Pedro Castillo ha jugado a todo y al final ha sido
sustituido: siempre careció de estrategia, de una política de alianzas
definida, dando bandazos. Lo ha pagado caro. También el pueblo llano, siempre,
o casi siempre, perdedor.
Perú, crisis de un régimen sin
alternativas
El Viejo Topo
17 diciembre, 2022
No se habla
mucho en España del Perú. De vez en cuando nos llegan (malas)
noticias de conflictos, de muertes. Casi siempre predomina la corrupción y eso
que se llama hoy la anti política. Se nota mucho este juego de
los medios de comunicación que hacen invisibles a determinados países y a otros
le dedican una atención superlativa. Perú, a pesar de todo, es una democracia
de las “buenas”, de las que respetan la economía de mercado, que garantizan y
dan seguridad a las inversiones extranjeras, que favorecen los grandes
beneficios empresariales y, lo mejor de lo mejor, poco controladas y gravadas
por las instituciones estatales.
El intento de
golpe de Estado de Pedro Castillo y su posterior destitución es
presentado como una especie de mal endémico de la sociedad peruana que engarza
inestabilidad y corrupción. La historia es conocida: el expresidente, como
tantos otros, emerge del anonimato y de un día para otro gana en unas
reñidísimas elecciones –apenas 40 mil votos– a Keiko Fujimori. Como tantos
otros, empezaron por la izquierda y terminaron en la nada. Enfrente, una
oposición cerrada, articulada en el Congreso de la República y organizada por
los medios de comunicación. Detrás, la mano cada vez más visible de los grandes
grupos económicos. El problema es siempre el mismo: ¿qué poder tiene el
gobierno de la República?, ¿cuál es su margen real de maniobra?, ¿cuál su
autonomía para hacer política para los comunes y corrientes? Como siempre, para
conocer el presente hay que mirar hacia atrás.
Pedro del Castillo y Gabriel Boric, presidente chileno.
Chile y
Perú siempre han estado (mal) relacionadas. Chile se adelanta siempre y señala
el camino. Ambas repúblicas tuvieron una sólida y aguerrida dictadura; ambas
tuvieron una vocación fundadora; fueron dictaduras constituyentes que cambiaron
la sociedad y la relación entre esta y el Estado. Ambas impusieron el modelo
socio-económico del “consenso de Washington” a la criolla, es decir, hasta sus
últimas consecuencias, por las malas y con espíritu de clase. Es la paradoja
del ordo liberalismo: el orden del mercado debe ser impuesto por el poder
político; no surge espontáneamente de la naturaleza de las cosas. Eso se lo
enseñaron von Hayek y Milton Friedman a Pinochet, hay que frenar
dictatorialmente a la política democrática, limitarla y adaptarla al mercado.
La construcción político-institucional del neoliberalismo necesitaba de una
dictadura soberana que cambiara la sociedad y sus reglas básicas. Sin poder
político no hay liberalismo que valga. Así es la vida más allá de los manuales
sobre el equilibrio general y demás falsedades administradas.
Las diferencias
entre la realidad europea y la latinoamericana no son tantas, pero son
significativas. En su centro está la contradicción entre democracia y
capitalismo. En el lado americano del Atlántico se impuso el neoliberalismo por
la fuerza del poder político-militar y actuaron como regímenes fundacionales.
En el lado europeo se hizo de otra forma más sofisticada y flexible:
deconstruyendo los Estados nacionales y fragmentado la soberanía popular, es
decir, neutralizándola. Los Tratados de Maastricht hicieron
obligatorias para todos los Estados las políticas neoliberales, impusieron
políticas económicas homogéneas para realidades heterogéneas y desligaron
hábilmente la política monetaria de la política fiscal. Conclusión: cuando se
gobierna todos hacen las mismas políticas; todos neoliberales y nadie
representa ya a las clases populares. La extrema derecha busca aquí su nicho
electoral. América Latina es un laboratorio, no es el pasado, es el futuro.
Las
singularidades del modelo peruano tienen que ver, en gran medida, con el
fenómeno de Sendero Luminoso. Pinochet derrotó a la izquierda
y, en muchos sentidos, la transformó. El régimen fujimorista se construyó en el
conflicto militar contra Sendero Luminoso que, es bueno no olvidarlo, aplicó
todas las técnicas de la estrategia anti insurgente de la Escuela de las
Américas, en el marco de la doctrina de la Seguridad Nacional diseñada por los
EEUU y puesta a punto por los militares brasileños. Se impuso una
contrarrevolución que arruinó, no solo el imaginario socialista y de izquierdas
en un sentido amplio, sino que restó fuerza y protagonismo a las propuestas
democráticas y desarrollistas. En definitiva, se construyó desde el poder un
nuevo tipo de sociedad que le dio el protagonismo fundamental a los grandes
grupos económicos, a los oligopolios empresariales y financieros, con una
fuerte presencia del capital extranjero.
Chile y Perú
terminaron por institucionalizar la nueva correlación de fuerzas en sendas
constituciones que tenían vocación de permanencia en sus aspectos
fundamentales. Dicho de otra forma, estaban diseñadas para no ser revisadas ni
reformadas. Las transiciones tenían como objetivo construir un tipo de
democracias que no pusiesen en peligro la correlación de fuerzas creadas por
las dictaduras; la constitución era la garantía del poder y límite al poder
constituyente del pueblo. En eso se está, con pequeñas reformas. Las
constituciones siguen vigentes en su núcleo fundacional; es decir, imponiendo
un modelo socioeconómico que impide políticas democráticas avanzadas, la
defensa y desarrollo de los derechos sociales y ambientales fundamentales y, lo
más importante, el cambio de modelo económico y su matriz de poder.
No es
casualidad que en cuatro años haya habido seis presidentes en Perú. No es
casualidad que Fujimori y Alejandro Toledo estén condenados
y cumpliendo la pena impuesta. No es casualidad que Alan
García se suicidara precisamente para evitar la cárcel y la
ignominia. Ollanta Humala está procesado. Se podría continuar.
¿Inestabilidad del sistema político? Evidente. La pregunta es ¿por qué?
El régimen peruano se vertebra, es bueno repetirlo, por medio de una
constitución (la de Fujimori de 1993) cuyo fundamentos económicos y sociales fueron
diseñados para ser inmutables, permanentes, pétreos. Es la única parte
realmente normativa, todo los demás enunciados son puramente nominales cuando
no meras declaraciones sin contenido jurídico alguno. ¿Quién la garantiza? No
es el tribunal constitucional, no; son los grandes grupos de poder económico,
la oligarquía financiera-empresarial dominante a través de su control
monopólico de los medios de comunicación, de los grupos políticos y de las
bancadas parlamentarias. Esa es la verdadera “constitución material” que
gobierna a la sociedad y al Estado.
Para entender
cómo funciona el sistema político peruano se podría usar la metáfora de un
escenario teatral. La clase política haría de actores solo aparentes; por
detrás y por delante los coros, los dioses que advierten y dirigen. El público
sería el pueblo que hace de espectador interesado de una tragicomedia que tiene
principio, pero nunca fin. La dirección de la obra es colectiva, me refiero a
los medios de comunicación; ellos quitan y ponen, llevan el ritmo y generan los
suspenses y van cambiando el guion según lo que aconsejan unos dioses siempre
todopoderosos. El ejercicio es cruel pero muy eficaz. Es la historia de una
clase política corrupta, inepta y sin proyecto. Cómo saben muy bien los dioses,
la corrupción es el fundamento de la gobernabilidad, el sistema funciona por y
desde la corrupción. La dirección colectiva de la obra señala a los corruptos y
oculta a los corruptores. La trama es casi perfecta: la oligarquía financiera
empresarial corrompe a los políticos y los medios que ellos controlan los
denuncian, los denigran. Lo que se transmite al pueblo-espectador es que la
política no vale para transformar a la sociedad, que la democracia realmente
existente se basa en políticos que tienen intereses propios, que, por
naturaleza, son corruptos y que la política es cosa de políticos. No hay
salvación en lo colectivo, en lo público. La búsqueda del interés individual
nos hará libres y plenos.
Quienes llegan
al gobierno se ven forzado o a pactar con los que mandan y no se presentan a
las elecciones, o a generar dinámicas de movilización, de conflicto y de lucha
social que modifiquen la correlación de fuerzas, en este caso, activando el
poder constituyente del pueblo, fortaleciendo el sujeto popular en torno a un
proyecto alternativo de país. El dilema es trágico: traicionar o perecer, es
decir, o ser cooptado por el poder o ser derribado por él. Pedro Castillo ha
jugado a todo y al final ha sido destituido. Siempre careció de estrategia, de
una política de alianzas definida y se convirtió en prisionero de una de las
redes del poder que nunca consiguió gobernar ni siquiera (re) conocer. Lo suyo
fue un intento desesperado y ciego.
La tragicomedia
sigue. La crisis de sistema es, pues, permanente. La inestabilidad oculta la
“estabilidad” de los que mandan, su enorme poder. Hay un viejo problema, pero
¿cuál? La gente, las clases populares engañadas una y otra vez, siempre
postergadas en sus reivindicaciones básicas, sin voz y sin protección. Donde
hay dominación y explotación siempre aparece, tarde o temprano, la rebeldía, la
insumisión, el conflicto social en un sentido amplio. Los que mandan y no se
presenta a las elecciones ganan de nuevo, una nueva victoria en su larga marcha
de acumulación de riqueza, renta y poder. Pronto se pueden encontrar con
problemas serios. Al final consiguieron echar a Pedro Castillo, esta vez no la
convertirán en derrota popular. En el horizonte asoma Antauro Humala. Un
enemigo a las puertas.
Fuente: Nortes.
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