Hoy se
cumplen tres años del fallecimiento de Josep Fontana. Maestro en el pensar
históricamente, profundo estudioso, trabajador infatigable y marxista
comprometido, lo recordamos con este breve y agudo texto sobre el papel actual
de los sindicatos.
¿Qué es el movimiento obrero?
El Viejo Topo
28 agosto, 2021
A comienzos de
junio un lector de La Lamentable me pidió que explicara qué
entiendo por movimiento obrero. Si se tratara de una sencilla definición,
bastaría con decir que pienso que es la acción coordinada de quienes viven de
un salario el cual ganan con su trabajo (no necesariamente «manual», como dice
el Diccionari del IEC). Pero supongo que la demanda de
aclaración iba más lejos.
Como
historiador le diría que el movimiento obrero organizado en sindicatos nace en
Europa en la primera mitad del siglo XIX (en Cataluña, en 1840) y que de su
acción ha dependido la mayor parte de los avances sociales que se consiguieron
en los siglos XIX y XX, desde la limitación de las jornadas de trabajo o el
salario mínimo, hasta el sistema de pensiones: avances de los cuales no sólo se
han beneficiado los trabajadores, sino el conjunto de la población. Sin la
fuerza negociadora de los sindicatos nunca habría habido «Estado del
bienestar».
Un trabajo de
Colin Gordon, del Economic Policy Institute, muestra cómo en Estados Unidos se
produjo una paulatina mejora de los ingresos medios de las capas populares
entre 1945 y 1978, al mismo tiempo que crecía la afiliación a los sindicatos y
que éstos ejercían su papel moderador, no sólo en la negociación de los
salarios, sino en cuestiones de política que beneficiaban a todos. En nuestro
país, por ejemplo, sin la fuerza que alcanzaron los sindicatos clandestinos
durante el franquismo, no habría habido «Transición». Fue el temor a su
capacidad de movilización lo que obligó a los herederos del franquismo a negociar
con los partidos de izquierda (que luego se encargaron, a su vez, de traicionar
a los sindicatos… pero esta es otra historia).
El problema es
que desde mediados de los años 70, cuando políticos y empresarios se
convencieron de que no había ningún temor a una subversión revolucionaria del
orden establecido, se rompió el pacto que había mantenido la paz social en
estos años y se inició la lucha a muerte contra los sindicatos: una lucha
iniciada por la señora Thatcher en Inglaterra y por el presidente Ronald Reagan
en Estados Unidos, pero que no tuvieron inconveniente en continuar después sus
sucesores «de izquierda», como el famoso «trío de la benzina» que integraron
Bill Clinton, Tony Blair y Felipe González, inventores de un socialismo
pasteurizado.
La lucha fue
implacable en Estados Unidos, donde puede considerarse que el sindicalismo ha
desaparecido de las empresas privadas y sólo continúa entre los trabajadores
públicos (policías, bomberos, enfermeras, maestros, etc.), ferozmente atacados
por políticos conservadores republicanos (y abandonados por los demócratas), lo
cuales han conseguido, por ejemplo, que los votantes populares crean que los
trabajadores sindicados son unos privilegiados, que gracias a los sindicatos
que les defienden tienen mejores sueldos, unas pensiones aseguradas y cuentan
con más seguridad de no ser echados arbitrariamente a la calle.
En casos
concretos, por ejemplo en lo que se refiere a la escuela, todo esto sirve para
atacar a la enseñanza pública, alegando que es de mala calidad porque los
sindicatos impiden que se echen a los malos maestros, y que lo bueno son las
escuelas concertadas, o privadas, donde los directores pueden deshacerse sin
ningún impedimento de los profesores que les estorban (huelga decir que en
estas condiciones resulta muy fácil asegurarse que los maestros no enseñan nada
que estimule el pensar). Por decirlo literalmente: el apartado sobre educación
que el Partido Republicano de Texas presenta de cara a las elecciones de este
año, dice explícitamente que se opone a que se enseñen métodos de pensamiento
crítico que tienen como finalidad «poner en duda las creencias establecidas de
los estudiantes y minar la autoridad de los padres». De pensar por su cuenta,
nada.
En Estados
Unidos, por lo menos, la política de aniquilación de los sindicalistas es
brutal, pero no sangrienta. En otros lugares las cosas se hacen sin tantos
miramientos. En la Colombia del presidente Uribe, amigo estimadísimo de Estados
Unidos, fueron asesinados 2.515 dirigentes sindicales desde 1986. No
exactamente por motivos políticos, sino para realizar una «reforma laboral». La
compañía bananera norteamericana Chiquita Brand, por ejemplo, no tuvo
inconveniente en reconocer en 2007 «que había pagado y armado a grupos
paramilitares colombianos que asesinaron a dirigentes sindicales, organizadores
sociales y trabajadores de sus plantaciones».
Estados Unidos
no ha condenado estas prácticas de sus amigos colombianos, como tampoco lo
hacen hoy en Honduras, donde hay tropas norteamericanas que se supone se ocupan
de la droga, mientras que en los dos últimos años ha habido por lo menos 43
asesinatos de dirigentes sindicales y campesinos. No sería lógico, por otra
parte, que se opusieran a ello, cuando ha habido antecedentes que justifican su
tolerancia. El 20 de septiembre de 1995 el Senado de Estados Unidos reconoció
lo siguiente: «Hay una evidencia considerable que en 1981 un escuadrón de la
muerte del ejército de Honduras fue creado con el conocimiento y la asistencia
de Estados Unidos […] y llevó a cabo una campaña sistemática de secuestros,
torturas y asesinatos contra supuestos subversivos, que no eran sino
organizadores sindicales, activistas de los derechos humanos, periodistas,
abogados, estudiantes y profesores. La mayor parte de ellos estaban asociados a
actividades que serían legales en cualquier democracia».
Es cierto que
estamos en unos momentos en que los sindicatos dan cada vez menos miedo, y son
por lo tanto menos eficaces en la tarea de moderación de la ola de explotación
que padecemos. Sin embargo, defenderlos significa defender la continuidad de
unos derechos sociales que ellos son entre los pocos en defender: derechos que
se ganaron en dos siglos de luchas sociales, en las cuales fueron muchos
quienes se jugaron la libertad y la vida, para ellos y para quienes vinieran
detrás, y que hoy nos están siendo arrebatados día a día.
No es que yo me
haga ilusiones de que puedan recuperar su antigua fuerza y enderezar el camino
que nos lleva al desastre. El enemigo aprende los métodos de quienes se le
oponen y acaba consiguiendo neutralizarlos; pero mientras sea posible, su
resistencia nos ayuda a todos. Muy importantes han de ser los sindicatos cuando
sus contrincantes están dispuestos a llegar incluso al asesinato para
liquidarlos.
La gran lección que deberíamos aprender es que ninguna ganancia social nos ha sido regalada, sino que todas se han conseguido luchando. Si la fuerza de los sindicatos flaquea, habrá que organizar nuevos movimientos sociales que inventen nuevas formas de acción para oponernos al desguace de nuestros derechos y evitar que nos lleven otra vez a un mundo de señores y siervos. Que es por este camino por donde van las cosas.
Fuente original: «Què és el moviment obrer?», La
Lamentable, 11 julio 2012, traducido por Jordi Domènech
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