El poli bueno y el poli malo del capitalismo
Fuentes: Black Agenda Report
Por Gabriel Rockhill | 12/12/2020
Rebelion
12.12.2020
Traducido para Rebelión por Paco Muñoz de Bustillo
Los modos fascistas
de gobernanza están presentes en el así llamado orden liberal mundial.
“En
la actualidad hay un Estado [EE.UU.] que ha dado al menos los primeros pasos
hacia un mejor orden mundial” – Adolf Hitler, 1926
“Dadle
a Franco una capucha y será un miembro del Ku Klux Klan” – Langston Hughes
El
paradigma de un Estado-un gobierno
Por lo general suele
asumirse que cada Estado tiene una forma particular de gobierno –ya sea
liberal, fascista o autoritario– que se aplica en todo el país. Así, a menudo
oímos expresiones como “las democracias liberales de Occidente”, o “las
antiguas dictaduras de América Latina”. Esta geografía de gobiernos se
relaciona con una cronología política que permite que un gobierno pueda cambiar
de una forma a otra, lo que explica la prevalencia de expresiones como “el
retorno de la democracia”, o “el resurgir del fascismo”. Por tanto, el
paradigma dominante para comprender la relación entre estados y gobierno puede
resumirse en un principio fundamental: cada Estado, si no está en medio de una
guerra civil, solo tiene una forma de gobierno en un momento dado, que rige
sobre todo el territorio y toda la población.
El paradigma “un
Estado-un gobierno” oculta las formas complejas en que las poblaciones son
gobernadas. Su lógica naif proporciona excusas para formas de gobierno menos
agradables si el Estado se declara, por ejemplo, una democracia liberal.
También proporciona una geografía y una cronología del fascismo lejano,
mediante el cual los estados liberales intentan convencer a su ciudadanía de
que el fascismo es algo que ocurrió en el pasado, que podría resurgir en el
futuro si no se preservan las instituciones liberales, o que solo infesta
tierras remotas recalcitrantes a la democracia. Sea como sea, podemos estar
tranquilos porque el fascismo no es un problema aquí y ahora.
Este paradigma actúa
como una poderosa herramienta de gestión de la percepción en tanto que no nos
permite apreciar el modo en que son gobernados los distintos sectores de
población y las diferentes regiones geográficas y cuáles son las fuerzas
operantes. Por tanto, en lugar de comenzar con la suposición de un Estado-un
gobierno, deberíamos empezar al contrario, mediante un análisis materialista de
abajo arriba de los distintos modos de gobierno que actúan en cada coyuntura
histórica. Estos modos no se limitan a lo que llamamos el gobierno visible, es
decir el teatro político que representan a diario para nosotros los
conglomerados mediáticos que trabajan para la élite dirigente, sino que
incluyen también el gobierno invisible del Estado profundo, así como otras
formas de gobierno patrocinadas discretamente por el Estado, subcontratadas a
grupos paramilitares y al crimen organizado (por no mencionar la cantidad de
controles económicos estrictos que atenazan las vidas de la gente). En lugar de
considerar un único agente de gobernanza, como el gobierno elegido, el
paradigma de múltiples modos de gobernanza insiste en la multiplicidad de
agentes que se movilizan para gobernar a las distintas poblaciones, así como
los diversos papeles que desempeñan en los distintos estratos sociales y en
diferentes momentos de la lucha de clases.
Amerikkka
Vamos a considerar el
periodo entreguerras en Estados Unidos, cuando Mussolini y Hitler estaban
aupándose al poder en las democracias burguesas europeas. Según el paradigma de
un Estado-un gobierno, en esa época Estados Unidos era una democracia liberal,
y así se presentaba ante los demás países. De hecho, acababa de ganar una
guerra que, según Woodrow Wilson, iba a hacer al mundo “más seguro para la
democracia”. No obstante, en una declaración mucho menos citada en los libros
de historia de EE.UU., Wilson aclaró lo que el término hueco de “democracia”
significaba en realidad para él, cuando especificó que el objetivo de la Gran
Guerra había sido “preservar la fortaleza de la raza blanca” junto con la
“civilización blanca y su dominio del planeta”.
En realidad, Estados Unidos
era un Estado policial racista que dio poder a millones de vigilantes supremacistas
blancos y sirvió de modelo a los movimientos fascistas en Europa. “Al impedir
la entrada de inmigrantes […] con mala salud” –escribió Hitler con admiración
respecto a Estados Unidos en Mein Kampf– “y al excluir a ciertas
razas de su derecho a naturalizarse como ciudadanos, Estados Unidos ha
comenzado a aplicar principios similares a aquellos en los que queremos basar
el Estado Popular”. Tal y como ha argumentado minuciosamente James Whitman,
Estados Unidos sirvió de prototipo a los nazis porque era de todos sabido que
el país se encontraba a la vanguardia del arte de gobernar racista y eugenésico
en lo relativo a inmigración, ciudadanía de segunda clase y mestizaje. El
Memorándum Prusiano de 1933, que resumía el programa legal nazi, invocaba
específicamente las leyes Jim Crow [que propugnaban la segregación racial], y
el Manual Nacionalsocialista de Leyes y Legislación concluía su capítulo sobre
la construcción de un estado racial afirmando que Estados Unidos había
reconocido las verdades del racismo y dado los primeros pasos hacia un Estado
racial que la Alemania nazi se encargaría de completar. Además,
académicos como Domenico Losurdo, Ward Churchill y Norman Rich han
defendido que el modelo para la expansión colonial supremacista blanca de la
Alemania nazi era el holocausto estadounidense contra su población indígena.
Según Carroll P. Kakel, “la analogía entre el `Oeste americano´ y el `Este
nazi´ se convirtió en una obsesión para Hitler y otros `verdaderos creyentes´
nazis”.
Cuando el fascismo
italiano empezó a pavonearse en la escena mundial, muchos estadounidenses lo
reconocieron enseguida como una versión del Ku Klux Klan. Según Sarah
Churchwell, “en poco tiempo, las comparaciones entre el Klan de
producción local y el fascismo italiano se hicieron omnipresentes en la prensa
estadounidense”. Con cinco millones de miembros a mitad de los años 20, el KKK
era una red paramilitar letal que reforzaba el Estado policial racista, pero en
realidad solo era una parte de un aparato represivo mayor, que incluía a grupos
supremacistas blancos como la Legión Negra, filiales del KKK; organizaciones
autodenominadas fascistas, como las Camisas Plateadas; organizaciones nazis
como los Amigos de la Nueva Alemania y la German American Bund, grupos
paramilitares despiadados que vigilaban a los trabajadores del campo ejerciendo
lo que Carey McWilliams describe acertadamente como “fascismo de granjeros”; y
una red expansiva de organizaciones extremadamente violentas y contrarias a los
trabajadores que contaban con el respaldo de las grandes empresas. Estos
militantes paraestatales antisindicales solían tener permiso para actuar
impunemente, pues sus objetivos coincidían plenamente con los del gobierno de
EE.UU. Por aportar apenas un ejemplo elocuente, en 1919 y 1920 la División
General de Inteligencia del Departamento de Justicia organizó redadas en más de
30 ciudades de EE.UU., en las que detuvo a entre 5.000 y 10.000 activistas
anticapitalistas, a menudo sin órdenes judiciales ni prueba alguna, y sin
llevarles a juicio. No es preciso decir que cualquier miembro de un grupo
étnico, inmigrante, trabajador con voluntad de organizarse o activista
anticapitalista, no tenía los mismos derechos que supuestamente disfrutaban
quienes vivían en una democracia liberal.
En Facts and
Fascism, George Seldes explica detalladamente las notables similitudes
entre los movimientos fascistas globales y los de Estados Unidos, y muestra
cómo el gran capital de EE.UU. invertía directamente en el fascismo, tanto en
el ámbito nacional como en el extranjero, controlaba una prensa procapitalista
y con frecuencia amable con el fascismo, y financiaba a organizaciones
represivas racistas y antisindicales. La Legión Americana, por ejemplo, invitó
regularmente a Mussolini a sus convenciones, y uno de sus primeros gobernantes
declaró públicamente: “No olviden que los fascistas son a Italia como la Legión
Americana a Estados Unidos”. Sus actividades antisindicales constituyen uno de
los capítulos más violentos de la historia de EE.UU., según Seles. Este mismo
autor nos recuerda que: “En 1934 se realizaron planes para dar un golpe de
Estado, cuando miembros destacados de la Legión conspiraron con corredores de
bolsa de Wall Street y otros grandes hombres de negocios para derribar el
gobierno de Estados Unidos y establecer un régimen fascista”.
Múltiples
modos de gobernanza
El paradigma de los
múltiples modos de gobernanza nos permite poner entre paréntesis la imagen que
un Estado proyecta de sí mismo –su estética del poder– y así poder analizar
cómo gobierna realmente a las diferentes poblaciones. Esto tiende a variar en
función del tiempo, del lugar y del estrato socioeconómico. Puede que Emmett
Till, por poner solo un ejemplo, viviera en un país que se declara una
democracia liberal, pero su brutal paliza y asesinato, así como la posterior
absolución de sus asesinos por un tribunal de justicia demuestran el modo en
que él y otras personas discriminadas por su raza eran realmente gobernadas:
mediante la violencia paramilitar fascista abiertamente consentida por el
Estado. Es importante señalar que los múltiples modos de gobernanza suelen
operar en un solo espacio-tiempo y a veces sobre las mismas poblaciones. La
farsa liberal de justicia que se representó durante el juicio por el asesinato
de Till pretendía convencer, al menos a algunas personas, que su principal modo
de gobierno era el Estado de derecho.
El análisis
materialista demuestra que liberalismo y fascismo, al contrario de lo que
mantiene la ideología dominante, no son opuestos; son socios dentro del sistema
capitalista criminal. En pro del argumento, es necesario aclarar que no estoy
tratando de distinguir entre autoritarismo y fascismo, aunque en ocasiones esta
distinción puede resultar útil (como en el perspicaz análisis de las dictaduras
militares latinoamericanas de Gunder Frank). Mientras que generalmente se
entiende que el fascismo es un movimiento que moviliza a sectores de la
sociedad civil mediante campañas de propaganda, apoyo económico y
empoderamiento por parte del Estado, se suele definir al autoritarismo como un
sistema basado principalmente en el control militar y policial de la población.
En todo caso, estas categorías son bastante porosas, pues los grupos paramilitares
fascistas a veces no son más que funcionarios fuera de servicio del aparato
represivo del Estado y el autoritarismo a menudo utiliza como fuerza delegada a
estos grupos paramilitares y los integra en el Estado. Además, en el caso de
Italia y Alemania, se podría decir que el fascismo evolucionó hacia una forma
de autoritarismo. En ambos casos, durante su ascenso al poder dentro de
democracias burguesas, los fascistas desplegaron enormes campañas de propaganda
para movilizar a la sociedad civil y actuar a través del sistema electoral.
Pero, una vez alcanzado el poder, acabaron con los elementos más plebeyos de
sus bandas fascistas e integraron lo que quedaba de ellas en el aparato del
Estado.
En este sentido
amplio y desde un punto de vista histórico, liberalismo y fascismo han
funcionado como dos modos de gobernanza capitalista que operan conjuntamente,
siguiendo la lógica de interrogatorios del poli bueno-poli malo. El
liberalismo, como buen policía, promete libertad, ley y orden así como la protección
de un Estado benefactor, a cambio de conformidad con las relaciones
socioeconómicas capitalistas y seudodemocracia. Tiende a atraer y a estar al
servicio de miembros de las clases media y media alta, así como a aquellos que
aspiran a formar parte de estas clases. El policía malo del fascismo ha
demostrado ser especialmente útil para gobernar a las poblaciones pobres,
discriminadas por su raza y descontentas, así como para intervenir en diversas
partes del mundo con el fin de imponer por la fuerza las relaciones
socioeconómicas capitalistas. Si la gente no se deja embaucar por las falsas
promesas del policía bueno, o no están dispuestos a condescender por otras
razones, se llama al socio criminal del liberalismo para que les sometan a
golpes. Quienes se levantan para oponerse al capitalismo, sean de la clase que
sean, deben estar dispuestos a que los liberales y su supuesto régimen de
derechos tiren la toalla y cedan la lucha a su aliado más perverso mientras
miran hacia otro lado y recuerdan a los espectadores las importantes
diferencias entre el menor de dos males.
La precipitada
identificación de fascismo con gobierno, y la complementaria oposición entre
gobiernos fascistas y liberales, enmascaran estas múltiples formas de
gobernanza, del mismo modo que la definición de un Estado como “democrático”
con independencia de su política exterior o sus guerras de clases internas nos
impide ver sus heterogéneas formas de control social. Por otra parte, impone el
velo liberal de la ignorancia, que sostiene que el fascismo solo es un fenómeno
importante si llega a ocupar el gobierno. El subtexto de esta falsa creencia es
que no importa si se mantiene –como es el caso de Estados Unidos– como una
forma de manejo de la población para grupos oprimidos y explotados mediante
campos de concentración y redadas contra in migrantes indocumentados,
asesinatos por parte de la policía y milicias paramilitares, atentados brutales
contra defensores del agua, intervenciones militares en el exterior y otras
actividades similares. Mientras se mantenga un ápice de decencia liberal para
al menos un pequeño sector de la población, podemos estar seguros de que
principal es luchar para proteger el sistema de gobierno liberal del así
llamado fascismo.
Con esto no queremos
decir, ni mucho menos, que para un amplio sector de la población no haya una
diferencia crucial entre un gobierno que se declara fascista y los modos
fascistas de gobernanza existentes bajo la cobertura liberal. Cuando los
partidos fascistas llegan al poder estatal y ya no tienen que seguir
representando su comedia frente a los liberales, pueden desencadenar (como así
ha sido) formas de represión brutales contra sectores de la población que
suelen gozar de protección e incrementar sus ataques contra aquellos que no la
gozan al tiempo que inician bárbaras guerras coloniales en el exterior.
Por otro lado, cuando se construye el poder mediante partidos y organizaciones
políticas, suele ser preferible lidiar con la casuística y las contradicciones
discursivas del policía bueno a enfrentarse al puño de hierro del policía malo
(por razones tácticas, también puede ser de la mayor importancia encontrar la
forma de movilizar a los liberales y trabajar con ellos, mientras se les empuja
hacia la Izquierda). No obstante, nada de esto debe impedirnos ver que los
modos fascistas de gobernanza son una parte muy real y presente del llamado
orden mundial liberal, y que como tal deben identificarse para poder oponerse
directamente a ellos.
Tolerancia
liberal y protección del capital
Si los liberales
toleran el fascismo y defienden los derechos de los fascistas no es porque se
sientan moralmente superiores, sino porque –lo sepan o no– su sistema de
gobernanza procapitalista necesita contar con perros guardianes que hagan el
trabajo sucio. Si bien es cierto que a veces prefieren que la población general
sea obediente y se adapte a las elecciones amañadas de una democracia que se
limita a los 60 segundos que se tarda en depositar el voto en la urna, también
lo es que necesitan mantener la capacidad de aplastar al anticapitalismo si
alguna vez llega a producirse una amenaza real para el sistema que les
respalda.
El truco del poli
bueno-poli malo solo funciona si consigue colocar una cuña entre ambos y crear
la falsa ilusión de que hay una profunda diferencia, incluso oposición, entre
el amable agente que comprende nuestro apuro y su compinche brutal sordo a
nuestras súplicas. Sin embargo, si la violencia del policía malo es moralmente
reprobable para el poli bueno es porque este último utiliza al primero como
“hombre del saco”, es decir como el peor de dos males que el poli bueno usa
para someter a las poblaciones y obligarlas a aceptar las relaciones sociales
capitalistas. Por tanto, es imperativo reconocer que el poli bueno y el poli
malo buscan en último término lo mismo: crear sujetos que acepten por las buenas
o por las malas la violencia generalizada, la destrucción ecológica y la
intrínseca desigualdad profunda del capitalismo. Mediante diferentes tácticas,
cuyo propósito es enmascarar su estrategia compartida, ambos son la policía que
protege al sistema capitalista. Tal y como ha señalado en repetidas ocasiones
la tradición radical estadounidense, en un lenguaje que puede resultar crudo –y
por tanto más allá de lo permisivo– para oídos liberales: un cerdo siempre es
un cerdo*.
Por todo ello, lejos
de ser un fenómeno excepcional o intermitente, el fascismo es parte integral de
los sistemas de gobernanza bajo los cuales vivimos, al menos la mayor parte de
la población. No es algo que pueda acontecer en un futuro, aunque pueden
producirse, por supuesto, momentos de intensificación o una completa
incautación del poder estatal, que siembre el caos. Se trata de un modo de
gobernanza que actúa aquí y ahora dentro del sistema de democracia burguesa. La
incapacidad de reconocer esta realidad y organizarnos para oponernos a ella ha
sido uno de los factores que han contribuido a su crecimiento y su potencial de
intensificación.
Nota del traductor:
En el argot de la lengua inglesa se denomina “pigs” (cerdo) a los policías. Una
expresión similar en castellano dice: “un madero es un madero en España y en el
extranjero”.
Gabriel
Rockhill es un filósofo, crítico cultural y activista franco-estadounidense.
Dirige el Taller de Teoría Crítica y es profesor de filosofía en la Universidad
de Villanova (EE.UU.). Es autor de varios libros y participa en actividades
extraacadémicas del mundo del arte y el activismo. Se le puede seguir en
@GabrielRockhill.
Fuente: https://www.blackagendareport.com/liberalism-fascism-good-cop-bad-cop-capitalism
El
presente artículo puede reproducirse libremente siempre que se respete su
integridad y se nombre a su autor, a su traductor y a Rebelión como fuente del
mismo.
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