado para constituirse
como Estado nacional o pluriétnico, con autogobierno y soberanía propias, en
algunos de los modernos estados multinacionales europeos (desde la Península
Ibérica a la CEI pasando por Italia y Yugoeslavía, aunque, eso sí, con formas
distintas).
Así pues, si
por Estado entendemos una forma de organización política, con un territorio
definido y soberanía, en el que habitan gentes concebidas como sujetos de
deberes y derechos y sometidas a un ordenamiento jurídico-político común, no
hay hoy en día Estado universal ni nada que merezca tal nombre.
3. Pero, ¿hay
en el horizonte al menos factores que apunten hacia un Estado universal, en el
doble sentido antes establecido de superación de los estados nacionales y
superación, por extensión o universalización, del Estado social y democrático
de derecho?
Hay, desde
luego, factores que apuntan en esa dirección. Factores económico-financieros,
factores tecnocientíficos, factores modioambientales y factores
político-culturales (en un sentido amplio).
La
globalización actual de los flujos económicos y financieros, la existencia de
un mercado único, verdad mundial, ya consolidado, es uno de estos factores.
La importancia
que han ido cobrando en las últimas décadas las corporaciones empresariales
transnacionales es otro factor importante.
La existencia
de una nueva división y organización internacional del trabajo, posfordista y
postaylorista, como suele decirse, es otro de los factores a tener en cuenta.
Varios de los
desarrollos tecnológicos de estas ultimas décadas van en la misma dirección
universalizadora y uniformizadora, empezando por la informática, siguiendo por
la robótica, continuando por la telemática y acabando por las llamadas
autopistas de la información y la digitalización.
Todo esto
implica, en efecto, mundialización de las relaciones, uniformización relativa
de las instituciones políticas y concentración de las decisiones. Y como
consecuencia de todo ello ha empezado a configurarse una tecnoburocracia
mundial con poderes específicos que limita la soberanía de los estados
nacionales.
Pues bien, si se
acepta, con Hegel, que la burocracia es la esencia última del Estado, en tanto
que la burocracia está compuesta por una clase sin intereses específicos o
particulares, precisamente porque los tiene universales, entonces no hay duda
de que todos estos factores económicos y tecnocientíficos mencionados apuntan
para el futuro hacia un Estado con vocación universal.
Para el cual
existirían ya, al menos embrionariamente, algunos de los aparatos o
instituciones que configuran las funciones tradicionales del Estado:
– las fuerzas
del orden que garantizan la autoridad y la razón de Estado (mediante la
ampliación de la OTAN como policía internacional);
– un mercado en
el que actuar: el mundo en toda su extensión territorial;
– la fuerza de
trabajo disponible para un mercado estrictamente mundial: un ejército realmente
mundial de reserva por primera vez en la historia;
– las vías y
redes de comunicación a través de las cuales organizar la hegemonía y el
consenso: las autopistas de la información, con una lengua y un lenguaje
francos, y la concentración de los flujos informativos en unas cuantas, pocas,
agencias internacionales;
– las
organizaciones internacionales capaces de ordenar los flujos monetarios y
financieros;
– las
organizaciones internacionales capaces de planificar universalmente el
desarrollo y la investigación tecnocientífica, y, por tanto, la futura
evolución mundial de las fuerzas productivas, etc. etc.
Por otra parte,
también la crisis ecológica global, a la que estamos asistiendo cada vez con
más conciencia de su peligrosidad, apunta a la necesidad de adoptar, y pronto,
medidas globales que interfieren la capacidad de decisión de los Estados
nacionales. Basta con pensar en el problema de los océanos (contaminación y
consiguiente extinción de especies), o en el problema de los agujeros en la
capa de ozono.
Por
consiguiente, la base tecnoburocrática para un Estado universal, repito, en
el sentido hegeliano, está ya poniéndose. Y ésta es, precisamente, la parte
de razón que puede asistir a Fukuyama y a otros autores cuando retornan a la
idea hegeliana del fin de la historia.
Pero como la
economía, las finanzas y la tecnología no lo son todo, y como las
consideraciones ecológicas tampoco agotan la problemática propia de una
filosofía del Estado, sería, en mi opinión, demasiado precipitado deducir de la
tendencia hacia la que apuntan estos factores que, aunque no estamos en un
Estado universal, vamos a estarlo en los próximos tiempos, digamos en un plazo
de tiempo lo suficientemente razonable como para que los aquí presentes podamos
verlo.
Querría
argumentar a partir de aquí por qué, a pesar de estos otros factores que
apuntan en el horizonte hacia un Estado universal, seguramente no lo veremos,
ni plausiblemente nos conviene verlo.
4. Lo primero
que hay que tener en cuenta es que la tendencia esbozada en los factores
tecnoburocráticos y tecnocientíficos que apuntan hacia un estado
universal contradicen de pleno la noción de un Estado social y
democrático de derecho que es la última forma evolutiva del Estado moderno.
El tipo de
civilización capitalista, industrialista, productivista y consumista que
conocemos (y que desarrollarían aún más los factores tecnoburocráticos y
tecnocientíficos antes mentados que apuntan hacian la globalización y
universalización) choca de pleno con la idea misma de un estado social y
democrático de derecho universalmente implantado.
Lo que apunta
en esos factores es más bien la contrautopía de Huxley que la de Orwell.
Pondré tres
ejemplos para argumentar esta afirmación.
Uno: lo que llamamos
eufóricamente “civilización del automóvil” choca con el dato empírico según el
cual hoy en día el 90% aproximadamente de la población mundial no tiene coche
ni perspectivas de tenerlo en los próximos años.
Dos: lo que
llamamos eufóricamente Estado social y democrático de derecho es una excepción
en el mundo y previsiblemente lo seguirá siendo en los próximos tiempos. A la
ampliación de esta forma de Estado se oponen, muy precisamente, las actuales
políticas llamadas neoliberales imperantes en el mundo al desmantelar el Estado
asistencial donde lo hubo y al garantizar de hecho formas estatales
absolutistas en la periferia.
Tres: la
universalización del modo de consumo y de vida que es hoy característica de los
EEUU, parte de Europa y Japón, y que ha sido el trasfondo del estado social y
democrático de derecho en el marco de nuestra cultura, constituye una
imposibilidad material por razones ecológicas, demográficas y económicas
elementales conocidas por todo científico que se precie.
¿Qué concluir
de ahí? Pienso que otras dos cosas.
Primera: que lo
que estamos llamando universal (lo mismo ahora, cuando nos
referimos al Estado, que ayer, cuando nos referíamos a la Historia universal)
es una abstracción propia de la cultura euronorteamericana que tiende a dejar
fuera de consideración, en lo político y en lo cultural, gran parte del mundo,
la mayoría absoluta de lo que denominamos humanidad.
Y segunda: que
el Estado “universal” que se apunta: o no sería propiamente
universal (de todo el mundo), o no sería un estado social y
democrático de derecho. Tertium non datur.
No ver esto ha
sido el principal error de prognosis como la de Fukuyama en 1990 para el fin de
siglo.
Así pues, si no
cabe en el marco actual de civilización un Estado universal y si la
globalización no puede conducir a un estado social y democrático de derecho
generalmente universalizable, ¿qué es lo que puede caber bajo la expresión
“Estado universal”, tal como ha empezado a emplearse últimamente? En mi
opinión, una de estas tres cosas.
La primera
sería un gobierno mundial basado en la reforma de la ONU como foro
parlamentario de las naciones y en un concepto amplio de democracia con
reconocimiento explícito de las diferencias socioculturales de los países del
mundo (un concepto, por así decirlo, premoderno, aristotélico, de democracia,
como el que se expresa en el libro VI de la Política). Esta
concepción choca, como se ve, con los intereres actuales de los grandes Estados
que hegemonizan la ONU (aunque ya no numéricamente por la incorporación de los
países descolonizados). “De momento”, ha escrito no hace mucho Mario Bettati,
“el foro más importante de la ONU es la cafetería”.
Una segunda
forma de entender el “Estado mundial” sería la renuncia a la vocación
universalista y uniformizadora del Estado moderno en favor de la extensión de
la idea federalista interregional o interterritorial. Esto no
sería propiamente un Estado universal, en la acepción hegeliana, sino más bien
una ampliación federalizadora del estado social y democrático de derecho,
aunque previsiblemente sólo en las áreas del mundo en que, por razones
económicas y culturales, tal cosa es posible. Lo cual implica, en cualquier
caso, el reconocimiento de que debería haber ritmos y momentos distintos en
distintas partes del mundo.
Cualquiera de
estas dos soluciones exige una nueva concepción de las relaciones
internacionales y la elaboración, por así decirlo, de un nuevo derecho
internacional de gentes.
La tercera
forma de entender el gobierno mundial sería la reproposición de la idea
de Imperio en su acepción posmoderna, trilateral (USA, Japón, UE) o,
tal vez cuadrangular, pero, en cualquier caso, no, por tanto, un Estado
universal único, sino varios macroestados con intereses regionales definidos y
delimitados, en competición entre ellos por el mercado mundial, aunque de
acuerdo entre ellos, mediante pactos internacionales, sobre la forma de
intervenir en el resto del mundo.
5. Cuando, al
hablar de Estado, se pasa del plano analítico y prospectivo al ámbito de la
política entendida como ética de lo colectivo, o sea, cuando se quiere ser
sujeto no sólo paciente de la historia que contamos, entonces hay una razón
moral que probablemente muchos de los presentes tendrán in mente:
la idea misma de un Estado universal, único y uniformizador, repugna a la razón
humana por su carácter totalizador.
En un mundo que
ha conocido los Estados totalitarios y autoritarios del siglo XX con vocación
universalista (y que aún tiene memoria de ellos), esta repugnancia es más que
comprensible. Un “Estado universal” sugiere hoy intuitivamente la imagen de un
monstruo como Leviatán formado artificialmente por combinación de todos los
Leviatanes que han existido en la historia de la humanidad: una especie de pez
cornudo de dimensiones enormes, nunca vistas.
Quien aduce
esta razón moral, de origen libertario, frente el Estado universal no debería
olvidar, sin embargo, que las leyes de reproducción y desarrollo de los
monstruos de la naturaleza, como Leviatán, no se rigen por criterios morales.
Quiero decir que un monstruo así podría repugnarnos moralmente y, a pesar de
ello, crecer y desarrollarse contra la voluntad de mucha gente, incluso contra
la voluntad de la mayoría de los humanos. No sería la primera vez que ocurría
algo parecido en la historia de la humanidad, incluso con el consentimiento o
la aprobación de una parte sustancial de la misma.
Por eso la
razón moral tiene que combinarse, en estas cosas, con conciencia y con la
memoria histórica. La combinación de razón moral, conciencia y memoria
histórica frente a la universalización tecnoburocrática del Estado debería desarrollarse,
en este fin de siglo, en una filosofía y una cultura de lo político, que
pusiera los acentos en la recuperación de las tradiciones republicanas y
federalistas y en la elaboración de un nuevo derecho internacional de gentes.
Pero la
recuperación de estas tradiciones (republicanas, federalistas y del derecho
internacional gentes) tendría que rectificar el lado malo de las mismas, la
mayor de sus limitaciones históricas: el etnocentrismo que ha sido
característico de la cultura o civilización de la que nacieron en la
modernidad. Para ello esta nueva filosofìa de lo político no ha de quedarse en
el dato de la globalización de la economía y de la técnica, sino que ha de
conceder la importancia que merecen a otros factores como las crisis ecológicas,
las diferencias culturales, los movimientos migratorios masivos, el choque
entre culturas y el mestizaje.
Mi conclusión
es la siguiente. Lo que hay que universalizar en el próximo futuro no es la
tecnoburocracia, que, por así decirlo, se universaliza sola, sino aquel aspecto
de la función histórica del Estado moderno que los que menos tienen aún pueden
considerar positivo: su papel educativo, formativo, de los de abajo, de los que
menos tienen. Esto último el neoliberalismo, tal como lo conocemos, no
lo hará para todo el mundo. Entre otras razones porque, hablando con
propiedad, lo se llama hoy neoliberalismo si siquiera es
liberalismo.
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