Tal día
como hoy de 1882 fallecía el gran naturalista inglés Charles Darwin. Su
extraordinaria perspicacia le permitió entender lo que la genética puede hoy
contar con un nivel más profundo de detalle: la marca del humilde origen del
linaje humano.
¿Moisés o Darwin?
El Viejo Topo
19 abril, 2022
La revolución
darwiniana trastorna totalmente las ciencias de lo vivo. Pese a las
controversias que genera durante la segunda mitad del siglo XIX, da un
fundamento científico a la idea de evolución. Permite a algunos condenar al
finalismo y al creacionismo, que de todos modos conservan sus defensores,
principalmente en la Iglesia. Contrariamente a la monumental dialéctica
hegeliana, Charles Darwin (18091882) convierte a la evolución en una idea
concreta y efectiva. Demuestra que la variedad de organismos no proviene de un
acto de creación separado, sino del largo trabajo de la selección natural.
Invirtiendo la concepción finalista tal como la expresa Bernardin de
Saint-Pierre en Las armonías de la naturaleza (1815), y sobre
todo contra el viejo naturalismo fijista de Linneo, y contra el creacionismo
adaptado a los fósiles de Cuvier, Darwin reconcilia a la naturaleza con su
diversidad. Comienza por destacar la manifestación regular de variaciones
biológicas de una generación a otra en el seno de una misma especie. Fijándose
en los criadores de ganado, que se sirven de estas variaciones para reproducir
exclusivamente a los animales dotados de las mejores cualidades, Darwin
constata que llegan a obtener, al cabo de unas cuantas generaciones, unos
animales con unas características muy alejadas de las de sus respectivos ancestros.
El sabio inglés comprende entonces que el hombre no hace más que imitar a la
naturaleza para satisfacer sus necesidades. En efecto, en estado natural, se
opera una selección semejante entre los individuos de una misma especie, según
se vean favorecidos con caracteres favorables a su supervivencia, y por tanto a
su reproducción, o no. A diferencia de la selección artificial de los hombres,
que modifica las características por un interés práctico, la selección natural
solo actúa en el sentido del desarrollo máximo de la especie. A escala
geológica, este movimiento de selección de los individuos más aptos se repite
incansablemente y conduce a divergencias cada vez más grandes entre los seres.
Las diferentes características perceptibles en un momento dado entre los
organismos son fruto de pequeñas variaciones pasadas que se intensifican en
función de la ventaja que otorgan para la supervivencia. El proceso de
selección natural no es pues ni un mecanismo azaroso y ciego, ya que responde a
las necesidades de desarrollo de los seres, ni una providencia misteriosa,
porque son los propios seres vivos los que exploran sus propias posibilidades.
Darwin expone
el conjunto de su teoría en 1859, en El origen de las especies por
medio de la selección natural o la preservación de las razas favorecidas en la
lucha por la vida. Se basa en una serie de trabajos científicos que
ponen en práctica un nuevo enfoque del tiempo en la naturaleza. Jean-Baptiste
Lamarck (1744-1829) se opone, desde 1809 a la doctrina fijista en su Filosofía
zoológica. Provoca un escándalo al afirmar que las especies se transforman
bajo la influencia de sus condiciones de vida y de su medio. Por otra parte, la
geología hace importantes progresos con Charles Lyell (1797-1875), que
demuestra en sus Principios de geología (1830-1833) que en lo
sucesivo hay que contar en miles de millones de años el lapso de tiempo
transcurrido entre cada capa estratigráfica. Al mismo tiempo, los geólogos
descubren cada vez más fósiles, justamente situados en esas capas muy antiguas
de la corteza terrestre. La paleontología experimenta entonces un gran impulso,
especialmente con Edward Forbes (18151854), Heinrich Bronn (1800-1862) y Louis
Agassiz (1807-1973). La teoría de la evolución viene a coronar ese movimiento
de cuestionamiento de los descubrimientos, aportando una ley general válida
para la totalidad del mundo vivo.
Aún cuando el
darwinismo es adoptado por cada vez más científicos a lo largo del siglo
XIX, provoca vivas controversias en todos los medios, particularmente entre
quienes ven en él un atentado a sus creencias. Para los partidarios del
darwinismo, la defensa de la teoría es también una ocasión para darlo a conocer
ampliamente. Thomas Huxley (1825-1895), especialista en anatomía comparada, es
uno de sus primeros representantes ingleses. Este sabio redacta varios ensayos
para divulgar las teorías de Darwin y extraer de ellas tesis filosóficas[1].
Funda una sociedad secreta que reúne a las grandes figuras del evolucionismo.
Entre ellos se encuentran, por ejemplo, el filósofo Herbert Spencer
(1820-1903), o también John Tyndall (1820-1893), autor de una teoría del
movimiento de los glaciares que desencadena una controversia con los teólogos
sobre la edad de la Tierra. En Alemania, Arnold Dodel (18431908), profesor de
botánica en la Universidad de Zurich y vicepresidente de la Liga de los
Librepensadores Alemanes, toma partido contra la influencia de los religiosos
en las escuelas públicas. En una conferencia, publicada más tarde bajo el
título ¿Moisés o Darwin? (1889), exige la separación de la
enseñanza religiosa de las escuelas. Según él, es absurdo enseñar al mismo
tiempo a los niños ‘cuentos’ de hace treinta y cinco siglos y a los estudiantes
la teoría de la descendencia de Darwin. Las ciencias naturales han de permitir
unificar la verdad enseñada en todo el sistema educativo. El más celebre de los
defensores del darwinismo en Alemania es el biólogo Ernst von Haeckel
(1834-1919). Al margen de sus investigaciones, organiza conferencias y publica
varios ensayos para hacer accesible al público la idea de la evolución. Siempre
con pasión, como testimonia el título polémico de uno de sus textos, ¡El
hombre no viene de Dios, sino del mono![2], Haeckel
combate el dogmatismo religioso en nombre de un cierto liberalismo científico.
Hasta finales del siglo, y aún después, los darwinianos deben luchar con la
oposición clerical; en 1905, durante una de sus conferencias, Haeckel demuestra
que el combate no ha terminado:
[…] El gran
charlatán que reside en el Vaticano es el enemigo mortal de la ciencia libre y
de la enseñanza libre tal como se practica en las Universidades alemanas
(Haeckel s.f. b [1905]: 40).
Los argumentos
de los adversarios del darwinismo[3] desbordan
a menudo el campo de los hechos y de la observación. Recurren a consideraciones
filosóficas y religiosas, que obligan a sus contradictores a pronunciarse sobre
la materia. Ahora bien, estos últimos, aunque estén de acuerdo en cuanto a la
teoría científica, están lejos de sostener tesis filosóficas idénticas. Por
ejemplo, mientras Huxley y Tyndall se definen como agnósticos, Haeckel se dice
monista. Para los primeros, el en sí de las cosas es inaccesible, lo que impide
saber si existe una sustancia inmaterial, mientras que para el segundo lo
divino está en todas las cosas como la suma de todas las fuerzas naturales. En
cuanto al propio Darwin, aunque rechaza el dogma de una creación separada de
los seres vivos, deja entender que las leyes de la naturaleza, incluidas las de
la selección natural, fueron impuestas a la materia por una trascendencia a la
que denomina el ‘Creador’[4].
El darwinismo no conduce necesariamente a un solo tipo de filosofía ni, con mayor
razón, al materialismo. Pero lleva a todos los que lo apoyan a rechazar el
creacionismo tradicional. Puede entones servir de punto de apoyo para la
constitución de una corriente materialista.
La teoría de la
evolución provoca un gran escándalo en las sociedades europeas porque alcanza
de manera brillante las primeras pruebas para dar una respuesta científica a la
cuestión del comienzo de la vida. Con ello aporta un argumento suplementario
para aquellos que quieren acabar con la idea de trascendencia.
Notas:
[1] Especialmente en las numerosas traducciones francesas de sus
obras: Del lugar del hombre en la naturaleza (1868), Las
ciencias naturales y los problemas que ellas hacen surgir (1877), La
evolución y el origen de las especies (1892), Ciencia y
religión (1893).
[2] El título es engañoso; Haeckel no afirma aquí que el hombre sea un
descendiente del mono actual, como interpretan a menudo los antidarwinianos
para descalificar la teoría (como S. Wilbeforce, el obispo de Oxford que ataca
a Huxley). Haeckel escribe efectivamente que el hombre tiene ‘ancestros muy
pitecoides’ y que “[…] ninguno de los antropoides vivos puede ser considerado
como un ancestro directo de la especie humana” (Haeckel 1933 [s.f.]: 26)
[3] Veremos una muestra de ello en la sección sobre el antimaterialismo
en el siglo XIX.
[4] Especialmente en la conclusión de El origen de las especies,
donde se comprende que el anticreacionismo darwiniano se detiene cuando se
plantea la cuestión del origen en última instancia.
Fuente: Cuarto apartado de la sección 2ª del Capítulo 8º del libro de
Pascal Charbonnat Historia de las filosofías materialistas.
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