Por primera vez en décadas la inflación desbocada se ha convertido en
una de las preocupaciones dominantes en todos los ámbitos de la sociedad,
afectando duramente a las capas más empobrecidas. ¿Puede considerarse como una
coartada perfecta?
Inflación, la coartada
perfecta (1)
El Viejo Topo
28 mayo, 2022
“Los
datos son negocios. Los datos son políticos. Y eso es particularmente
pertinente en el caso de la inflación, porque las inflaciones son polémicas.
Generan ganadores y perdedores. Por eso nos preocupamos por la inflación. Las
cifras de inflación no son meramente descriptivas. Forman parte de la economía
política del proceso que describen”
Adam
Tooze
“Voy detrás de
los niños todo el día apagando la luz y después de los dos facturones que
llegaron en invierno, en marzo dije que no podíamos poner la calefacción. Hubo
días de mucho frío, pero no la encendimos y le ponía al pequeño el pijama, el
‘body’ y el polar en casa porque es que si no, no llegábamos a la primavera.
Nos ha roto el invierno”. La angustiosa declaración corresponde
a Estefanía, una joven trabajadora con dos hijos cuya pareja está en paro.
Por primera vez
en cuatro décadas, la inflación desbocada se ha convertido en los últimos meses
en una de las preocupaciones dominantes en todos los ámbitos de la sociedad,
afectando duramente a las capas más empobrecidas. La angustia de Estefanía no
es ni mucho menos un hecho puntual. Según el propio BCE, el presunto guardián
de la estabilidad de precios, la situación es grave, especialmente para las
clases populares: “La alta inflación actual perjudica especialmente a los
hogares con rentas más bajas porque los artículos con tasas de inflación muy
altas, como la energía y los alimentos, constituyen una parte comparativamente
grande de la cesta de consumo”.
El súbito
encarecimiento del coste de la vida dificulta enormemente la subsistencia
cotidiana de millones de personas en una economía global “pospandémica”
aquejada de niveles inéditos de desigualdad y de tasas de pobreza impactantes.
Una situación que puede devenir explosiva -una de las causas del inicio de la
Primavera Árabe de 2011 en Túnez y Egipto fue la brusca elevación de los
precios de los alimentos- en el depauperado y expoliado Tercer Mundo:
“El índice mundial de
precios de los alimentos se encuentra en el nivel más alto jamás registrado.
Golpea a los pueblos que viven en Oriente Medio y el Norte de África, una
región que importa más trigo que ninguna otra. Incluso con las subvenciones del
gobierno, los habitantes de Egipto, Túnez, Siria, Argelia y Marruecos gastan
entre el 35% y el 55% de sus ingresos en alimentos”
Sin embargo,
desde los cenáculos del poder se trata de transmitir una imagen de calma tensa:
el discurso oficial afirma que se trata de un brote agudo pero transitorio,
producto de una “tormenta perfecta” provocada por la “conjunción astral” de
varios shocks exógenos, intensos pero fugaces: el súbito volcado al consumo de
la demanda embalsada durante la parálisis pandémica (la tasa de ahorro de los
hogares españoles se redujo en un 13% en el cuarto trimestre de 2021); la
intensa dislocación de las cadenas de suministros generada por los recurrentes
cuellos de botella en los flujos comerciales globales y la enorme convulsión en
los suministros energéticos, minerales y alimentarios sobrevenida a raíz de la
guerra en Ucrania.
Ninguna
conexión por tanto, según el relato dominante, entre la inflación disparada y
la devastación ambiental o el agotamiento acelerado de los pilares
energético-materiales de nuestra sociedad depredadora, ni tampoco con las
graves falencias estructurales que afectan a la espasmódica reproducción de
capital desde hace décadas. Se trata únicamente de un sobresalto, grave pero
accidental, en el “imparable” retorno a la senda de crecimiento tras el shock
pandémico. Los “cisnes negros” de la guerra y la pandemia serían los únicos
culpables de la brusca aceleración de la inflación de precios y de los peligros
que se ciernen sobre la ansiada “vuelta a la normalidad”: agudo empobrecimiento
de la población, con el consiguiente riesgo de recesión debido a la contracción
del consumo; endurecimiento de la política monetaria y subida inminente de los
tipos de interés, incrementando el riesgo de un súbito colapso de la colosal
montaña de la deuda global; pánico de los ahorradores y rentistas, que asisten
impotentes a la depreciación de sus “capitalitos”, y el resto de jinetes del
Apocalipsis que desencadena la “bestia” inflacionaria (”el peor de los males
que puede aquejar a una sociedad”, Milton Friedman dixit).
Mientras tanto,
los gestores de la fábrica de dinero -la cúspide del poder global, coronada por
la Reserva Federal y su billete verde- contienen la respiración atribulados
ante una coyuntura que genera la peor de las pesadillas a los celosos
“guardianes de la estabilidad de precios”: el espectro de la inflación
desbocada acechando por el horizonte. El desconcierto y los vaivenes son
continuos y las nerviosas invocaciones a la transitoriedad y excepcionalidad
del momento de las prudentes “palomas” se alternan con los amenazadores
augurios de los “halcones”, partidarios de endurecer drásticamente la política
monetaria, en una pugna simulada que no logra ocultar la incapacidad del
discurso dominante de dar cuenta del inusitado fenómeno.
Michael
Roberts describe la
desorientación de la ortodoxia: “La teoría económica dominante está
‘desconcertada’. De hecho, el miembro de la junta del BCE Benoît Coeuré comentó
recientemente: ‘La teoría económica está luchando con la teoría de la
inflación. Los agregados monetarios y el monetarismo han sido abandonados y con
razón. Las explicaciones de holgura doméstica (la curva de Phillips) han sido
atacadas pero todavía sobreviven mal que bien’. Y Janet Yellen, ex presidenta
de la Reserva Federal de EEUU comentó: ‘Nuestro marco para comprender la
dinámica de la inflación podría estar ‘mal definido’ de manera fundamental’”.
Un botón de muestra del grado de sofisticación esotérica de la cruzada
antiinflacionaria de los money makers lo representa el hecho
de que la teoría dominante está basada principalmente en las evanescentes
“expectativas de inflación”, es decir, en hipótesis especulativas sobre el
comportamiento futuro de los agentes. Como resumía Ben
Bernanke, gobernador de la FED en plena vorágine del cataclismo de 2008: «un
prerrequisito esencial para controlar la inflación es controlar las
expectativas de inflación». Estamos sin duda en buenas manos.
Tampoco es
ajena a tamaño desconcierto la manifiesta impotencia de las herramientas
habituales antiinflacionarias de la banca central -restricción de liquidez al
sistema financiero y elevación brusca de los tipos de interés- ante la convulsa
coyuntura actual. Con los precios de los alimentos y de la energía disparados
por el shock de oferta agudizado por la guerra en Ucrania -al que no es en
absoluto ajeno el peak everything de energía y materiales que
se agrava vertiginosamente a medida que el capitalismo desbocado choca con los
límites biofísicos del planeta- los cancerberos del capital financiero se
debaten entre Escila y Caribdis: obedecer inmediatamente su sagrado mandato
antiinflacionario, retirando la política monetaria expansiva implantada masivamente
tras el shock pandémico, con el riesgo de provocar una aguda recesión -la
política monetaria es totalmente ineficaz ante los shocks de oferta, incluso
tiende a agravarlos al destruir miles de empresas zombis endeudadas hasta las
cejas reduciendo la oferta de productos y servicios e incrementando los
precios-, o esperar impávidos a que se calmen las aguas, apelando a la
transitoriedad del fenómeno, sin tomar medidas demasiado drásticas para no
truncar la ansiada recuperación mientras los índices de precios escalan a
niveles intolerables.
Como mandan los
cánones, el capo di tutti capi de Wall Street ya ha marcado el
camino a seguir emprendiendo con decisión el endurecimiento de la política
monetaria. Su lacayo de Frankfort, siempre más premioso e indeciso, no tardará
en seguir la misma senda. Recordemos que el único mandato del Banco Central
Europeo es un objetivo de inflación alrededor de un 2% y la cifra mágica ha
sido largamente desbordada en los últimos meses: actualmente se halla en un
impactante 7,5%, récord histórico desde el inicio de la circulación de la
moneda única en 2002, desbordando una vez más los sistemáticamente fallidos
pronósticos de los gurús de la criatura de Frankfort.
Ante esta
situación de emergencia permanente en la que se halla el capitalismo
espasmódico y el cúmulo de confusionismo imperante, se agolpan los
interrogantes:¿cuáles son las causas reales del desbocado aumento de los
precios que presenciamos actualmente? ¿Se trata de un brote agudo pero breve o
estamos ante un cambio de paradigma en relación con la época de inflación
contenida de las últimas décadas? ¿Cuáles serían, en definitiva, las razones de
fondo que subyacen a la proclamación de la “estabilidad de precios” como primer
mandamiento de las políticas neoliberales y como objetivo prioritario de la
política monetaria de la banca central moderna?
La coartada perfecta
«La
inflación es una enfermedad, una peligrosa y a veces fatal enfermedad que, si
no es controlada a tiempo, puede destrozar una sociedad»
Milton
Friedman
«La
inflación es como un ladrón en la noche»
William
McChesney Martin, gobernador de la Reserva Federal
No existe
concepto más neurálgico en el núcleo de la ideología económica dominante en el
último medio siglo que el de la omnipresente lucha contra la inflación. El
“ladrón en la noche” deviene el hilo conductor que recorre todos los estratos
de la ortodoxia teórica y del discurso político y mediático de los, como le
gustaba decir a Marx, «espadachines a sueldo» del capital.
En el capítulo titulado «¿Cómo curar la
inflación?» de su exitosa serie televisiva «Libre para elegir», el gurú
neoliberal Milton Friedman se recrea, apareciendo repetidas veces con la
impresora de billetes en la cámara acorazada de la Reserva Federal, en la idea
del dinero como stock, que se vuelca irresponsablemente a la economía por el
gobierno despilfarrador provocando inflación –«el peor de los males»– y miseria
rampantes. Recordemos asimismo la célebre metáfora de
Marshall, uno de los padres fundadores de la ortodoxia económica, que
representa la esencia de la superchería dominante acerca del dinero-lubricante,
con funciones meramente circulatorias de facilitador de los intercambios: «Una
máquina no puede funcionar a menos que se engrase, de lo que un novicio pudiera
inferir que cuanto más aceite se ponga mejor funcionará, pero, en realidad, si
se pone más aceite del necesario la máquina quedará obstruida».
A partir de
esta concepción mitológica del dinero como mero lubricante de los intercambios
-en realidad, el 95% del dinero circulante es deuda creada del puro aire por la
banca privada para la financiación de la acumulación y de las colosales
burbujas de activos-, la “teología” económica edifica un monumental corpus
teórico en aras de legitimar la embestida furibunda contra el Welfare State y
las condiciones de vida de la clase trabajadora del último medio siglo. El
monetarismo de Friedman -”una maldición terrible, un conjuro de espíritus
malvados”, en la horrorizada descripción de Nicholas Kaldor- es la
pseudoteoría que sirve de legitimación al encarnizamiento terapéutico
neoliberal y la cruzada inflacionaria deviene la coartada perfecta para
aplicar manu militari las políticas impopulares necesarias para
restablecer la tasa de ganancia del capital en los países centrales tras la
crisis de los años 70.
El golpe contra
las finanzas públicas y la consumación del “austericidio” son los daños
colaterales de la aplicación de los mandamientos supremos de la gobernanza
neoliberal: la banca central “independiente” -que deja a los estados
«soberanos» postrados a los pies de los caballos de los despiadados mercados
financieros-; los ajustes fondomonetaristas, que aplicaron el torniquete de la
deuda externa y el fórceps de la apertura de capitales a través del llamado
Consenso de Washington contra los infortunados pueblos del Tercer Mundo,
y, last but not least, la destrucción de los sindicatos de clase y
de las organizaciones antagonistas del movimiento obrero fordista, en aras de
exacerbar la sobreexplotación y la precarización laborales, imperiosamente
necesarias para el abaratamiento de la fuerza de trabajo que exigía la pertinaz
crisis de rentabilidad del capital.
Para comprender
la obsesión inflacionaria es por tanto imprescindible leer el “subconsciente”
al discurso dominante para percibir que no se trata en absoluto de un mero
expediente técnico, cuya manipulación en manos de expertos es necesaria para
restablecer los equilibrios económicos alterados, sino de la envoltura
tecnocrática del ejercicio del poder de clase del capital en su época
crepuscular. La continua invocación del miedo a la bestia inflacionaria ha
sido, en definitiva, la coartada perfecta del modelo vigente, la excusa ideal
para destruir la función redistributiva del Estado y para otorgar sustrato
pseudocientífico al sacrosanto mandamiento de las políticas de austeridad y de
la agresión antiobrera. Como en la fábula de «Pedro y el lobo», la continua
apelación al espectro inflacionario -durante décadas, los oráculos de la banca
central han errado sistemáticamente en sus intentos de alcanzar su sagrado
“objetivo de inflación”- ha servido de coartada a la aplicación del
encarnizamiento terapéutico neoliberal, pero cuando el “ladrón en la noche” ha
hecho realmente acto de presencia con estrépito, los cancerberos de la
estabilidad de precios estaban totalmente desprevenidos.
Moreno describe la agenda
oculta del culto al tótem inflacionario:
«El control de
la inflación ha sido la trampa del modelo económico vigente. Y, como muestra de
ello, basta revisar los datos de la distribución del ingreso en todos los
países que han seguido la norma: en todos se ha ampliado la brecha entre ricos
y pobres, con la omnipresente coartada del cuidado de los precios».
Así pues, para
comprender cabalmente el marco histórico-político en el que se desarrolla la
cruzada inflacionaria es necesario abandonar las supercherías del discurso del
capital y ampliar el foco para iluminar los procesos reales que propulsan la
desigualdad y el empobrecimiento rampantes de las clases populares. ¿Realmente
representa el brote inflacionario en curso el factor clave para explicar el
deterioro del poder adquisitivo de las clases populares o existen otros ámbitos
ocultos donde se desarrolla desde hace décadas la expropiación imparable de los
medios de subsistencia de los que dependen únicamente de la venta de su fuerza
de trabajo? O, dicho de otro modo, ¿qué es lo que ocultan y cuáles son las
consecuencias reales de las políticas neoliberales aplicadas por la dirigencia
capitalista con la coartada de la cruzada inflacionaria?
Fuente: Blog del autor Trampantojos
y embelecos.
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