1917
La revolución finlandesa
Eric Blanc
Viento Sur
16.05.2017
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Durante el
siglo pasado, los trabajos históricos de la revolución de 1917 se han centrado
normalmente en Petrogrado y en los socialistas rusos. Pero el Imperio ruso
estaba compuesto predominantemente por no-rusos, y las convulsiones en la
periferia del imperio eran habitualmente tan explosivas como las del centro.
El
derrocamiento del zarismo en febrero de 1917 desencadenó una ola revolucionaria
que inmediatamente inundó toda Rusia. Quizá la más excepcional de estas
insurrecciones fuera la revolución finlandesa que un académico llamó “la guerra
de clases más claramente definida del siglo XX”.
La excepción
finlandesa
Los finlandeses
eran distintos a cualquier otra nación bajo el mando zarista. Anexionada de
Suecia en 1809, a Finlandia se le permitía gozar de autonomía gubernamental,
libertad política y, llegado el momento, incluso de su propio parlamento
democráticamente elegido. Aunque el zar trataba de limitar su autonomía, la
vida política en Helsinki se parecía más a Berlín que a Petrogrado.
En un periodo en
que los socialistas del resto de la Rusia imperial estaban obligados a
organizarse en partidos clandestinos y eran perseguidos por la policía secreta,
el Partido Socialdemócrata de Finlandia (SDP) operaba abierta y legalmente.
Como la socialdemocracia alemana, los finlandeses construyeron de 1899 en
adelante un partido obrero de masas y una densa cultura socialista con sus
propias salas de reuniones, grupos de mujeres obreras, coros y ligas
deportivas.
Políticamente,
el movimiento obrero finlandés estaba embarcado en una estrategia de
orientación parlamentaria y de paciente educación y organización de los
obreros. Su política era en principio moderada: era raro hablar de la
revolución y la colaboración con los liberales era habitual.
Pero el SDP se
distinguía de los partidos socialistas de masas legales en Europa en que se
volvió más combativo en los años previos a la I Guerra Mundial. Si
Finlandia no hubiera formado parte del Imperio ruso es probable que se hubiera
desarrollado por el camino de moderación de la mayoría de partidos socialistas
de Europa occidental, en el cual los radicales fueron cada vez más marginados
por la integración parlamentaria y la burocratización.
Pero la
participación de Finlandia en la revolución de 1905 escoró el partido a la izquierda.
En la huelga general de noviembre de 1905, un líder socialista finlandés se
maravillaba ante el levantamiento popular: “Vivimos en una época maravillosa
[…] Gente humilde y satisfecha de cargar con el peso de la esclavitud se ha
sacudido de repente su yugo. Grupos que hasta ahora comían cortezas de pino
piden ahora pan”.
Tras la
revolución de 1905, los diputados parlamentarios moderados, los líderes
sindicales y los funcionarios se encontraron en minoría en el SDP. Tratando de
aplicar la orientación elaborada por el teórico marxista alemán Karl Kautsky,
desde 1906 en adelante la mayoría del partido dotó a la táctica de la legalidad
y al enfoque parlamentario una política nítida de lucha de clases. “El odio de
clase ha de ser bienvenido, pues es una virtud”, decía una publicación del
partido.
El partido
anunció que sólo un movimiento obrero independiente podría promover los
intereses de los obreros, defender y aumentar la autonomía finlandesa de Rusia
y conquistar una democracia política completa. La revolución socialista se
convertiría con el tiempo en la tarea principal, pero hasta entonces el partido
debería acumular pacientemente sus fuerzas y evitar cualquier choque prematuro
con la clase dominante.
Esta estrategia
de la socialdemocracia revolucionaria —con su mensaje militante y métodos “sin
prisa pero sin pausa”— fue espectacularmente exitosa en Finlandia. Para 1907,
se habían unido al partido cerca de 100.000 obreros, convirtiéndolo en la mayor
organización socialista per capita del mundo. Y, en julio de 1916, la
socialdemocracia finlandesa hizo historia al convertirse en el primer partido
socialista de cualquier país en alcanzar una mayoría parlamentaria. Sin
embargo, debido a la rusificación zarista de los últimos años, la mayor
parte del poder estatal finlandés estaba para entonces bajo administración
rusa. Sólo en 1917 pudo el SDP afrontar los desafíos de ostentar una mayoría
parlamentaria socialista en una sociedad capitalista.
Los primeros
meses
Las noticias de
la insurrección de febrero en la cercana Petrogrado llegaron como una sorpresa
a Finlandia. Pero una vez confirmados los rumores, los soldados rusos
emplazados en Helsinki se amotinaron contra sus oficiales, como describió un
testigo: “Por la mañana los soldados y marineros marcharon con banderas rojas
por las calles, en parte desfilando cantando la Marsellesa, en parte en grupos
separados, repartiendo lazos y trozos de tela rojos. Patrullas armadas de
marinos de tropa deambulaban por toda la ciudad desarmando a los oficiales que
a la menor resistencia o al no aceptar el distintivo rojo eran fusilados y
abandonados ahí mismo”.
Los gobernantes
rusos fueron expulsados, los soldados rusos emplazados en Finlandia declararon
su fidelidad al Soviet de Petrogrado y la policía finlandesa fue destruida
desde abajo. La narración de primera mano en 1918 del escritor conservador
Henning Söderhjelm —expresión inmejorable del punto de vista de las élites
finlandesas— lloraba la pérdida del monopolio de la violencia del Estado: “Era
política expresa del SDP finlandés destruir completamente la policía. La fuerza
policial, que había sido disuelta por los soldados rusos al comienzo mismo de
la revolución, no volvió a existir jamás. El pueblo no tenía confianza
en esta institución y en su lugar se estableció una milicia en unidades
locales para el mantenimiento del orden, cuyos hombres pertenecían al Partido
Obrero”
¿Qué debería
reemplazar el viejo gobierno local ruso? Algunos radicales impulsaron un
gobierno rojo, pero estaban en minoría. Como en el resto del imperio, Finlandia
se encontraba en marzo envuelta en la llamada “unidad nacional”. Esperando
ganar mayor autonomía del nuevo gobierno provisional ruso, un ala de líderes
moderados del SDP rompió con la inveterada posición del partido y se unió a un
gobierno de coalición con los liberales finlandeses. Varios socialistas
radicales denunciaron esta maniobra como una “traición” y una flagrante
violación de los principios marxistas del SDP. Otros líderes del partido, sin
embargo, aceptaron la entrada en el gobierno para evitar una división en el
partido.
La luna de miel
política de Finlandia duró poco. El nuevo gobierno de coalición se vio
rápidamente atrapado en el fuego cruzado de la lucha de clases, cuando se
desplegó una combatividad sin precedentes desde los centros de trabajo, las
calles y las áreas rurales de Finlandia. Algunos socialistas finlandeses
centraron sus esfuerzos en construir milicias armadas de obreros. Otros
impulsaron huelgas, el sindicalismo militante y el activismo fabril. Söderhjelm
describía la dinámica: “El proletariado ya no rogaba ni rezaba, sino que exigía
y reclamaba. Nunca, supongo, ha estado el obrero, pero especialmente el bruto,
tan hinchado de poder como en el año 1917 en Finlandia”
La élite de
Finlandia esperaba al principio que la entrada de los socialistas moderados en
el gobierno de coalición obligara al SDP a abandonar su línea de lucha de
clases. Söderhjelm se lamentaba de que estas esperanzas se desvanecieran: “Se
desarrolló el puro mando de la turba a una velocidad inesperada. […] Antes que
nada, [hay que culpar] a la táctica del Partido Obrero. […] Incluso si el
Partido Obrero actuaba con una cierta dignidad en su conducta más oficial,
proseguía su política de agitación contra la burguesía con incansable celo”.
Mientras que
los socialistas moderados del nuevo gobierno, así como sus líderes obreros
aliados, trataban de atenuar la insurgencia popular, la extrema izquierda del
partido llamaba sistemáticamente a una ruptura con la burguesía. Oscilando
entre estos polos socialistas se situaba una tendencia centrista amorfa que
daba un apoyo limitado al nuevo gobierno. Y aunque la mayoría de líderes del
SDP por lo general seguían dando prioridad a la esfera parlamentaria, la
mayoría apoyaba —o al menos aceptaba— el levantamiento desde abajo.
A la luz de la
imprevista oleada de resistencia, la burguesía finlandesa se volvió cada vez
más beligerante e intransigente. El historiador Maurice Carrez señala que las
clases altas finlandesas nunca aceptaron ni se resignaron a “compartir el poder
con una formación política a la que veían como la encarnación del demonio”.
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