Inicios del feminismo
KAOSENLARED
9 de noviembre de 2022
Las primeras
feministas que enfocan la posibilidad de una natural equiparación entre ambos
sexos surgirán durante la revolución puritana que inicia dicho proceso y pone
la primera piedra de la Inglaterra moderna que servirá como modelo para los
regímenes democráticos ulteriores. Los puritanos hirieron de muerte a la
monarquía absoluta y afirmaron el derecho de los contribuyentes a elegir a sus
representantes políticos. También establecieron la capaci#dad de cada individuo
de entenderse directamente con Dios sin necesidad del Vaticano. Pero no
admitieron para la mujer otra igualdad que la de rezar a Dios, pero con la
condición de mantener un papel subalterno en la institución eclesiástica, no
muy diferente a la que se le atribuía en el hogar, un terreno en el que más de
dos siglos de feminismo no han sido suficientes para introducir cambios
significativos.
Mucho más allá
fueron los ilustrados, dentro de los cuales surgieron nombres como el de
Condorcet, que llega, casi en solitario, a defender en 1788 (en su obra Ensayo
sobre la Constitución de las Asambleas Provinciales) el derecho de la mujer a
tener una participación en la política en pie de igualdad con el hombre,
derecho que no se hará reali#dad sino casi siglo y medio más tarde. Condorcet
piensa que una segregación de la mujer sería una injusticia contra#ria a la
razón, porque ellas poseen en común con el hombre «la cualidad de seres
razonables y sensibles». A los que aducen falta de instrucción e inteligencia,
de debilidad física de la mujer, Condorcet les responde: “…¿Acaso no hay muchos
representantes populares que carecen de los mismos, a su vez? El buen senti#do
y los principios republicanos excluyen cualquier distinción entre hombres y
mujeres a este respecto. La principal objeción, repetida por todos, es que
abriendo a la mujer la vida política la distraemos de la atención de la
familia. El argumento carece de fundamentos. Ante todo no se refiere sino a las
mujeres casadas, y no todas lo son. En segundo lugar, haría falta, por esta
misma razón, prohibir a las mujeres el ejercicio de cualquier profesión manual
o del comercio”.
Pero la voz de
Condorcet clamaba en el desierto, y la presión antifeminista calará hasta los
hombres más ilustres de la época sin exceptuar a los más radicales y avanzados
de la Gran Revolución como el semianarquista Sylvain Maréchal, compañero de
Babeuf en la insurrección de los Iguales y que se oponía a los derechos de la
mujer. No obstante, las ideas de Condorcet serán retomadas por algunas de las
mujeres que en masa habían sido, en palabras de Michelet, la «vanguardia de la
revolución, en concreto por la líder girondina Madame Roland, por la enrâge
Claire Lacombe y sobre todo, por Olimpia de Gouges que será la inmortal autora
de la primera Declaración de los Derechos de la mujer y la Ciudadana que
proclama, entre otras cosas: “Art. 1º. La mujer nace libre y permanece igual al
hombre en sus derechos. Las distinciones sociales no pueden ser basadas sino en
la utilidad común (…) Art. 4º. El ejercicio de los derechos naturales de la mujer,
no tienen más límites que los que la perpetua tiranía del hombre le ha
impuesto. Estos límites deben de ser reformados por las leyes de la naturaleza
y la razón (…) Art. 6º. La ley debe de ser la expresión de la voluntad general:
todas las ciudadanas y todos los ciudadanos deben concurrir personalmente y por
intermedio de sus representantes a su formación (…) Art. 13º. Para el
mantenimiento de las fuerzas públicas y para los gastos de la administración
los tributos de hombres y mujeres son iguales; ésta participa en todos los
servicios y todas las labores penosas; debe tener pues, la misma parte en la
distribución de los puestos, de los empleos, de los cargos, de la dignidad y de
la industria”.
Vale la pena
decir cuatro cosas sobre estas tres mujeres, comenzando por Mme. Roland, cuyo
nombre de soltera era Jean-Marie de Philipon, estaba casada con un ilustrado
que era el doble mayor que ella. En este matrimonio el hombre fue el astro
menor, tanto que él no pudo sobrevivir la muerte de ella y se suicidó. Antes de
la revolución de 1789, la casa de los Roland fue uno de los centros de la
oposición democrática parisina. Durante el transcurso de ésta, ambos militaron
en el partido de la Llanura, dentro del cual Mme. Roland descolló
particularmente. Sus ideales feministas pueden parecer actualmente como
moderados; Mme. Roland creía que la mujer no se encontraba todavía preparada
para ocupar cargos políticos y de momento se trataba de hacer propaganda por
sus derechos. Michelet vio en ella la mujer radical típica del siglo. Por sus
actividades fue condenada por un Tribunal Revolucionario jacobino que le acusó
de haber “pervertido”a su marido. Tenía treinta y nueve años, y una vez delante
del verdugo Sansón, exclamó con#templando una estatua de la Libertad: “…¡Oh,
Libertad, cuántos crímenes se cometen en tu nombre”.
En cuanto
Claire Lacombe, perteneció a una de las tendencias más radicales de la
revolución. Alejandra Kollontai la llamó “capitana de los arrabales de París” y
destaca su capacidad como oradora y su ferviente republicanismo. Fue una de las
animadoras del “Club de ciudadanas revolucionarias” y participó desde sus
posiciones jacobinas en la mayoría de los grandes acontecimientos
revolucionarios. Alejandra Kollöntai concluye su retrato diciendo: “Rosa Lacombe
fue una mujer que se entregó con alma y vida a la revolución y al mismo tiempo
comprendió que las necesidades de las proletarias, sus exigencias y
preocupaciones tenían que ser una parte integrante e inseparable del movimiento
de trabajadores que comenzaba. No exigía derechos especiales para las mujeres,
pero las zarandeabas para despertarlas y les invitaba a defender sus intereses
como miembros de la clase trabajadora…”.
Mucho más
recordada es Olympia de Gouges que se llamaba en realidad Marie Gouze y había
nacido en 1748 -y no en 1755 como diría ante el Tribunal Revolucionario que la
juzgó-, en Montauban. Su madre era una aventajada modista y su padre
comerciante, pero ella siempre presumió de un origen mucho más ilustre. Llegó
muy joven a París y llevó una vida bastante aventurera. Se sabe que se casó en
1765 con un oficial de Intendencia y que tuvo un hijo, pero su vida libre le
separó de su marido. Tuvo numerosos amantes (entre ellos el novelista
roussoniano y libertino Restif de la Bretonne al que el lector/a quizás
recuerde con el rostro de Jean-Louis Barrault en la película La noche de
Varennes, de Ettore Scola) y ganó una gran fama como mujer ambiciosa. Asistió
con entusiasmo a los primeros tiempos de la revolución que decía que había
esperado durante 15 años. Republicana y feminista apasionada, Olimpie no pudo
soportar los efectos del terror jacobino. Opinó delante de éstos que no se
acababa la monarquía haciendo un mártir del rey y estas palabras la llevaron a
la guillotina. Escribió varias obras de teatro, pero ninguna de ellas mereció,
al parecer, el reconocimiento de la posteridad.
Esta audaces
feministas vivieron intensamente pues los momentos del auge revolucionario y
murió descabezada con la degeneración de la revolución. Representó un adelanto
excepcional de las grandes luchas feministas del siglo XX y reflejó la
incapacidad del modelo más avanzado de revolución burguesa -para integrar los
derechos de la mujer.
Desde el punto
de vista individual sobresalieron muy particularmente dos mujeres de gran
personalidad en este período previo, contemporáneo e inmediatamente posterior a
la Gran Revolución Fran#cesa. Se trata sobre todo de Mary Wollstonecraft, y en
menor grado de Fanny Wrigth, y ambas serían las principales pioneras de los
movimientos feministas inglés y norteamericano y que estarían vinculadas a dos
de los principales representantes del protosocialismo: William Godwin y Robert
Owen. Se puede decir que tanto la una como la otra mantuvieron ideas claras a
favor de la igualdad social.
Dos años antes
de fallecer Mary Wollstonecraft nacía Frances (llamada Fanny) Wright, hija de
escoceses, educada en Inglaterra por unos parientes liberales pertenecientes a
la aristocracia y que sería la principal discípula del gran protosocialista
británico Robert Owen y esposa de su hijo. Cuando era muy joven Fanny estudió
con un gran interés la historia de la revolución norteamericana de 1776, y
siendo todavía una muchacha -pero poseedora de una notable fortuna personal- se
trasladó al Nuevo Mundo. La joven demócrata hizo amistad con el
internacionalista francés Lafayette -que por cierto, también fue amigo de Mary
Wollstonecraft- y conoció a Jefferson, Adams y otros líderes de la revolución
que tanto admiraba. Esta admiración no le impidió ir más lejos que todos ellos
con una cuestión que no habían tenido muy en cuenta: la liberación de los
esclavos negros. Después de haber protagonizado algunos actos de carácter
antirracistas, regresó junto a Lafayette a Europa, donde entró en contacto con
las incipientes ideas socialistas, especialmente con el owenismo cuyo fundador
soñaba con crear en Norteamérica una comunidad industrial basada en el
comunismo. Prendida por esta idea, Mary vuelve en 1824 a los Estados Unidos, y
poco después se decide a vivir junto pero libremente con Robert Dale Owen.
Junto con él promueve el periódico New Harmony Gazette y participa en la
co#munidad de Nueva Armonía, que fracasará poco más tarde. En Nueva York, funda
el Free Enquirer en la misma línea y toma parte de la New York society for Prometing
Communities, un grupo prosocialista en el que militaron los principales
componentes del owenismo norteamericano, Cornelius C. Blatchely, Williarn
Masclure, Paul Brown y Josiah Warren, que más tarde será un notorio
anarcoindividualista. Fanny imprimió al grupo un carácter más activista y sobre
todo un cariz más feminista, llegando el grupo a asumir la reivindicación del
control de la natalidad.
Individualmente
Frances sobresalió sobre todo como una gran agitadora de masas, desplegando sus
actividades como conferenciante de punta a punta del Estado haciéndose famosa y
con ello, amada y odiada. En sus discursos Frances trataba con vehemencia tres
cuestiones centrales: la igualdad racial, la libertades de la mujer y los
derechos sindicales de los obreros, estableciendo constantemente una Simetría
entre ellos. En uno de los actos que protagonizó, afirmó: “Existe una vulgar
creencia de. que la ignorancia de la mujer, al favorecer su subordinación,
asegura su utilidad. Se trata de la misma teoría que escriben en los regímenes
aristocrático los pocos que gobiernan frente a los muchos subordinados, en la
democracia, los ricos frente a los pobres; y en todos los países los
profesionales cultos frente al pueblo.
Su ideario
feminista era en gran medida deudor del de Mary Wollstonecraft, no aporta nada
nuevo, pero lo hizo conocer entre las muchedumbres que le escuchaban. En sus
discursos se dirige habitualmente a los asistentes llamándoles la atención
sobre la escasa presencia de mujeres en la sala y explica que éstas se
encuentran maniatadas por las leyes y las costumbres. Se dirige a los hombres,
clamando: “Maridos y padres, pero es que no os dais cuenta de este hecho! ¿No
comprendéis que la esclavitud de vuestras esposas y bellas mujeres os tiene
cautivados a vosotros? ¿Sois capaces de disfrutar de vuestra imaginada libertad
sin importaros que vuestras mujeres sean siervas mentales? ¡Sois capaces de
disfrutar de los diversos aspectos del saber e imaginar que las mujeres
engañadas e incultas son mejores sirvientes y unos juguetes más fáciles?”.
El progreso
humano, dirá en otra ocasión, no avanzará sino muy despacio con la opresión de
la mujer, opresión en la que no cree que el hombre podía estar interesado. El
hombre no gana nada manteniendo a la otra mitad de la humanidad tonta y
empobrecida, ganará por el contrario, haciéndola copartícipe en la igualdad más
plena.
Con el tiempo,
Francesc fue radicalizando sus posiciones que, como en el caso de Mary
Wollstonecraft, no logró hacer vivir a través de un movimiento aunque sí
sembrar la semilla para que éste surgiera años más tarde. Tomó partido a favor
de los primeros sindicatos obreros norteamericanos que eran bastante radicales
y en 1830 habló de que la sociedad capitalista se basaba en una “guerra de
clases”.
Frances murió
en 1852 sin haber cejado en su militancia solitaria salvo en los últimos meses
de su apasionante existencia. La reacción conservadora la trató muy duramente,
siendo calificada despectivamente, entre otras cosas de “ramera roja de
infidelidad”, pero la que perdurará serán palabras como las que le dedicó otra
avanzada y activa fe#minista y antirracista norteamericana, Ernestine L. Rosse:
“Francesc Wright fue la primera mujer que habló de igualdad de los sexos en
este país. La tarea que tenía ante sí era ciertamente ardua. El ambiente no
estaba en absoluto preparado para ello. Tenía que empezar por romper el muro
del conservadurismo, tan endurecido por el tiempo, y su recompensa era
previsible -la misma recompensa que se otorga a los que constituyen la vanguardia
de cualquier movimiento. Fue objeto del odio, de la calumnia, de la
persecución, por partir de la gente. Pero eso no fue lo único que recibió.
¡Ah!, tuvo también el premio -un premio que ningún enemigo podía arrebatarle
que ningún calumniador podía desprestigiar-, el eterno premio de saber que
había cumplido su deber; el premio que supone el tener la conciencia tranquila;
el premio de saber qué había tratado de beneficiar a las generaciones futuras…”
“En el mundo moderno, muchos cristianos se han inclinado a adjudicar la
mayor parte de sus críticas, no sólo por la actitud enfermiza ante el sexo,
sino también por el sometimiento de las esposas a sus maridos en el pensamiento
y la práctica del cristianismo primitivo, a la peculiar psicología de san Pablo,
quien, naturalmente, se habría visto profundamente influido por su piadosa
educación judía (sobre la cual, véase Hechos, XXII.3), y concebible también por
el hecho de que en Tarso, su ciudad natal, las mujeres llevaban velo en público
(Dión Crisóstomo, XXXIII.48-49). Debo dejar bien claro, por lo tanto, que, en
realidad, el sometimiento de la mujer al marido formaba parte de la herencia
recibida por el cristianismo del judaísmo, incluyendo necesariamente (como
veremos) una absoluta concepción del dominio del marido, que realmente
intensificó el cristianismo. Se trata de una cuestión muy importante sobre la
que hay que hacer hincapié. En los días que corren, en que la mayoría de los
cristianos veneran el Antiguo Testamento mucho menos de lo que lo hacía la
iglesia primitiva, y ya nadie, como no sean los fundamentalistas más ignorantes
y beatos, se toma en serio y literalmente los primeros capítulos del Génesis,
tal vez tengamos que hacer un gran esfuerzo para acordarnos de tres rasgos que
aparecen en el relato de la creación del hombre y la mujer, y de la “Caída” y
sus consecuencias, que hace el Génesis, 11-111, y que los cristianos mas
ilustrados prefieren muchas veces olvidar. 1. En primer lugar, y ello es de la
mayor importancia por su influencia práctica en el matrimonio cristiano,
tenemos el hecho de que, en Gén., 111.16, el propio Dios proclama la autoridad
o señorío del marido sobre la mujer. En el paganismo griego y romano no existía
ninguna sanción religiosa de ese estilo del dominio del varón…Un pasaje de
Josefo nos hace ver explícitamente la inferioridad de la mujer respecto al
marido «en todos los aspectos», según la Ley judía. «Así, que esté sometida
[hypakouetis] , no para humillarla, sino para que se la pueda controlar
[archetall, pues Dios le dio el poder [kratos] al marido» (C. Apión, 11.201).
Se sospecha de la existencia de alguna interpolación, pero, en cualquier caso,
este pasaje constituye una buena descripción de la situación de la casada judía
del siglo I (véase, e.g. , Baron, SRHJ, 112.236). Filón utiliza un lenguaje más
fuerte que el de Josefo: en Hypoth, 7.3, dice que en la ley judía, “por su
opinión de que tienen que rendir obediencia en todos los terrenos», las casadas
han de «ser esclavas» de sus maridos, y utiliza e mismísimo verbo ouleuein.
Creo que debe#ría aprovechar esta oportunidad para mencionar simplemente un
pasaje de lo más desagradable de Filón, en el que justifica el que los esenios
se abstuvieran del matrimonio basándose en que las esposas son desagradables
por muchos motivos, así como una fuente de corrupción. Me freno para no
reproducir su invectiva: Hypoth. , 11.14.17…” (G.E.M. de Ste Croix, La lucha de
clases en el mundo antiguo griego, ed. Citada; 132).
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