‘Fake news’, manual de resistencia contra la política
de la mentira
El Diario de la Educación
20/03/2019
- Para defender el derecho democrático a la información necesitamos identificar correctamente las fuentes y asumir la responsabilidad de no difundir noticias falsas. Pero la mejor defensa es contar con editores de prensa honestos y desenmascarar a los líderes políticos que alimentan las falsedades
Pixabay
Habla la gente
de las fake news con sorpresa y admiración, en plan: «Oh, cosa curiosa»,
como si desde que el mundo es mundo el ser humano no se hubiera dedicado,
siempre y en todo lugar, a mentir y engañar. A las puertas de la segunda década
del siglo XXI nos maravillamos de que los medios difundan información no
fiable, vaya por Dios, cuando precisamente las modernas ciencias de la
comunicación nacen en el siglo XX para estudiar los cómos y porqués de la
manipulación de las masas por el totalitarismo mediante la seducción y el
engaño. Ahora se centra en estudiar cómo la tecnología puede complicar más las
cosas.
La confluencia
de comunicación y cibernética pasa hoy por la llamada inteligencia artificial,
que no solamente es un sistema hipercibernético para la gestión de las cosas in
absentia humana sino que está concebido para que un observador no pueda
identificar la acción maquinal realmente existente tras la apariencia de
conducta humana que ofrece el mecanismo. Si seguimos aquí la ley de hierro del
pensamiento crítico, “piensa mal y acertarás”, nos daremos cuenta de que el
objetivo de la inteligencia artificial no es tanto la gestión de las cosas sin
mediación humana operativa sino la simulación de una presencia y acción humana
realmente existentes que permita torcer la reacción ante esa apariencia de
acuerdo con los intereses de quien la introduce. De modo que menos lobos: las fake
news no son más que un leve aperitivo del plato fuerte que nos aguarda en
el festín que los poderes piensan darse a costa de la libertad y con factura
pasada a los ciudadanos.
Se suele
presentar las fake news como un problema periodístico, informativo y
comunicacional, cuando no es sino un problema político. De hecho, se traduce
erróneamente el concepto: no se trata de “noticias falsas” sino de
pseudonoticias engañosas presentadas fraudulentamente con la intención de
engañar y desinformar. Y esa intención no nace de entre el público receptor de
la información sino desde los núcleos centrales del poder. Es Donald Trump el
que empieza a hacer circular la expresión fake news para aludir,
torticeramente, a las informaciones desfavorables que sobre él publican los
grandes medios periodísticos estadounidenses, desde The New York Times
hasta la CNN, y lo hace para tratar de desprestigiarlos o, por lo menos,
sembrar dudas sobre su solvencia informativa. La supuesta colusión entre los
intereses de Trump y los de Putin durante la campaña electoral de aquel, con
acusaciones de injerencias rusas en dinámicas electorales estadounidenses, hace
salir a la luz estrategias informativas putinianas basadas en la
tergiversación y la confusión. Fake news es, pues, un aspecto reciente
de las estrategias de desinformación harto practicadas durante el siglo XX en la
comunicación de masas.
Pero la
comunicación del siglo XXI es más compleja que la del siglo XX. Lo que Manuel
Castells ha llamado “autocomunicación de masas” para aludir al papel proactivo
de los ciudadanos en la generación y distribución de información por redes y
medios digitales es lo que ha dotado a las fake news promovidas desde el
ámbito político de un poder inusitado. Se produce así un efecto perverso de la
llamada “alquimia de las multitudes” aludida por Francis Pisani y Dominique
Piotet para designar los procesos de acumulación de conocimiento propiciados
por la autocomunicación de masas: en lugar de alentarse la promoción del
conocimiento se oscurece y deforma la realidad mediada por la información
gracias a la misma actuación de quienes deben estar interesados en ejercer su
derecho a emitir y recibir información veraz.
Y es ahí cuando
aparecen diversas entidades comprometidas con la información democrática,
encabezadas por la Unesco, promoviendo campañas de concienciación sobre el
riesgo de las fake news. Proponen la educación de la ciudadanía en
cuanto a identificación correcta de las fuentes y la fiabilidad de las
informaciones, la responsabilidad de no difundir noticias falsas, y el uso
inteligente de la comunicación para defender el derecho democrático a la
información y su profundización. La Unesco impulsa una amplia e intensa
actividad en torno a otro nuevo concepto, alfabetización mediática y digital
(MILID, en sus siglas en inglés) cuya actividad concierne a profesionales de la
comunicación, educadores, agentes sociales y ciudadanos activos.
Las fake
news se encuentran en el centro de la educación y concienciación que la
MILID quiere promover, pero el problema es que la educación mediática se da en
el seno de la educación general, y esta no solamente produce formación e
instrucción sino también analfabetismo funcional: personas que saben leer, pero
no entienden lo que leen. Y ahí llegamos a donde se halla la madre del cordero:
no es una supuesta capacidad perversamente oculta en las redes sociales o en la
dinámica de la autocomunicación de masas donde se halla el caldo de cultivo
para la diseminación de falsedades mediante las fake news sino en dos
lugares muy concretos: la confluencia de la acción deliberada de poderes
políticos, económicos y estratégicos para hurtar a la ciudadanía la información
fiable a la que tienen derecho y las defectuosas políticas educativas de los
gobiernos y sus consiguientes habilidades educadoras que deben hacer posible el
sustrato cognitivo necesario para el ejercicio de la ciudadanía democrática.
Educadores,
activistas sociales y profesionales de la comunicación inciden en el campo de
acción de las fake news para reparar los perjuicios previamente causados
por otros. Pero en Europa tenemos una manera curiosa de actuar: por ejemplo,
culpamos a las democracias de la UE de las desgracias de los refugiados que
quieren acceder a ella en lugar de a los gobiernos criminales que han
convertido sus países en campos de batalla y cementerios; nos escandalizamos
alarmados ante el ascenso de fuerzas populistas y fascistas de un modo que
parece que su predominio acabe siendo inevitable en lugar de celebrar y ampliar
unas democracias fuertes en las que vivir sea ilusionante. No han hecho falta fake
news para llegar a esta mentalidad regresiva que se cree progresista y es
uno de los más poderosos lastres que impide progresar a un continente que es,
hoy por hoy, la más destacada isla de libertad.
No se pidan
pues a periodistas, comunicadores, educadores y medios cuentas de las fake news
sino busquemos su origen real en el poder y en el dinero. La tarea de educar al
público al respecto se le endosa a comunicadores y educadores, pero no son
ellos los responsables, simplemente van a ir ahí a reparar los estropicios
causados por otros. Así que no se cargue sobre las espaldas de la comunicación
lo que debe ir a lomos de otras mulas.
España es un
país cuyo panorama comunicacional se caracteriza por una curiosidad: la prensa
impresa que se publica es prensa de partido que no se declara como tal. Lo es
no sólo porque toma posiciones editoriales e informativas coincidentes con una
u otra estrategia partidaria, lo es sobre todo porque es propiedad de los
bancos que financian al mismo tiempo las campañas de los distintos partidos y
les sostienen económicamente haciéndose cargo de sus deudas.
Periódicos y
partidos políticos deben, a la vez, su existencia a las entidades bancarias que
les pagan los gastos. Aquí empieza y termina el recorrido de cualquier
discusión sobre credibilidad informativa en nuestra sociedad. Elucubrar sobre
insidias relacionadas con fake news en ese panorama parece de ingenuos,
pero es otra cosa: es el intento de desviar hacia los escenarios digitales de
la autocomunicación de masas responsabilidades que corresponden a otros.
Y ello sucede
porque esa prensa de partido que cada vez ofrece menor interés al lector
avisado halla competencia en unos medios digitales que, por más trapacerías que
puedan cometer, nunca llegarán al nivel de descapitalizar casi totalmente unos
grupos mediáticos que otrora fueron grandes negocios en aras de delirantes
pseudoestrategias audiovisual-financieras.
Algunos medios,
precisamente, están llegando con mayor rapidez a cotas de irrelevancia
precisamente por reproducir en el ciberespacio la misma fatídica alianza entre
poder editorial, poder bancario y poder partidario con menor disimulo y, en
algunos casos, manifiesta desfachatez, con el objetivo de cosechar en nichos de
público previamente sembrados por otros medios ahora en recesión. El bruto de
Trump sale a dar la cara en Twitter y moviliza a sus trolls para forzar
a la realidad a doblegarse. Aquí somos más cucos y dejamos que los bancos
jugueteen con las astronómicas deudas de los medios a los que desean inclinar.
No es que
necesitemos más y mejores educadores en comunicación, que los necesitamos; no
es que los periodistas deban contribuir a la alfabetización mediática, que
deben; lo que necesitamos es editores de prensa dignos de tal nombre capaces de
publicar información independiente. En un país cuya fake new más gorda
la promovieron el propio presidente del Gobierno y el ministro del Interior un
11 de marzo de 2004.
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